OPINIÓN | 23
| Domingo 14 De abril De 2013
¿Estamos ya los argentinos en una dictadura?
Mariano Grondona —LA NACION—
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uando la presidenta Kirchner anunció que iba por todo, cundió el temor de que “todo” significara literalmente “todos los poderes de la Constitución”: el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial. El Ejecutivo y el Legislativo ya los tiene. Con la reforma que acaba de anunciar, ahora la Presidenta va por el Poder Judicial y deja aislada a la Corte Suprema como una roca solitaria en medio del mar. Cualquier juez, y por supuesto la propia Corte, podría declarar inconstitucional buena parte del proyecto de reforma judicial que promueve la Presidenta. ¿Se animarán a hacerlo? Y, si se animan, ¿no intentará el Poder Ejecutivo una nueva resistencia? Estas dudas surgen de la metodología que está empleando la Presidenta para “ir por todo”. Una metodología intransigente en cuanto a sus fines, pero, a la vez, gradualista en cuanto a sus medios. “Ir por todo” no significa ir por todo “ya”. Cabe recordar aquí la anécdota del cocinero y la rana. Cuando un cocinero pretendió cocinar a una rana arrojándola en una sartén con agua hirviendo, la rana saltó despavorida. Aleccionado por la experiencia, el cocinero introdujo entonces una segunda rana en agua tibia y así logró cocinarla de a poco, sin que su víctima ni siquiera se diera cuenta. ¿En qué consistiría la suma del poder que busca “gradualmente” Cristina? No sólo en concentrar en sus manos el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial, sino también en liberar al primero de ellos de la otra restricción fundamental que lo limita. Esta otra restricción es el plazo. ¿De qué le serviría en efecto a Cristina obtener de un lado todo el poder al que aspira si, de otro lado, este poder viniera con fecha de vencimiento? Pero la Constitución prohíbe más de dos mandatos presidenciales consecutivos. El presidente brasileño Fernando Henrique Cardoso dijo en su momento que “más de dos presidencias consecutivas es monarquía”. Cardoso, él, había comprendido que la “tercera presidencia consecutiva” marca la distancia entre la república y el despotismo. Una distinción a la que Cristina, al parecer, no ha renunciado. No dice que en 2015 se irá. Tampoco dice que intentará quedarse. La norma más importante de nuestro sistema institucional se hunde, por lo visto, en la incertidumbre. Los constitucionalistas de 1853 no fueron, por su parte, nada ambiguos. El artículo 29 de la Constitución, que nunca fue derogado ni modificado, dice: “El Congreso no puede conceder al Ejecutivo Nacional facultades extraordinarias, ni la suma del poder público… Actos de esta naturaleza llevan consigo una nulidad insanable y sujetarán a los que los formulen, consientan o firmen, a la responsabilidad y pena de los infames traidores a la patria”. Desde 1853 hasta 1930, esta norma se cumplió a rajatabla. Ninguno de nuestros presidentes pretendió estirar en ese entonces el plazo inamovible de seis años que le había tocado. Este período de 77 años fue, por otra parte, el más brillante de nuestra historia. Pero en 1930 nuestras instituciones descarrilaron y, por otro lapso de 82 años, no hemos podido volver a un sistema político estable hasta el día de hoy. De más está decir que, desde 1930 hasta ahora, la Argentina retrocedió catastróficamente en el concierto de las naciones. ¿Podría recobrar su perdida sensación de estabilidad si la Presidenta renunciara explícitamente a un horizonte de permanencia indefinida como al que hoy, todavía, no da señales de renunciar? Algunos suponen que demora este anuncio de cumplir simplemente con la Constitución porque, en tal caso, se convertiría en un pato rengo y ya no podría gobernar. ¿Qué hacen, empero, todos los presidentes republicanos de nuestra América? Cumplen, simplemente, los plazos que les han asignado. Esto se hace sin perturbaciones, salvo, naturalmente, en los casos de Venezuela, Ecuador, Bolivia y Nicaragua, cuyos presidentes aspiran a la mo-
