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abuelo) ¿Te acuerdas de Frank Sinatra? ¡Te encantaba Frank Sina- tra! A veces, bajo el sauce llorón, mientras mirabas cómo jugaba tu princesita y leías las aventuras del sheriff Neighbor, el general cojo te traía un tocadiscos y ponía canciones de Sinatra…, o de. Julio Iglesias…, pero más de Sinatra que de Julio Iglesias.
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Edición no venal de la Fundación SGAE

para la promoción y difusión de textos teatrales objeto de estreno.

DAVID DESOLA LA NIETA DEL DICTADOR

Sin la autorización por escrito de la editorial, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra ni tampoco su tratamiento o transmisión por ningún medio o sistema. De igual manera, todos los derechos que de ella dimanen, cualquiera que sea la naturaleza de estos, así como las traducciones que puedan hacerse, incluyéndose igualmente las representaciones profesionales y de aficionados, las películas de corto y largo metraje, recitación, lectura pública y retransmisión por radio o televisión, quedan estrictamente reservados. Se pone un especial énfasis en el tema de las lecturas públicas, cuyo permiso deberá asegurarse por escrito. Las solicitudes para la representación de esta obra, de cualquier clase y en cualquier lugar del mundo, habrán de dirigirse a Sociedad General de Autores y Editores, SGAE, en la calle de Fernando VI número 4, 28004 Madrid, España.

LA NIETA DEL DICTADOR Primera edición, 2014

© De La nieta del dictador: David Desola © Para esta edición promocinal: Fundación SGAE, 2014 Coordinación editorial: Pilar López. Diseño de cubierta: El Taller de GC. Maquetación: José Luis de Hijes. Corrección: Marisa Barreno. Imprime: Estugraf Impresores, S. L.

Edita: Fundación SGAE Bárbara de Braganza, 7, 28004 Madrid / [email protected] www.fundacionsgae.org EDICIÓN PROMOCIONAL. PROHIBIDA SU VENTA D L: M-9481-2014

Presentación del autor La protagonista de esta historia divide a los dictadores en dos grupos: los del bigote chiquito (como Franco, Videla y Pinochet) y los del bigotón (como Stalin o Saddam Hussein). Todos ellos, independientemente de lo tupido que fuera su mostacho, tuvieron hijos y nietos, a los que es posible que amaran y a los que, seguramente, inculcaran una imagen de sí mismos completamente opuesta de la que tenemos los demás y, sobre todo, de la que ha de otorgarles objetivamente la historia. Este texto se ha escrito entre la muerte de Augusto Pinochet y la de Jorge Rafael Videla. El primero fue arrestado en Londres en 1998 y, tras un largo litigio, regresó a Chile, donde murió sin pisar una cárcel. El segundo fue condenado, indultado, vuelto a juzgar y, finalmente, lo encontraron muerto en el retrete de su celda sin purgar ni una mínima parte de su condena. Muchos años antes, en España, el otro dictador de bigote discreto murió en la cama y ni siquiera se le ha podido juzgar a título póstumo después de casi cuarenta años de democracia. Su nieta anda por los platós, tanto de la televisión pública como de la privada, bailando, cantando y vendiendo su vida privada al mejor postor, como si se tratara de una folclórica u otra “princesa del pueblo” a las que nos tienen acostumbrados ciertos programas. En contadas ocasiones habla de su abuelo y, cuando lo hace, uno siente que esta señora ha vivido en otro planeta durante toda su vida, como una princesa de cuento, y es posible que sea cierto. Al mismo tiempo en que esta nietísima empezaba a mostrarse como personaje mediático (inexplicablemente aplaudido por el público), otra nieta, la del dictador chileno, se hacía portavoz de la

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tremenda “injusticia” que su “pobre abuelito” padecía, enclaustrado en un frío palacete londinense. Al escuchar sus palabras y ver ese rostro de niña bien, tan natural, familiar y disciplinada, empecé a pensar si esa nieta creía realmente en lo que decía, si no albergaba dudas sobre su abuelo, si la burbuja en la que parecía vivir no iba a reventar en cualquier momento para enfrentarla a la cruda realidad de un abuelo secuestrador, genocida y torturador. También pensé en que, tal vez, era la misma vergüenza de saber la verdad lo que le obligaba a instalarse en esa burbuja impermeable a los hechos. No lo sé, pero de esa imagen de una nieta defendiendo públicamente a su abuelo asesino surgió esta Nieta del dictador, que puede ser cualquier nieta de cualquier dictador, o todas las nietas de todos los dictadores, o ninguna de ellas… … o puede que solo sea lo que a mí me gustaría que fuera la nieta de un dictador. David Desola México DF, 22 de mayo de 2013

La nieta del dictador Estrenada el 19 de septiembre de 2013 en la sala Kuik Fabrik de Madrid

Reparto Nieta del dictador Dictador

Inma Cuevas Ramón Pons Roberto Cerdá

Dirección

Ficha técnica Producción ejecutiva 181 Grados Local de ensayos Espacio Creacción Realización de escenografía Pablo Pérez Fotografía y diseño gráfico Tolo Ferrá Espacio escénico Susana de Uña Iluminación Roberto Cerdá Vestuario Alberto Valcárcel Banda sonora Mariano Marín Composición musical Fernando Egozcue Producción Carmen Ruiz, Mayte Ortega, Javier Quintas Distribución y contratación 181 Grados

I Gran salón con tres enormes ventanales de cristales velados, que dejan pasar la luz pero no el paisaje. A un lado vemos una silla y en el centro hay una camilla ajustable, con el Dictador tumbado, de espaldas al público y conectado a un aparato que controla sus pulsaciones y regula su respiración. Desde el exterior nos llegan las voces lejanas de un grupo de mujeres manifestándose. No es posible entender las consignas que lanzan. Entra la Nieta del dictador y se detiene en seco a medio camino de su abuelo; le observa paralizada. Nieta del dictador.— (Con cierta congoja en la voz) Hola, abuelito. Soy yo…, tu nieta. ¿Te acuerdas de mí? (Silencio) ¡Claro que te acuerdas! ¿Cómo vas a olvidarte de tu princesita? (Silencio) ¡Hacía tanto tiempo que no te veía, abuelito! ¡Casi media vida! (Risa nerviosa) Media vida de la mía, claro, no de la tuya. De la tuya podría decirse que apenas un suspiro…, quince años. Solo quince años. Yo tenía once cuando me mandaste a España…, y ahora, ya me ves. Bueno, no me ves, pero me oyes, ¿verdad? Seguro que me oyes…, y por la voz te habrás hecho una idea…, o no…, (Vuelve a reír) a lo mejor, en tu cabeza, sigo siendo aquella niña. Tu princesita. (Arruga la nariz) ¡Qué ambiente más cargado se respira aquí! ¿Nadie airea la habitación? Te tienen abandonado, abuelito… Mamá casi no viene, ¿verdad? ¿Y la abuela? La abuela quiere pensar que sigues siendo el de siempre, el de la fotografía. ¿Sabes a qué fotografía me refiero? A aquella, la más famosa, en la que aparecías con el uniforme repleto de medallas, las gafas oscuras, el labio

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inferior ligeramente montado sobre el superior, el mentón alzado y los brazos cruzados, así… (Imita la pose y el gesto) La abuela quiere seguir viéndote como en esa fotografía y por eso no viene. Por eso no viene nadie, porque todos quieren seguir viéndote como en esa fotografía…, tan imponente. Imponente no significa arrogante, ¿eh?, ni tampoco insolente, sino solemne y regio, como un padre. El padre de la patria, que así te llamaban y te siguen llamando. (Ríe de nuevo) Pero si tú eres el padre de la patria, yo, que soy tu nieta, ¿quién soy? ¿La hija de la patria? (Se acerca a la camilla) Pero… si ni siquiera te he dado un beso todavía. (Le besa escrupulosamente en la mejilla) Perdona, abuelito… ¡Tenía tantas ganas de hablar contigo! De que me escucharas, de que… (Vuelve a arrugar la nariz) ¡Pero qué ambiente más cargado! (Se dirige a la primera ventana) No te preocupes, abuelito…, yo he vuelto y vendré a visitarte cada viernes, igual que tú te sentabas a vigilarme en el jardín cada viernes por la tarde, de una menos cinco a dos menos cinco, mientras yo jugaba bajo el sauce llorón. ¿Te acuerdas de ese sauce llorón? La Nieta del dictador abre la ventana y entran las voces de las manifestantes: “¡Asesino!”, “¡Dictador!”, “¡Genocida!”, “¡Justicia!”. La Nieta del dictador vuelve a cerrar la ventana de golpe y las voces se diluyen. Esas mujeres…, esas horribles mujeres…, ellas también siguen viéndote todavía como en la fotografía. Si te vieran como yo te veo ahora, tan desvalido, no serían tan crueles. O tal vez sí, porque son malas, porque son comunistas, igual que sus hijos. ¿Crees que se heredará lo de ser comunista, abuelito? Lo de ser malo sí que se hereda, porque las cárceles están llenas de gente cuyos padres también estuvieron en la cárcel. Si existe el gen de la maldad, también es posible que exista un gen marxista, o quizá sea el mismo con otro nombre. (Se acerca de nuevo a la camilla) Perdona, abuelito…, me había prometido no hablar de política, sé que nunca te gustó hablar de política con la familia. (Lo piensa) Bueno, ni con la familia ni con nadie. “¡Un militar es el mejor político, sencillamente porque le importa un carajo la política!”. Eso te oí decir una



