OPINIÓN | 21
| Lunes 2 de junio de 2014
crisis. Con la Unión Europea jaqueada por el avance de la ultraderecha y EE.UU.
decidido a intervenir menos en los asuntos del mundo, el liderazgo queda vacante y la democracia retrocede ante nuevas formas de autoritarismo
La decadencia de Occidente Mario Vargas Llosa —PArA LA NACIoN—
Viene de tapa
Ambas organizaciones son enemigas declaradas de la construcción europea y quieren enterrarla, a la vez que acabar con la moneda común y levantar barreras inexpugnables contra una inmigración a la que hacen responsable del empobrecimiento, el paro y el crecimiento de la delincuencia en toda Europa occidental. La extrema derecha triunfa también en Dinamarca; en Austria, los eurófobos del FPÖ alcanzan el 20%, y en Grecia, el ultraizquierdista antieuropeo Syriza gana las elecciones y el partido neonazi Amanecer Dorado (10% de los votos) envía tres diputados al Parlamento Europeo. Catástrofes parecidas, aunque en porcentajes algo menores, ocurren en Hungría, Finlandia, Polonia y demás países europeos donde el populismo y el nacionalismo aumentan también su fuerza electoral. Algunos comentaristas se consuelan afirmando que estos resultados denotan un voto de rabia, una protesta momentánea, más que una transformación ideológica del Viejo Continente. Pero como es seguro que la crisis de la que han resultado los altos niveles de desempleo y la caída del nivel de vida tardará todavía algunos años en quedar atrás, todo indica que el vuelco político que muestran estas elecciones, en vez de ser pasajero, probablemente dure y acaso se agrave. ¿Con qué consecuencias? La más obvia es que la integración europea, si no se frena del todo, será mucho más lenta de lo previsto, con la casi seguridad de que habrá desenganches entre los países miembros, empezando por el británico, que parece ya casi irreversible. Y, acosada por unos movimientos antisistema cada vez más robustos y operando en su seno como una quinta columna, la Unión Europea estará cada vez más desunida y conmovida por crisis, políticas fallidas y una oposición permanente que, a la corta o a la larga, podrían enterrarla. De este modo, el más ambicioso proyecto democrático internacional se iría a pique y la Europa de las naciones encrespadas regresaría curiosamente a los extremismos y paroxismos de los que resultaron las matanzas vertiginosas de la Segunda Guerra Mundial. Pero, incluso si no se llega al cataclismo de una guerra, su decadencia económica y política seguiría siendo inevitable, a la sombra vigilante del nuevo (y viejo) imperio ruso. Al mismo tiempo que me enteraba de los resultados de las elecciones europeas, yo leía, en el último número de The American Interest, la revista que dirige Francis Fukuyama (May/June 2014), una fascinante en-
ten una amenaza inmediata a su seguridad, sea objeto de críticas entre la elite y la oposición republicana, ella tiene un apoyo popular muy grande, la de los hombres y mujeres comunes y corrientes, convencidos de que Estados Unidos debe dejar de sacrificarse por los “otros”, enfrascándose en costosísimas guerras donde dilapida sus recursos y sacrifica a sus jóvenes, en tanto que escasea el trabajo y la vida se vuelve cada vez más dura para el ciudadano común. Uno de los ensayos de la encuesta muestra cómo cada uno de los importantes recortes en gastos militares que ha hecho obama ha merecido el respaldo aplastante de la ciudadanía. ¿Qué conclusiones sacar de todo esto? La primera es que el mundo ha cambiado ya mucho más de lo que creíamos, y que la decadencia de occidente, tantas veces pronosticada en la historia por intelectuales sibilinos y amantes de las catástrofes, ha pasado por fin a ser una realidad de nuestros días. ¿Decadencia en qué sentido? Ante todo, en el papel director, de avanzada, que tuvieron Europa y Estados Unidos en el pasado mediato e inmediato, para muchas cosas buenas y algunas malas. La dinámica de la historia ya no sólo nace allí, sino también en otras regiones y países que, poco a poco, van imponiendo sus modelos, usos, métodos, al resto del mundo. Esta descentralización de la hegemonía política no estaría mal si, como creía Francis Fukuyama luego de la caída del Muro de Berlín, la democracia liberal se expandiera por todo el planeta erradicando la tradición autoritaria para siempre. Por desgracia no ha sido así, sino más bien al revés. Nuevas formas de autoritarismo, como los representados por la rusia y China de nuestros días, han sustituido a las antiguas, y es más bien la democracia la que empieza a retroceder y a encogerse por doquier, debilitada por los caballos de Troya que han comenzado a infiltrarse en las que creíamos ciudadelas de la libertad.
