OPINION
Lunes 26 de julio de 2010
Frases “truchas” de escritores famosos U
LA NACION
L
OS hogares de antaño, ¿eran más “cultos”? Por supuesto, el concepto de cultura es sumamente relativo y cambia con las épocas. Quizás hoy debería de ser llamado “culto” aquel que se maneja relativamente bien con las nuevas tecnologías (Internet, Facebook, Twitter y lo que esté por venir). En la Facultad de Filosofía y Letras (UBA), el doctor Gerardo Pagés, que acompañaba desde Latín I hasta Latín V a sus alumnos de letras, solía hacerles la siguiente broma: “Cultura es todo lo que olvidamos después de haberlo aprendido, así que ustedes son muy cultos”. El tema se plantea por haber recibido el correo electrónico de la lectora Esther Fernández Maiza, quien, entre asombrada y orgullosa, describe la siguiente situación: “Mi nieta de 22 años estudia actuación. Su profesor le recomendó a la clase que, antes de ir a ver La vida es sueño de Calderón de la Barca (que se está representando en el San Martín, con la dirección de Calixto Bieito y por eso le interesaba tanto que la vieran), tuvieran la precaución de leer el texto, que no es precisamente sencillo para los oídos contemporáneos y jóvenes. Yo me ofrecí a leerlo con ella y ante mi alegría aceptó. Pero lo más maravilloso de todo fue –además del texto, obviamente– que ella se acordaba de haberme oído a mí recitarle algunos fragmentos cuando ella era muy chica. ¡Y yo, no! Por supuesto, yo había leído la obra a los 15 años, en el secundario, y nunca pude olvidarme ni del comienzo, «Hipogrifo violento / que corriste parejas con el viento», ni de ese final extraordinario de uno de los monólogos de Segismundo: «¿Qué es la vida? Un frenesí. / ¿Qué es la vida? Una ilusión, / una sombra, una ficción, / y el mayor bien es pequeño; / que toda la vida es sueño, / y los sueños, sueños son», que me había hecho aprender de memoria la profesora de literatura”. Los abuelos más jóvenes (los hay de menos de 55 años) o los padres ya mayorcitos (por ejemplo, los de más de 40), ¿qué les recitarán a sus hijos o a sus nietos? Acaso la letra de Mil horas, una de las composiciones más inspiradas de Andrés Calamaro, cuando estaba con Los Abuelos de la Nada: “La otra noche te esperé bajo la lluvia / dos horas mil horas / como un perro / y cuando llegaste me miraste y me dijiste loco / estás mojado ya no te quiero”. Hay que celebrar, sin duda, que la puesta de La vida es sueño haya traído otra vez al primer plano uno de los textos más bellos del Siglo de Oro español y de toda la literatura en castellano. Y que se sepa que su autor es, sin posibilidad de dudas, Pedro Calderón de la Barca. Esta afirmación no es peregrina, si se observa que en los últimos años anda dando vueltas por Internet una bandada de e-mails con los textos más increíbles (por su trivialidad), atribuidos con total desparpajo a escritores como Borges, Neruda, García Márquez y otros tantos famosos. Esos textos son, también sin posibilidad alguna de dudas, absolutamente “truchos”. Sin embargo, esta “apropiación” de nombre famoso, que ni siquiera constituye un verdadero plagio, le puede pasar a cualquiera. Y sólo el que esté exento de culpa podrá incriminar al otro. Una vez más, un asiduo lector de Línea Directa, el escritor y embajador Albino Gómez, escribe para alertar sobre una cita dudosa: “Creo que su columna es el lugar más adecuado para hacer referencia a la interesante nota de Carlos Fuentes, publicada el 22 de este mes, sobre la obra de Juan Carlos Onetti, pero no pretendo referirme a la totalidad de su enfoque, ya que me parece que nuestro ámbito rioplatense no le resulta del todo comprensible a Carlos Fuentes, sino específicamente a una cita atribuida a Borges: «El tango es un pensamiento triste que se baila», que según creo pertenece a Enrique Santos Discépolo”. Efectivamente, la frase le pertenece –en eso coinciden fuentes prestigiosas– a Enrique Santos Discépolo. Y para terminar con tantas citas, ahí van otras más: para Leopoldo Marechal el tango “es una posibilidad infinita”, y para Ernesto Sabato, “el fenómeno más original del Plata”. © LA NACION
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LAS ELITES Y EL IMAGINARIO COLECTIVO
LINEA DIRECTA
GRACIELA MELGAREJO
I
Los pecados del establishment RICARDO ESTEVES PARA LA NACION