narquía mientras los argentinos esperamos que Cristina se decida entre la monarquía y la república. Pero el hecho de que acumule cada día más poder mientras no anuncia categóricamente el punto final de su reinado, ¿es acaso una señal tranquilizadora? A medida que pasa el tiempo, se acerca el día en que la Presidenta tendrá que optar. Para decirlo de una vez, su opción será entre la dictadura y la república. La “dictadura” que crearon los romanos no era lo que hoy entendemos por este nombre. En tiempos de la República Romana, el Senado designaba como “dictador” a un ciudadano descollante, a quien le confería la suma del poder para atender una situación de emergencia, por ejemplo, una invasión, pero sólo por el exiguo plazo de seis meses. Pasado el peligro, la República Romana volvía a la normalidad. Julio César alteró esta tradición haciéndose nombrar dictador vitalicio, ya en las puertas del Imperio. Por eso hoy, cuando hablamos de “dictadura”, desgraciadamente pensamos en un nuevo César, en una persona que reúna todo el poder, sin plazos a la vista. Cristina ya tiene “casi todo” el poder. Sólo le falta arremeter contra el plazo, el elemento residual que aún la contiene. Se abren así a los argentinos dos escenarios mutuamente incompatibles en dirección del futuro. Uno de ellos es dictatorial. El otro es republicano. Examinémoslos con algún detalle. La puerta que abriría la opción dictatorial sería la re-reelección de la propia Cristina como presidenta para cubrir un tercer período consecutivo, de 2015 a 2019. Si los re-reeleccionistas lograran esto, la Presidenta no tendría mucho más que agregar. Habrían llegado al fin a la ambiciosa meta de la “Cristina eterna” que vienen proclamando incondicionales como la diputada Diana Conti, y la Argentina se encolumnaría con los cuatro países chavistas que militan del otro lado de la cerca. Dejando de lado las otras graves consecuencias políticas y económicas que seguirían a esta opción, su principal dificultad consistiría simplemente en que, según las encuestas, dos argentinos de cada tres la rechazan. ¿Cómo se podría adoptar esta estrategia contra la expresa voluntad del pueblo?
¿Será excesivo esperar ahora que surja al fin un intervalo lúcido que nos permita avizorar nuevamente un destino común, que no sea kirchnerista o antikirchnerista? Hemos hablado hasta ahora de la “dictadura” como una de las posibles opciones de Cristina, pero si ella insistiera en este camino, pese a las previsibles resistencias que encontraría, quizás habría que agregar otra distinción al análisis, esta vez entre dictablanda, es decir, una concentración de poder incruenta como la que ya tenemos, y una verdadera dictadura, con represión incluida. ¿Cómo describiríamos, en todo caso, a la opción republicana? ¿Se unirían, para impulsarla, los islotes sueltos de la oposición que andan por ahí? Este camino no es imposible, pero quizá sea improbable. La otra alternativa es que surja al fin algo así como un neocristinismo que, ya sin apoyar abiertamente la re-reelección de Cristina, cuente con su apoyo en dirección de alguna salida alternativa. Al girar drásticamente de la renuencia frente al papa Francisco a una actitud casi filial, la Presidenta ha dado a este respecto una muestra de flexibilidad que pocos le atribuían. ¿Será excesivo esperar ahora que, desde los acantilados de la división que hoy embarga a los argentinos, surja al fin un intervalo lúcido que nos permita avizorar nuevamente un destino común, un destino que ya no sería kirchnerista o antikirchnerista? Si uno mira hacia atrás, estos “intervalos” no han sido frecuentes en nuestro pasado. Pero, aún así, ocurrieron. Mientras el autoritarismo, prometiéndolo todo, a veces se quedó sin nada, quizás ha llegado la hora de los moderados, que prometen algo y lo retienen, dejándoles a los demás una porción igualmente razonable de sus pretensiones.ß
Golpe de Estado al Poder Judicial
coronita por Nik
Joaquín Morales Solá —LA NACION—
L las palabras
La vida por un despacho Graciela Guadalupe “No le abran, ni le hablen.” (De kirchneristas a empleados de la Magistratura para boicotear a un funcionario no camporista.)
