Importancia de la Fantasía en la Literatura Infantil

No el mismo, desde luego, pero sí uno que sea acorde a lo que hayamos vivido en nuestra vida. En síntesis, la LIJ ..... vida no tiene final feliz y, quizá, tampoco sentido en sí misma, más que el que queramos darle. Pero hay algo de ..... justamente a la porquería, al desamor, a la fealdad que se vierte sobre los niños por ...
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Columna: "Importancia de la Fantasía en la Literatura Infantil" (I), por Alejandra Láquesis http://www.fantasiaustral.cl/2013/06/columna-importancia-de-la-fantasia-en.html

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Hay dos visiones que me molestan muchísimo en la literatura: la de llamar a la Fantasía “literatura fantasiosa” con dejo peyorativo, para remarcar que es escapista e ilusoria, y la de concebir la literatura infantil y juvenil (LIJ) como sinónimo de libros paternalistas, moraliz antes, didácticos y, en fin, pueriles. No, en realidad estas visiones no me molestan: me asquean. Porque son cobardes y mediocres, pero, sobre todo, falsas.

PUB LICADO PO R:

ALEJANDRA LÁQ UESIS FECHA DE PUB LICACIÓ N:

MIÉRCO LES, 12 DE JUNIO DE 20 13 DISCUSIÓ N:

9 CO MENTARIO S ET IQ UETAS:

ALEJANDRA LÁQ UESIS , CO LUMNA, LITERATURA INFANTIL Y JUVENIL

Cuando nació Fantasía Austral a fines del 2010, precisamente uno de sus objetivos era pulir esa visión negativa que tenía adosada la Fantasía, demostrando con rigor y pasión su enorme potencial narrativo. A mediados de 2013, puedo decir que, aunque se ha avanz ado bastante, aún queda mucho camino por recorrer. Con todo, hay pasos dados. Me arriesgaría a decir que hoy en día, en la comunidad de literatura de género de Chile, son cada vez menos quienes piensan en naves espaciales cuando se habla de Fantasía. Igual de importante me parece que ya no sólo veamos espadas y dragones y que hayamos podido descubrir que existen muchísimas formas de hacer Fantasía, y que ésta no tiene por qué tener el incómodo adjetivo de “épica” para conectar con su imaginario. Asimismo, la publicación de determinadas obras (entre ellas, nuestra compilación Cuentos Chilenos de Fantasía: Antología 2010-2012 ) que insinúan la calidad que podría alcanz ar el género en nuestro país a mediano plaz o, están contribuyendo a entregar una visión cada más ambiciosa y expectante de la Fantasía. Pero ¿qué pasa con la literatura infantil? ¿Existe en Chile una iniciativa o movimiento estético tan fuerte como el que ha estado viviendo la literatura

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fantástica desde hace unos años? «¿Y qué tiene que ver la LIJ con nosotros, lectores de Fantasía?», podría preguntarse alguien. Justamente una de las revoluciones de nuestro género predilecto en un ámbito mundial ha sido dar el giro hacia una Fantasía más adulta. Ya saben, Canción de Hielo y Fuego (Juego de Tronos, para los que sólo ven la serie): sexo, traiciones, intrigas políticas, sangre, entre otros elementos más crudos. Pero basta con que se nombre El Hobbit de Tolkien, Las Crónicas de Narnia de Lewis, Alicia en el País de las Maravillas de Ca rro ll, Peter Pan de White o La Historia Interminable de Ende, para que empecemos a aceptar que sí, que Fantasía y LIJ tienen mucho que ver. Particularmente, creo que la Fantasía es una de las expresiones superiores a las que puede aspirar la LIJ tal y como la concibo, si no la expresión superior. Para demostrar esta postura, en esta columna en dos partes me abocaré a demostrar l a importancia que tiene la Fantasía para crear una LIJ de alta calidad estética. En esta primera parte, me dedicaré a analizar y criticar visiones recurrentes hacia la LIJ que considero limitantes, contrastándolas con lo que hubiera deseado leer de niña y que ahora pretendo escribir. En la segunda parte, en tanto, entraré de lleno a analizar por qué y cómo la Fantasía potencia extraordinariamente la LIJ, usando algunos casos concretos que quiz á muchos de ustedes ya conoz can, pero desde una óptica distinta. Así que empecemos: Literatura infantil. Un momento… ¿pero qué es la “literatura infantil” al fin y al cabo? ¿Un tipo de literatura específica y exclusiva para los niños, o bien, un rótulo colorinche con el que las editoriales y organismos educativos venden ciertos libros no menos colorinches, como si fueran dulces? Introducción: ¿Infantil? ¿Sólo para niños? ¿Existe una literatura infantil? Algunos dicen que no, que sólo existe la literatura a secas. Y aunque eso puede sonar estupendo al principio, personalmente no le entregaría a leer a un niño muy pequeño Canción de Hielo y Fuego . No sólo por el exceso de violencia, sexo y etcétera, sino porque se tratan temas que dudo que podrían gustarle a un niño, al menos no de la forma en la que están desarrollados. No dudo que Bran y Arya, por ejemplo, podrían interesarles, pero no en un contexto narrativo semejante. Tenemos entonces que, más allá de los términos,

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definitivamente hay un tipo de historias a las que los niños, por experiencia de vida y visión de mundo, aún no pueden acceder con total propiedad. La literatura a secas no les sirve de nada; no llena sus expectativas. ¿Quiere decir eso entonces que estos libros que llamamos infantiles sólo pueden ser leídos y disfrutados por niños? Personalmente no lo creo. No pienso que deba ser así. Claro, yo jamás leería una historia llamada algo así como Aventuras de Pepito en la Patagonia: Descubramos nuestra tierra y nuestros valores, pero creo que en mi infancia tampoco habría querido hacerlo. El problema aquí, entonces, se vuelve otro: ¿es literatura la literatura infantil? Es decir, ¿es un objeto estético? En el caso de narrativa, ¿se cuenta una historia potente, importante? ¿Es una obra sincera? Como la infancia es un proceso de formación y de descubrimiento es probable que, a pesar de todo, si se le presentan a un chico libros con títulos sosos como el ejemplo de arriba, pero bellamente ilustrados y con actividades dinámicas y lúdicas, termine valorándolo igual. Lo complicado empiez a cuando este chico crece y ya no puede volver al libro. Quiz á recuerde la experiencia con alegría, pero no puede alcanz ar una verdadera nostalgia porque la lectura de la historia, a su adultez , se desnuda en toda su superficialidad. Pepito no vive verdaderas aventuras en la Patagonia. Hay una persona que escribe cosas que le pasan a Pepito sólo para explicar la Patagonia 101 y por qué, en su opinión (y quiz á la del gobierno de turno, para subir de puntos en alguna encuesta), tiene que cuidarse y respetarse y valorarse y etcétera. Pepito no importa. Pepito no tiene alma, no sufre, no goz a: no existe. ¿Quién podría existir llamándose Pepito, en todo caso? La literatura no puede ser algo con fecha de caducidad. Una historia tiene que poder leerse a los siete años y luego a los setenta y siete y seguir teniendo sentido. No el mismo, desde luego, pero sí uno que sea acorde a lo que hayamos vivido en nuestra vida. En síntesis, la LIJ debe adecuarse a los intereses y experiencias propias de los niños, pero debe ser lo bastante literaria como para poder seguir resultando atrayente y desafiante para esos mismos niños, una vez que se vuelvan adultos. (Al fin y al cabo los niños también son humanos, aunque algunos se esfuercen en negarlo).

