La política degradada en trama policial

El autor es profesor de la Universidad Torcuato. Di Tella e investigador del Conicet. El autor es escritor. Su última novela es. El alma de los parias (De la Flor)
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OPINIÓN | 21

| Miércoles 21 de enero de 2015

la muerte del fiscal nisman. Corrupción, lavado de dinero, narcotráfico, terrorismo; éstos son los asuntos que informan

lo que ocurre hoy en nuestra sociedad, que desconfía de la palabra del poder y se resigna a no saber la verdad

La política degradada en trama policial Alejandro Katz —PARA LA NACIoN—

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esulta evidente que nunca se sabrá con certeza quiénes fueron los responsables de que huesos y restos humanos quedaran sumergidos entre las piedras calcinadas del edificio de la AMIA, hace más de dos décadas. Quiénes lo imaginaron, decidieron, diseñaron, y por qué eligieron ese edificio, de este país, para llevarlo a cabo. Quiénes lo organizaron desde el exterior, quiénes colaboraron con ellos en nuestro país, quiénes y por qué alteraron, durante veinte años, las investigaciones, destruyeron pruebas, ocultaron cómplices. Casi idéntica es la probabilidad de que algún día se sepa con certeza cómo y por qué murió Alberto Nisman el domingo pasado: ninguna. Del mismo modo en que nunca se podrá saber quiénes fueron los autores de las variadas muertes que, sin voluntad de ser exhaustivo, menciona Héctor D’Amico en la nota titulada “Un país huérfano”. No se trata sólo de incompetencia, ni de falta de voluntad ni de vocación de obstruir el conocimiento de lo ocurrido. No, no se trata sólo de eso, aunque sin duda alguna todo eso está al servicio del ocultamiento, y éste, de la impunidad. Se trata, principalmente, de que ninguna respuesta, el resultado de ninguna investigación, ningún fallo judicial, cualesquiera que sean, resultarán creíbles. El escepticismo ha ganado a una sociedad que desconfía de la palabra del poder. No sin razón: de la traición de los compromisos públicos a la corrupción, de las complicidades manifiestas entre distintos miembros de las elites –empresarias, sindicales, políticas, comunitarias, intelectuales, académicas– a la manipulación de los sentimientos colectivos, la larga sombra de la mentira y de la impunidad, de la ilegalidad y de la arbitrariedad, del exceso y del cinismo se ha ido extendiendo desde los orígenes del menemismo hasta el ocaso de un kirchnerismo cuya extinción se cobrará como precio el mayor daño que le sea posible infligir a la sociedad. Una vez y otra la política reproduce sus lugares comunes, palabras que se reiteran mecánica, cansinamente, como una rutina inverosímil: “que la investigación no quede estancada”; “llegar a la verdad”; “resolver este hecho doloroso”; “que no pa-

se al olvido”, “hacer justicia”, “un punto de inflexión”. Repetidas hasta el infinito, las palabras finalmente se angostan hasta ser tan sólo una fórmula en la que ya nadie cree: la indignación pública se extiende tan rápidamente como se diluye; más que reivindicación, catarsis; más que una actitud fundada en convicciones, un espasmo producto de la irritación. La cólera ante cada suceso horrible se construye sobre el olvido de los anteriores. El lunes por la noche se repudiaba la muerte de Alberto Nisman. La explosión de la calle Pasteur, sus muertos, no estuvieron presentes, como si entre un acontecimiento y otro no hubiera relación alguna más allá de la mención de que se trataba del fiscal de aquel crimen. De igual modo se extinguirá toda relación entre esta muerte y el próximo hecho horrible, en una sociedad ganada por un vértigo en el que cada desgracia pública provoca la expectativa de la próxima tragedia, como si sólo aquello que se sale de lo ordinario pudiera explicar, y de este modo dar

sentido, a la vida política en nuestro país. Mucho se ha escrito en contra de la resolución de conflictos de naturaleza política en la esfera jurídica, eso que se ha dado en llamar “judicialización de la política”. El domingo pasado, Horacio Verbitsky condenó la denuncia que realizó el fiscal a propósito del acuerdo con Irán como parte de “los desbarres de un poder contramayoritario que intenta confinar la política dentro de los límites de un expediente tribunalicio, alimentado como en un chiquero judicial con basura de los servicios de informaciones”. Pero el problema, a pesar de discursos que, como ése, quieren absolver a un gobierno que carece ya de todo argumento en su favor, no consiste en que se lleva la política a los tribunales: la política no se ha convertido en un asunto jurídico, sino policíaco. La narrativa sobre la sociedad, sobre los derechos, sobre el futuro, se ha degradado en una trama cinematográfica de comedia negra, en la cual valijas con dinero se mezclan con espías, terroristas

