Marina - Carlos Ruiz Zafón

27 jun. 2008 - Asentí sin despegar los labios. Re- cuerdo el reflejo de la bóveda de la estación sobre el cristal de sus gafas. Nos sentamos en un banco del ...
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Amigo lector: Siempre he creído que todo escritor, lo admita o no, cuenta entre sus libros algunos como sus favoritos. Esa predilección raramente tiene que ver con el valor literario intrínseco de la obra ni con la acogida que en su día le hayan dispensado los lectores ni con la fortuna o penuria que le haya deparado su publicación. Por alguna extraña razón, uno se siente más próximo a algunas de sus criaturas sin que sepa explicar muy bien el porqué. De entre todos los libros que he publicado desde que empecé en este extraño oficio de novelista, allá por 1992, Marina es uno de mis favoritos. Escribí la novela en Los Ángeles entre 1996 y 1997. Tenía por entonces casi treinta y tres años y empezaba a sospechar que aquello que algún bendito llamó la primera juventud se me estaba escapando de las manos a velocidad de crucero. Con anterioridad había publicado tres novelas para jóvenes y al poco de embarcarme en la composición de Marina tuve la certeza de que ésta sería la última que escribiría en el género. A medida que avanzaba la escritura, todo en aquella historia empezó a tener sabor a despedida, y para cuando la hube terminado, 5

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tuve la impresión de que algo dentro de mí, algo que a día de hoy todavía no sé muy bien qué era pero que echo en falta a diario, se quedó allí para siempre. Marina es posiblemente la más indefinible y difícil de categorizar de cuantas novelas he escrito, y tal vez la más personal de todas ellas. Irónicamente, su publicación es la que más sinsabores me ha producido. La novela ha sobrevivido diez años de ediciones pésimas y a menudo fraudulentas que en algunas ocasiones, sin que pudiese yo hacer gran cosa para evitarlo, han confundido a muchos lectores al tratar de presentar la novela como lo que no era. Y aun así, lectores de todas las edades y condiciones siguen descubriendo algo entre sus páginas y accediendo a ese ático del alma del que nos habla su narrador, Óscar. Marina vuelve por fin a casa, y el relato que Óscar terminó por ella lo pueden descubrir los lectores ahora, por primera vez, en las condiciones que su autor siempre deseó. Tal vez ahora, con su ayuda, seré capaz de entender por qué esta novela sigue estando tan presente en mi memoria como el día que la terminé de escribir, y sabré recordar, como diría Marina, lo que nunca sucedió. C. R. Z. Barcelona, junio de 2008.

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arina me dijo una vez que sólo recordamos lo que nunca sucedió. Pasaría una eternidad antes de que comprendiese aquellas palabras. Pero más vale que empiece por el principio, que en este caso es el final. En mayo de 1980 desaparecí del mundo durante una semana. Por espacio de siete días y siete noches, nadie supo de mi paradero. Amigos, compañeros, maestros y hasta la policía se lanzaron a la búsqueda de aquel fugitivo al que algunos ya creían muerto o perdido por calles de mala reputación en un rapto de amnesia. Una semana más tarde, un policía de paisano creyó reconocer a aquel muchacho; la descripción encajaba. El sospechoso vagaba por la estación de Francia como un alma perdida en una catedral forjada de hierro y niebla. El agente se me aproximó con aire de novela negra. Me preguntó si mi nombre era Óscar Drai y si era yo el muchacho que había desaparecido sin dejar rastro del internado donde estudiaba. Asentí sin despegar los labios. Recuerdo el reflejo de la bóveda de la estación sobre el cristal de sus gafas. Nos sentamos en un banco del andén. El policía en7

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cendió un cigarrillo con parsimonia. Lo dejó quemar sin llevárselo a los labios. Me dijo que había un montón de gente esperando hacerme muchas preguntas para las que me convenía tener buenas respuestas. Asentí de nuevo. Me miró a los ojos, estudiándome. «A veces, contar la verdad no es una buena idea, Óscar», dijo. Me tendió unas monedas y me pidió que llamase a mi tutor en el internado. Así lo hice. El policía aguardó a que hubiese hecho la llamada. Luego me dio dinero para un taxi y me deseó suerte. Le pregunté cómo sabía que no iba a volver a desaparecer. Me observó largamente. «Sólo desaparece la gente que tiene algún sitio adonde ir», contestó sin más. Me acompañó hasta la calle y allí se despidió, sin preguntarme dónde había estado. Le vi alejarse por el Paseo Colón. El humo de su cigarrillo intacto le seguía como un perro fiel. Aquel día el fantasma de Gaudí esculpía en el cielo de Barcelona nubes imposibles sobre un azul que fundía la mirada. Tomé un taxi hasta el internado, donde supuse que me esperaría el pelotón de fusilamiento. Durante cuatro semanas, maestros y psicólogos escolares me martillearon para que revelase mi secreto. Mentí y ofrecí a cada cual lo que quería oír o lo que podía aceptar. Con el tiempo, todos se esforzaron en fingir que habían olvidado aquel episodio. Yo seguí su ejemplo. Nunca le expliqué a nadie la verdad de lo que había sucedido. No sabía entonces que el océano del tiempo tarde o temprano nos devuelve los recuerdos que enterramos en él. Quince años más tarde, la memoria de aquel día ha vuelto a mí. He visto a aquel muchacho vagando entre las 8

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brumas de la estación de Francia y el nombre de Marina se ha encendido de nuevo como una herida fresca. Todos tenemos un secreto encerrado bajo llave en el ático del alma. Éste es el mío.

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