NO de los aspectos que más diferencian a la Argentina de otros países de América latina o de las naciones occidentales que nos son más familiares es la percepción que existe en la sociedad respecto de sus establishments. El caso tal vez extremo sea el de Chile, donde la sociedad no sólo cree en lo que pueda decir un miembro de su establishment, sino que por el voto de la mayoría de sus ciudadanos es capaz de elegir a alguien que pertenece al corazón de ese sector –un empresario exitosísimo y multimillonario– para que dirija los destinos de su nación. En esos lugares, cualquier proyecto que provenga de sus elites es ponderado con interés y racionalidad. Según los efectos e impactos que tenga en los intereses y los valores de los distintos sectores de la sociedad podrá llevarse adelante o no, pero en ninguna de esas comunidades una propuesta de esa naturaleza es automáticamente descalificada y sospechada como sí sucede en la Argentina. Entre nosotros, cualquier iniciativa que tenga origen en el establishment es cuestionada a priori por la sociedad, más allá de que pueda ser altamente beneficiosa para el país. La gente se pregunta: “¿Qué autoridad tiene para proponer tal cosa o la otra?”. O “¿qué interés mezquino esconde en su propuesta?”. En cambio, las iniciativas y proyectos que políticamente se pueden sostener pertenecen a los contestatarios del establishment. ¿Por qué sucede esto en la Argentina? El mirar sin reservas y con espíritu autocrítico el pasado, al menos el de las últimas seis décadas y a partir de los brutales errores estratégicos cometidos por el establishment, nos puede ayudar a entender el presente. El primer gran error histórico de este grupo fue la forma tajante e indiscriminada con que descalificó todo lo actuado por el primer peronismo. Sin soslayar lo mucho de reprochable que aquel gobierno tuvo, la elites no hicieron el más mínimo intento de reconocer las ideas valiosas que podía tener ese proyecto. Y quedaron atrapadas en sus contradicciones cuando, más tarde, se intentó llevar a la práctica iniciativas que se le habían cuestionado al peronismo y eran positivas para el país. Así, el imaginario colectivo ubicó a la elite en la vereda opuesta al pueblo, lo que no es un dato menor. Por otro lado, en términos de políticas públicas, ¿qué hizo mejor que el peronismo el gobierno de la Revolución Libertadora? El segundo gran error estratégico (aunque, por sus consecuencias, bien podría llamársele pecado) fue haber empujado a Arturo Frondizi y al país al abismo. El gobierno de Frondizi cayó porque el establishment de entonces, en forma descarada, lo empujó a él, a la Constitución y a la Nación al precipicio. Si, por el contrario, lo hubiera sostenido, muchos de los males y de la sangre luego derramada se habrían evitado. El tercer gran error estratégico, que también puede entrar perfectamente en la categoría de pecado, fue haberse vendado los ojos y firmado un cheque en blanco a la corporación militar. Esa actitud irresponsable hizo a las elites de algún modo cómplices de lo actuado por esa corporación, que cometió verdaderas calamidades. Si bien en la controvertida década de los 90 se llevaron a cabo algunas importantes reformas para el país, como la desregulación portuaria y de generación de energía, que hicieron posible el boom exportador
y que permitieron que pasáramos de los cortes de luz al abastecimiento energético que hoy gozamos, se cometieron también gruesísimos desaciertos. Basta citar el desguace con las provincias de dos ministerios que fueron pilares en la construcción de la Argentina moderna: los de Salud y Educación de la Nación, con lo cual se perdió sustancialmente la capacidad de hacer políticas públicas a nivel nacional en esas áreas vitales. Con eso se acentuó también la dependencia financiera que hoy padecen las provincias con la Nación, que permite un mayor control político por parte del gobierno central. Se blandieron además banderas de políticas de establishment al tiempo que se aplicó un programa de establishment
Las políticas del establishment no suponen una comunión con el neoliberalismo, sino una alianza con el pragmatismo “trucho” –para calificarlo con una expresión de la jerga popular– y mal ejecutado, que expandió demagógicamente el gasto y sentó las bases de su autodestrucción al implantar un sistema de jubilación privada sin los instrumentos alternativos de financiamiento público; aquello condujo indefectiblemente a la quiebra del Estado y produjo una tragedia en el país, afectando sobre todo a los sectores más humildes. Estos hechos desprestigiaron aún más