internacionales con lavadores de dinero, empresarios inviables con políticos que sólo buscan la absolución como destino de grandeza, mientras comparten con sus seguidores fotos de sus mascotas en las redes sociales. El público no discute sobre la política tributaria, ni sobre relaciones internacionales, ni sobre los problemas de un desarrollo sustentable, ni sobre la desigualdad. Se ha convertido en experto en los temas que esta trama le ofrece: armas, ferrocarriles, acuerdos ocultos, autopsias, pistas falsas, traficantes de drogas. La conversación política se ha convertido en la apostilla de historias criminales, nunca resueltas y que, seguramente, nunca se resolverán. La sucesión de miserias arrojadas en la escena pública crea un estado de sospecha general, lo cual resulta sumamente útil para quienes participan de la trama: allí donde todo es sospechoso, nadie es responsable. Cada indicio encuentra su réplica, cada argumento su refutación, cada motivo su motivo adverso. El kirchnerismo ha llevado al paroxis-

mo la destrucción de lo público iniciada con el menemismo veinte años atrás. El paroxismo: si aquéllos convirtieron en ruina los activos, éstos, además de continuar la obra, arruinaron el lenguaje y, con él, las referencias que nos eran comunes, los significantes que comprendíamos todos y en torno de los cuales expresábamos nuestros acuerdos y nuestras diferencias. La falsificación de las estadísticas no afecta solamente nuestro conocimiento de la economía, sino sobre todo nuestra capacidad de contar con puntos de referencia compartidos para nombrar las cosas, de la inflación a la pobreza. Es allí donde comienza el “estado de sospecha” que ha vuelto tan brumosa la vida pública argentina. En esas brumas, los ciudadanos pierden crecientemente su condición de tales y se convierten en comentaristas de lo único que parece real en nuestro país: la crónica policial. La degradación de la política a las formas diversas de la delincuencia destruye la idea de ciudadanía y, con ella, la posibilidad de la democracia. Produce, como escribió ayer Roberto Gargarella en este diario, “la corrosión de nuestra vida cívica”, causa la metamorfosis del compromiso en miedo y hace del futuro el sitio al que nadie aspira, porque adquiere las formas monstruosas de un paisaje sombrío en el que cada vez será más inhóspito vivir. Desde el retorno de la democracia, la conversación que nos interesaba, la que nos permitía articular proyectos comunes, conocer diferencias, saldar desacuerdos, ha ido extinguiéndose para dejar paso a un temario rudimentario y peligroso: corrupción, lavado de dinero, narcotráfico, terrorismo. Éstos son, día tras día, los asuntos que informan lo que ocurre en nuestra sociedad. No se trata tan sólo de formas diversas de la delincuencia: se trata, a la vez, de un proyecto y de un fracaso. El proyecto de quienes detentan el poder y desean preservarlo para su beneficio; el fracaso de una sociedad que ve cómo el Estado argentino se ha ido convirtiendo en un Estado fallido, un Estado que no se ocupa de los asuntos públicos y del bien común, sino que es un instrumento del que se sirven aquellos que, más allá de discursos, tienen una característica común: la falta de escrúpulos, la capacidad para convertir una narrativa conjunta para un futuro común en una miserable trama policial. © LA NACION El autor es ensayista y editor