cuesta titulada America Self-Contained? (que podría traducirse como “¿América ensimismada?”), en la que una quincena de destacados analistas estadounidenses de distintas tendencias examinan la política exterior del gobierno del presidente obama. Las coincidencias saltaban a la vista. No porque en Estados Unidos haya hecho irrupción el populismo nacionalista y fascistón que podría acabar con Europa, sino porque, con métodos muy distintos, el país que hasta ahora había asumido el liderazgo del occidente democrático y liberal discretamente iba eximiéndose de semejante responsabilidad para confinarse, sin traumas ni nostalgia, en políticas internas cada vez más desconectadas del mundo exterior y aceptando, en este globalizado planeta de nuestros días, su condición de país destronado y menor. Sobre las razones de esta decadencia los críticos discrepan, pero todos están de acuerdo en que esta última se refleja en una política exterior en la que obama, con el apoyo inequívoco de una mayoría de la opinión pública, se desembaraza de manera sistemática de asumir responsabilidades internacionales: su retiro de Irak, primero, y, ahora, de Afganistán, tras dos fracasos evidentes, pues en ambos países el islamismo más destructor y fanático sigue haciendo de las suyas y llenando las calles de cadáveres. De otro lado, el gobierno de Estados Unidos se dejó derrotar pacíficamente por rusia y China cuando amenazó con intervenir en Siria para poner fin al bombardeo con gases venenosos a la población civil por parte del gobierno de Al-Assad, y no sólo no lo hizo, sino que también toleró sin protestar que aquellas dos potencias siguieran suministrando armamento letal a la corrupta dictadura. Incluso Israel se dio el lujo de humillar al gobierno norteamericano cuando éste, a través de los empeños del secretario de Estado Kerry, intentó una vez más resucitar las negociaciones con los palestinos, saboteándolas abiertamente. Según la encuesta de The American Interest, nada de esto es casual ni se puede atribuir exclusivamente al gobierno de obama. Se trata, más bien, de una tendencia que viene de muy atrás y que, aunque soterrada y discreta por buen tiempo, encontró –a raíz de la crisis financiera que golpeó con tanta fuerza al pueblo estadounidense– ocasión de crecer y manifestarse a través de un gobierno que se ha atrevido a materializarla. Aunque la idea de que Estados Unidos se enrosque en solucionar sus propios problemas y, a fin de acelerar su desarrollo económico y devolver a su sociedad los altos niveles de vida que alcanzó en el pasado, renuncie al liderazgo de occidente y a intervenir en asuntos que no le conciernan directamente ni represen-
© LA NACION
LÍNEA DirEcTA
La mentira política bajo la lupa
Signos y palabras que vienen y van
Alberto Castells
E
n tiempos en que el fraude, la simulación y el engaño asoman con una frecuencia inusitada, ¿serán los políticos que nos gobiernan los únicos causantes de los cimbronazos que sacuden la nave del Estado? Anticipemos desde ya una conjetura que a nadie debería sorprender: la mentira, con sus gravosas consecuencias, acompaña paso a paso la vida del país como si fuera una llaga incurable que va esquilmando despiadadamente a todos. La mentira política alimentó desde siempre la actuación de los gobiernos, pero sólo en décadas recientes se instaló como un hábito de conducta y un estilo de gestión. Acercando tramos de la historia, registramos hechos emblemáticos que en su tiempo extendieron mantos de sospecha y provocaron agravios irredentos. La quema de la Bandera en la segunda presidencia de Perón enfrentó al oficialismo con la Iglesia, se enrostraron acusaciones apenas desmentidas y se declararon autorías nunca confirmadas. La presencia del “Che” Guevara en Buenos Aires y su entrevista con Frondizi, en secreto para evitar riesgosas consecuencias, resultaron determinantes en la inmediata caída del gobierno. El cheque millonario firmado por Isabel Perón y depositado en la