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vez. (Pausa) Esas horribles mujeres gritonas… ¿Qué quieren? Son todas viejas, y feas, y descuidadas. Antes, cuando venía en el coche, las he visto y ellas me han visto a mí. ¡¿Qué quieren?! ¡Mentiras! ¡Mentiras! ¡Mentiras! ¡Siempre con las mismas mentiras! ¡¿Nunca se cansarán de gritar?! ¡¿Por qué nos odian tanto?! (Pausa) El sauce…, el sauce…, te estaba hablando del sauce llorón antes de que nos interrumpieran las voces de esas mujeres. ¿Te acuerdas del sauce llorón? Cada viernes por la tarde, exactamente a la una menos cinco, yo jugaba bajo el sauce mientras tú leías tus novelas del oeste y me vigilabas sentado en tu mecedora de mimbre, siempre hasta las dos menos cinco, cuando que te ibas a comer con cuatro de tus ministros o de tus generales, que a veces eran lo uno y lo otro a la vez. Siempre con cuatro, para que contigo sumaran cinco. ¡Qué manía esa del número cinco! El quinto día de la semana, de una menos cinco a dos menos cinco…, ese era todo el tiempo que pasabas con tu nieta bajo el sauce llorón. No es que te lo reproche, abuelito, sé que estabas muy atareado ocupándote de la patria, pero, si en lugar de a las dos menos cinco te hubieras marchado a la dos y cinco alguna vez, no le habría pasado nada ni a la patria ni a tu manía con el número cinco. (Pausa) El sauce…, el sauce…, me parece que estoy jugando ahora bajo el sauce, contigo al lado, sentado en la mecedora de mimbre leyendo tus novelas del oeste y acompañado por uno de tus generales. ¿Dónde estarán ahora esos generales que siempre andaban detrás de ti como perritos falderos? ¿Cómo se llamaba aquel…, el cojo? No recuerdo su nombre… ¡Eran todos tan iguales! Lo único que le diferenciaba de los demás era la cojera. Siempre iba detrás de ti, arrastrando la pierna de una forma muy curiosa…, así. (Imita al general cojo) Si pudieras verme, seguro que te troncharías, porque siempre te tronchabas cuando le imitaba de pequeña. ¡Pobre general cojo! Ni siquiera recuerdo su nombre. (Pausa) El sauce llorón…, el sauce llorón… ¿Sabes que aún sigue ahí ese sauce llorón? Lo he visto cuando entraba con el coche por el jardín del palacio. Si pudiera sacarte al jardín, abuelito, si no existieran las mujeres gritonas tras la verja…, estaríamos como entonces, juntos bajo el sauce, pero sin el general cojo. ¿Qué ha-

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brá sido de él? (Ríe) A veces jugaba conmigo el general cojo…, yo daba vueltas al sauce y él me perseguía arrastrando la pierna coja mientras tú reías a carcajadas, sentado en la mecedora. Sé que el general cojo lo hacía solo para complacerte, pero era gracioso verle dar vueltas al sauce arrastrando la pata tuerta. Pobre general cojo. (Pausa) La verdad es que fue mi único compañero de juegos. (Pausa) No. No fue el único. ¿Te acuerdas de aquel día? Aquel día en que dejaste de leer la novela y estuviste mirándome fijamente un buen rato, luego le dijiste al general cojo: “pobre niña, siempre juega sola. No tiene niños de su edad con los que jugar”. Eso dijiste…, y acto seguido mandaste a la ciudad a un capitán, con una división enterita de soldados, para que trajeran niños que jugaran conmigo. ¡Y los trajeron! ¡Una clase entera de veinte! Estuvieron jugando conmigo y con el general cojo hasta el mediodía. (Pausa) Algunos lloraban cuando les perseguía el general cojo…, seguramente por el uniforme. Les daba miedo el uniforme. (Ríe) Yo, en cambio, siempre he estado tan acostumbrada a los uniformes que de pequeñita creía que el uniforme militar era el traje de civil, y la primera vez que vi a un hombre de civil creí que vestía de uniforme. (Pausa) Veinte niños corriendo alrededor del sauce mientras nos perseguía el general cojo y tú reías a carcajadas desde tu mecedora. Recuerdo ese momento como si fuera hoy mismo…, y recuerdo lo que vino después: los padres, apostados tras la verja de palacio, esperando a sus hijos con el rostro desencajado. Sí…, ahí descubrí que los papás también tenían miedo. Pero… ¿miedo a qué? Si tú solo querías que tu princesita no jugara sola. ¡Tontos! Si te hubieran visto unas horas antes, tan preocupado por tu nieta… Algún día escribiré todos estos recuerdos para que ellos te vean de otro modo, como yo te veía los viernes, de una menos cinco a dos menos cinco, y no como te han visto siempre en aquella fotografía. (Empieza a desplazarse hacia el rincón donde está la silla) Aquel día de los niños no leíste tu novela del oeste. ¿Te acuerdas de esas novelas? Las aventuras del sheriff Neighbor, se llamaban. ¡Siempre las aventuras del sheriff Neighbor! ¡Cómo te gustaban esas novelas! (Coge la silla y empieza a acercarla a su abuelo) ¿Sabías que neighbor significa “vecino” en inglés? No creo que lo supieras, porque tú nunca hablaste inglés…, y eso que



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tuviste muchos amigos anglosajones. (Deja la silla junto al moribundo y se acerca a los ventanales) Es curioso, tú no hablabas inglés, pero a mí me mandaste con mamá a Nueva York, después de pasar diez años con las monjas españolas. No te lo reprocho, porque aprendí mucho, pero… ¡He estado tantos años tan lejos de casa! ¡¿Es que no había escuelas aquí?! (Mira por uno de los ventanales) Tal vez lo hiciste para mantenerme lejos de todo esto…, de las mujeres gritonas…, de los padres que tenían miedo…, de tus enemigos…, de las mentiras. Sobre todo de las horribles mentiras, ¿verdad? Sí…, fue por eso. Me pregunto qué habrás hecho todos estos años los viernes, de una menos cinco a dos menos cinco. ¿Seguiste sentándote bajo el sauce con tu novela aunque yo no estuviera aquí? Siempre me he preguntado eso. (Vuelve a la camilla) Apuesto a que sí, porque esas novelas te encantaban. (Pausa. Sonríe y se sienta en la silla, junto a su abuelo) ¿Sabes? Tengo una sorpresa que darte: antes de venir aquí he pasado por la biblioteca de palacio…, (Abre su bolso) y he encontrado toda la colección de las aventuras del sheriff Neighbor. Sí, sí…, toda enterita. Y se me ha ocurrido que cada viernes, cuando venga a visitarte, de una menos cinco a dos menos cinco, puedo leerte unas páginas. ¿Qué te parece? (Pausa) Lo he consultado con mamá y ella cree que es un esfuerzo inútil, que ya no puedes oír ni entender nada. Pero yo sé que sí, que me oyes, puedo sentirlo…, y sé que lo entiendes todo. (Risa) Bueno…, todo menos el inglés. (Saca el libro del bolso y contempla la portada) El sheriff Neighbor contra los hermanos Cheyenne, se titula este. ¿Lo has leído? Seguro que sí, porque los leías todos…, pero te gustará recordarlos. Tú imagínate, abuelito, que estás bajo el sauce llorón, sentado en tu mecedora, con el general cojo al lado. (Carraspea, abre la primera página del libro y empieza a leer) “Nadie pareció advertir, aquella mañana, que un caballo sin jinete cruzaba la calle principal de la ciudad de Guffaw”. (Levanta la vista del libro) ¿Sabes que guffaw significa “carcajada”? Se lo habrán inventado, porque no creo que exista una ciudad llamada “Carcajada” en ninguna parte. Perdona la interrupción, pero creí que debías saberlo… (Vuelve a sonreír) Puede que termines aprendiendo inglés a estas alturas, abuelito. (Regresa al libro) “El animal cruzaba la ciudad como si supiera a dónde se

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dirigía. Parecía que un jinete invisible lo guiara. Dejó atrás el salón y nadie se percató de ello, pasó frente al banco y la barbería y nadie fijó en él la mirada. Al pasar frente a la funeraria, aminoró el paso, como si mostrara respeto. Finalmente, se detuvo delante de la oficina del sheriff y por fin un hombre, sentado en el porche, clavó en él la mirada y frunció el entrecejo. Era el sheriff Neighbor. —Es el caballo del viejo Bill —le dijo a su ayudante, que hasta entonces dormía plácidamente la siesta a su lado—. Es extraño —añadió—, él no abandonaría su caballo por nada del mundo—. Jimmy bostezó y luego escupió hacia la calle antes de levantarse el ala del sombrero para contemplar al animal. —En efecto: es el caballo del viejo Bill —corroboró. Ambos hombres sabían que solo una bala de plomo podía haber separado al viejo de su montura”. Mientras lee, la luz de la sala se va desvaneciendo hasta que queda únicamente la que se filtra a través de los ventanales, y deja a contraluz, convertidos en sombras, a la nieta y al abuelo. Finalmente, la luz exterior también se desvanece y la oscuridad cierra la escena.