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Todo esto nos lleva a una interrogante: ¿es ésta la LIJ que se concibe como tal al momento de escribirla, publicarla y difundirla en la industria editorial y en los planes educativos? Por desgracia, no parece serlo. Hay una visión muy negativa y limitante, tanto para lectores adultos como niños, que se expresa en al menos dos concepciones implícitas (o no tanto), que desarrollaré a continuación:

1. Ya que los niños disfrutan naturalmente de las historias, éstas deben usarse como un medio para transmitir valores y conocimientos necesarios, que ellos aún no poseen. 2. Los niños, esencialmente buenos, necesitan formarse como personas de bien. ¿Alguien quiere pensar en los niños? Los niños no son tontos. Que no calcen con las exigencias ni requisitos escolares o sociales no significa que no posean valores o conocimientos. De hecho, es justamente al revés: porque poseen valores y conocimientos propios, se les dificulta calz ar con imposiciones externas. En otras palabras, los adultos, en su afán por criar a los niños de la forma que estiman más conveniente, terminan moldeándolos como adultos en miniatura, viéndolos sólo por lo que pueden llegar a ser en lugar de lo que ya son. ¿Y qué tipo de adultos son los que le conviene formar a nuestra sociedad? Pues adultos funcionales, consumistas, eficientes, proactivos. Y para llegar a eso, se requiere apartar muchas cosas con las que los niños, en general, se sienten más cómodos: aventuras, curiosidad, ilusiones, riesgos. Todos esos factores no son medibles, al menos no con los patrones vigentes. Es más: no tendrían por qué ser medidos o comparados. Cada niño tiene una historia propia que contar, o una que disfruta más que otras, pero por desgracia la escuela, uno de los espacios más relevantes para la infancia tradicional, jamás alcanz a a preocuparse por ellas. Cuando yo era niña, recuerdo haber terminado un trabajo de Artes Visuales en la que una criatura nubosa, algo así como el Señor del Invierno, atacaba un mundo con su estación eterna. Mi dibujo reflejaba el momento exacto en que mis

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personajes se enfrentaban a esta entidad, estando a punto de derrotarla. Sin embargo, y aunque expliqué este concepto a la profesora de turno, me bajó algunos puntos en la calificación final porque el Señor del Invierno estaba mal pintado, a la rápida y como con desgana. No hubo forma de que comprendiera que era necesario retratarlo así para que mis otros personajes —pintados normalmente— pudieran vencerlo y mi historia visual pudiera tener el sentido que yo quería darle; pensó que era una excusa. Aunque en extremo personal, el caso puede servir para ejemplificar esta situación. ¿Por qué siempre pensamos que los niños están llenos de excusas? ¿Por qué no podemos escuchar la historia que ellos tienen para contar, o contarles nosotros la historia que ellos en verdad quieren oír? Tal vez porque, en su momento, las obligaciones sociales terminaron convirtiéndonos en esos adultos eficientes y vacíos. Y eso nos devuelve al principio: en todo esto, los planes educativos tienen mucha responsabilidad. La lectura debe ser contemplada como una evaluación a ser calificada. Se debe leer un número fijo de obras literarias por año, determinadas por un equipo especialista. Sobre todo en enseñanz a básica, en la que se está reforz ando el dominio de la lengua materna, estas instancias se aprovechan además para introducir contenidos lingüísticos (actividades del tipo subraya los sustantivos propios del cuento). Pero en la vida de un niño y en la de un adulto y en la de todos nosotros, no podría importar menos que Rodolfo sea un sustantivo propio; importa lo que hiz o Rodolfo, cómo se sintió Rodolfo, cómo nos sentimos nosotros al conocerlo y cómo eso pudo haber cambiado nuestras vidas. Es fácil culpar al cuerpo docente por no ser un verdadero agente de fomento lector. En la mayoría de los casos, efectivamente no lo es. ¿Qué hacen los profesores hoy en día, que no se preocupan de nuestros niños? Sobrevivir. Es más fácil corregir una prueba de alternativas que una de desarrollo, en la que podemos tener más de treinta respuestas distintas que deben ser evaluadas individualmente. Y se busca lo más fácil para poder alcanz ar a corregir las treinta pruebas de cada uno de los otros cursos, planificar, preparar materiales y actividades y, con suerte, tener un poco de vida.

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Quiz á, si no estuviera la imposición de evaluar la lectura como se hace y por los fines por los que se hace, habría tiempo y espacio para descubrir que todo niño es un lector, no necesariamente porque lea, sino porque guste de descubrir una nueva historia que lo apasione. Con todo lo que se condena a la televisión, algunas de las narrativas infantiles más interesantes están surgiendo de series de animación, llegando a trascender en público objetivo para ser disfrutadas por cualquier persona: Mansión Foster para Amigos Imaginarios , Hora de Aventura, My Little Pony, entre otras. ¿Por qué no se podría discutir en torno a la lectura a través de historias que los niños ya conocen y que han aprendido a analiz ar y valorar? Algo similar sucede con los videojuegos, tan repudiados por la ignorancia. ¿Alguna vez le hemos preguntado a un niño qué es lo que le gusta de un videojuego? ¿Por qué le parece entretenido? Quiz á no nos diga que porque le gusta su historia, pero es probable que muchas cosas que comente tengan que ver con el goce lector. Porque los juegos tienen historia, contada de una manera distinta a la prosa, pero historia al fin y al cabo. Y una, en particular, que no olvida uno de los elementos esenciales de la narrativa y que todos tendemos a dejar un poco atrás con los años, la universidad, la crítica: la diversión. No hemos sabido entregarles a los niños la visión de que la literatura es entretenida, tanto como sus narrativas favoritas. Y eso, creo, se debe ante todo porque la literatura que se está orientando para su lectura en espacios privilegiados —colegios, por ejemplo— es una literatura sumamente domesticada, que tiene un fin externo a ella misma. Historias que se quedan en la Patagonia 101 o en que Rodolfo es un sustantivo propio. Se piensa que así los niños estarán más preparados para la vida futura, pero en realidad sólo se pretende prepararlos para lo que el sistema ha concebido como vida futura válida. Podríamos decir que es muy poco probable que alguien nos vaya a preguntar de sopetón los nombres de los Enanos de El Hobbit , pero sí nos tocará muchas veces sentirnos como Bilbo, arrojados al camino, hilando acertijos desesperados en la oscuridad para sobrevivir. En fin, pareciera que no nos importa tanto pensar en los niños como pensar por ellos, o hacerles pensar lo que nosotros esperamos que piensen según nuestra