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onfirmado. El verdadero símbolo de poder en la Argentina no es comprarse una phablet, un auto alemán o un piso en Miami. Para ser realmente poderoso hay que tener un buen despacho, una oficina que dé cuenta del esfuerzo de haberla conseguido. No importa si se obtuvo por mérito, robo o amiguismo. El perímetro de un despacho es el límite de la codicia. Su superficie revela la profundidad de la ambición. Por un despacho vale la pena pelear hasta morir. Repasemos algunos ejemplos de nuestra hidalga historia contemporánea: El abogado Juan Carlos Cubría acaba de tragarse literalmente la puerta de su flamante despacho de secretario de una comisión en el Consejo de la Magistratura. El kirchnerismo le cambió la cerradura, molesto porque no pudo ubicar en ese puesto a un joven de La Cámpora. Amado Boudou tuvo que “invertir” fortunas en redecorar su búnker del Senado cuando Cristina decidió transformar en museo la oficina de los vicepresidentes en Gobierno. Al reestatizarse YPF, gerentes españoles de Repsol vociferaron que
fueron echados a patadas de sus despachos en la Capital por jóvenes K de pocas pulgas y avaricia extrema. En Santa Cruz, real asiento del feudo pingüinista, el ex procurador Eduardo Sosa nunca fue repuesto en su función, a pesar de un fallo de la Corte. No sólo le sacaron el despacho. Una reforma legislativa, directamente, ¡hizo desaparecer su cargo! Palito Ortega dejó de cantarle a la felicidad cuando sus compañeros del PJ en el Senado le negaron una oficina por varios meses. Los telefonistas del Congreso no sabían ni dónde pasarle las llamadas al tucumano. Otro tanto protagonizaron en la Cámara alta los peronistas Carlos Corach (su colega formoseño Manuel Rodríguez no sólo le birló el despacho, sino que le plantó un patovica en la puerta), y Augusto Alasino, que se apropió de la oficina de Liliana Gurdulich, le bajó los cuadros y le trabó la puerta. Eso no es todo: hubo quienes lograron su objetivo violando una ventana. Hoy el esfuerzo parece puesto en hacer lo mismo con la Constitución Nacional. Y todo eso, sin remordimientos ni mentiras piadosas. Sin siquiera “dibujar” una excusa, como la que dio Carlota Navarro, diputada conservadora de Valencia, cuando la pescaron abriendo armarios de una legisladora de izquierda. “Estaba revisando si la nueva empresa de limpieza trabaja bien”, dijo la española. Y no es un chiste.ß
a eliminación de uno de los tres poderes constitucionales sólo se puede hacer mediante un golpe de Estado. Es lo que se ha propuesto Cristina Kirchner con su llamada “reforma judicial” que, si prosperara, destruiría al Poder Judicial. La Presidenta ya no tiene retorno posible. Ha elegido un camino de radicalización sólo comparable con los procesos revolucionarios de Venezuela y Ecuador. Hemos hecho mucho, pero nos falta un poco para terminar el gran cambio, le dijo hace poco a un interlocutor el decisivo secretario de Legal y Técnica, Carlos Zannini. No adelantó que el “gran cambio” significaría terminar con los jueces. Menos prudente, el viceministro de Justicia, el camporista Julián Álvarez, describió en el Senado los cambios judiciales como “una revolución para 100 años”. Sólo comparable con la “revolución de los 1000 años” que prometió el nacionalsocialismo de Hitler. Los fanatismos de cualquier signo aspiran siempre a la eternidad. Álvarez es socio del también camporista Eduardo “Wado” de Pedro en un estudio jurídico. Zannini y De Pedro son los autores intelectuales y los escribidores precisos de la reforma judicial. De Pedro y Andrés “Cuervo” Larroque comparten la jefatura de La Cámpora. De Pedro es el jefe de gestión de esa organización y Larroque es el jefe de la política. Tienen una jerarquía idéntica. Cristina Kirchner se ha ido del peronismo para refugiarse definitivamente en esa organización que comenzó siendo sólo un divertimento de su hijo Máximo. Ya no lo es. Se ha transformado en la agencia de empleo más importante del país, financiada, claro está, con el dinero del Estado. La Cámpora se ha colocado a la izquierda del peronismo (la misma dirección que eligió la Presidenta) y ya protagonizó algunos hecho que son la farsa posterior de la tragedia histórica. La derecha sindical y los jóvenes camporistas suelen cruzarse con violencia; esos encontronazos a trompadas de ahora son más leves que las balaceras con las que sindicalistas y jóvenes peronistas dirimían a sangre y fuego sus discordias en los años 70. Sea como fuere, Cristina decidió terminar con la Corte Suprema de Justicia, tan fastidiosa siempre, como cabeza de un poder del Estado. Si su proyecto triunfara, a la Corte no le quedará ni la facultad de comprar los papeles para escribir sus sentencias. Todo el poder que tiene ahora de contralor de jueces y empleados y de la administración del dinero del presupuesto judicial irá a parar al nuevo Consejo de la Magistratura, diseñado para colocar a la Justicia bajo el control del poder político, sea éste cristinista o de cualquier otro signo. Una república sin división de poderes es sólo una caricatura de república. Si todo terminara así, es probable que la historia