OPINIÓN | 33
| Lunes 12 de agosto de 2013
fANáTICos. La esperanza que trajo la “primavera árabe” al norte de África
parece cada vez más tenue. El islamismo extremo se interpone en el camino de los que quieren un verdadero cambio y la violencia no cede
La quinta columna Mario Vargas Llosa —PARA LA NACION—
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MARBELLA
aminar por el paseo marítimo entre Marbella y Puerto Banús en una mañana clara y transparente como la de hoy es una experiencia fascinante; se oyen todos los idiomas del mundo y, al otro lado del mar, se divisa la costa africana: unas manchas verde grisáceas que a ratos se eclipsan y poco después reaparecen en formas que deben ser colinas o montañas. Un poco más al Sur debe estar Ceuta, bella y activa ciudad donde hace un mes pasé tres días intensos, impresionado por sus parques, el museo que da cuenta de su milenaria historia en la que todas las civilizaciones mediterráneas dejaron una huella y que los ceutíes preservan con orgullo, la soberbia vista del encuentro, a sus pies, del Mediterráneo y el Atlántico. Pero lo que más me conmovió en Ceuta fue la civilizada convivencia entre sus religiones; cristianos, musulmanes, judíos, hindúes viven en armonía y amistad, algo ejemplar en estos tiempos enconados de guerras religiosas. Era una impresión superficial y apresurada, por lo demás, como lo demuestran estos días las noticias. En la sombra de aquel pacífico lugar, una pequeña quinta columna de fanáticos islamistas se aprestaba a romper aquella paz con atentados terroristas. Descubiertos a tiempo, ahora una veintena de ellos están presos. Pero la amenaza sigue allí. Cada mañana que recorro este paseo marítimo no puedo dejar de pensar en esa África que percibo allá a lo lejos, en el entusiasmo con que, como tantos millones de personas en el mundo, seguí ese movimiento de rebeldía y libertad, la “primavera árabe”, que sacudió de raíz las satrapías de Túnez, Libia, Egipto y que ahora sigue luchando en Siria. Era exaltante ver cómo, por fin, aquellos pueblos decían ¡basta! al anacronismo en que vivían, al despotismo, la corrupción, la miseria, el pisoteo de los derechos humanos, y reclamaban justicia, democracia, modernidad. ¿Iban a entronizarse por fin en África y en Medio Oriente sistemas democráticos y liberales a la manera occidental? Estoy convencido de que muchos de los millones de jóvenes que se volcaron a las calles a reclamar libertad en aquellos países la querían de veras, aunque no todos tuvieran una idea muy precisa de cómo materializarla en el ámbito social y político. Pero carecían de líderes, organizaciones, de la experiencia indispensable, y, apenas llegaron al poder, comenzaron los problemas. Y la quinta columna, minoritaria pero animada por la fe ciega de estar en la verdad y convencida de que todos los medios son válidos para imponerla, aun
los crímenes más horrendos, comenzó a hacer de las suyas, a ganar terreno, a reinar en la confusión y a imponerse mediante la prepotencia y la violencia. No se puede decir que los islamistas extremistas hayan ganado la partida todavía, felizmente. Pero lo que sí es ya seguro es que la idea de que la gran movilización popular contra las dictaduras de Khadafy, Mubarak, Ben Alí y Al-Assad iba a desembocar en la instalación de democracias más o menos funcionales era una ilusión. La quinta columna islamista no ha triunfado en ninguna parte, pero sí ha puesto en claro que, mientras ella exista, ningún régimen de legalidad y libertad será estable y duradero en los países árabes. El caso de Egipto es particularmente trágico. Las masas que se volcaron a condenar la dictadura castrense de Mubarak triunfaron, después de que centenares de jóvenes ofrendaran su vida en las protestas y otros miles fueran a la cárcel. El país celebró, por primera vez en su historia milenaria, unas elecciones libres. Y la voluntad popular llevó al poder a un movimiento religioso que había sufrido duras