sucesión de su difunto esposo fue atribuido a los manejos de un ministro, sin que la investigación del Congreso terminara en absoluciones o condenas. ¿Quién no recuerda la Guerra de Malvinas, con su acción psicológica, comunicados triunfalistas y estrepitoso desenlace? Las excusas y las maniobras distractivas de los artífices del Pacto de olivos quedaron al desnudo cuando salieron a la luz los acuerdos, muy parecidos a un “pacto entre caudillos”. Y por si esto fuera poco, la carta del Papa a la Presidenta ha desatado un vendaval inédito que pone en crisis el “sacrosanto” compromiso con la verdad. Éstas y otras evidencias enmarcan el acontecer actual, ayudan a pensarlo más a fondo y lo blanquean de espurias explicaciones. Entre errores y desvaríos, la presidenta
—PArA LA NACIoN—
Cristina Kirchner dijo en algún momento que “...en política no hay que mentir más”. Atraídos por el escándalo de la mentira instalada en las usinas del poder, vamos más allá de sus manifestaciones, nos interesamos por sus orígenes profundos y buceamos en la base del tejido social. ¿Es la política un espejo de la sociedad? Desde el nuevo ángulo de mira, tres eslabones sirven para enhebrar esta ecuación. Acusamos ante todo una inquietante realidad: arraigada en la condición humana, la mentira es una constante que día tras día le gana terreno a la verdad. Como un costo de transacción necesario para que funcionen los intercambios, la mentira ha dejado de ser un oprobio agraviante para convertirse en un motor de la existencia. Pero a las palabras las carga el diablo y la mentira –pese a que todo el mundo comete alguna– tiene una connotación tan maleable que los especialistas debaten sobre su significado y dimensión, a fin de establecer qué mentira es aceptable y cuánta es tolerable. La universalidad de la mentira nos lleva a los orígenes del fraude, la simulación y el engaño que anidan en la vida política del país. El comportamiento de los políticos, se dice, no acusa mayores diferencias con las tendencias que prevalecen en la sociedad. Una relación para nada novedosa, ya que desde los primeros hallazgos freudianos hasta las modernas investigaciones psicosociales, se viene afirmando sin mayor disputa que la política es un emergente de la sociedad que asume la representación de sus virtudes y defectos. Si el argumento es válido, no extrañará que los políticos formados en una sociedad rebosante de mentiras terminen mezclando la vocación por el bien general con la codicia por el interés particular. En su aplicación a los asuntos del Estado, la política mantiene estrechos lazos con el componente ético. En la visión de los pensadores clásicos y modernos, lo político conforma un segmento de la actividad humana en que el cultivo de la verdad es –debería
ser– un imperativo inexcusable por estar al servicio de un bien superior: la vigencia –teórica– de la democracia representativa. El compromiso con la verdad –objeto de culto en la vida política– sería un valioso aporte a la transformación institucional que, sin ser una revolución moral, nos aproximaría a la legitimidad del buen gobierno. Pero la noble utopía no se anuncia sin reservas. Si los líderes políticos son emergentes de la sociedad, la formación de una dirigencia preocupada por la ética no dependerá de la llegada de nuevos elencos gobernantes ni de las innovaciones en la estructura de poder. La regeneración ocurrirá cuando el proyecto personal de cada uno, sumado a la responsabilidad social de todos, marque el camino hacia una producción de ciudadanía comprometida con la legitimidad del buen gobierno. A medida que las conductas individuales y colectivas se vayan alejando de la adicción a la mentira, aparecerán nuevos escenarios aptos para que las generaciones venideras puedan acceder a nuevos perfiles de conducción y de gestión. “Hay que cambiar a los pueblos para que los pueblos cambien a sus gobiernos”, escribió Juan Bautista Alberdi. Aunque no es probable que el síndrome de la mentira disminuya en un futuro inmediato, hay un dato que merece el mejor de los augurios: si es cierto que la política es la imagen de la sociedad, la insistencia en el cambio de actitudes tendrá un efecto multiplicador que puede dar sus frutos tanto en conversión ejemplar como en rédito electoral. Y poco a poco, personalidades influyentes y ciudadanos comunes empezarán a desear, por fin, alejarse del flagelo de la mentira para abrazar la cultura de la verdad. © LA NACION