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conveniencia. «¡Que canten los niños, en ellos está la verdad!» Los niños no son ángeles. Es cierto que su naturalez a, al estar inicialmente más desprendida de los códigos y costumbres de la sociedad, puede dar la impresión de que son más bondadosos y nobles. Algunas actitudes o impulsos, o algunas respuestas cargadas de fe y esperanz a cuando nosotros sólo vemos la muralla de la realidad, son sin duda ciertas: los niños parecieran tener una capacidad especial para ver las cosas de una manera distinta, tan lejana a nuestros dramatismos adultos. Pero eso no significa que haya una bondad esencial en ellos. La mayoría de los niños parece tener un instinto morboso y cruel que suele mitigarse en los espacios familiares y escolares, a fuerz a de normas, castigos y recompensas. Ahora bien, tanto esta crueldad como la bondad anteriormente aludida debieran interpretarse como expresiones ajenas a todo tipo de clasificación moral. Los niños tienen un mundo aparte, con sus propios códigos; son casi una especie distinta a la humana, entendida siempre como adulta. Las concepciones éticas que se les inculca, además, siempre son dependientes del contexto sociocultural de turno. Lo anterior permite que ni esta crueldad sea necesariamente mala ni esta bondad necesariamente buena, porque escapan de estas categorías polares. Y sin embargo, buena parte de la literatura infantil cuya lectura se fomenta y recomienda es una que se basa en la concepción de que los niños son buenos y que hay que reforz ar esta condición, o bien, derechamente implantarla en ellos si no cumplen con esta expectativa. Así es como se modifican horrendamente cuentos de hadas o relatos tradicionales (ninguno concebido originalmente para niños, de hecho) para calz ar con moralejas, exhibiendo en detalle cómo los personajes sufren por ser desobedientes o distintos, o cómo se potencian siempre determinados conceptos: la familia, la amistad, la responsabilidad, la diversidad (racial, nunca sexual), entre otros. Últimamente se ha llegado a algo peor: la literatura de autoayuda (sic) especialmente para niños. ¿Por qué un niño estaría necesitado de algo que sólo un adulto que se siente fracasado por no cumplir con expectativas ajenas intenta hallar?

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Aun así, todas estas iniciativas podrían ser entendibles: queremos que ellos logren lo que nosotros comprendimos demasiado tarde. El problema es que ningún adulto vive de acuerdo a lo que él escribe o cuenta a los niños. Si estos, cuando miran a su alrededor, descubren un mundo distinto al que están leyendo en estos libros, por supuesto que empez arán a recelar de la veracidad de esas palabras. Y a los niños no les gustan las mentiras, aunque ellos sean expertos en crearlas. Ya en esta temprana experiencia podríamos detectar cómo surge esa visión de que la literatura no sirve, que es falsa y que no refleja en nada nuestra realidad. El punto es que esa no es verdadera literatura, sino narrativa domesticada. La literatura no tiene por qué ser moral ni apuntar a un crecimiento personal o espiritual, al menos de la forma en la que se entiende tradicionalmente. ¿Cómo podría esperarse que los niños lleguen a estados tan “luminosos” y “buenos” si el mundo no está estructurado de esa forma? Se podría asimismo esperar que, precisamente por eso, ellos puedan hacer la diferencia, pero esa me parece una ilusión vana. No pueden fomentarse valores, esperanz as y certez as personales a través de historias de probeta, en la que los personajes y sus experiencias son de cartón, en donde se enseña que todo esfuerz o y buena conducta tiene su recompensa algún día (o en el Cielo) y que los “malos” siempre reciben su merecido. El mundo y la vida no son así: tú lo sabes y yo lo sé. Todos los que leemos lo sabemos. Todos los que estamos vivos lo sabemos. Al margen de creencias o convicciones personales, si les entregamos a estos niños estas visiones de mundo digeridas, les estamos anulando su capacidad para asignarle progresivamente un sentido personal a sus propias existencias, algo que no pasa por códigos morales establecidos. En pocas palabras, no podemos pretender que un niño entienda el valor de una familia tradicional si en su propia casa sus padres se estrellan la loz a en la cabez a mientras él se orina de miedo y tristez a en un rincón. No podemos pretender que respete a sus padres por hacer de su infancia un infierno de terror y soledad. Esa no es su realidad; él no necesita creer que algún día sus padres pueden cambiar. Eso, probablemente, jamás pasará: será él quien tendrá que cambiar. ¿Qué historia podríamos contarle a este niño? ¿Cómo poder entregarle una esperanz a que lo vuelque a ser más fuerte, pero no a cerrarse completamente ni a llenarse de rencor? ¿Cómo le

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explicamos por qué necesitamos —queremos— que sea más fuerte? Esas son las preguntas que a mí me interesa plantearme cuando escribo LIJ, y que creo que un niño, aunque inconscientemente, sería capaz de valorar en el tiempo. A mí al menos me pasó eso con las obras infantiles que más me marcaron en mi infancia, algunas de las cuales por aspectos bastante perturbadores; por ejemplo, el episodio en que el Patito Feo, ya cisne pero sin descubrirlo aún, avanz a hacia los otros cisnes para que al menos sea algo bello lo que lo mate; o la muerte de Knoud bajo el sauce en el cuento homónimo, tras un desengaño de amor de infancia. En realidad, y aunque reconoz ca cuán trágicas son estas obras de Andersen, nunca he dejado de sentir que hay más sinceridad en ellas que en cualquier otra de las historias infantiles domesticadas a las que me he referido anteriormente. La vida no tiene final feliz y, quiz á, tampoco sentido en sí misma, más que el que queramos darle. Pero hay algo de hermoso y terrible en estas historias que nos importan, algo que tiene mucho que ver con esta esperanz a esencial de la infancia, que trasciende códigos éticos o morales, y que permite pensar que podemos darle un sentido redentor después de todo. Y este algo es ese elemento que transgrede toda lógica para demostrarnos, una vez más, que la existencia es algo más de lo que podemos comprender racionalmente. En el caso del segundo cuento citado, que un árbol que conocemos de nuestra niñez nos siga a lo largo de los años para abraz arnos al final de todo, cuando ya no hay espacio para el amor ni la ilusión. Creo que, en el fondo, la LIJ se condensa en una escena como esa: un árbol que sale a nuestro encuentro cuando ya lo hemos perdido todo, para entregarnos —o recordarnos— al menos una última esperanz a. ¿Y qué puede ser más fantástico que un árbol caminando? ¿Sería capaz la literatura realista de entregar una redención similar? Quiz á pensemos que sí sólo porque, como adultos, creamos que en nuestra realidad los árboles no caminan ni son amigos de nadie. Eso le decimos a los niños: árboles así no existen. Y los niños nos escuchan y nos creen. Claro que esos árboles no existen… pero son verdaderos: ellos los ven en sus sueños y juegos, y eso les basta.