al establishment, que adhirió ciegamente –¡una vez más!– a ese modelo sin sopesar su viabilidad ni sus consecuencias. Se abrazó a tientas a las banderas –es decir, a las formas– sin reparar en el fondo, es decir, en el contenido de lo que se estaba llevando a cabo. Estas actitudes acabaron por desacreditar las políticas genuinas del establishment, que se aplican con éxito en Chile, Perú, Brasil y tantos otros países que –con gobiernos socialistas o de cualquier otro signo– están encaminados hacia la modernidad y el desarrollo y bajando además de forma efectiva sus niveles de pobreza. Esas políticas no suponen una comunión total con el neoliberalismo. Más bien, se trata de una alianza con el pragmatismo, caso por caso y situación por situación, privilegiando siempre el interés nacional, como hacen los países mencionados. Sin haber acertado antes, el establishment actual –o lo que caricaturescamente semeja serlo– está listo para rifarse ante cualquier opción, lleve al país adonde lo lleve. En este contexto, el éxito político estaba garantizado para quien encarnase el antiestablishment y se aferrase a esa postura como un náufrago a su salvavidas en el medio del océano (por eso la alianza incondicional con las asociaciones de derechos humanos, que son la máxima expresión del antiestablishment). Así, a cualquier oposición le resulta muy difícil desbancar a los abanderados de esa postura sin ser tildados de serviles agentes de los perversos intereses que destruyeron el país. Mientras la sociedad no recree un nuevo
establishment y se reconcilie con las políticas universalmente reconocidas de ese sector (las pragmáticas, las que aplican exitosamente nuestros vecinos), la Argentina seguirá errante por el desierto, ya que las políticas antiestablishment que se aplican no conducen a ninguna parte. Como el país está conviviendo desde hace unos cuantos años con las condiciones externas más favorables de su historia, se puede sostener un nivel de actividad más que satisfactorio, que sin embargo enmascara la falta de rumbo que se esconde debajo de la superficie. Toda esta historia y estos desatinos de la elite están presentes en el subconsciente colectivo, y la sociedad pasa factura por ellos. Sin embargo, de alguna manera todos los sectores de la sociedad argentina tienen alguna cuota de responsabilidad en la construcción de nuestro destino común de fracasos. Ningún sector, institución o clase social de la sociedad argentina puede atribuirse una inocencia absoluta respecto de lo que sucedió en el país. Esta realidad debería ayudar a una suerte de exorcismo de las culpas del establishment, no para beneficiarlo, sino como un gesto de generosidad con vista a las futuras generaciones de argentinos. Así, se crearía un espacio para que emerja un nuevo establishment. La Argentina sigue conservando, a pesar de las calamidades vividas, todos los atributos para llegar a ser una gran nación. De los argentinos depende liberar las fuerzas para lograrlo. © LA NACION El autor es empresario y licenciado en Ciencia Política
La química de las emociones ERNESTO S. SINATRA
E
N el libro Escuchando al Prozac, el psiquiatra estadounidense Peter Kramer deja deslizar un sueño que ha trastornado desde siempre a los científicos enrolados en las ciencias exactas y naturales: encontrar una localización neuronal que pueda considerarse la causa de cada padecimiento subjetivo. En este caso, nuestros afectos disruptivos serían efectos mecánicos de un trauma a nivel neuronal –patrimonio común con los animales– y en consecuencia una píldora correctiva de la serotonina liberaría a la humanidad del flagelo de esos estados. El poder del Prozac es curiosamente contrastado por Kramer con “la disminución del poder del psicoanálisis” a partir de una escisión que realiza entre creer y saber. La creencia queda del lado de lo que ha devenido –gracias a la construcción de Kramer– un humanismo psicoanalítico. El saber se sostendría ahora del lado de las ciencias de los neurohumores. El Prozac constituiría el arma más poderosa de las ciencias neoneuronales para pregonar la disminución del poder del psicoanálisis y ofrecerse para sustituirlo. “Escuchar al Prozac –dice Kramer– me ha hecho tan atento a los orígenes filogenéticos y a los soportes biológicos de la ansiedad y de la melancolía carentes de causa concreta, que me ha costado interpretarlos como comunicaciones especiales que hacen a los humanos distintos de las bestias.” Y agrega: “El Prozac nos ha convencido, por su capacidad para