II Cambio de vestuario de la Nieta del dictador. Mira por uno de los ventanales, de espaldas al público. Seguimos escuchando las voces lejanas de las mujeres manifestándose y el sonido rítmico y constante de la máquina que mantiene al ralentí las constantes vitales del viejo. Hoy también están ahí, abuelito. No se cansan nunca. Otra vez las he visto desde el coche y ellas me han visto a mí. Gritan: ¡Dictador! ¡Dictador! ¡Dictador! (Se gira hacia su abuelo) ¡Como si ser dictador fuera algo malo de por sí! (Pausa) Yo creo que hay dictadores buenos y dictadores malos…, y además es muy fácil distinguirlos: los dictadores buenos, como tú, como Franco, como Pinochet o Videla, llevan bigotes chiquititos; y los dictadores malos, como Stalin o Sadam Hussein, llevan grandes bigotes. ¡Unos bigotazos que dan miedo! Es así de sencillo. No sé cómo nadie se ha dado cuenta de esa diferencia entre dictadores: los del bigote chiquitito y los del bigotón. (Pausa) Hay casos aparte, claro: Hitler, por ejemplo, no era malo del todo, pero estaba loco, por eso llevaba un bigote chiquitito pero resultón… Y luego, claro, está el más malo de todos, que, además de un gran bigote, lleva también una gran barba que le llega hasta el ombligo. Ya sabes a quién me refiero, ¿no? (Pausa) Deberían enseñar esto en las escuelas. (Se acerca a su abuelo y arruga la nariz. Saca de su bolso un espray ambientador y empieza a espolvorear toda la sala con él) ¡Otra vez este olor! ¡Este ambiente tan cargado! ¡¿Es que esas no van a tomarse ni un día libre para que yo pueda abrir las ventanas?! (Se calma,

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pero sigue espolvoreando) Perdona, abuelo, no es culpa tuya. Tú…, tú no puedes valerte, estás enfermo y te haces las cosas encima. No es culpa tuya. Pero deberían limpiarte más a menudo o, por lo menos, echar a esas mujeres. ¡¿Para qué sirve la policía?! (Termina con el espray) Si hubiera alguien como tú mandando hoy en día, las echaría a la calle. Bueno…, en la calle ya están…, las mandaría a su casa. Eso si mandara alguien como tú, claro. Pero no. Como tú no puede haber nadie. Como tú solo sale uno cada cien años, y a veces ni eso. Eso es algo que también tendrían que enseñar en las escuelas, junto con lo de los bigotes. (Sonríe y se acerca de nuevo a su abuelo) Esta semana, abuelito, tengo algo importante que contarte, pero lo haré más tarde. Ahora quiero hablarte de tus cartas, ¿recuerdas tus cartas? Me mandabas una cada año, por mi cumpleaños. Una carta que siempre era la misma, junto a un regalo que siempre era el mismo: una muñeca. Me mandaste la carta y la muñeca todos los años que estuve con las monjas en España y todos los que estuve en Nueva York con mamá, incluso cuando cumplí los dieciocho, y los veinte, y los veinticinco. Deberías saber, abuelito, que a esa edad ya no se juega con muñecas, aunque yo sea…, bueno, supongo que ya sabes que no soy del todo normal, pero sí me he hecho mayor y ya no juego con muñecas… Aunque, claro, llevabas tanto tiempo sin verme, que para ti seguía siendo tu princesita. (Arruga la nariz y saca de nuevo el ambientador) Recuerdo esas cartas de memoria: “Para mi princesita, por su decimotercer cumpleaños, con todo el cariño de su abuelo”. “Para mi princesita, por su decimocuarto cumpleaños, con todo el cariño de su abuelo”. “Para mi princesita, por su decimoquinto cumpleaños, con todo el cariño de su abuelo”. Nada más. Solo eso. Eran bien cortitas las cartas. Siempre he dudado de si las escribías tú de verdad o lo hacía uno de tus generales. Puede que las escribiera el general cojo…, tú andabas siempre tan ocupado ocupándote de la patria… Sí…, seguro que era el general cojo, tu mano derecha. (Ríe) Tiene gracia imaginarse al general cojo, bajo el sauce llorón, escribiendo la carta de cada año y luego comprando una muñeca en los grandes almacenes. (Pulveriza el ambientador sobre el abuelo) Siempre me ha disgustado pensar eso…, que no escribías esas cartas de tu puño y letra, pero ahora creo que, si era



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el general cojo quien lo hacía, eso es casi como si las escribieras tú, porque el general cojo no movía un dedo sin tu consentimiento, se te pegaba como un perrito faldero. Era como una parte de ti, como un apéndice. Lo entiendo, abuelito, lo entiendo. Un hombre tan entregado a la patria como tú no puede pararse a escribir cartas, y para eso tiene a sus ayudantes…, pero, por lo menos, podrías haberle dicho al general cojo que fuera un poco más cariñoso y que no repitiera cada año lo mismo. (Pausa) Los generales saben mucho de estrategias militares, pero muy poco de felicitaciones de cumpleaños. (Ríe) Eso es algo que no es necesario enseñar en las escuelas. Pausa larga. La Nieta del dictador se sienta junto a su abuelo y le coge la mano. Sonríe. Dime, abuelito, ¿qué prefieres? ¿Te doy ahora la buena noticia o primero quieres que sigamos leyendo las aventuras del sheriff Neighbor? (Lo piensa) Es mejor que te dé primero la noticia, porque de lo contrario no atenderías a la lectura, preguntándote de qué se trata. (Toma aire y carraspea) Esta semana me han ofrecido presidir tu fundación. (Silencio) ¿Qué te parece? Presidenta, nada menos. Solo hace dos semanas que he vuelto y ya me han ofrecido ese cargo tan importante…, a pesar de mi cabecita rota. ¿Qué te parece? (Acerca su cara a la del dictador) ¿Eso es una sonrisa? ¿Estás sonriendo, abuelito? Diría que sí, pero no lo sé seguro porque nunca te había visto sonreír. Reír a carcajadas sí, cuando el pobre general cojo perseguía a los niños o cuando yo imitaba su cojera…, pero nunca te vi una sonrisa. ¿Será eso una sonrisa? Quiero pensar que lo es, que me entiendes y te alegras de mi nombramiento. No es oficial todavía, me lo han propuesto esta mañana. ¿Por qué crees que habrán pensado precisamente en mí? (Se levanta y vuelve a acercarse a las ventanas) No soy tonta, abuelito, aunque tampoco sea muy lista…, y yo sé por qué lo han hecho: una chica tan joven como yo, tan inocente como yo, de voz dulce y rostro angelical, que así decían las monjas que era yo… Una chica así, y además sangre de tu sangre, puede que haga olvidar la imagen autoritaria de esa fotografía tuya. (Pausa) Solo es por

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la imagen, lo sé, pero no me importa…, presidiré la fundación con la cabeza bien alta. Aunque la verdad es que no sé si estoy preparada para el cargo… Llevo tanto tiempo fuera de mi patria, que hasta me suena raro llamarla “patria”…, y eso que mi abuelo es su padre. (Pausa) ¿En qué consistirá presidir una fundación? Supongo que tendré que hablar en público sobre tu obra, sobre tu sacrificio por la patria y todo eso. Pero ¿qué sé yo en realidad? Apenas lo que me han contado mamá y la abuela: que hubo un presidente malo y te viste obligado a echarle por la fuerza, para reestablecer el orden. Tú, en realidad, eres demócrata, eso lo sabe todo el mundo, siempre y cuando el pueblo vote a quien tiene que votar, claro, porque a veces el pueblo se equivoca y hay que echarle una mano para salir del atolladero. (Sigue mirando por la ventana) ¿Cómo hacer que entiendan esto las mujeres gritonas? Tal vez si saliera a hablarles de los bigotes chicos y de los bigotones…, o tal vez alguien debería buscar a sus hijos, que siguen escondidos en países comunistas, dándose la gran vida, mientras sus madres siguen sufriendo pensando que los matasteis. (Se gira hacia su abuelo) Bueno…, yo sé que a algunos sí hubo que matarlos, ¿qué otra cosa se podía hacer, si eran terroristas? Pero la mayoría vete a saber dónde están: en Cuba, en China o en Rusia, que ya no es comunista…, pero el que tuvo retuvo. (Vuelve a sacar el ambientador y pulveriza por la sala) Habría que empezar por buscarlos en China, porque entre los chinos sería más fácil reconocer a los de aquí… Y yo les hablaría de cómo sufren sus madres, pensando cosas horribles. ¡Una madre es una madre! ¡¿Cómo pueden tenerlas sufriendo tantos años?! Porque ellas, o por lo menos muchas de ellas, no saben la verdad, abuelito. He visto sus caras y no lo saben. (Se acerca a la camilla) ¡Ya estoy otra vez hablando de política! Perdona… El sauce llorón y el sheriff Neighbor, eso es en lo único en que debo hacerte pensar. (Se sienta junto al abuelo y saca el libro de su bolso) ¿Te acuerdas dónde lo dejamos? El sheriff Neighbor detiene a los hermanos Cheyenne por la muerte del viejo Bill, pero el juez no encuentra pruebas y los deja en libertad. Nos quedamos en que la hija del viejo Bill, que es además la novia del sheriff, le pide ayuda para vengar a su padre. (Abre el libro y retoma la lectura) “¡Cuando la ley ignora la justicia, alguien debe