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Pero creo que podemos ir más allá. Creo que podemos demostrarles que quiz ás esos árboles no existan en este mundo, esta realidad, pero que podrían hacerlo en otros. Nunca lo sabremos, pero podemos hacer como si fuese así y, probablemente, así termine siendo; ¿no es eso lo que nos han intentado enseñar los niños? ¿Y cómo comenz amos a contar historias sobre árboles que caminan y entregan esperanz a a pesar de la muerte? Pues por un momento volvamos a ser nosotros niños otra vez y sentémonos a oír las historias que otros ya contaron, y que cuentan más o menos lo mismo con otros personajes: oigamos la historia de un hombrecito comodón arrojado al camino contra su voluntad; la de cuatro hermanos que descubrieron un mundo entero tras un armario; la de una niña que aún se pregunta si su persecución del conejo la soñó o si fue verdad; la de un niño que nunca dejó de serlo, a costa de sus recuerdos; o la de un niño que fue el más grande de los lectores y luego de los héroes, para volver a ser un niño. En fin: sentémonos a oír historias de Fantasía. Son las únicas que nos pueden hablar lo que realmente importa.

Puedes leer la segunda parte de esta columna aquí.

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9 comentarios: Gerardo Sanhueza 12 de junio de 2013 13:37 Que gran columna, que buena forma de plantear lo que no gusta de la literatura para niños de una forma cruda y desesperanz adora. Desesperanz adora, de todas formas, porque no veo salida, al menos, en esta primera parte de la

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Columna: "Importancia de la Fantasía en la Literatura Infantil" (II), por Alejandra Láquesis http://www.fantasiaustral.cl/2013/07/columna-importancia-de-la-fantasia-en.html

CO NCURSO S

En la primera parte de esta columna , me dediqué a analiz ar críticamente lo que debería entenderse por ese menoscabado concepto de "literatura infantil" (LIJ) a partir de una visión desafiante tanto de la literatura a secas como de la propia idiosincrasia infantil. Concluí entonces que la LIJ no puede restringirse ni al didactismo ni a la lectura sólo desde la infancia, debiendo ser concebida como una obra estética capaz de entregar sentido para niños y adultos.

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ALEJANDRA LÁQ UESIS FECHA DE PUB LICACIÓ N:

VIERNES, 5 DE JULIO DE 20 13 DISCUSIÓ N:

9 CO MENTARIO S ET IQ UETAS:

ALEJANDRA LÁQ UESIS , CO LUMNA, LITERATURA INFANTIL Y JUVENIL

Sin embargo, contrastando esa visión personal de la LIJ con la que ahora está vigente, sobre todo en Chile, el panorama parece desolador. ¿Es que no hay obras infantiles que demuestren que pueden ir más allá de la moralidad, el didactismo o hasta la espiritualidad y la autoayuda? Pero sí: por supuesto que las hay. Y entre ellas, las que más se acercan a esta visión de la LIJ que he desarrollado son las que han sido escritas desde la Fantasía. Porque pienso que la Fantasía es la expresión superior de la literatura, en esta segunda parte de esta columna me dedicaré a analiz ar de qué manera ésta potencia la LIJ a través del caso de tres autores (Roald Dahl, C. S. Lewis y Michael Ende) y por qué sus obras son una muestra de perfección estética y de declaración de principios para la LIJ fantástica. ¿Pero por qué estos autores en particular? La raz ón más obvia es porque los tres son considerados escritores clásicos y de culto en el género de la LIJ, más allá de la Fantasía. La más práctica, porque los tres están incluidos dentro de los planes lectores de los establecimientos educacionales chilenos para enseñanz a básica, de modo que debiera resultar sencillo adquirir al menos sus obras más conocidas. La más personal, y quiz á la más importante, es porque los tres me gustan muchísimo y porque son algunos de mis principales referentes personales al momento de

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escribir, y un motivo para seguir viviendo. Antes de continuar con el análisis de estos autores, debo advertir que revelaré parte importante de los argumentos de algunos de sus trabajos. En otras palabras, este texto estará plagado de spoilers. Ahora bien, no creo que eso deba desalentar a quien no los haya leído; quisiera que vieran esta columna como una invitación a acercarse a ellos, o bien, si ya los conocían, a (re)leerlos de una manera distinta, casi como reencontrándose con un viejo amigo. Y es que tenemos que recordar que aquí nadie nos va a preguntar por lo que pasaba en el capítulo 3, porque no es esa la experiencia de lectura que prima en la Fantasía infantil. Aquí importa mucho más cómo pasa o cómo se cuenta, y ante eso yo sólo puedo abrir un portal. Quienes tendrán que decidir si se animan a cruz arlo o no son ustedes. Ahora, déjenme descorrer el cerrojo… a) Roald Dahl (1916-1990) De los tres, este es el autor más canoniz ado en cuanto a escritor de LIJ (si bien asimismo ha escrito notables libros “para adultos”), y quien presenta una aproximación a la Fantasía más difusa, por lo general más cercana a lo sobrenatural o la Baja Fantasía. Uno de los elementos más destacados de las historias Dahl es su absoluta desvergüenza al momento de mostrar lo absurdo y miserable del mundo adulto en oposición a la sinceridad infantil, que muchas veces no tiene que ver tanto con un sentido moral impuesto desde el exterior como de supervivencia y consecuencia con uno mismo. En ese sentido, sus obras parecen estar del lado del niño, no porque los haga siempre triunfar, sino porque narran desde unos códigos tan orgánicos que pueden resultar complejos de comprender en toda su profundidad desde una adultez constreñida. Estos son los casos de las dos novelas en las que me centraré: Las Brujas y Matilda. En ambas, subyace una visión tremendamente negativa de los adultos,