El autor, profesor de Teoría Política y de Derecho Constitucional, es investigador principal del Conicet
Graciela Melgarejo —LA NACIoN—
C
ada día está más cerca la celebración principal de los 300 años de la real Academia Española, que será en octubre próximo. En la web de la rAE (www.rae.es) se nos recuerda que todo el contenido de la 23ª edición del Diccionario de la lengua española ya ha sido entregado “en un dispositivo electrónico” a la representante de la editorial Espasa. Bien saben los que consultan el Diccionario en línea que la versión electrónica, publicada en 2001 y accesible gratuitamente en la red, ha sido actualizada en cinco ocasiones, entre 2004 y 2012, así que para muchos no habrá tantas sorpresas. Hasta agosto, se llevará a cabo el proceso de revisión y corrección de pruebas, para que el DRAE pueda entrar en la imprenta después del verano, advierte también la Academia. La obra se distribuirá simultáneamente en España y América. Esta versión tendrá 2400 páginas y se editará en un solo tomo; también se publicará una versión en dos volúmenes, destinada a América, y otra especial para coleccionistas. Pero los académicos no descansan. La semana pasada se desarrolló el IX Seminario Internacional de Lengua y Periodismo, dedicado a “El español del futuro en el periodismo de hoy”, organizado por la Fundación del Español Urgente (Fundéu) y la Fundación San Millán de la Cogolla. Lingüistas, periodistas y expertos analizaron cómo Internet y las redes sociales influyen en el desarrollo y en el uso del español. Con la bendición del director de la rAE, José Manuel Blecua, y de la princesa de Asturias –destacó la importancia de la lengua como una herramienta poderosa para “entender el mundo que nos rodea” y resaltó el rigor como condición esencial en la práctica del periodismo–, los
asistentes trataron los siguientes temas: “Del papel al píxel. ¿Hablamos del mismo idioma?”; “Periodismo y periodistas en la red”; “¿Sueñan los androides con noticias automáticas?”, y “¿Hacia dónde llevan al español los nuevos medios?”, que pueden consultarse en los respectivos sitios de los organizadores (www.fundeu.es y www. fsanmillan.es). Uno no puede dejar de preguntarse –probablemente es lo que hicieron muchos participantes del seminario– qué se celebrará en octubre de 2114, es decir, si la rAE llega a cumplir 400 años en circunstancias más o menos parecidas a las de hoy. La duda surge porque, como advertía Elena Hernández, directora del departamento de Español al Día de la rAE (ver Twitter, con la etiqueta #elespañolqueviene), “los signos de puntuación han perdido usos preceptivos, pero han ganado otros (como los emoticonos) y “en las nuevas tecnologías se elimina lo que se considera superfluo (el punto abreviativo, por ejemplo)”. Por eso hay que agradecer a ciertos personajes de la vida política argentina, en este caso la señora Hebe de Bonafini, que ayuden a mantener vivas algunas palabras que casi habíamos olvidado. Sobre la posible estatización de la Universidad Popular de las Madres de Plaza de Mayo, dijo Bonafini: “No estamos pidiendo una cosa chunga, tenemos todo en orden” (según el DRAE, es la segunda acepción de chungo, ga, “adj. coloq. Difícil, complicado”). Quién no recordó a Pepe Biondi y uno de sus más graciosos personajes, el gitano Pepe Luí, cuando decía: “Me gustan la guasa, la chunga y el pitorreo”. Pues ahí estamos, mientras nos preparamos para celebrar en octubre. © LA NACION
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