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tomarla por su mano! Gritó el sheriff Neighbor ante la tumba del viejo”. (Levanta la mirada) ¡Eso! ¡Eso es lo que tú hiciste, abuelito! Tú eres un poco como el sheriff Neighbor…, y la patria es Scarlett, la hija del viejo Bill, que te pidió ayuda. ¡Cuando la ley ignora la justicia, alguien debe tomarla por su mano! (Pausa) Perdona… ¡Es que lo veo tan claro! Tú eres el sheriff Neighbor y los comunistas son los hermanos Cheyenne… ¿Y el juez? Ese juez que los deja libres, ¿quién sería? ¡El pueblo, que se equivoca! Sigo: (Vuelve a leer mientras pulveriza de nuevo el ambientador por la habitación) “Scarlett se lanzó en sus brazos y le besó apasionadamente mientras —siempre a cierta distancia— Jimmy escupía sobre la arena y levantaba el ala de su sombrero para mirar hacia las colinas, donde en aquellos momentos los malvados hermanos celebraban la impunidad de su crimen bebiendo güisqui barato y disparando a las nubes…”. Mientras lee, la luz de la sala vuelve a desvanecerse y la voz de la chica mengua en volumen hasta volverse ininteligible pero no inaudible. Se advierte aún como un susurro lejano, acompasado por el ralentí rítmico que mantiene al viejo con vida… Tras unos instantes, la luz y la voz vuelven a florecer lentamente, hasta que la sala se ilumina de nuevo y las palabras se tornan otra vez nítidas. Apreciamos cambio de vestuario en la Nieta del dictador y advertimos que ha alejado un par de metros su silla. (Continúa leyendo) “—No es una herida grave —sentenció el doctor—, aunque le mantendrá en cama un par de semanas—. El sheriff Neighbor, al oír esta última frase, intentó ponerse en pie desesperadamente. —¡Se la han llevado! —repetía entre gemidos de dolor e impotencia. Finalmente, tras un último intento, cayó desmayado”. (Levanta la mirada del libro) ¡Pobre Scarlett! ¡En manos de los hermanos Cheyenne y sin que Neighbor pueda rescatarla! (Cierra el libro y se levanta) Así está la patria ahora mismo…, o peor…, peor porque el sheriff es de suponer que se curará e irá algún día a rescatar a Scarlett…, pero tú, abuelito, tú ya no podrás hacerlo…, y los tuyos…, los tuyos se esconden, de momento. (Se

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levanta y aleja la silla otro par de metros de su abuelo) Hoy he empezado leyéndote el capítulo antes de hablarte por una razón, abuelito, y es que no tengo buenas noticias: ayer, por televisión, vi al general cojo sentado frente a un juez. (Vuelve a sentarse) Ahora no es cojo, ahora está en una silla de ruedas, solo, viejo, indefenso… Le juzgaban por crímenes horribles, por torturas, por desapariciones, por mercadear con los recién nacidos de madres detenidas. Todo eso que repiten una y otra vez ahí fuera las viejas gritonas… Y el general cojo, abuelito, no se defendía, no negaba los hechos, solo se mantenía firme, sonriendo con socarronería, como si reconociera esos crímenes horribles y además se sintiera orgulloso de ellos. Es muy viejito, como tú, el general cojo…, y me costó reconocerlo, porque ya no viste de general. ¿Crees que lo hizo de verdad? Puede que actuara a tus espaldas… (Se levanta y deja el libro en la silla) A mí siempre me pareció un poco loco el general cojo…, (Se dirige a las ventanas) y si es verdad que hizo esas cosas…, algunas de esas viejas merecerían…, no sé qué merecerían…, algo…, pero ¡¿por qué vienen aquí?! ¡Esta no es la casa del general cojo! (Se gira hacia su abuelo) Yo me preparé un discurso, abuelo, el día que me presentaron oficialmente como presidenta de tu fundación. Preparé un buen discurso que empezaba con la siguiente frase: “¡Cuando la ley ignora la justicia, alguien debe tomarla por su mano!”. (Silencio). Ya sé, ya sé que la frase no es mía, es del sheriff Neighbor, pero venía que ni pintada para empezar mi discurso. Después quería hablar sobre la diferencia entre los dictadores buenos y los dictadores malos…, pero ahí me pararon, dijeron que no había que usar la palabra dictador, sino que había que llamarte jefe de estado del anterior régimen, que es decir lo mismo pero sin decirlo. (Vuelve a la silla y la aleja un par de metros más) Y tampoco me dejaron hablar sobre mi idea de buscar a los desaparecidos, empezando por los que están en China. Lo que más me duele es que tampoco me dejaran hablar de los bigotes, que yo creo que es la clave de todo. Sí, sí… “¡En los bigotes está la diferencia!”, grité en la fundación, pero nadie hizo caso a la presidenta… ¿De qué sirve ser presidenta si nadie te escucha? “¡Los bigotes!”, repetía yo mientras ellos hablaban de la necesidad de erigirte otra estatua aquí o allá, y de la conveniencia de que



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esta fuera ecuestre o pedestre. ¡Ganó la estatua ecuestre y perdieron los bigotes! (Se sienta en la silla) Espero que no te importe que me distancie un poco de ti, abuelito, solo físicamente, claro…, es el olor…, no puedo…, a veces me dan arcadas y temo devolver encima de ti. Lo siento de veras…, pero desde aquí me escuchas igual, ¿no? ¡Si pudiera abrir esas ventanas! (Queda un instante pensativa, mirando los cristales) Ellos, abuelo, los de tu fundación, piensan que soy tonta…, lo sé, como también lo han pensado siempre mamá y la abuela. Dice la abuela que mi papá iba borracho al tomarme en brazos cuando nací, que resbalé de sus manos y caí al suelo, y por eso me hice tonta…, pero tonta no soy. Es posible que no sea muy lista y sí un poco lenta, pero entiendo bien las cosas cuando me las explican despacito, como hacían las monjas españolas cuando me hablaban de su caudillo Franco, que era el jefe de estado de su anterior régimen, además de un dictador de bigote chico. Todo me lo contaban muy despacito, para que yo entendiera. (Vuelve a levantarse, aleja la silla hasta que no puede alejarse más, y toma asiento) Al final, leí el discurso que me habían preparado los de tu fundación, donde se hablaba de tu capacidad como estadista, de la eficacia de tu política internacional y de tu visionaria acción económica, cuya combinación puso a nuestra patria en una posición privilegiada, dentro y fuera de nuestras fronteras. Y terminé anunciando la próxima inauguración de una nueva estatua ecuestre en reconocimiento a tu magna obra. Ese fue el discurso. Nada de bigotes. Como ya no puede trasladar la silla más lejos, la Nieta del dictador vuelve a sacar el espray ambientador, y lanza hacia su abuelo todo el contenido que queda en el bote, mientras la escena vuelve a oscurecerse.

III Escuchamos, además del sonido rítmico de la máquina que controla y sustenta las constantes vitales del Dictador, el constante goteo de lluvia tras los cristales. Se oye la voz de la Nieta del dictador antes de que la luz vuelva a iluminar la sala. ¡Lluvia! ¡Lluvia! ¡Lluvia! Iluminamos. La Nieta del dictador abre de par en par el primer ventanal. Nuevo cambio de vestuario. ¡Cuando llueve, las viejas no gritan! Siguen ahí, pero no gritan. La Nieta del dictador abre de par en par el segundo ventanal. ¡Cuando llueve, todo se limpia! ¡Hasta las bocas de las viejas se limpian de insultos y mentiras…, y algunas verdades! La Nieta del dictador abre de par en par el tercer ventanal. ¡Cuando llueve, huele a tierra mojada, y el olor se lleva el otro olor nauseabundo de esta habitación! ¡Si pudieras ver el jardín, abuelo! ¡Cómo llora el sauce llorón! ¡El sauce llorón está más llorón que nunca! Llora de alegría, abuelo, porque las plantas y los árboles tienen sentimientos, y seguro que el sauce llorón está harto de escuchar cada día los gritos de las viejas gritonas. Por eso llora más que nunca cuando llueve…