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a excepción de unos cuantos que son los únicos capaces de conectar con los niños protagonistas a una dimensión mayor de lo que implicarían sus respectivos roles (ya sea de tutores, profesores o bibliotecarios). Las dos comparten también la exposición de situaciones bastante crudas, se dijera poco adecuadas para los niños según una óptica limitante, sin que por ello se pierda el tono humorístico general que prevalece en la narración. En otras palabras, las historias de Dahl consiguen con éxito y naturalidad el difícil desafío de adecuarse a una visión infantil en la que tragedia, comicidad y esperanza comparten armónicamente. Uno de los aspectos más llamativos de estas novelas es la actitud de los niños protagonistas ante las restricciones adultas: lejos de adoptar una actitud sumisa y obediente, como está tan en boga de plantear algunas obras LIJ actuales, los pequeños se rebelan derechamente a lo que consideran crueldades hacia ellos y sus pares, y se pasan buena parte de la historia luchando contra los mayores de formas bastante poco sutiles. Dahl sostenía:

Considero que los niños son seres semi-civilizados. Al nacer se están por civilizar, cuando llegan a los 12 ó 15 años ya se les han enseñado modales: a no comer con los dedos, a ser limpios, a vestirse adecuadamente. Un montón de cosas que en realidad no quieren hacer, que no les gustan.

Subconscientemente,

los

niños

odian

ser

civilizados. […] A los niños no les gustan estos adultos y yo uso esto en muchos de mis libros. Se trata de dejar en ridículo a los adultos, ¿sabe usted? En el caso de Las Brujas , el protagonista decide enfrentarse a estas malvadas entidades que han sabido camuflar su identidad entre tantas otras. Y aunque inicialmente la premisa suena simpática, en gran parte gracias al estupendo

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inicialmente la premisa suena simpática, en gran parte gracias al estupendo trabajo de ilustración de Quentin Blake para complementar la narrativa de Dahl, la situación se va volviendo cada vez más siniestra. No se trata, desde luego, de un horror a lo Poe o Maupassant, más elaborado y nacido como consecuencia de un efecto estético; en estas novelas, el horror es tan visceral como el que podría sentir un niño por la oscuridad de su cuarto. Las brujas de Dahl son siniestras y repugnantes, tanto que sólo un pequeño como el protagonista puede darse cuenta de su verdadera naturalez a, ya que el resto de los adultos parece haber perdido la capacidad de espantarse con una realidad como esa. Por lo mismo, el pequeño es el único que está en condiciones de hacerles frente y derrotarlas. Se podría sostener, en consecuencia, que a pesar de que las brujas no sean exactamente humanas, el solo hecho de que puedan confundirse tan bien con los adultos normales y que estos no crean en su existencia, da cuenta de la decadencia de estos y de la necesidad de enfrentarlas aunque uno sea sólo un niño. El desenlace de esta novela en particular ha sido muy subestimado, en mi opinión. Si bien fue directamente corrompido para el formato de “final feliz ” en su adaptación fílmica, el original no escatima crudez a: el protagonista es convertido en ratón para siempre. Sí, para siempre, nada de dei ex machinae milagrosos que lo devuelvan a su naturalez a de niño. Las brujas, ya se ve, son siniestras y repugnantes y Dahl se mantiene coherente hasta el final con esta esencia. He aquí la maravilla de la novela —y aquello que la vincula con la Fantasía que adoro—: el protagonista, convertido en ratón, no asume su nueva condición como verdadera tragedia. Sabe que su abuela, la única persona con la que cuenta en el mundo, no vivirá mucho más. ¿De qué le sirve ser un niño y luego un adolescente o un hombre si ella ya no estará a su lado? Pero ahora, como ratón, ambos saben que vivirán más o menos lo mismo y que abandonarán la existencia juntos, una que vivirán al máximo de ahora en adelante, consagrados a la persecución de otras brujas. ¿No es ese un final absolutamente consecuente y sincero? ¿No es ese un genuino final de una historia de Fantasía? Y, en fin, ¿no es eso lo que nosotros desearíamos de nuestra propia vida? ¿No vale más ser un ratón aventurero con la más noble de las misiones y la más dulce de las compañías, en lugar de un niño común y corriente sin ninguna ambición más que

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la que le implanten sus padres? Yo creo que sí. ¿Y ustedes?

En el caso de Matilda, en tanto, nos encontramos con que los principales rivales de la niña son humanos perfectamente normales. Asquerosamente normales, más bien. Y, para peor, dos de ellos son nada más ni nada menos que sus propios padres. La visión de Dahl en este punto es sumamente polémica, pero también, si la pensamos mejor, bastante lógica: nuestros padres pueden ser unos perfectos imbéciles, un par de criaturas que no tienen por qué querernos ni cuidarnos ni valorarnos por el solo hecho de habernos engendrado, y nosotros no tenemos por qué respetarlos si no se lo merecen. De hecho, la primera parte de la novela es enfática en mostrarnos cómo Matilda se encarga de hacerle la vida imposible a estos sujetos ante su injustificada crueldad e incomprensión frente a la naturalez a de la niña, una pequeña genio que encuentra más placer en la lectura, el cálculo y la reflexión antes que en la televisión o la cultura de plástico. Hay que insistir aquí en que los padres efectivamente son unos monstruos con Matilda, llegando a criticarla e insultarla en términos muy duros para una niña pequeña e incluso —sacrilegio imperdonable— rompiéndole uno de sus libros, sin que ella se muestre engreída o desagradable con ellos. Otro antagonismo de peso, acaso el principal, recae en la figura de la directora Trunchbull, una mujerona caricaturiz ada que sin embargo cumple a la perfección su rol martiriz ante en la narrativa para demostrar hasta qué punto la escuela se convierte en un entorno hostil con todo su grillete de órdenes y protocolos ridículos. La segunda parte de la novela, así, se enfoca en las peripecias de Matilda y sus compañeros para devolverle la mano a la directora, mientras sólo cuentan con la ayuda de la dulce profesora Honey.