persecuciones a lo largo de varias décadas: los Hermanos Musulmanes, bajo la presidencia de Mohamed Morsi. En lugar de construir la democracia, el nuevo mandatario y sus colaboradores se dedicaron a impedirla, siguiendo, de hecho, las consignas de la quinta columna, es decir, del islamismo más intolerante y radical. Los cristianos coptos, el 10% de la población, fueron acosados, perseguidos y algunos asesinados; se dieron leyes y reglamentos que, en lugar de respetar los derechos humanos, los violentaban abiertamente, encaminando el país, inequívocamente, al reinado de la sharia, la imposición del velo, la discriminación de la mujer, la desaparición de la enseñanza laica y mixta, la deformación de la justicia y de la información para acomodarlas a la voluntad de los clérigos. En su año de gobierno, Morsi no sólo acabó de arruinar la economía y sembrar el caos en la administración y el orden público; sobre todo, pese a las protestas en contra del presidente, sirvió de caballo de Troya a los islamistas fanáticos. Millones de egipcios salieron de nuevo a protestar y a enfrentarse a los matones
y policías, y de nuevo corrió la sangre por la plaza Tahrir, las ciudades y los campos. ¿A quién recurrían en pos de ayuda esta vez los rebeldes frustrados y coléricos? ¡Al Ejército! Es decir, a la misma institución que, sin haber ganado una sola de las guerras egipcias, las ha ganado todas contra su pueblo, pues ha sido el sostén más firme de las dictaduras que ha soportado el país desde su independencia. Ahora, Egipto corre de prisa a convertirse de nuevo en una satrapía castrense. El régimen ha prometido llamar a elecciones, pero todos los golpistas del Estado prometen siempre lo mismo y nunca cumplen. ¿Hay alguna esperanza de que no sea así? Espero que la haya, pero yo confieso, tristemente, que no la veo por ninguna parte. ¿Y si, en la dudosa posibilidad de unas nuevas elecciones libres, ganaran de nuevo los Hermanos Musulmanes? ¿Habría valido la pena ese sacrificio para que el país se convierta en una dictadura religiosa? La situación de Siria no es menos trágica ni paradójica. El levantamiento contra el tiranuelo Al-Assad, que ha demostrado ser todavía más sanguinario que su padre,
fue celebrado por todo el mundo democrático. En Occidente hubo una presión creciente de la opinión pública para que los gobiernos ayudaran a los desarmados rebeldes por lo menos de la misma manera que lo habían hecho con los libios enfrentados a Khadafy. Pero la imagen de ese comandante rebelde abriendo en tajo al soldado que acababa de matar y comiéndose su corazón ante las cámaras, así como la participación activa, junto a la oposición democrática siria, de organizaciones terroristas como los comandos de Al-Qaeda y Hezbollah, han enfriado esa simpatía por la causa. ¿Y si la caída de AlAssad significa para los sirios saltar de la sartén al fuego? ¿Y si a la satrapía corrupta y tiránica de ahora la reemplaza un régimen islamista fanático que desaparezca hasta el más mínimo asomo de tolerancia y retroceda a las mujeres sirias a una condición tan bárbara como la que vivieron las afganas cuando la dictadura talibán? Tengo algunos amigos musulmanes y todos ellos, personas cultas, modernas, tolerantes, genuinamente democráticas, me aseguran que no hay nada en su religión que no sea compatible con un sistema político de corte democrático y liberal, de coexistencia en la diversidad, respetuoso de la igualdad de sexos y de los derechos humanos. Y, por supuesto, yo quiero creerles. Pero ¿por qué no hay todavía un solo ejemplo que lo demuestre?, me pregunto, ya de regreso hacia Marbella y la clínica donde estoy ayunando, como todos los años en esta época. Turquía parecía serlo, pero, después de los últimos acontecimientos, resulta aventurado creerlo. Con mucha discreción y sabiduría y, lo que es peor, con apoyo de un amplio sector de la población, el gobierno de Erdogan ha ido socavando poquito a poquito la institucionalidad y fue reemplazándola con medidas inspiradas en la religión, lo que ha movilizado a un vasto sector de la sociedad que de ninguna manera quiere que Turquía regrese a los tiempos anteriores a Kemal Atatürk, que éste con mano muy dura creyó finiquitar para siempre. No ha sido así. La radicalización islamista del gobierno de Erdogan, cuyo partido se jacta de ser de un islamismo moderado y moderno, tiene algo que ver sin duda con la reticencia o el abierto rechazo en Europa que ha encontrado Turquía a su empeño en incorporarse a la Unión Europea. Yo siempre pensé que esas reticencias eran injustas y que hubiera sido bueno para Europa y para todo Medio Oriente que una democracia musulmana formara parte de la Unión. Pero ahora dudo mucho de que se pueda llamar democracia a aquello en lo que Erdogan y su partido han convertido a Turquía. Nadie desea tanto como yo que los países musulmanes rompan el círculo vicioso entre dictadura militar o dictadura clerical del que, hace tanto siglos, no consiguen salir. Pero cada vez me convenzo más que ese salto no pasa por la política, sino por la religión, por la retracción del islam a un mundo privado, familiar e individual, de manera que la vida social y política puedan ser primordialmente laicas. Mientras ello no ocurra, será sin duda la sinuosa y eficiente quinta columna la que seguirá dirigiendo la función en los desdichados países musulmanes. © LA NACION
