Q y Q investigaciones:
La Isla del Cazador
Por J.L. Flores
Una vez descartado lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, debe ser la verdad. Sir Arthur Conan Doyle
Primera parte: la cacería comienza
12 de enero 1937, entre los canales del Archipiélago de los Chonos La Invitación I Mi hermano dormía sobre su morral, mientras nuestra embarcación bailaba despacio sobre las aguas. Lo envidié profundamente, pues aunque yo hubiese querido dormir, no hubiese podido conciliar el sueño. Los nervios me comían el espinazo. Este sería mi primer viaje como miembro oficial de la agencia de detectives que mi abuelo y mi padre fundaron hace más de treinta años. Según ellos siempre deben ser dos los detectives: dos visiones, dos opiniones y un solo resultado. Por eso nuestro nombre es Q y Q Investigaciones. Esta vez me tocaba a mí ser aquella segunda letra, la del aprendiz. Emanuel, mi hermano, confiaba en mí y yo no iba a decepcionarlo. Ya tienes catorce años, eres más fuerte y alto que la mayoría de los hombres que conozco, me había dicho antes de salir. Yo habría agregado gordo y lento también, pero él me quería mucho como para decir algo así. Mi salvación fue el paisaje: íbamos bordeando pequeñas islas, todas pintadas de verde brillante. Mi hermano me llamaba supersticioso, ¿pero cómo no iba a creer en la magia? Especialmente cuando la belleza del paisaje me quitaba el aliento. Estoy seguro que los otros pasajeros compartían mi sentimiento. Uno a uno los íbamos dejando en pequeños muelles y caletas que no aparecen en los mapas generales de la zona. Esta demora era perfecta para mí. Necesitaba tiempo para pensar, había ensayado tanto para ese momento en que me transformaría en un detective de verdad. Antonia Santa Cruz había solicitado nuestra presencia en la vieja casona de su familia. Claro, decir nuestra es mucho, porque de seguro esperaba a mi padre y a mi hermano, pero el viejo había partido a Europa hace unas semanas, lo que había apurado
mi
asenso. Como fuese, la carta que le mando a mi hermano parecía haberlo
preocupado, aún más de lo usual. Salimos tan rápido que no tuvimos tiempo de estudiar el caso o hacer un esquema de pistas. El único detalle que se atrevió a adelantarme era que el padre de la solicitante, Mateo Santa Cruz, profesor de física, había desaparecido hace una semana durante una visita a la isla familiar. Es ahí donde nos dirigíamos. Cuando el piloto anunció que estábamos próximos a llegar, mi hermano abrió uno de sus ojos. Se puso de pie, se acomodo su rígido impermeable negro y su bufanda. Era el único abrigo que llevaba. El resto de su uniforme consistía en una camisa blanca y pantalones negros. Mi hermano estaba comprometido con su propia invisibilidad. Pero yo lo veía bien: delgado, un metro setenta, rostro agudo, con una nariz afilada, ojos pequeños y veloces. Su cabello estaba largo y era del mismo color que su impermeable. —Va a llover luego—dijo. No era la deducción mas complicada de hacer, el cielo amenazaba con borrar las evidencias que necesitaríamos si es que pretendíamos efectivamente resolver este caso. Nuestro muelle ya estaba a la vista, el momento de la acción había llegado. —¿Quiénes son esos hombres? —Pregunté señalando a un grupo de vestidos de pieles. —Temo que es nuestro comité de bienvenida— dijo con una de sus falsas sonrisas— loberos, viven en la cara oeste de la isla. El clientes nos advirtió sobre ellos. El nombre oficial de la isla era Santa Cruz, como la familia que nos convocaba, pero los locales la llamaban la Isla del Cazador. Las focas y lobos marinos no se pescan, se cazan. —Bonitos sombreros—gritó mi hermano cuando el más viejo de lo loberos se acercaba a nuestro bote—, ¿los hacen ustedes mismos? El viejo soltó un gruñido. —Solamente quería saber si me podía conseguir uno. Hice una seña a mi hermano para que dejara de molestar al hombre. No le gusto la idea de recibir instrucciones de su hermano menor, pero de todas formas se detuvo. —Son dos horas a caballo hasta el pueblo— dijo uno de los loberos que se veía peligrosamente más civilizado que el resto— a pie son como seis. —No tenemos caballos— conteste yo. —Nosotros les venderemos un par— dijo aquel hombrecillo con el brillo del dinero en los ojos.