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Este personaje es, tal vez , el más interesante del libro. Se trata de una joven docente de poco más de veinte años que enseguida descubre el prodigio de Matilda e intenta que Trunchbull pueda promoverla, para posteriormente asumir la tutoría a su cargo al ver que ni ella ni los propios padres de la niña están interesados en oírla. El capítulo en que la profesora le cuenta su secreto personal a Matilda es una pequeña maravilla técnica que resulta tan bien escrita que conmueve sin necesidad de advertir sus costuras. Aquí el foco está en Jenny Honey, no ya en la pequeña, y demuestra cómo desarrollar temáticas complejas de violencia intrafamiliar de una manera fácilmente entendible por un niño. De hecho, ¡Jenny, una adulta, confiesa su verdad porque Matilda le inspira más confianz a y cariño que sus pares! Es a partir de este evento que recién surge el aspecto fantástico en la obra: los poderes paranormales de Matilda. Como cabría esperarse, la niña sólo puede pensar en ellos como una forma de ayudar a sus amigos y a la propia Jenny de la tiranía de Trunchbull. Que cuando finalmente logra resolver el conflicto central pierda estas facultades no es sino una muestra de que estos poderes son de naturalez a fantástica: exigen un precio a cambio y tienen sus consecuencias. Matilda, como niña, ha elegido hacer un uso de ellos lo más cercano a su sinceridad personal (cariño por los niños y por Jenny), salvando así la situación, sin importarle perderlos. Por último, el desenlace de esta novela, aunque satisfactorio y alegre para Matilda, no deja de ser algo perturbador, al menos si seguimos manteniendo la noción del amor y respeto incondicional a nuestros padres. Y es que estos, descubiertos en líos criminales (sí, criminales. ¡Oh, malas acciones que deben ser penaliz adas a como dé lugar…!), prefieren abandonar a Matilda en su prisa por huir del país, dejándola con la señora Honey. ¡Abandonar a su propia hija…! ¿Qué clase de mensaje es ese en una novela infantil? Pues a mí me pareció un final estupendo: Matilda se queda con quien la ama y la entiende de verdad, una mujer que ha pasado por tantos sufrimientos como ella. Llegado a ese punto, en la hermosísima ilustración de Quentin Blake con Jenny sosteniendo en braz os a Matilda, no pude evitar conmoverme al pensar cuánto hubiera deseado de niña tener una Jenny Honey de profesora, y cuánto desearía

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ahora, cuando yo soy adulta y profesora, tener una alumna como Matilda. Si ese no es el efecto de una historia de Fantasía, entonces no sé qué es.

2) C.S Lewis (1898-1963) De Lewis podría comenz ar diciendo que tiene como uno de sus más grandes méritos, en una lista gigantesca, haber escrito la saga de Baja Fantasía Infantil más trascendente en la historia del género. Alejado de la magnificencia natural de su amigo Tolkien, Jack (como se le llamaba cotidianamente) logró la compleja proeza de concebir siete obras de arte de escasa extensión, desarrollando a lo largo de ellas un Mundo Secundario no menos complejo como lo es Narnia y, en cada una en particular, personajes e historias atractivos, desafiantes y hasta perturbadores. La visión sobre la infancia del autor tanto en Las Crónicas de Narnia —en las que me centraré— como en sus ensayos es bastante lúcida. En su obra literaria, los niños protagonistas se ven enfrentados a desafíos enormes de los que sin embargo salen bien logrados, no sin asumir las consecuencias de sus errores o sus pérdidas, trayendo de vuelta a sus hogares (pertenezcan al mundo que pertenezcan) sus enriquecedoras experiencias, o incluso creando nuevos

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hogares a partir de ellas. Esta convicción en la experiencia y el riesgo se sintetiz a muy bien en el parlamento del profesor Digory Kirke —a quien pronto descubriremos como otro visitante de Narnia— cuando exclama constantemente preguntándose qué es lo que enseñan a los niños en el colegio, una crítica directa al hecho de que la escolaridad formal no prepara para los retos que importan en la vida. En cuanto a su postura lectora y académica, Lewis desarrolló puntos muy interesantes en “On three ways of writing for children” (De tres maneras de escribir para niños), que me parecen muy naturales y lógicos. En el texto, el autor sostiene que se debe escribir LIJ en el caso de que la historia que queramos contar halle en su estética su mejor canal de expresión, lo que desestima inmediatamente fines utilitarios o didácticos y la acerca a una lectura que puede hacerse desde la niñez o la adultez : “Where the children’s story is simply the right form for what the author has to say, then of course readers who want to hear that, will read the story or re-read it, at any age” (Cuando la historia para niños es sencillamente la forma adecuada para lo que el autor tiene que decir, entonces por supuesto que los lectores querrán oír al respecto, leerán la historia y la re-leerán, a cualquier edad). Asimismo, el adulto no debiera sentirse incómodo de leer libros para niños en la medida en que madurar como persona o como lector no pasa por abandonar obras, sino por incorporar otras. Estimo pertinente mencionar lo anterior debido a que una de las principales líneas críticas de la saga es su presunto correlato bíblico, interpretación que yo considero limitada. Es cierto que Lewis se convirtió al cristianismo en un punto de su vida, llegando incluso a dedicar parte de su notable obra ensayística a temas éticos y religiosos, pero creo que reducir la historia de Narnia a una interpretación alegórica como ésta es una muestra de pésima lectura o ignorancia. O, quiz á, simple estupidez . Odio las lecturas alegóricas en la Fantasía, y más aún desde que descubrí el concepto de aplicabilidad en Tolkien, que la deja como una pelotudez simplista, interpretaciones digeridas y domesticadas para el pre o hasta posgrado en literatura (comparada). En el caso particular de Narnia, creo que aun cuando pueda haber elementos que remitan a temas bíblicos o teológicos, lo esencial está

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en el poder ficcional que Lewis invoca desde la Fantasía. Es más: de niña, cuando me tocó leer por primera vez El León, la Bruja y el Ropero en el colegio, jamás identifiqué a Aslan con Jesús. Me imagino que todo niño, haya crecido en un entorno laico o religioso, no está predispuesto a realiz ar ese tipo de asociaciones. ¿Por qué entonces insistir en ellas? Los niños no están buscando moralejas ni doctrinas religiosas ni figuras mesiánicas en las historias. Los niños son concretos, no simbólicos ni alegóricos, de ahí que la Fantasía pueda llegar a ellos casi por vía intravenosa. Los niños quieren leer historias que les importen, que los desafíen y que a la vez los diviertan. Y creo que Narnia cumple en gran medida con esas exigencias, y también con aquellas que esos mismos niños podrán tener ya de adultos, si sobreviven a la decadencia de hacerse mayor. Pero en fin, ¿cómo comenz ar a hablar de Narnia? Todos conocemos la historia de los cuatro hermanos Pevensie, que llegaron a un mundo alterno por primera vez luego de atravesar un ropero. Ah, claro, pero eso es sólo El León, la Bruja y el Ropero. ¿Qué pasa con los otros seis libros? ¿Por qué no se habla de ellos? Es cierto que recientemente se propuso un orden de lectura distinto al original, en el que se comenz aba con El Sobrino del Mago (Libro Sexto) para dar cuenta del origen y creación de Narnia, para luego proceder ordenar la historia en orden cronológico. Me parece una tontería. Los niños no necesitan que les simplifique las cosas de esa forma. Y, aun así, se sigue centrando el protagonismo en los hermanos Pevensie, que no son sino parte de un entramado mucho mayor. En realidad, la verdadera protagonista de Las Crónicas de Narnia es Narnia misma, como mundo secundario. Creo que el énfasis en este universo antes que en un personaje específico es sumamente desafiante como experiencia lectora. Nunca sabemos exactamente en qué línea temporal de Narnia nos encontramos al comenz ar por primera vez uno de los libros, ni si nos iremos efectivamente a encontrar con alguno de los personajes de los libros anteriores… o si, en caso de hacerlo, en qué estado se encontrarán estos, pues la temporalidad de Narnia es distinta al mundo humano. Los Pevensie —y no todos— sólo aparecen hasta La Travesía del Explorador del Alba, para luego reaparecer en el libro final de la saga. Pero existen también otros ilustres personajes humanos en los que se centra la narrativa de los libros restantes, como Caspian, Polly o Diggory. ¡Y qué decir