LÍNEA DIRECTA
Hay que volver a la concordia
No siempre es sabio lo que traen los años
Gabriel M. Astarloa
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i bien las divisiones y los desencuentros agudos han tenido cierta constancia en la historia argentina, desde la última década se ha instalado entre nosotros un creciente clima de antagonismos y enfrentamientos que resulta nocivo para la salud de la convivencia democrática y la adopción de las políticas de largo plazo necesarias para lograr un verdadero desarrollo. Frente a tal situación, urge recrear el valor de la concordia. Desde la antigüedad clásica, la concordia ha sido considerada una de las formas de la amistad, el vínculo político natural que reúne a los hombres en la sociedad. El mismo origen del término (viene del latín “cor - cordis”, que significa “corazón”, a lo que se agrega la preposición “con”, que implica acompañamiento, comunidad) se refiere a la unión de corazones, compartir valores esenciales y un proyecto de vida en común. No es el acuerdo de opiniones, sino de voluntades. No supone la uniformidad ni reniega de la diversidad. Por el contrario, es esta forma mínima de amistad social la que posibilita el sano pluralismo ínsito en toda sociedad. No proponemos una visión ingenua o idílica de la política que soslaye la presencia permanente del conflicto ni la natural existencia de diversas ideologías e intereses en pugna. Pero rechazamos aquellas posiciones que reducen la política a la sola dialéctica del amigo/enemigo. Confrontar y dividir no pueden ser nunca el patrón de conducta del gobernante. Ya decía Platón hace siglos que la habilidad del político debía ser la del tejedor, que actúa enlazando puntas, generando redes, estrechando vínculos, siempre teniendo en mira la unidad y el refuerzo del tejido social. En los últimos años, lamentablemente, las posiciones rupturistas y el germen de la discordia, diseminado principalmente por la acción del Gobierno, dominan el pai-
—PARA LA NACION—
saje social. Se fracturaron las organizaciones del movimiento obrero; los aprietes y amenazas son de uso diario en el trato con los empresarios; el enfrentamiento con los sectores del campo se radicalizó sin vuelta atrás desde la cuestión de las retenciones; las relaciones con la Iglesia han estado signadas por la frialdad, cuando no por polémicas y desaires; un cierto aire revanchista se percibe en la relación con las Fuerzas Armadas, y, al calor del intento de controlar el Poder Judicial, hasta se promovió la creación de una agrupación para plantar una cuña dentro de ese ámbito. La beligerancia se trasladó a las redes sociales, y desde 2009 también a los medios de comunicación, muchos de ellos más proclives a la militancia que a la información objetiva. La deslegitimación del otro suplió al diálogo fecundo en la relación entre las fuerzas políticas. Los festejos patrios se utilizaron para exaltar los propios logros antes que para reforzar la unión nacional. Por todos lados han crecido barreras ideológicas y sectoriales y, más grave aún, la crispación penetró en las conversaciones cotidianas de la vida común. El caso extremo es la reciente noticia de un divorcio, tras 35 años de matrimonio, fundado en la seria discrepancia política entre los esposos. Hay quienes justifican la polarización en
La sociedad argentina se encuentra atrapada en una lógica binaria de bandos irreconciliables La concordia supone buscar consensos y ser tolerantes con quienes piensan diferente