La lenta agonía de la democracia argentina Enrique Peruzzotti —PARA LA NACIoN—

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a muerte del fiscal Nisman debería sacudir profundamente a la sociedad argentina, puesto que marca un punto de inflexión político-institucional que da cuenta del peligrosísimo avance del deterioro institucional que está experimentando nuestra aún frágil democracia. El deterioro se expresa en un significativo debilitamiento de lo que fue uno de los principales anhelos de la etapa de democratización: la construcción de un Estado de Derecho democrático que establezca un nunca más con respecto a la existencia de comportamientos discrecionales por parte de las autoridades e instituciones del Estado. A pesar de la presencia que el discurso de derechos humanos tuvo en años recientes, esta agenda ha sido socavada por los comportamientos y decisiones

que tuvieron lugar en las administraciones kirchneristas. Luego de un inicial amago por parte de la administración de Néstor Kirchner de promover una agenda de lucha anticorrupción y fortalecimiento institucional, y que afortunadamente nos legó una Corte Suprema independiente, hemos sido testigos de una preocupante cooptación política de los organismos de control y de un notable acotamiento de la ambiciosa agenda de derechos humanos que sirvió de fuente de legitimidad de la actual democracia argentina. De esta manera, esta última quedó confinada a cuestiones que no implicarán un desafío a la discrecionalidad del poder gubernamental. Los avances en la agenda de derechos humanos que indudablemente hubo en esta larga década implicaron ya sea la expansión de derechos civiles y garantías

constitucionales que no afectan el núcleo duro de ejercicio del poder político o la reapertura de juicios por crímenes cometidos por parte de funcionarios estatales en el pasado dictatorial. A diferencia de la política de Estado emprendida por Raúl Alfonsín, que suponía confrontar con un factor del poder como lo eran en ese momento las Fuerzas Armadas, la política de derechos humanos del kirchnerismo simplemente hizo leña del árbol caído, juzgando a personajes que, por más siniestros que fueran, no representaban ya un factor de poder relevante, como sí lo son los servicios de inteligencia, los sectores corruptos dentro de las fuerzas de seguridad o las diversas mafias que lentamente están colonizando importantes sectores del Estado argentino. No solamente no se emprendió una

reestructuración democrática de esas instituciones, sino que fueron utilizadas por parte de las autoridades para realizar, como en la dictadura, espionaje interno, actividad que no está ya apañada por los lineamientos de la doctrina de seguridad nacional, sino por un más prosaico interés de asegurar la lealtad de ciertos funcionarios o de monitorear las actividades de movimientos y políticos opositores. Es imperativo retomar la senda decidida por la sociedad argentina con el Nunca Más. Las amenazas al Estado de Derecho en la actualidad difieren en parte de aquellas que una naciente democracia enfrentaba en las postrimerías de una feroz dictadura. Pero sus lineamientos deben de ser los mismos: sólo un sólido Estado de Derecho podrá garantizar los derechos humanos de sus habitantes.

Queda por tanto para las futuras autoridades electas y para la sociedad argentina en su conjunto la obligación moral de retomar esas banderas que suponen, antes que nada, la reconstrucción de los organismos de control estatal existentes, así como la creación de nuevas agencias que pueden confrontar efectivamente nuevos desafíos, como los que presenta la actual expansión de diversas formas de criminalidad. Estos mecanismos son los únicos antídotos con los que cuenta un régimen democrático para fortalecer las instituciones del Estado frente a las amenazas presentes que se ciernen sobre él mismo. © LA NACION

El autor es profesor de la Universidad Torcuato Di Tella e investigador del Conicet

Gitanos, eternos marginados en Europa Jorge Emilio Nedich —PARA LA NACIoN—

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ace unas semanas, el alcalde de la localidad francesa de Champlan, Christian Leclerc, le negó sepultura a María Francesca, una beba gitana que falleció de muerte súbita a los dos meses y medio de vida. El 6 de enero, cuando debían festejar el Krechunu (la Navidad y el Año Nuevo gitano), la familia debió trasladarse a una población vecina para enterrarla. Este episodio es uno más de una larga cadena de hechos que tiene su primer y remoto eslabón cuando un grupo rom proveniente del noroeste de la India llegó a Europa en 1312. Desde entonces hasta 1869, los rom fueron esclavizados o mandados a galeras. Sus costumbres exóticas, basadas en la religión natural, y su piel oscura, habían despertado el rechazo de casi toda la población y sus instituciones. La esclavitud gitana cesa en 1869, pero con el paso del tiempo, la marginalidad y el maltrato se habían hecho cultura, e irónicamente las democracias no ofrecen reparaciones morales ni por la esclavitud ni por las guerras. Robert H. Jackson, fiscal general norteamericano para el Juicio de Núremberg, se negó a incorporar las demandas por el