Es normal que la gente crea que un extranjero es un poco más tonto o más despistado que un local, pero mi hermano ya sabía que decir. —Trabajamos para los Santa Cruz- dijo poniendo su cara de jugador de póquer. Fue el viejo lobero quien agarró a los caballos y los puso ante nosotros sin hablar. —Yo los llevo. No necesitaba ser detective para identificar el rostro del miedo, mi hermano lo había notado también. Su cerebro ya estaba trabajando, haciendo deducciones y juntando piezas. Nuestra cabalgata duro menos de hora y media, nos llevó a la cara este de la isla donde un pequeño villorrio miraba hacia las islas más lejanas. La casa de los Santa Cruz no era ostentosa ni mucho menos, pero si se destacaba a una distancia de cincuenta metros del resto del pueblo, tenía un pequeñico terreno a su alrededor con pasto muy bien cuidado. Todo alrededor
parecía cubierto de diversos tonos de verde, pero en
aquella casa la civilización había triunfado sobre el poder de la naturaleza. Antes de que pudiésemos anunciarnos una mujer vestida de pantalones y un pequeño poncho negro se asomó y comenzó a correr hacia nosotros. A pesar de ser joven y diminuta tuvo la fuerza para bajar a mi hermano de su caballo, abrazarlo y darle un beso en sus delgados labios. Así fue como pasaron dos cosas: conocí a Antonia y descubrí que este no iba a ser un caso simple de tratar. II Nos llevaron a una elegante sala estilo francés. Como era la costumbre, se nos mostró la habitación que habríamos de ocupar. Que debo decir no estaba mal, pero sin duda que hubiese preferido que nos dieran una para cada uno. Luego se nos llevó al comedor principal donde nos esperaba una cena a base de cordero. Mi hermano se sentó a un extremo de la mesa, mientras que mi me pusieron entre un anciano que parecía estar comprometido con el silencio y un miembro de la guardia costera que estaba haciendo lo mismo que nosotros, investigando la desaparición del profesor Santa Cruz. La casa era lo suficientemente grande para ser compartida por las dos ramas de la familia. La primera era la más importante en la región, y era encabezada por nuestro anfitrión Emiliano Santa Cruz, que había invertido el capital de la familia en la zona, ganando no poco dinero con la pesca y la lobería. El segundo al mando era su hijo mayor,
Horacio, un obeso ballenato que se vestía casi como los cazadores que nos habían recibido. Los otros representantes de aquella familia eran Rosa Montero, la esposa del gordo, y su tres hijos de diez, seis y cuatro años; pequeños monstruos cuyos nombres no llegué a escuchar. Una segunda rama de la familia estaba compuesta por el desaparecido profesor, su hija Antonia y Lorenzo, que era hijo del primer matrimonio del buen maestro. El joven había llegado el día antes a la isla con la intención de buscar a su padre. Al parecer él también era un científico. En el viaje estudié casi todos sus expedientes, es lo que haría mi padre. El viejo sordo mudo e inapetente era el tío Jorge, que había sido una suerte de leyenda en su momento, cosa que los comensales habían dejado claro. Según estos cuentos, habría sido piloto de correos en varios conflictos bélicos que yo no sabía que habían existido, pero estaba claro que aquel silencio lo había ganado en las trincheras de la Gran Guerra. Sentí respeto por aquel hombre, ahora transformado en un silencioso museo andante. —Mi hermano conoce bien la isla— dijo Emiliano, el dueño de casa— toda esta búsqueda es ridícula, mañana aparecerá con unas liebres bajo el brazo y la cara llena de barro. El ballenato soltó una risotada para buscar la aprobación de su padre. Antonia no le encontró gracia al comentario. Podía ver la angustia de la chica y crecía cada minuto que perdíamos sentados en aquella incomoda mesa. —Esta lluvia puede hacer que lo caminos se pongan peligrosos— dijo el guardacostas muy serio—, no es un chiste andar perdido por ahí El hombre tenía razón. Lorenzo tomo el brazo de su media hermana y susurro algo a su oído. Imagino que habrán sido palabras de consuelo, pero realmente no llegue a escucharlas. Yo odiaba las mesas grandes, pero hasta ese entonces no sabía porque. Mi hermano saco el reloj de bolsillo que mi padre le regalo la ultima navidad. —Son las seis treinta, nos quedan unas horas de luz—dijo tratando de encontrar una excusa para salir de ahí—, podemos dar una vuelta por la propiedad. —Para eso se les paga— dijo el impertinente gordo. Aquel ser estaba dejando claro una cosa, no nos querían ahí, pero a diferencia de su padre, carecía de la sutileza y educación para mostrar su molestia de una buena manera.
Nos levantamos y dejamos que Antonia nos guiara por un hermoso jardín. La lluvia era fina, no parecía incomodar a mis acompañantes, pero hacia que
el pelo se me
volviera una colchón esponjoso. Un detective no debe lucir así. —Dame una sonrisa— dijo ella a mi hermano —no nos vemos desde el colegio. Mi hermano le dibujo uno de su mejores simulacros de sonrisa, yo sabía que era honesto, la chica le gustaba, pero eso de la alegría no se le daba mucho. Las plantas que adornaban el lugar no eran locales, pude ver especie europeas y asiáticas. Me pareció que nuestro anfitrión tenía mucho más mundo del que no estaba haciendo creer. —Esto es mi culpa —dijo Antonia— mi papá no quería venir, yo lo convencí, estaba tan cansado con sus clases y su nuevo libro. —¿Que investigaba? —Algo con energía geodésica —dijo ella insegura—sabes que yo no heredé la inteligencia de mi padre o la de mi hermano. Entendí lo que quería decir, yo sé lo que es ser un raro en una familia de genios. Cuando mi hermano y su amiga entrelazaron sus manos, supe que era hora de dejarlos solos.