Jacobo despertó, sintiéndose aún atontado por el golpe que había

Jacobo despertó, sintiéndose aún atontado por el golpe que había recibido en la cabeza. Intentó hacer el gesto de tocarse la zona dolorida cuando se percató, ...
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MÍA Jacobo despertó, sintiéndose aún atontado por el golpe que había recibido en la cabeza. Intentó hacer el gesto de tocarse la zona dolorida cuando se percató, con pavor, de que estaba completamente atado de manos y piernas a una silla. Observó su alrededor. Se hallaba en una estancia vacía y oscura que no le daba ninguna pista. De repente, escuchó el ruido de un cerrojo abriéndose a sus espaldas. Trató de girarse pero le resultaba imposible, la puerta debía de estar situada justo detrás de él. -

¿Quién anda ahí? – preguntó, atemorizado.

La puerta se cerró con un suave clic como respuesta. Jacobo repitió la pregunta, ahora con un tono de desesperación notable en la voz, mas el silencio volvió a imponerse, sólo perturbado por unos lentos pasos que se aproximaban hacia él. Decidió cerrar los ojos en espera de lo que se le venía encima pero optó casi al instante por abrirlos, encontrándose de pleno enfrente de su rostro con el de otro ser que le hizo gritar de terror y volver a cerrarlos y apartar la cara. Cuando se atrevió a volver a abrirlos, el ser continuaba delante de él pero ahora podía distinguirlo mejor. Era una persona. Una persona con una bolsa negra en la cabeza que la hacía irreconocible, con dos agujeros para los ojos como única señal de humanidad. Llevaba un viejo chándal negro que apenas dejaba traslucir sus formas pero se apreciaban más bien como femeninas. Femeninas cincuentonas, además. Aquellos ojos le hicieron estremecerse. No era una mirada normal. Era una mirada repleta del odio más profundo. Una mirada asesina. Una mirada de un color negro azabache que hasta le resultaba familiar, aunque aún no caía en el porqué. -

¿Se te ocurre algún motivo por el que puedas estar aquí? – inquirió una voz inconfundiblemente de mujer. No – respondió Jacobo rápidamente y con expectación. Vamos, piensa un poco – insistió la mujer, con un deje tan suave como amenazador que le puso los pelos de punta. No sé por qué estoy aquí – volvió a contestar Jacobo, tras pensar unos segundos sin llegar a ninguna conclusión.

Entonces, la mujer se acercó lentamente y él advirtió la posición de sus manos a la espalda y el extremo de una fusta asomando entre sus piernas. Se empezó a poner muy nervioso. -

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Le estoy diciendo que no sé por qué estoy aquí, no se me ocurre nada, ¿por qué no me lo dice? ¿Le he hecho algo? – formuló atropelladamente sin retirar la mirada de la fusta, ahora bien visible en la mano derecha de la mujer – Si le he molestado en algún momento, le ruego… ¡Cállate! – vociferó ella, asestándole un fustazo en plena mejilla que le hizo incluso girar la cara del impacto.

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Pasaron otros segundos durante los cuales él permaneció cabizbajo sin atreverse a levantar la mirada, soportando aquel dolor, el mayor que había sufrido nunca, y notando cómo un hilillo de sangre le recorría media mandíbula hasta gotear de la barbilla al suelo. -

¿Estás seguro de que sigues sin saber por qué estás aquí? – Jacobo no pronunció palabra esta vez. - ¿Quizás el nombre “Mía” te aclare un poco la memoria?

Mía. Sí, aquello le sonaba, pero no lograba ubicarlo en un tiempo determinado. Parpadeó, tratando de entender, sin atreverse aún a moverse por miedo a recibir una segunda descarga. -

Adopté a Mía a la edad de cuatro años, tras tres años de lucha por conseguir la adopción. Era una preciosa criatura de origen rumano cuya vida no había sido fácil y que llegó a mis manos tímida y muda como si le hubieran cosido la boca pero, en cuanto cogió confianza, ya no paró de hablar. Era un sol, la luz de mi matrimonio sin hijos, la alegría de la casa.

La mujer dejó de hablar de repente, dándose cuenta del deje emotivo que estaba mostrando y, antes de romper a llorar, salió inmediatamente de la habitación, cerrando el cerrojo tras de sí. Avanzó escaleras arriba hasta llegar al vestíbulo de la casa, adentrarse en el salón, sentarse en el sofá y hundir el rostro entre sus manos. Se tomó unos minutos para respirar hondo y relajarse, y echó una mirada al reloj. No tenía mucho tiempo, era ahora o nunca. Se permitió darse una vuelta por la vivienda antes de regresar al sótano, admirando como nunca había hecho antes cuanto estaba a su alrededor. Las alfombras, los cuadros, los elementos decorativos. La librería, el despacho de su marido y, finalmente, la habitación de Mía, con sus paredes azul pastel y la ventana con vistas al parque municipal. Cuando cerró de nuevo la puerta del sótano, se encontró a Jacobo todo lo erguido que le permitían las ataduras y comenzando a hablar antes de darle tiempo a decir nada. -

Ya recuerdo a Mía – musitó, como si se encontrara muy lejos de allí – Tenía la piel más tersa que había tocado nunca… ¡No te atrevas a pronunciar su nombre! – gritó la mujer mientras avanzaba a zancadas hacia él y le asestaba un latigazo con la fusta con todas sus fuerzas. Tan suave, tan joven… - continuó Jacobo, a pesar de la hemorragia que le había producido el golpe en la otra mejilla.

La mujer ya no pudo controlarse. Comenzó a acribillarle a fustazos, cada cual más furioso que el anterior, desprendiéndose de la rabia acumulada durante años. Cuando Jacobo no era más que un desecho con la cabeza caída y sangrando por todo el cuerpo, la mujer sentenció:

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Fuiste lo bastante despreciable como para violarla a sus diez años y seguir paseándote por el barrio felizmente ante la falta de pruebas. Mía tardó muchísimo en superar el trauma, en dejar de sentir pavor en cuanto algún hombre se le acercaba y, por supuesto, pasaron años hasta que se atrevió a salir de casa contigo rondando por los alrededores. Gracias a Dios que con ayuda psicológica y mucho apoyo pudo salir adelante e incluso continuar con sus estudios y conocer a un buen hombre con el que compartir su vida. – se calló por un momento para seguidamente constatar con firmeza - Pero nunca es tarde para hacer justicia.

La mujer desapareció entre las sombras al dirigirse a una esquina de la estancia y reapareció con una cámara de vídeo entre sus manos ante la mirada inquisitiva de Jacobo. -

Pensaba en utilizar tu testimonio para que te metieran por fin en la cárcel pero teniéndote aquí, totalmente a mi merced, he cambiado de idea – comentó pausada y fríamente mientras extraía la cinta, se la guardaba en el bolsillo y agarraba de nuevo la fusta.

No supo cuánto tiempo se dedicó a ello. No alcanzó a calcular la cantidad de minutos que pasó azotando a aquel ser despreciable, pero no sintió la menor pizca de remordimiento a pesar de los inevitables gritos de dolor que retumbaron por todo el sótano. Hasta que cesaron. Aquella tarde, su marido llegaría a casa tras recoger a Mía y a su prometido para cenar todos juntos y emitiría un animado “¡hola, cariño! ¿Cómo estás?” al cruzar la entrada. Entonces, ella, que se encontraba observando el fuego de la chimenea y acababa de dejar caer la cinta entre las llamas, respondería de camino al vestíbulo antes de besar a su esposo y abrazar a su hija: -

Mejor que nunca, cielo.

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