CONSUELO SUNCÍN
La rosa de El Principito Quien haya ascendido alguna vez al Cerro Verde, una bellísima cumbre en la república de El Salvador, y haya presenciado desde allí el ocaso, con las playas del Pacífico a lo lejos, una espesa fronda de cafetales a los pies y, al frente, casi al alcance de los dedos, el apagado cono del volcán de Izalco, tal vez no haya asociado ambas protuberancias geológicas a las del asteroide donde vive el célebre principito de Antoine de Saint-Exupéry. Y menos probable acaso sea que haya identificado la rosa que tose, tan querida por el niño, con una menuda, voluble y vivaz salvadoreña, María Consuelo Suncín, esposa del literato francés, nacida cerca del Cerro Verde y el Izalco, y a quien Saint-Exupéry escribiría estas palabras: «Sabes que la rosa eres tú. Quizá no haya sabido cuidarte, pero siempre te he encontrado bonita». El autor de El Principito evocaba con estas palabras el amor que alguna vez había sentido por Consuelo, pero a quien nunca agradeció públicamente haberle sacado de la mediocridad literaria. Y no se trata de una afirmación gratuita. Son muchos los que piensan así, entre ellos Robert Tenger, editor, abogado y amigo de la pareja: «Estoy convencido de que Consuelo es moral e intelectualmente la inspiradora de Saint-Exupéry», escribió.
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Pero quien más se reafirma hoy día en los méritos de tan extraordinario espíritu es un periodista británico, Pane Webster, quien ha publicado una interesantísima biografía de quien fuera la rosa de El Principito. ¿Qué talentos escondía esta joven de cuerpo pequeño y mirada ensoñadora para «embrujar a los hombres»?, expresión de uno de sus amantes, el gran escritor y ensayista mexicano José Vasconcelos. El secreto parece haber residido en su raro don para contar historias. Consuelo era una Scherezade tropical que seducía a quienes escuchaban sus fascinantes relatos. Decía haber nacido antes de tiempo, a causa de un terremoto, y que, tras ser recogida por un brujo que la alimentó con leche de cabra, aprendió de él a atraer las nubes al fondo de un pozo. Consuelo se decía hija de la magia e impregnaba sus fantasías con ella. ¿Qué de extraño podría haber en que el Cerro Verde y el Izalco formaran parte de la imaginería de El Principito? Viuda a los 23 años de edad, y luego de su affaire con Vasconcelos, Consuelo se une en París al escritor guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, pero la relación dura poco debido al fallecimiento de este último. En 1930 viaja a Buenos Aires con el fin de liquidar las propiedades que tenía allí Gómez Carrillo y en una reunión oficial conoce a Antoine de Saint-Exupéry, aristócrata venido a menos, piloto de oficio y escritor en estado de crisálida. Entre ambos se produce el flechazo. Se casan poco después. Y Consuelo, que ha desarrollado valiosos contactos en los círculos literarios franceses así como un gran sentido crítico junto a Gómez Carrillo y Vasconcelos, se propone modelar la carrera del escritor. 56
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A partir de esa fecha, la joven será la musa de Saint-Exupéry, su amante, su banco, su editora y su sustento. Y juntos vivirán la bohemia parisina sin otra preocupación que el trabajo literario de Antoine. El escritor es, sin embargo, un manirroto. Y cuando Consuelo no pueda mantenerle, Saint-Exupéry aceptará el auxilio financiero de otra mujer, Nelly de Vogüe, quien logrará, además del amor de Antoine, la ruptura del matrimonio. Consuelo se entrega entonces a una vida disipada para vengarse del escritor, y madame de Vogüe inicia una áspera labor de zapa en contra de Consuelo, a quien considera una fuerza destructiva. La estela de tan inicua tarea sería tomada, a su vez, por varios críticos franceses, entre ellos Maurice Sachs, quien en forma despectiva calificará a Consuelo de «pequeña alma salvaje», en tanto Maurice Druon y Joseph Kessel no tendrán ningún sonrojo en afirmar que la detestan. Ay esa evangélica Francia, tan compasiva cuando el buen salvaje está lejos y tan llena de prejuicios cuando lo tiene cerca. Ay ese complejo eurocéntrico y esa superstición que les lleva a comparar el tamaño del espíritu con el del cuerpo. Ay en fin, esa Europa insigne que se congratula de que Mahler haya sido inspirado por una mujer como Alma Schindler, grande y civilizada a su juicio, y rechaza que a Saint-Exupéry le guiara una musa parecida por ser su alma pequeña y salvaje. Bien está admirar al nativo de otros mundos, buen salvaje y sujeto de misericordia, que es por lo que se le tiene aún hoy día, pero no como ser inteligente capaz de influir, Dios guarde, en la obra de un heredero de la lengua de Corneille y de Racine.
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No es un secreto que Saint-Exupéry tenía dificultades para escribir, que era infeliz escribiendo y que fue María Consuelo Suncín quien le ayudó a superar esos obstáculos. Un horror. Algo increíble. Demasiado para la grandeur literaria de Francia. De resultas, Consuelo sería expulsada de la vida del escritor mediante una implacable operación de ocultamiento. Y así fue que se olvidó la decisiva influencia de la salvadoreña en la obra de Saint-Exupéry, un hombre a quien le faltó siempre espíritu para reconocer tal deuda. Por eso hay que saludar con entusiasmo esta biografía de Pane Webster en la que se reivindica aquella rosa que tosía (Consuelo padecía de asma) y que había brotado un día de 1901 en un lejano asteroide, al pie de los exuberantes cafetales que bordean el Cerro Verde, muy cerca del volcán de Izalco.
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