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La Nieta del dictador respira profundamente y luego se separa del ventanal para acercar de nuevo la silla junto a su abuelo. Empiezan a humedecérsele los ojos. Llover y llorar es una misma cosa. La lluvia limpia la atmósfera, limpia la tierra y hace que todo florezca. Llorar limpia el alma de la gente, despeja los miedos y las mentiras, y hace que la verdad florezca. (Toma asiento y se le caen las lágrimas) A veces, abuelo, me siento un poco poetisa, y me salen versos como quien no quiere la cosa, ¿te diste cuenta? (Pausa. Se suena los mocos) Yo sé que tú nunca fuiste poeta, no va con el uniforme ser poeta, y el ejército no otorga medallas ni concede ascensos por escribir buenas liras o sonetos. ¡Estaría bueno que a un teniente lo ascendieran a capitán por haber escrito un precioso romance! Puede que eso hiciera algo más humano al ejército, pero en ese caso tu carrera no habría sido tan fulgurante, porque creo que en eso jamás habrías destacado, como destacaste en todo lo demás, abuelo, lo siento, pero es así. (Intenta contener las lágrimas) El general cojo tampoco fue ningún poeta cuando escribía mis felicitaciones de cumpleaños, si es que era él quién las escribía. “A mi princesita, en su decimoquinto cumpleaños, con todo el cariño de su abuelo”. (Ahora llora sin complejos) No pienses que estoy llorando, abuelo, porque no estoy llorando, estoy lloviendo. El cielo llora mientras yo lluevo. El cielo llora para limpiar el alma de esta habitación con su olor a tierra mojada, y yo lluevo para limpiar la vergüenza de saber que hubo algo cierto entre tanta mentira…, porque ahora sé que lo hubo. El general cojo, abuelo, que ya no es cojo porque va en una silla de ruedas, no fue capaz de llorar ni de llover en todo el juicio, y ha sido condenado a cadena perpetua, eso sí, en una cárcel de lujo, dicen que con jardín privado, piscina, pista de tenis, criados y enfermeras que le cuidarán todos los días que le queden de vida. Y yo lluevo, pero no lluevo por él, lluevo por su sonrisa socarrona cuando en el juicio hablaban de niñas de quince años torturadas decenas de veces, violadas cientos de veces, humilladas miles de veces, desaparecidas una sola vez y para siempre. (Pausa) “A mi princesita… por su… decimoquinto cumpleaños… con todo… el cariño… de su abuelo”. Esas niñas de quince



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años también debían recibir sus felicitaciones de cumpleaños. Por eso, hoy no soy capaz de llorar pero sí de llover, porque quiero limpiar esa verdad con mi lluvia, no sustentarla con mi lloro. ¡Niñas de quince años, abuelo! ¿Eran terroristas esas niñas que se manifestaban en protestas estudiantiles? ¿Eran comunistas de quince años con coletas? (Entre lloros, le da una arcada. Se levanta y se acerca al tercer ventanal) ¿Qué fue lo que dije el segundo día que llegué aquí? Sí…, lo recuerdo: “El general cojo no movía un dedo sin tu consentimiento, se te pegaba como un perrito faldero. Era como una parte de ti, como un apéndice”. ¿Recuerdas que dije eso? Por eso estoy lloviendo, no por el general cojo, es por ti, abuelito, y por mí, que llevo tu sangre en mis venas. Es por eso que no soy capaz de llorar, pero sí de llover. (Contempla el exterior) Algunas llevan paraguas, otras no. Se mojan en silencio tras la verja, piensan en sus hijas y en sus nietas, pero no lloran ni llueven sus ojos, tal vez porque ya lloraron y llovieron todo lo que podían, o tal vez porque nunca les sirvió de nada. (Pausa) ¡Más llorón que nunca está el sauce llorón! Y puede que llore por ellas, porque ellas no pueden. (Se gira hacia su abuelo) No he hablado de esto ni con mamá, ni con la abuela, ¿para qué? ¡Mentiras! ¡Mentiras! ¡Mentiras! Eso dirían, como han dicho siempre, pero yo sé que saben esa verdad, aunque ni la lloren ni la lluevan nunca. (Se acerca a la camilla) Este olor nauseabundo que ni la lluvia limpia, que se expande desde ti por toda la habitación, da igual lo lejos que me siente, siempre me alcanza y me dan arcadas. (Se sienta) Pero yo he de leer…, leer y leer las aventuras del sheriff Neighbor, para no llover, mientras afuera sigan llorando el cielo y el sauce. (Abre el libro) ¿Para qué querrá una piscina y una pista de tenis un general viejito y cojo, que ya no es cojo porque va en una silla de ruedas? (Pausa) Leer, leer, leer… Lo dejamos, abuelo, después de que el sheriff se recuperara de su herida. Los sheriffs siempre se recuperan de sus heridas para salir al rescate de sus amadas, siempre con sus fieles compañeros, que en este caso es Jimmy, quien lo único que hace es levantarse el ala del sombrero y escupir al suelo, o al revés, escupir al suelo y levantarse el ala del sombrero. Un tipejo absurdo ese Jimmy. En fin…, yo sigo leyendo: “Habían dejado sus caballos a dos leguas de distancia, para acercarse silen-

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ciosamente al desfiladero de Dish-of-beans”. (Levanta la mirada del libro) Abuelo, Dish-of-beans significa “plato-de-judías”… Ya sé que te importa un carajo, pero me da igual. (Vuelve al libro) “Neighbor avistó de lejos, en la penumbra, una figura apostada en la entrada de la cueva, y reconoció de inmediato al más joven de los hermanos Cheyenne. —Estamos de suerte, Jimmy, es Randy quien vigila —le susurró a su compañero. Este levantó el ala del sombrero, miró hacia la cueva y escupió en el suelo: —En efecto, es el joven Randy —respondió”. (Cierra el libro de golpe) ¡¿Qué te dije, abuelo?! ¡Este personajillo absurdo no hace más que levantarse el ala del sombrero y escupir al suelo! Y después siempre repite lo que dice el sheriff. Si tú fueras el sheriff Neighbor, ese Jimmy sería el general cojo, que andaba tras de ti como un perrito faldero y te reía las gracias. (Pausa) Lo siento…, no puedo seguir leyendo hoy, me exaspera ese Jimmy. Tal vez…, el viernes que viene, cuando vuelva, de una menos cinco a dos menos cinco, pueda continuar, pero hoy no. Hoy me quedaré sentada, en silencio, esperando a que el cielo deje de llorar y las viejas vuelvan a gritar, para cerrar los ventanales y no escucharlas…, para que tú no las escuches, abuelo. Eso es lo mínimo que puede hacer una nieta por su abuelo, ¿no?, aunque su abuelo seas tú, el padre de la patria que permitió que violaran y mataran a sus hijas, a sus nietas. Yo, que llevo tu sangre, abuelo…, una sangre manchada de sangre…, de sangre menstrual adolescente y pura. (Pausa) ¡Qué mal hueles, abuelo! La sangre que mancha tu sangre se pudre y sale por todos los poros de tu piel hasta mis narices. (Queda un instante alelada, con la mirada perdida) Quiero saber más, abuelo, saber más, saber quiénes eran…, saber más cosas…, pero en mi cabeza caben poquitas cosas, porque la estropeó mi papá cuando me tomó borracho entre sus brazos y caí al suelo. Caben muy poquitas cosas, y por eso primero he de olvidar todo lo que me enseñaron las monjas españolas y todo lo que aprendí en Nueva York con mamá. A mamá le gusta el departamento de lujo que tenemos frente a Central Park, donde vive la alta sociedad estadounidense y hay muchos artistas, y a ella le gusta alternar con los artistas, dice, y asistir a muchas fiestas, dicen… Y yo me quedo en casa para no ponerla en ridículo, digo. Todo eso lo tengo que ol-



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vidar, para dejar sitio, porque mi cabeza es chica, porque soy lenta, porque soy tonta, porque hablo tonterías, dice la abuela, porque a veces cambio de tema sin venir a cuento… (Mira a su abuelo) ¿Te acuerdas de Frank Sinatra? ¡Te encantaba Frank Sinatra! A veces, bajo el sauce llorón, mientras mirabas cómo jugaba tu princesita y leías las aventuras del sheriff Neighbor, el general cojo te traía un tocadiscos y ponía canciones de Sinatra…, o de Julio Iglesias…, pero más de Sinatra que de Julio Iglesias. Esas no las ha olvidado nunca mi cabecita…, están ahí sus melodías, en mi pequeña cabecita rota, donde poco más cabe. La Nieta del dictador empieza a tararear “My Way” mientras se vuelve a oscurecer la escena. La voz de la chica y el goteo de la lluvia son eclipsados en la oscuridad por el mismo “My Way” cantado por Frank Sinatra.

IV Sigue escuchándose la canción “My Way” en la oscuridad. Iluminamos lentamente. Los ventanales siguen abiertos, pero ya no llueve. La Nieta del dictador (cambio de vestuario) se apoya en el alféizar del primer ventanal, mirando al exterior. “My Way” inunda toda la escena, “My Way” neutraliza las voces de las mujeres tras la verja, “My Way” no deja escuchar la máquina que mantiene al ralentí las constantes vitales del dictador. “My Way” lo tapa todo. Mientras va terminando la canción, la Nieta del dictador cierra el primer ventanal, se desplaza hasta el segundo y también lo cierra, va hasta el tercero y lo cierra igualmente. Luego se acerca a su abuelo, justo cuando “My Way” termina, y le quita unos auriculares de los oídos, conectados a un MP4. Se escucha entonces el sonido constante de la máquina y, lejanas e ininteligibles (como siempre que los ventanales están cerrados y no llueve), las voces de las mujeres. La Nieta del dictador toma asiento y contempla a su abuelo. ¿Te gustó la canción, abuelo? Mientras tú la escuchabas y yo miraba hacia el sauce, intentando no prestar atención a las mujeres, pensé en aquel día en que dejaste de leer la novela y estuviste mirándome fijamente un buen rato. Luego le dijiste al general cojo: “pobre niña, siempre juega sola. No tiene niños de su edad con los que jugar”. Eso dijiste…, y acto seguido mandaste a la ciudad a un capitán, con una división enterita de soldados, para que trajeran niños que jugaran conmigo. Y los trajeron. Una clase entera de veinte. El general cojo estuvo jugando con nosotros toda la tarde, mientras tú reías a carcajadas desde tu mecedora. Re-