la necesidad inicial del ex presidente Kirchner en 2003 de fortalecer la autoridad presidencial, lo que se mantuvo en el tiempo, dado su rédito para el oficialismo. Otros la aceptan como un resabio natural de las decisiones presidenciales que afectan intereses de los poderosos. Quienes brindan sustento intelectual a los llamados “neopopulismos” favorecen la instalación de liderazgos hegemónicos que buscan sintetizar los conflictos generando permanentes antinomias. Hemos atravesado por cierto trances más graves que perturbaron la paz social, como la violencia de los años 70. Sin embargo, a treinta años de la recuperación de la democracia, la sociedad argentina se encuentra profundamente dividida y exasperada, atrapada en una lógica binaria de bandos irreconciliables. Es preciso serenar los ánimos, pacificar los espíritus y dejar de alimentar odios y resentimientos. La concordia supone buscar consensos a partir del diálogo, reconociendo los logros alcanzados en la última década en algunos campos. Requiere ser solidario con los sectores más vulnerables, y tolerantes con quienes piensan diferente. Implica mejorar la calidad y el funcionamiento de las instituciones republicanas, así como fortalecer nuestro alicaído federalismo; poner la mira en la construcción del futuro y no en el pasado que nos separa. Sin borrar las fronteras entre lo religioso y lo temporal, quizá nada pueda ayudarnos más para esta tarea que mirarnos en el espejo de la conducta y el mensaje del papa Francisco. Pero también hace falta que surja cuanto antes un nuevo estilo de liderazgo político que encarne y promueva el valor de la concordia que debemos recuperar. © LA NACION
El autor es licenciado en ciencias políticas, abogado y profesor universitario
Graciela Melgarejo —LA NACION—
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omentábamos, en la columna pasada, la irritación de muchos lectores por el excesivo uso de extranjerismos (anglicismos, sobre todo) en el habla y también en la lengua escrita. Pero la preocupación se extiende mucho más allá de ciertas palabras. El académico, periodista, poeta y crítico literario Antonio Requeni escribió a Línea directa una carta. Aunque tiene correo electrónico y computadora, Requeni, cuyo último libro publicado es Regreso a los clásicos (se puede ver la presentación en YouTube, http://bit.ly/15WOElE), prefiere escribir en papel –incluso con una máquina de escribir tradicional– y enviar la carta con sus observaciones a través del Correo Argentino. Escribe Requeni, entonces, en su carta: “Hace mucho que quería comentar mi preocupación ante generalizadas incorrecciones del habla, escrita y oral. Empiezo por una palabra que pusieron de moda los políticos y que se repite impunemente, cooptar. La única acepción que da el Diccionario es «llenar las vacantes que se producen en el seno de una corporación mediante el voto de los integrantes de ella», acepción que nada tiene que ver con captar, significado con el que se confunde”. [A propósito de este tema, recomendamos leer el “Diálogo semanal con los lectores”, de la profesora Lucila Castro, “Unos son captados y otros, cooptados”, publicado el 6/11/2006, en http://bit. ly/17Cyp8L] El académico Requeni tiene, por supuesto, más preocupaciones para aportar a esta columna: “Otra anomalía es decir y escribir «hace diez años atrás» o «hace mucho tiempo atrás»; en ambos casos, el
adverbio atrás sobra. Cuando lo leo, me produce dentera”. Por supuesto, estas “anomalías” como las llama Requeni, son muy frecuentes en los medios escritos, y esta columna ha recibido numerosos correos electrónicos pidiendo que se las comente, por eso llega tan oportunamente la carta académica. En el último ejemplo mencionado, con “hace” está de más “atrás”. Es una palabra o la otra: “hace diez años”, o bien “diez años atrás”. Como siempre, vale la pena citar el Diccionario de uso del español de María Moliner; en la entrada atrás, en la última acepción, se aclara: “Inmediatamente detrás de una expresión de tiempo, significa «hace», si el momento de referencia es el presente y «antes» si es pasado: ‘Le encontré días atrás. Cinco años atrás le había dado otro ataque’. Alternativas Algunos lectores han pedido ejemplos de alternativas al uso de los anglicismos, de manera que aquí va una reciente comunicación de Fundéu, referida al uso, muy extendido, de management: “dirección, gestión o administración, así como gerencia o directiva, son alternativas en español al anglicismo management, tal como lo señala el Diccionario panhispánico de dudas”. Si no se tienen ganas de hacer la “traducción” al español (ah, “la pereza por ser amiga empieza…”), y se decide usar el extranjerismo management, lo apropiado, recuerda Fundéu, “es escribirlo en cursiva o, si no se dispone de este tipo de letra, entre comillas”. Como se ve, no hay excusa que valga. © LA NACION
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