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de los personajes no humanos! Seres tan entrañables como el fauno Tumnus, el ratón Reepicheep o Puddleglum o criaturas como las diversas brujas que asolan Narnia a lo largo de las eras, paradójicamente muestran a los niños una humanidad mucho más nítida, tanto para las pasiones positivas como para las negativas. Ello me hace considerar que, trascendiendo una visión judeocristiana y cualquier tipo de influencia romántica o medieval, Lewis expone en Las Crónicas de Narnia un modelo ético a través de la Fantasía que puede perfectamente extenderse a nuestro mundo real. Es evidente que existe en esta historia un concepto de bondad y de maldad, pero que sin embargo no se lee externo a las peripecias narradas en los libros. La bondad se plasma a través de una Narnia armónica, mientras que la maldad lo hace mostrando cómo se ve afectado este mundo cuando sus personajes sucumben ante sus vicios personales. No existe en Narnia una lógica de castigo rígido, sino más bien una relación de causa-efecto que se relaciona íntimamente con la naturaleza de cada cual, y que en última instancia puede ser redimida siempre y cuando se asuman sus consecuencias. Asimismo, Narnia no es un universo escapista, pues en sus tierras se libran conflictos tanto o más complejos que en los de nuestro mundo, sólo que en ellas sus protagonistas tienen mayor capacidad y libertad de acción para observar el resultado de sus decisiones y de las de los demás, aprendiendo así de ellas. Todos los niños que atraviesan el portal a Narnia terminan volviendo a Inglaterra en algún momento, pues aún deben traspasar su aprendiz aje a su mundo original, siendo sólo en el desenlace del último libro en el que se reúnen, ya bajo la máxima expresión de su naturaleza humana, a integrarse a una nueva existencia. Lo anterior hace de Las Crónicas de Narnia una saga muchísimo más compleja de lo que puede parecer en una primera lectura superficial, pero que es capaz de funcionar en múltiples niveles según sea lo que se pretenda leer en ella. Los niños se verán reflejados en las aventuras de los protagonistas y encontrarán en sus acciones y voluntades una propuesta de modelo a seguir mucho más orgánica y flexible que un panfleto religioso, mientras que los adultos podrán sentir el nostálgico anhelo, tal y como los Pevensie, Jill, Polly, Eustace y Digory,

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de llegar algún día, cuando todos los mundos conocidos lleguen a su fin, al reino de la Fantasía.

3) Michael Ende (1929-1995) Si Dahl exhibe un acercamiento tenue a la Fantasía y Lewis potencia la Baja Fantasía, Michael Ende aborda el género no sólo desde su modalidad de mayor inmersión (Alta Fantasía), sino también desde la más compleja metafantasía, que cuenta una historia que es a la vez una reflexión sobre la esencia misma de todas las historias. Conocido por sus polémicas declaraciones hacia la sociedad, la política y, naturalmente, hacia la propia LIJ, Ende no hace sino exponer discursivamente algunas de las verdades que podemos leer en su literatura:

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literatura:

Estoy convencido de que un libro infantil, debido justamente a la porquería, al desamor, a la fealdad que se vierte sobre los niños por dondequiera que se mire, ha de ofrecer a sus lectores algo que ellos consideren hermoso y que puedan amar. Ninguna otra cosa es importante, pues sólo de eso pueden alimentarse espiritualmente los niños. Aquí me centraré en su obra mayor, La Historia Interminable, acaso una de las mejores obras de Fantasía jamás escrita… y rotulada como LIJ. Ésta cuenta la historia de Bastián, un niño víctima de matonaje y con conflictos familiares con su padre, que encuentra un misterioso libro en una librería. La novela se divide en dos líneas narrativas marcadas con tintas de distinto color: una se enfoca en la experiencia de lectura de Bastián, mientras que la otra nos muestra a nosotros, lectores, la historia que el niño está a su vez leyendo, la de un mundo llamado Fantasia que se encuentra en peligro a causa de la degradación del concepto de ficción que está teniendo la gente común. Ambas líneas se entrecruz an cuando Bastián descubre que sus pensamientos y sensaciones ante la lectura influencian lo que está leyendo, y que Fantasia necesita de su ayuda, en tanto lector que aún cree en la ficción, para salvarse de la destrucción. Hasta ese punto tenemos una estupenda novela metaficcional, en la que la Fantasía representaría el poder de la ficción para maravillar a niños (y adultos), demostrando de manera concreta cómo el placer del lector nos puede, literalmente, adentrar a mundos desconocidos en los que nuestra lectura tendrá gran relevancia para su existencia y existencia. Sin embargo, esa podría ser la historia que podría contar —con mayor o menor calidad— cualquier persona apasionada por el fomento lector y con nulo interés o comprensión por la desgarradora esencia de la Fantasía.