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cuerdo ese momento como si fuera hoy mismo…, y recuerdo lo que vino después: los padres, apostados tras la verja del palacio, esperando a sus hijos con el rostro desencajado. Sí…, ahí descubrí que los papás también tenían miedo. (Pausa) Ayer, el general cojo, que ya no era cojo porque andaba en silla de ruedas, se suicidó en su cárcel de lujo, dicen que con jardín privado, piscina, pista de tenis, criados y enfermeras que le hubieran cuidado el resto de su vida. Se cortó las venas el general cojo, porque se le hacía pequeña esa cárcel que parecía un palacio, o ese palacio que intentaban que pareciera cárcel. My Way quiere decir “A mi modo” o “A mi manera”, abuelo, te importe un carajo o no. El general cojo, que ya no era cojo porque iba en silla de ruedas, no dejó nada escrito, dicen, ni siquiera una frase cortita como una felicitación de cumpleaños tuya. Ni siquiera eso…, se cortó las venas en vertical cuando dos enfermeras le habían dejado en su lujosa bañera del lujoso presidio. Con el corte en vertical es como mejor fluye la sangre y más rápido se diluye en el agua, tiñéndola de rojo oscuro, como el rojo oscuro de la menstruación adolescente de una niña de quince años. (Se levanta) No te lo he contado antes, porque tenía que abrir las ventanas para que se fuera esta peste, pero, como buena nieta tuya, te puse primero los auriculares, con Sinatra a toda pastilla, para que no escucharas a las mujeres. Las estuve escuchando yo en tu lugar, mientras se ventilaba la habitación de esta peste horrible que se mete en mi ropa, que se mete en mi cuerpo por la nariz y todo lo corrompe. Esta peste que no se me va cuando salgo de aquí, ni aunque tome tres duchas seguidas. Tenía que ventilar antes de hablar, para no vomitar encima de ti, ¿entiendes, abuelo? ¿Y ahora? Ahora puedo seguir leyéndote otro poco de las aventuras del sheriff Neighbor, como te prometí que haría, o contarte antes otra mala noticia… (Lo piensa) Es mejor que te dé primero la mala noticia, porque, de lo contrario, no atenderías a la lectura preguntándote de qué se trata. (Se aparta unos metros) La fundación que lleva tu nombre está siendo investigada por irregularidades financieras, dicen, y no solo eso, un juez investiga también no sé qué cuentas opacas que tenemos la familia en el extranjero, además de ciertas propiedades de dudosa procedencia, como el departamento de mamá en Central Park. (Suspira)



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A ti no te pueden juzgar, abuelo, porque ya no hay mucho que juzgar o porque apestarías los juzgados. Solo pueden atacarte…, (Lo piensa) mejor dicho, atacarnos, por lo económico. A mamá la quieren citar para declarar, y a la abuela le dio un ataque de histeria cuando se enteró, y se cagó encima. Todo el palacio apesta a mierda. ¿Te lo puedes creer? ¡La abuela! Tu esposa, que no viene a verte porque sigue queriéndote ver como en aquella fotografía. A mí no me han citado, aunque sigo siendo la presidenta de tu fundación, pero como todo el mundo sabe que soy tonta, dejo de ser sospechosa. Alguna ventaja tiene que tener ser tonta. Ahora, en mi cabecita rota, donde poca cosa cabe, estoy dejando hueco para saber más, y olvido todo lo que me contaban las monjas…, esas monjas que me decían que tú eras como su caudillo Franco, que venció en una cruzada contra los rojos con ayuda de Dios. (Pausa) A mí me parece, abuelo, que, si tienes ayuda de Dios, no tiene mucho mérito vencer en una cruzada. Perder tendría más mérito, porque ya es difícil perder con el Dios todopoderoso de tu parte. (Se acerca a su abuelo y toma asiento) A mi papá también lo investigan, pero no sé por qué, porque no lo veo desde que mamá lo echó, por andar borracho y traerse putas al palacio. Dicen que primero se metía en los cuartos de las criadas jóvenes, luego en los de las hijas de las criadas jóvenes, hasta que mamá prohibió criadas ni hijas de criadas jóvenes en palacio, todas tenían que ser viejas y feas, y entonces papá se traía putas. Eso dicen de mi papá, y también dicen que es un borracho perdido, y es cierto, mi cabecita rota lo puede atestiguar. Yo intento escucharlo todo en los corredores, en la biblioteca, en tu fundación, y entiendo pocas cosas, las justas que caben en mi cabecita mientras van desapareciendo los recuerdos de las monjas españolas, y de la vida alegre de mamá con los artistas neoyorquinos. (Se levanta y da la vuelta a la silla, para sentarse después de espaldas a su abuelo) Perdona que te dé la espalda, abuelo, pero me da miedo vomitarte encima por la peste…, así estaré mejor. Dicen que perdí masa encefálica cuando papá me lanzó al suelo borracho, que se rompió mi cráneo todavía endeble de recién nacida y se salió no sé qué líquido que protege el cerebro, por eso ahora soy tonta, o dicen que soy tonta… Se secó un poco el cerebro…, pero también, cuando un hue-

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so se rompe, luego, al soldarse de nuevo, es mucho más fuerte, eso dicen… Y por eso tengo la cabeza dura aunque haya poca cosa dentro, y no es fácil que salgan las pocas cosas que entraron en ella, por eso me es difícil olvidar todo lo que me decían las monjas españolas sobre ti y sobre su caudillo Franco, y todo lo que mamá y la abuela me han contado, y también mis recuerdos infantiles se quedan dentro, aunque sean ya muy lejanos…, y veo a aquellas señoras que visitaban a la abuela cuando yo era niña. Esas señoras mayores, todas con abrigos de pieles y zapatos caros, y la cara tan pintada que debajo del maquillaje creo que solo cabía la calavera monda. Esas señorototas, abuelo, que venían con sus bebés recién nacidos a mostrárselos a la abuela, para expresarle su gratitud por no sé qué gestiones que ella había hecho. A la abuela, que hoy se cagó encima cuando se enteró de que investigaban nuestras cuentas, solo le han importado en la vida el lujo, las joyas, el dinero y los palacios, pero recibía a esas señoras mayores con bebés recién nacidos y les daba la enhorabuena por su maternidad. (Pausa) Yo… era ya muy mayor cuando supe de dónde vienen los niños, las monjas nunca me lo contaron…, me dijeron que los traía una cigüeña de París y eso a mí me parecía una explicación razonable, sobre todo cuando vi que en España las madres de bebés recién nacidos eran mucho más jóvenes que esas señorototas de los abrigos de pieles, y todo cuadró, claro, como España está más cerca de París, la cigüeña llega mucho antes a las mamás. Pero para venir acá tenía que cruzar el océano y cambiar de continente, se tardaba unos años la cigüeña y por eso eran tan viejas las mamás de bebés recién nacidos que venían a palacio a agradecer a la abuela no sé qué gestiones que había hecho. Todo cuadraba en mi cabecita. (Se levanta) Muchos años después, abuelo, supe de dónde venían en realidad los bebés, aunque no me lo creí en un principio, me parecía mucho más creíble que los fabricaran en París y los trajera la cigüeña, que no que salieran de un lugar tan chiquito y escondido. (Pausa) ¿Sabes, abuelo? Algunas de las terroristas quinceañeras que desaparecieron se quedaron embarazadas después de su detención, dicen que por las continuas violaciones que sufrían… Otras más mayores ya estaban embarazadas antes de que las detuvieran, algunas de ellas en



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avanzado estado de gestación…, y entonces eran atendidas como casos especiales hasta que el bebé nacía, e inmediatamente después, eran desaparecidas como el resto de los detenidos comunes comunistas…, eso dicen… Y dicen que los bebés, pobres, no tenían culpa de lo malas y comunistas que eran sus jóvenes mamás, y que daba pena que se quedaran solos, por eso eran entregados a esas señoras mayores, que eran buenas y decentes, y ricas, y que agradecían a la abuela no sé qué gestiones que había hecho, a cambio de dinero, claro, porque el dinero es lo único que consigue regular el tránsito intestinal de la abuela. (Se acerca a la ventana) Algunas de las mujeres de ahí afuera, abuelo, ya no reclaman a sus hijos y a sus hijas, que saben que nunca volverán…, piden que se les devuelva a sus nietos, que no conocieron nunca y que ya son mayores. Y la abuela se cagó encima viendo peligrar nuestra fortuna, apestando todo el palacio… ¡Qué cosas! En la fundación, abuelo, dicen que no van a poder erigirte otra estatua, ni ecuestre ni pedestre, porque les han intervenido las cuentas… ¡Qué cosas! El general cojo que ya no era cojo porque iba en silla de ruedas se suicidó sin dejar una nota de arrepentimiento, ni que fuera cortita como una felicitación de cumpleaños… ¡Qué cosas! No se arrepentía de nada porque todo lo hizo por la patria, o por ti, que eres su padre. Mañana lo entierran con honores de militar, y un obispo dará la misa, y seguro que asistirán muchas señorototas mayores con abrigos de pieles y la cara tan pintada, que debajo solo puede caber la calavera monda. (Se gira hacia su abuelo) Yo, como presidenta de tu fundación que ya no es fundación porque está bajo sospecha, he de asistir al sepelio, dicen, en tu nombre…, junto a mamá y a la abuela. A papá no creo que le dejen ir, porque se traería putas al funeral. (Toma la silla y vuelve a encararla hacia su abuelo) Pero ahora, abuelo, tengo que seguir leyéndote las aventuras del sheriff Neighbor, porque te lo prometí y yo cumplo mis promesas, tengo una cabecita muy dura, aunque apenas quepa nada dentro. Pero ayer pensé, a veces pienso y se me ocurren cosas, que era mejor grabar la lectura en mi MP4 y que la escuches por los auriculares, para que yo pueda abrir de nuevo los ventanales y no me den arcadas mientras leo…, así que me puse a grabarte unos pasajes en mi habitación antes de irme a dormir.