millón de víctimas rom, al alegar que él no estaba allí para defender gitanos. Fueron necesarios casi siete siglos para que el primer reconocimiento internacional llegara: el 8 de abril de 1971, en Londres, los gitanos crean su bandera y eligen su himno. Paralelamente, la Unesco decreta que todo pueblo que tuviera más de 500.000 habitantes debía ser considerado nación. Fuera del auditorio, el actor gitano Yul Brynner, con el torso desnudo y la bandera gitana en alto, esperaba al frente de un nutrido grupo de rom para festejar. Hoy casi todos los países se resisten a apoyar el Día Internacional del Pueblo Gitano, y a este hecho hay que sumarle inconvenientes propios: las cuestiones de liderazgo y la falta de una adecuada cartera política hacen que se desaprovechen posibilidades de mejoras para la comunidad. De todos modos, así han construido su andar. Pero hoy enfrentan un nuevo desafío, un nuevo peligro: el avance de las políticas raciales que vienen creciendo en toda Europa, que niegan derechos y generan actos de discriminación y violencia que, en algunos casos, llegan al asesinato. Es posible que estos conflictos conti-

núen aún finalizado este año, cuando culmina el plan que debería incluir a los gitanos en un pie de igualdad con el resto de los ciudadanos europeos. Se asignaron al plan más de 20.000 millones de euros, pero de toda esa suma poco se ha invertido en la población gitana. Y mucho de lo poco destinado ha sido pésimamente usado por los gobiernos y también por algunos de los líderes rom. Una excepción es España, que ha invertido algo mejor, aunque tampoco se ha logrado bajar allí el alto nivel de racismo. Hay seguro social para los gitanos, pero no hay derechos básicos. Abusando del término “democracia” se aprueban políticas racistas, como las tomadas por Berlusconi para clasificar a los gitanos con medidas biométricas, o las políticas antimigratorias de Francia, que marginan y crean resentimiento al excluir incluso a gitanos franceses de primera y segunda generación; esa política fue profundizada por Sarkozy, continuada por Hollande y es abonada por Marine Le Pen. Hoy, la marginalidad molesta socialmente más que el delito. En toda Europa, es difícil o casi imposible para un gitano

poder viajar con su familia en el transporte público, o tomar aviones para trasladarse fuera o dentro del continente, o ingresar a un lugar público a cenar o a tomar una gaseosa con sus hijos. En los hospitales de los países del Este, hay salas especiales para los gitanos, porque la gente que concurre los rechaza. Hace cinco años, en República Checa, Eslovaquia y Hungría comenzaron a cazar mujeres gitanas en las calles, las llevaban a los hospitales, les hacían firmar un documento (la mayoría son analfabetas) y las esterilizaban. En una iglesia de España, donde funciona un “Ropero” de Cáritas de la Coruña, hay volantes que desde hace quince años expresan: “Martes: público general. Jueves: gitanos”. En todo el mundo, los rom tienen el índice más bajo en educación, salud, trabajo y vivienda. Y el más alto porcentaje en discriminación. Su promedio de vida es de 60 años. Estos datos los condenan y los obligan a permanecer en el margen del margen, y la marginalidad devuelve, casi siempre, marginales. Tal es el caso de Rumania, donde se animaliza a los gitanos y luego se los exporta al resto de Euro-

pa. Allí, Madonna fue insultada y silbada cuando en un recital intentó hablar a favor de los rom; en Timisoara, los grupos de ultraderecha pagan 68 euros a las gitanas que presenten certificados de esterilización del año en curso. Los rom copian y aplican la única vara que conocen: la discriminación, que dirigen primero contra sí mismos, cuando evalúan y deciden que, debido al maltrato que reciben en algunas escuelas públicas, retiran a los pocos niños que sólo asisten para aprender a leer y a escribir. Los gitanos necesitan egresados de las universidades, nuevos modelos por imitar. Solos y sin ayuda lo pueden hacer, pero con cuentagotas, y con un costo enorme en vidas y en tiempo. Europa, luego de tantos años de incomprensión, debería cambiar de estrategia. ¿Acaso este plan de inclusión logrará darles a los rom los derechos básicos para que abandonen la marginalidad en la que permanecieron relegados durante tanto tiempo? © LA NACION El autor es escritor. Su última novela es El alma de los parias (De la Flor)