de los últimos treinta años registre a dos presidentes célebres: Raúl Alfonsín, que construyó la democracia, y Cristina Kirchner, que la habrá destruido. Cerca de la Corte, que nunca se inclinó ante los humores presidenciales, serpentea la impresión de que esos proyectos fueron hechos para forzar la renuncia de los miembros de ese alto tribunal. Ningún juez renunciará. Los están empujando a la renuncia, pero resistirán por ahora, se oyó muy cerca de esos jueces. Cambiar la Corte es el objetivo final del Gobierno. No habría existido la “democratización” judicial con una Corte complaciente. La dura ofensiva contra la Justicia dejó al cristinismo sin amigos entre los jueces. La jefa de los fiscales, Alejandra Gils Carbó, convocó a un acto de la oficialista Justicia Legítima y preparó un ámbito para 200 asistentes. Fueron veinte. No es sólo un problema entre dirigentes del Estado. El control absoluto de la Justicia por parte del Poder Ejecutivo y la virtual eliminación de las medidas cautelares afectarán de manera notable a la sociedad. Los nietos de los jubilados terminarían cobrando algo de los haberes mal liquidados de sus
abuelos, si es que cobran algo. Los depósitos bancarios quedarían bajo el arbitrio de la Presidenta y nadie podría hacer juicios por eventuales “corralitos”. Las cajas de seguridad, ahora protegidas por una vieja resolución de la Corte, serían de fácil acceso para el poder que gobierna. Ningún juez se atrevería a frenar la voluntad del que manda. Ni siquiera sería necesario cambiar a demasiados jueces; sólo el temor de los que ya están los iría acomodando a la voluntad presidencial. El efecto fulminante sobre las inversiones afectaría seriamente a la oferta de empleo. Empresarios de AEA, la mayor entidad patronal, manifestaron su enorme preocupación por las medidas en marcha. Un Estado en condiciones de expropiar sin que la Justicia paralice sus decisiones, y con futuros resarcimientos en manos de jueces disciplinados, podría provocar que muchas empresas extranjeras se replanteen su permanencia en la Argentina. Las argentinas preferirían achicar sus inversiones antes que aumentarlas. El mercado laboral, en tal caso, también se encogería dramáticamente. El derecho a la propiedad, sea ésta grande o chica, quedaría cerca de la extinción. La culminación del revolucionario proyecto cristinista, que cambiaría definitivamente el sistema político y de libertades, deberá superar tres etapas. La primera será la aprobación en el Congreso. Teóricamente el Gobierno cuenta con la mayoría necesaria. Sin embargo, comienzan a aparecer tímidamente algunas vacilaciones de peronistas. Varios diputados se resisten a tener que explicar luego, de nuevo, que el peronismo es democrático. Otros, más prácticos, escuchan a sindicalistas o a intendentes de su partido: éstos creen que después se subirán al patíbulo. Luego, la opción no será entre el poder o el llano, sino entre el poder o la cárcel, dijo uno de los más nombrados intendentes del conurbano. La posición final de varios peronistas dependerá, en gran medida, de la reacción social de una sociedad que –todo hay que decirlo– ha desertado con insistencia en los últimos tiempos de sus obligaciones morales y cívicas. Oficialistas y opositores esperan con ansiedad las manifestaciones sociales convocadas para el próximo jueves; es probable que, por primera vez, to-
La posición final de varios peronistas dependerá, en gran medida, de la reacción social de una sociedad que ha desertado de sus obligaciones morales y cívicas dos los dirigentes opositores participen de esas marchas. La semana que se inicia será de una intensa movilización opositora. Diputados harán sesiones paralelas a las de las comisiones del Congreso que controla el cristinismo. Habrá actos conjuntos de casi toda la oposición. La historia nos juzgará tanto como a Cristina, dijo un líder opositor. La segunda etapa será la judicial, si es que esos proyectos se aprobaran. Hay un consenso judicial sobre la inconstitucionalidad de esas medidas, pero el grueso de la reforma irá al fuero Contencioso Administrativo; gran parte de él está ya colonizado por el cristinismo. La Corte Suprema tendrá la última palabra sobre la constitucionalidad, pero el conflicto llegará a ella forzosamente después de las primarias abiertas y obligatorias de agosto, cuando se decidiría la futura conformación del Consejo de la Magistratura. La última fase del proceso, si fracasara todo el resto, serán esos comicios de agosto. Gran parte de la oposición tiene la decisión tomada de acordar una misma lista de consejeros, que, de esa manera, podría derrotar a la del oficialismo. Ésa es la definitiva decisión política. Irán juntos. Falta todavía la forma jurídica de encauzar tal vocación, entorpecida de manera brutal por el cristinismo con modificaciones de último momento a su proyecto original. ¿Qué será de la Presidenta si la aguardara una derrota? Cristina ha vuelto a jugar a todo o nada. El país está otra vez extremadamente estresado. Pero la función primaria de todo gobierno, asegurarle a su pueblo progreso y tranquilidad, no existió nunca en la noción de una estirpe desmesurada.ß