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La Nieta del dictador toma de nuevo los auriculares, conectados al MP4, y se los coloca a su abuelo. Pone en marcha el aparato y, a partir de ese momento, escuchamos su voz grabada, al tiempo que dejan de escucharse el sonido constante de la máquina y las voces lejanas de las mujeres. Hola, abuelo…, soy yo, tu nieta. ¿Sabes que la abuela se ha cagado encima cuando…? Bueno, eso ya te lo cuento mañana en persona…, ahora, te leeré un poco: (Carraspea) “Neighbor se le acercó por la espalda y le redujo sin mucho esfuerzo…”. Mientras suena su voz grabada, la Nieta del dictador vuelve a abrir el tercer ventanal, luego se dirige al segundo. “… entró en la cueva sigilosamente, procurando no tropezar con ninguno de los hermanos, que dormían plácidamente junto a las brasas humeantes de una hoguera apagada. Apenas podía ver alguna sombra a su alrededor y se guiaba siguiendo un tenue rayo de luz de luna que penetraba unos metros en la cueva…”. La Nieta del dictador vuelve a abrir el segundo ventanal, luego se dirige al primero. “Por un momento, temió lo peor, que los malvados Cheyenne hubieran matado a su amada o, incluso, hubieran abusado de ella antes de matarla, hasta que al fin captó un débil gemido al fondo del oscuro túnel…”. La Nieta del dictador abre el tercer ventanal y queda de pie, de espaldas al público, mirando tal vez hacia el sauce llorón. La luz de la sala vuelve a desvanecerse y la voz va menguando en volumen hasta volverse ininteligible pero no inaudible. Sigue advirtiéndose como un susurro lejano. Tras unos segundos, el volumen de la voz grabada sube y volvemos a iluminar: apreciamos nuevo cambio de vestuario en la Nieta del dictador, aunque sigue en el mismo lugar y en la misma posición, con los tres ventanales abiertos. La Nieta del dictador cierra el primer ventanal.



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“—¿Te han herido? —preguntó el sheriff. Jimmy no respondió, alzó la mano para levantar el ala de su sombrero y, antes de caer desmayado, escupió al suelo”. La Nieta del dictador cierra el segundo ventanal. “—¿Es grave? —preguntó Scarlett. Neighbor revisó la herida de su ayudante: la bala parecía haberse alojado en los pulmones y Jimmy respiraba con dificultad”. La Nieta del dictador cierra el tercer ventanal y se acerca a su abuelo. “—Es grave —sentenció el sheriff—, pero saldrá de esta —luego se acercó a su amada y le acarició el rostro—. Tengo que saberlo, amor…, ¿abusaron de ti esos canallas? —preguntó”. La Nieta del dictador apaga el MP4, le quita los auriculares a su abuelo y volvemos a escuchar el habitual sonido ambiente de la escena: la máquina y las voces lejanas. ¿Tú qué crees, abuelo? ¿Habrán abusado de ella los malvados hermanos Cheyenne? A mí me parecía que sí, porque ella es muy guapa y ellos muy malvados. Pues…, ¿sabes?, ¡no! Yo he leído lo que viene después y Scarlett contesta que supo defender su honra…, pero ¡¿cómo?! ¡Si la tenían atada y amordazada! (Toma asiento) A las mujeres de los sheriffs nunca las violan, a las mujeres y las hijas de los rojos, sí… A lo mejor porque no saben defender su honra como Scarlett, o puede que los hermanos Cheyenne no sean tan malvados como los hombres del general cojo, que ya no es cojo ni anda en silla de ruedas porque lo enterramos la semana pasada. Te contaré, abuelo, que en el funeral nadie lloró ni llovió. Fue, como dijeron después, una ceremonia sobria, muy militar, pero nada emotiva. El obispo habló cortito, como en una felicitación de cumpleaños, y apenas asistieron veinte personas, ninguna señorotota de los abrigos de pieles, nadie de la familia, dicen que porque el general no tenía familia. Su familia era el ejército, o sea,

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tú, que tampoco pudiste asistir porque estás más muerto que él. Y mamá no fue, porque estaba sacando con urgencia carísimas obras de arte del departamento de Central Park, dijo… Y la abuela tampoco fue, porque estaba descompuesta y con diarrea, dicen… Pero yo sí fui, digo, porque quería ver con mis propios ojos al general muerto, que antes de muerto iba en silla de ruedas, y mucho antes era cojo. Y le vi en el féretro, no de civil como en el juicio, sino con su uniforme y sus medallas, como cuando jugaba a perseguirme alrededor del sauce llorón, mientras tú reías a carcajadas balanceándote en tu mecedora de mimbre, todos los viernes, de una menos cinco a dos menos cinco. (Acerca la cara a la de su abuelo) He estado investigando, abuelo, todo lo que mi cabecita rota puede investigar, que es poco, sobre el número cinco. ¡Qué manía la tuya con el número cinco! Cinco son los dedos de cada mano y de cada pie, cinco los sentidos, cinco los continentes, cinco las vocales del abecedario… ¡No sabía lo importante que es el número cinco! He leído por Internet que los tiranos y dictadores, tengan bigote chico o bigotón, son muy dados a la numerología y a las ciencias ocultas, les gustan esa cosas, son excéntricos con los números…, es un rasgo común que, ya digo, no hace distinción entre bigotitos y bigototes. A algunos les gusta el número siete, a otros el tres o el nueve, a ti, quién sabe por qué, te obsesionaba el número cinco. Cinco letras tiene el verbo “nacer” y cinco letras el verbo “morir”, y también tiene cinco el verbo “matar”. (Vuelve a separarse del abuelo) ¿Has visto, abuelo? He estado muy cerca de ti ahora, oliendo tu podredumbre, y no he vomitado. Parece como que me he acostumbrado a este olor, a este ambiente tan cargado, que ya me parece familiar…, seguramente porque es familiar. Todo el palacio huele igual de mal desde que la abuela anda descompuesta, cagándose encima cada vez que le mencionan las cuentas bloqueadas e investigadas en el extranjero. Cagar, por cierto, también tiene cinco letras. Y este es el palacio de la mierda, yo vivo en él, como nieta tuya y presidenta de tu fundación, que ya no es fundación ni es nada. (Hace una pausa, respira profundamente) Por eso este olor es mi olor familiar, el que me acompañará siempre, incluso mucho después de que tú mueras, porque vas a morir pronto, abuelo, muy pronto, te lo prometo… Ese será mi



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regalo, el próximo viernes, que es tu cumpleaños. Te escribiré una felicitación cortita, terminaré de leer el libro y desenchufaré esa máquina que se empeña en mantenerte vivo. Puede que hasta pronuncie alguna frase solemne…, no sé…, algo así como: ¡Cuando la ley ignora la justicia, alguien debe tomarla por su mano! Mientras la Nieta del dictador pronuncia estas últimas palabras, la oscuridad cierra la escena.

V El Dictador está solo. Se escucha el sonido rítmico y constante de la máquina, más presente que nunca. En el exterior, siempre las voces, lejanas e indescifrables con los ventanales cerrados. Entra la Nieta del dictador (vestuario de la escena I). Lleva una gran caja envuelta en papel de regalo entre las manos. Se detiene en seco a medio camino de su abuelo, observándole paralizada. Feliz cumpleaños, abuelito… Hoy nadie lo ha celebrado en el palacio de la mierda; mamá anda preparando su defensa, y la abuela, que nunca viene a verte, quiere pensar que sigues siendo el de siempre, el de la fotografía. Aquella, la más famosa, en la que aparecías con el uniforme repleto de medallas, las gafas oscuras, el labio inferior ligeramente montado sobre el superior, el mentón alzado y los brazos cruzados… (Imita la pose y el gesto) La abuela quiere seguir viéndote así mientras se hace de vientre por todos los rincones de palacio. Pero yo te traigo tu regalo y tu felicitación, que la he escrito de mi puño y letra, sin ningún general cojo que me ayude. El general cojo, abuelo, no era cojo de nacimiento…, se volvió cojo por culpa de un atentado de los comunistas, que pusieron una bomba casera en su coche oficial…, y perdió una pierna y ganó muchas medallas. Fue entonces cuando se convirtió en tu perrito faldero, un perro fiel… Cojo, pero fiel. El más fiel de los perros. He leído, abuelo, que a los dictadores, no importa cómo sean sus bigotes, les gusta rodearse de tullidos, no sé por qué, quizá porque eso les hace creerse más enteros, más perfectos, más padres de sus patrias. De todos modos, el general cojo