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Ende, por supuesto, no terminó el libro ahí. La segunda parte de esta historia narra la conversión de Bastián en un héroe de ese mundo secundario, haciéndole adquirir todo el poder y cariño que nunca pudo obtener en el propio. Es decir, aquí la Fantasía asume el rol que la gente que la critica le ha asignado por años: escape y huida. Sí, es cierto que parte de nuestro interés por estos universos inexistentes es porque sentimos que en ellos podríamos al fin ser quienes no hemos podido ser aquí. Es algo muy natural de sentir en la niñez , sobre todo si somos como Matilda o Bastián, niños que se saben distintos a todos los demás y que se ven arrojados completamente a solas al desafío de hallarse su propio lugar en el mundo, uno que parece tan hostil, mediocre y ridículo. Por supuesto que Narnia, la Tierra Media o Fantasia parecen mejores destinos que nuestra inmunda sociedad, porque en ellos sí hay sinceridad y verdad. Cuando uno es niño, débil y totalmente solo, no está en condiciones de comprender fácilmente hasta qué punto el verdadero desafío —la verdadera gracia— consiste en ir a estos universos y volver con las manos colmadas de esperanz a para hacerlas florecer aquí, en esta tierra yerma. Y es precisamente por ello que La Historia Interminable es un libro tan importante para la infancia: porque nos demuestra que esto es posible y por qué es necesario hacerlo. Bastián corrompe el poder de la Fantasía en su ambición y se extravía en sí mismo, o más bien, en los fragmentos de esa ilusión que ha volcado sobre su verdadera identidad, llegando incluso a enfrentarse a su amigo Atreyu, protagonista de la novela que el niño estuviera leyendo. Bastián pierde su Nombre y con ello su origen y esencia, sus recuerdos de su vida real con su padre. El mundo de Fantasia, aunque rescatado gracias a él, no le pertenece. ¡No debe estar ahí! Entonces la historia da un vuelco y Bastián debe luchar por recuperar su naturalez a original y regresar a su realidad, al comprender que nada de lo que pueda obtener en Fantasia puede reemplaz ar su amor por su padre. Y eso es, quiz á, lo más hermoso de esta historia llena de bellez a: el desesperado y crudísimo viaje de regreso, que en el fondo es la esencia de la Fantasía como género, la historia de una ida y una vuelta. Bueno, eso y el hecho de que, al

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c e rra r La Historia Interminable de Michael Ende, con todas sus historias a cuestas, sintamos que sí, que nosotros también hemos logrado traer de Fantasia el Agua de la Vida, y que en realidad la historia continúa… para siempre. Aunque sólo sea por esta maravilla de obra, Ende debería estar considerado como unos los escritores imprescindibles en cualquier biblioteca de ficción, más aún en la de un fantasista o aspirante a autor del género. Afortunadamente, y como no podía ser de otra forma, la producción literaria de Ende está llena de obras notables y sumamente desafiantes para el público infantil (y no infantil, por supuesto). Entre las más conocidas está Momo, entrañable historia de una niña que, en su disposición para oír a las personas, consigue que éstas logren encontrar su potencial y liberarse de las estúpidas obligaciones de la sociedad contemporánea. La novela expone una descarnada crítica hacia el consumismo y la sensación de que nunca hay tiempo para hacer nada, por la necesidad de trabajar para amasar dinero y comprar casas, autos, juguetes, entre otras porquerías. Sin embargo, este mensaje no asume en absoluto la forma de un panfleto, porque no está narrada con el propósito de persuadir a los niños para que no sean tan caprichosos, sino más bien para mostrarles cuánto se puede disfrutar la vida siendo como la sencilla Momo, que con su sola presencia logra despertar la imaginación de sus amigos. Otros trabajos destacables, pero mucho menos conocidos, son La Escuela de Magia, El largo camino a Santa Cruz , El Espejo en el Espejo , La Prisión de la Libertad y El Teatro de las Sombras … Pero esas son otras historias y deben contarse en otra ocasión.

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Finaliz ado este extensísimo recorrido a algunas de mis obras predilectas en LIJ fantástica, es fácil traz ar puntos entre ellas que permitan delinear una constelación de sentido. Todas concuerdan en que el niño no es un ser menor ni incompleto, al que hay que guiar de la mano en la narración con valores, instrucciones o concepciones digeridas y falsas de la vida. Por el contrario, todos estos autores conciben a los niños como lectores exigentes, para quienes el placer de una historia reside en su capacidad para conectar emocionalmente con sus mundos, aventuras y personajes. Están al tanto que la imaginación en ellos está mucho más nítida que en los adultos, que la han desgastado al enfrentarse a la crudez a de la sociedad, y que por lo mismo se encuentran más receptivos a asumir que la realidad no es sólo lo que podemos percibir con nuestros sentidos. Lo anterior, sin embargo, no tiene nada que ver con encandilarse con estos otros mundos y perder el contacto con la realidad. En algunos casos, está contemplado un viaje sin retorno a la Fantasía, pero sólo cuando la realidad ya ha agotado todas sus posibilidades, convirtiéndose así aquélla en el único universo en el que se puede continuar existiendo. De todos modos, las novelas analiz adas aquí plantean siempre un regreso (temporal o definitivo) al mundo de origen para poder transportar las vivencias y experiencias adquiridas. El propósito de este regreso, a mi juicio, es hacer retornar a la vez nuestra verdadera humanidad, intentando encender algo de la magia de esos magníficos árboles y los fuegos fatuos en los ojos de las personas. ¿Para qué? Pues para sanar, para limpiar de una buena vez el rastro de las lágrimas de nuestros rostros y podamos sonreír otra vez, sinceramente y sin culpas. Se dice siempre, de manera bastante superficial y cursi, que los niños son el futuro. En realidad, ellos vivirán más del futuro que nosotros. La LIJ, en este

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sentido, debiera entregarles una guía para que tengan la libertad de elegir sus próximos pasos y, ojalá, conducir un mundo más coherente, más sincero y menos doloroso que el que nos legaron nuestros padres y abuelos. La decisión estará en ellos. Pero creo que la LIJ de Fantasía puede ir más allá aún que eso. Creo que, en tanto viajeros también de estos otros mundos secundarios, nosotros mismos nos convertimos, por cosa de horas, en niños otra vez. No en un sentido de infantiliz ación ni inmadurez , desde luego, sino más bien en uno que nos permita alcanzar una verdadera madurez y crecimiento. La niñez real, como lo mencioné en la primera parte, está llena de baches. Sin embargo, aquella a la que llegamos con la Fantasía viene a ser una suerte de expresión superior de la infancia y, por qué no, de la naturaleza humana: gozamos, sufrimos, reflexionamos y luchamos con la intensidad de los primeros colores del mundo. Creo que ese es, finalmente, todo el sentido que nosotros, los condenados, necesitamos para seguir adelante un día más, y otro y otro y otro… ¡Los que sean necesarios! Y ese sentido es la esperanza de que nunca sea demasiado tarde y que podemos ser mucho más de lo que vemos del otro lado del espejo. Share Share Share Share More 10

9 comentarios: were123 5 de julio de 2013 13:02 Excelente descripción de la obra de Dahl y de Lewis! Yo de niño amé Matilda y Las Crónicas de Narnia, fueron parte de

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