PARA LA NACION
modificar la personalidad, de que esas emociones (angustia, sentimiento de culpa, vergüenza, pena, timidez) no son sólo humanas”. La modificación que Kramer opera en la intención del concepto de neurosis es al respecto paradigmática. Afirma que las neurosis del siglo XX no resistirán los cambios de los tiempos, ya que no se trataría más “del yo sujeto a las vicisitudes de la ansiedad de castración, el conflicto de Edipo y la sexualidad reprimida”. La “neoneurosis del siglo XXI” tratará, en cambio, acerca de “los efectos de herencia y del trauma (riesgo y estrés) sobre una diversidad de funciones neuropsicológicas codificadas en la neuroanatomía y los estados de los neurotransmisores”. A la par que precisa el fracaso de la estrategia diagnóstica de la psiquiatría descriptiva con Kraepelin, Kramer se desliza subrepticiamente contra los fundamentos del psicoanálisis instaurados por Freud. ¿Cuál es la sorprendente ganancia operada por Kramer? Es simple: se trata de un retorno al siglo XIX con los conceptos de herencia y de trauma, aggiornados ahora en riesgo y estrés. La operación es clara. Sólo será necesario extremar la argumentación de Kramer: la herencia filogenética propondría un patrimonio universal de la humanidad a partir del cual las diferencias de base serían biológicas. Las emociones y estados afectivos serían un simple efecto de tales causas. Ya no consistirían, esos afectos
y emociones, en las diversas respuestas de cada sujeto al deseo del otro a partir de su goce “privado” (al que desde el psicoanálisis denominamos “fantasma”). Tampoco serían ya el efecto de su confrontación angustiada ante la causa que lo provoca, ni el precio pagado por la cobardía moral que ese mismo sujeto ha evidenciado en sus actos, lo que Jacques Lacan denominó tristeza, siguiendo la orientación de Spinoza. El eje de la responsabilidad que cabe a cada cual frente a sus actos aparece disimulado –una vez más– tras la heren-
Con el Prozac, Kramer pretende desconectar los afectos y emociones de la responsabilidad de los sujetos cia filogenética. La figura del experto reintroduce el saber hacer con la medicación: “Los medicamentos como agentes importantes de transformaciones personales (...) cada vez es menos cuestión de autocomprensión y cada vez más cuestión de ser comprendido por un experto”. Kramer produce un rechazo radical del saber inconsciente. No se trataría ya de una imposibilidad que se desprende de la inadecuación estructural del sujeto
al sexo biológico, sino de la posibilidad de transformación por el Prozac a partir del saber del experto. El libro finaliza con un apéndice que se titula “Violencia” y que Kramer quiso que no formara parte del cuerpo principal. En él, el autor intenta desestimar los ataques dirigidos a la “panacea” del Prozac por los suicidios, asesinatos y otras respuestas que se le han imputado a su acción “benéfica”. Por supuesto, sabemos que no es el Prozac en sí el responsable de todas esas iniquidades; pero sí sabemos que esos actos representan una irónica respuesta a la pretensión de Kramer de desconectar los afectos y emociones de la responsabilidad de los sujetos. Es frecuente confrontarnos en la práctica psicoanalítica con el problema del lugar que una droga –o varias– ocupa en la economía libidinal de una persona. A menudo, a partir de la interpretación del analista es posible demostrar la función de pantalla que la droga ha encarnado con su sustancia. Pero ¿qué sucede cuando es una droga la que interpreta al sujeto? A partir de Escuchando al Prozac, una droga interpreta a Peter Kramer, que ha devenido adicto a ella y la ha popularizado. De su uso es responsable, y por sus actos –como cada adicto– él debe ahora responder. © LA NACION El autor es psicoanalista y director de la Escuela de Orientación Lacaniana