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odiaba a los comunistas porque le volaron una pata, o los comunistas le volaron una pata porque el general los odiaba ya antes de ser cojo. En cualquier caso, fue tu perro fiel…, (Se acerca al dictador) y tenía sus perros, perros humanos, que entrenaban a otros perros, perros caninos, para que violaran a mujeres. Perros de verdad, abuelo, grandes perrotes a los que entrenaban para montar a mujeres indefensas, atadas a cuatro patas. (Toma asiento junto al Dictador, dejando el regalo a un lado) A las secuestradas jóvenes y guapas las violaban ellos mismos, una y otra vez, antes y después de torturarlas con electricidad… Pero a las que eran ya un poco mayores, o simplemente no se les antojaba violarlas, las dejaban a merced de los perros, atadas a cuatro patas, para que las montaran. Era un espectáculo divertido para ellos. Perros viendo perros violando a mujeres, por orden del perro cojo que era tu perro fiel, y que jugaba luego conmigo persiguiéndome alrededor del sauce llorón. Ese era el general cojo, que no siempre fue cojo. (Saca un sobre y lo abre) Acá traigo tu felicitación de cumpleaños, abuelo: (Lee) “A mi abuelito, por su nonagésimo noveno cumpleaños, con todo el cariño de su nieta”. Eso de nonagésimo noveno lo he tenido que buscar en Google, abuelito. Google, en inglés, no significa nada, o no significaba nada hasta que se inventó para buscar cosas en Internet, donde sales tú en tres millones setecientas treinta y tres mil entradas, que no las he visitado todas, pero me han enseñado mucho algunas de ellas. (Deja la nota, toma la caja y empieza a desenvolverla) Te traigo también tu regalo número uno…, el número dos te lo daré más tarde. Al abrir el regalo, aparece una muñeca completamente desnuda, a excepción de una venda que le cubre los ojos. Tras varios intentos, la Nieta del dictador consigue colocarla de pie sobre el cuerpo de su abuelo. Así es como os gustaba tener a las muñecas antes de aplicarles la electricidad, abuelo, siempre en lugares donde el dolor resultara más insoportable: en los pezones, en los genitales, en las encías. Es curioso que sea la misma electricidad que hace funcionar esa máquina que te mantiene ni vivo ni muerto, en ese lugar donde te



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hallas y que tal vez sea un infierno en la tierra, donde nadie más que yo te visita, aparte de alguna enfermera a la que seguramente le dan arcadas cada vez que viene a limpiar tus excrementos, tus vómitos y tu cuerpo podrido. Pero ya queda muy poco, abuelo, te lo prometo, no dejaré que la electricidad que alimenta esa máquina siga torturándote, porque la tortura nunca es justificable. Nunca, en ningún caso es justificable, abuelo…, eso sí es algo que deberían enseñar en las escuelas…, sobre todo en las escuelas militares. Pero primero, abuelo, el sheriff Neighbor, porque seguramente lo que más te preocupe en este momento es cómo termina la historia. Aunque la verdad es que no traje el libro, a mi cabecita tonta y rota se le olvidó…, sé cómo termina y te lo voy a contar: Jimmy se cura de su herida, abuelo, y, cuando despierta, escupe al suelo, pero sin levantarse el ala del sombrero porque no lleva sombrero. Neighbor se enfrenta en un duelo contra los dos hermanos Cheyenne que quedaban vivos después de lo de la cueva. ¡Dos contra uno! ¡Es valiente el sheriff Neighbor! Pero Scarlett le besa apasionadamente antes del duelo y eso le da fuerzas, y los mata sin recibir un rasguño… Luego descubren que el viejo Bill era propietario de una mina de oro y que la heredera es Scarlett… Se casan y viven felices hasta la próxima aventura. Ya está, abuelito, aquí se termina la historia, aunque yo pienso que la muerte del viejo Bill a los únicos que beneficiaba era a Scarlett y al sheriff, que heredaban su mina, y tal vez el juez no iba tan errado cuando no encontró pruebas contra los hermanos Cheyenne. En fin, esa es mi opinión. (Se levanta) Primero tendré que quitar la batería de seguridad del aparato, que es la que le da electricidad cuando se va la luz…, porque la luz, a veces, se va. De pequeñita, abuelo, me preguntaba a dónde se iba la luz cuando se iba la luz en palacio… Ahora pienso que seguramente se iba a los genitales o a los pezones de las secuestradas y los secuestrados, que tragaban más luz de la que tenemos en el país, por eso el palacio se quedaba a oscuras, y yo tenía miedo, y no encontraba a mamá, y la abuela se quejaba al servicio, y mi papá aprovechaba para meterse en las habitaciones de las criadas jóvenes. Y yo lloraba o llovía, no lo sé, porque el palacio es enorme y nadie se ocupaba de mí, y está lleno de fantasmas, y el servicio traía unas velas para

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alumbrar hasta que volviese la luz, hasta que los perros del perro cojo dejaran de jugar con ella y no la acapararan toda. (Mientras habla, la Nieta del dictador desmonta la batería de la máquina) Siempre me dio mucho miedo quedarme sola, abuelo… Cuando las monjas españolas me castigaban y me encerraban en el cuarto oscuro, era lo mismo. Ni siquiera me daban una de tus muñecas para que me acompañara. Todos los niños tienen miedo a la oscuridad, todos… Yo me pregunto si tú también tenías miedo cuando eras niño, y buscabas a tu mamá y no la encontrabas… Me pregunto si alguna vez fuiste un niño normal y jugabas con otros niños a la guerra, que es a lo que juegan todos los niños. (Extrae la batería de la máquina) Aquí está, la batería eléctrica por si acaso se va la luz, aunque ahora la luz no se va casi nunca. (Se dirige al enchufe donde está conectada la máquina) Y este es mi segundo regalo de cumpleaños, abuelito, en tu nonagésimo noveno cumpleaños, con todo el cariño de tu nieta. La Nieta del dictador desenchufa la máquina y deja de escucharse el sonido rítmico y constante del aparato que mantenía al ralentí las constantes vitales del viejo. En su lugar, se escucha el pitido uniforme que marca la parada cardiaca. La Nieta del dictador se queda en cuclillas, junto al enchufe, mirándolo fijamente un buen rato, hasta que lentamente levanta la mano derecha y se dispone a meter los dedos índice y corazón en el enchufe. Se detiene, aparta la mano, vuelve a intentarlo una segunda vez. Se detiene, respira hondo y vuelve a intentarlo una tercera vez. No se atreve. Llora. Se levanta y mira hacia su abuelo. ¡No! ¡No! ¡No puede ser así, abuelo! ¡No puedes irte sin escuchar…, tienes que escuchar…, escuchar con las ventanas bien abiertas! La Nieta del dictador se agacha y vuelve a conectar la máquina al enchufe. De nuevo, el sonido rítmico constante. La máquina vuelve a funcionar. La Nieta del dictador se dirige al primer ventanal y lo abre de par en par.



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Yo vendré cada viernes, abuelo, de una menos cinco a dos menos cinco, para abrir estas ventanas, para que escuches… Abre el segundo ventanal de par en par. Y espero que vivas tanto como viva la última de esas mujeres que te gritan las verdades… Abre el tercer ventanal de par en par. Y yo me sentaré en el suelo, para escucharlas contigo, porque llevo tu sangre podrida en mis venas, y llevo la vergüenza que tú nunca tuviste en mi pequeña cabecita rota…, donde lo único que cabe ya es la vergüenza. No cabe nada más, abuelo. Nada. La Nieta del dictador se derrumba en el suelo sollozando. Del exterior entran las voces de las manifestantes: “¡Asesino!”, “¡Dictador!”, “¡Genocida!”, “¡Justicia!”. ¡Escucha, abuelo! ¡Escucha! Ni el aire que entra ni esas voces conseguirán limpiar este ambiente de podredumbre y mierda… ¡Escucha! ¡Cerdo! ¡Qué pestazo! ¡Dios mío!¡Qué pestazo! Se oscurece la escena y se proyecta una filmación sobre el escenario: en ella vemos al Dictador, balanceándose en una silla de mimbre y riendo a carcajadas, mientras observa a un grupo de niños que son perseguidos por un general cojo alrededor de un sauce llorón. Suena la versión de “My Way” de los Sex Pistols.

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© Manolo Morante

Autor teatral y guionista. Como dramaturgo, ha recibido los premios: Lope de Vega 2007 por La charca inútil, Hermanos Machado 2002 por Estamos, estamos y Marqués de Bradomín 1999 por Baldosas. Ha estrenado las obras La nieta del dictador; No se elige ser un héroe; El puto peón negro chueco; su adaptación libre de Dr. Faustus; Torero, las tres últimas suertes de Antonio el macareno, escrita en coautoría con Arturo Ruiz; La charca inútil; Amor platoúnico; El enemigo de la clase, adaptación de la obra Class enemy, de Nigel Williams; Siglo xx, que estás en los cielos; Almacenados (publicada en la colección Teatroautor de la Fundación SGAE); Assassines (coautoría); Monolocos y otros monólogos, escrita junto a Ángel Arnaiz; Ecos y silencios (coautoría), y Baldosas. Ha trabajado en cortometrajes, distintas series de televisión y tiene varios proyectos en marcha para cine y teatro. Recientemente, se ha estrenado, en el Festival de Guadalajara (México), la película En el último trago, de la que es argumentista y guionista.