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Sociedad
| Domingo 20 De abril De 2014
comienzos | La maLa hora (1962)
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El padre Ángel se incorporó con un esfuerzo solemne. Se frotó los párpados con los huesos de las manos, apartó el mosquitero de punto y permaneció sentado en la estera pelada, pensativo un instante, el tiempo indispensable para darse cuenta de que estaba vivo, y para recordar la fecha y su correspondencia con el santoral. «Martes cuatro de octubre», pensó: y dijo en voz baja: «San Francisco de Asís.»”
gabriel garcía mÁrquez 1927-2014
Macondo es y será parte de la historia mítica de las Américas opinión Alberto Manguel El país
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García Márquez y Borges, nuestro Dioniso y nuestro Apolo No podrían parecer más distantes, pero los une la misma convicción: han sido en el siglo XX los dos escritores más influyentes y poderosos de la región y de la lengua Jorge Volpi El país
MaDRID.– Una vez que se extingan las ceremonias fúnebres y se adormezca el duelo, que se agoten los homenajes y las exequias, y se desdoren las figuras públicas y se olviden las antipatías abruptas o las declaraciones estertóreas, se volverá una convicción natural lo que algunos han vaticinado desde hace décadas: que los dos colosos surgidos de esa brillantísima Edad de Oro de la narrativa latinoamericana que se prolongó durante la segunda mitad del siglo XX fueron Jorge luis Borges y Gabriel García Márquez. los dos escritores más influyentes y poderosos de nuestra región y nuestra lengua. los dos más admirados e imitados en el orbe. En ese juego de dualidades que tanto nos gusta, nuestro platón y nuestro aristóteles. O, mejor, nuestro apolo y nuestro Dioniso. sin duda fueron acompañados por una asombrosa cohorte de titanes, con poéticas al gusto de cada uno, de Rulfo a Vargas llosa, de Donoso a Fuentes, de sabato a Ibargüengoitia, de Ribeyro a Cortázar, pero las voces más oídas, más singulares, más originales –si entendemos por originalidad una mutación insólita entre las enseñanzas del pasado y la serena rivalidad con sus contemporáneos– fueron las del poeta y cuentista argentino y las del cuentista y novelista colombiano, suma de todos los esfuerzos que los precedieron, de Machado de assis y Jorge Isaacs a Macedonio Fernández y alfonso Reyes, y umbrales de todos aquellos que los han
seguido, de Roberto Bolaño a quienes hoy publican, a su sombra, sus primeros libros. a la distancia no podrían parecer más contrarios, más distantes. De un lado, el escritor ciego y puntilloso, tan acerado como melancólico, hierático hasta casi fungir como profeta, dueño de un sutilísimo humor aún malentendido, el hombre cercano –a su pesar– a la derecha, el vate unánimemente venerado que jamás recibiría el Nobel. Del otro, el escritor jacarandoso y bullanguero, tan dotado para desenrollar la sintaxis como para reconducir los mitos, sonriente hasta convertirse en amigo de todas las familias –esas que sin conocerlo hoy sin pudor lo llaman Gabo–, el hombre cercano a la izquierda y a Fidel Castro, el bardo unánimemente adorado que recibió el Nobel más joven que ningún otro en américa latina. sí: en lontananza encarnan vías antagónicas. Borges es, evidentemente, el apolíneo. El escultor que pule cada arista y cada ángulo. El prestidigitador que obsesivamente trastoca cada adjetivo y cada adverbio. El criminal que siempre esconde la mano. El modesto anciano que odia los espejos y la cópula y sin embargo multiplica los Borges a puñados. El detective que en su búsqueda esconde que al mismo tiempo es el criminal. El filósofo nominalista y el físico cuántico que se pierde en la Enciclopedia. El autor de las paradojas y bucles más aventajado desde Zenón. García Márquez es, en cambio, el dionisíaco. El torrencial demiurgo de genealogías y prodigios. El audaz dispensador de metáforas y laberintos de palabras. El cartógrafo de la jungla y el cronista de nuestra
Borges es, evidentemente, el apolíneo. El escultor que pule cada arista y cada ángulo. El prestidigitador que obsesivamente trastoca cada adjetivo y cada adverbio García Márquez es, en cambio, el dionisíaco. El torrencial demiurgo de genealogías y prodigios. El audaz dispensador de metáforas y laberintos de palabras
circular cadena de infortunios. El ídolo sonriente que trasforma la Historia –y en especial la sórdida trama colombiana– en mil historias entrecruzadas, tan tiernas y atroces como inolvidables. El bailarín que, al conducirnos a la pista, nos obliga a seguir su hipnótico ritmo a rajatabla. El sagaz escriba que se burla de los tiranuelos con los que tanto ha convivido. El desmadrado cuentero que finge no seguir regla alguna fuera de su imaginación, excepto que las que él mismo se –y nos– impone. apolo y Dioniso. Y sin embargo estas dos vías, como ya apuntaba Nietzsche, no son excluyentes sino complementarias. las dos mitades del mundo. De nuestro mundo. para empezar, García Márquez no hubiese escrito como García Márquez sin aprender de Borges, su predecesor y su maestro. Y Borges no habría encontrado mejor continuador que este discípulo rejego, dispuesto no a copiar sus trucos o su doctrina sino a usarlos en su provecho para huir de la academia y fundar una nueva, exitosísima escuela, el realismo mágico. Ninguno tiene la culpa, por supuesto, de su ingente legión de copistas: sus invenciones resultaban demasiado deslumbrantes como para que cientos de salteadores de caminos no quisieran agenciárselas. los dos han sido justamente elevados a los altares. O, mejor aún, a los altares privados que cada uno erige en su hogar: son nuestros penates. Imposible no adorarlos y no querer, a la vez, descabezarlos. Imposible no aspirar a reiterar –Vargas llosa dixit– su deicidio.ß
La importancia de publicar a un gigante opinión Cristóbal Pera paRa la NaCION
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e preguntan por el lugar que ocupa Gabriel García Márquez en penguin Random House y nuestra relación editorial con él y su obra. Tengo tantas respuestas que no cabrían en esta columna, pero comenzaré por la razón comercial por la que un gran grupo editorial suele ser criticado para quitarla rápidamente de en medio: porque la obra de García Márquez sigue distribuida con salud envidiable en todas las lenguas y alguna de sus novelas se codea sin problemas
con best sellers recientes. En ese sentido, y a diferencia de otros autores, su obra no ha dependido de la notoriedad circunstancial del Nobel; la persistente inclusión de su nombre entre los mejores autores de la historia de la literatura lo demuestra. Otra razón por la que nos importa tiene que ver con la argentina: Cien años de soledad se publicó por vez primera en sudamericana gracias a la visión de paco porrúa y del editor antonio lópez llausás. Que su nieto Javier lópez llovet siga llevando las riendas de nuestro grupo editorial en la argentina es algo más que justicia poética. Entre las razones que no se pueden obviar creo que debe estar la de que seguramente contamos con la confianza
de la agente inmemorial de García Márquez, Carmen Balcells, cuyo papel ha sido crucial en la historia editorial de nuestro autor (y de paso en el de la literatura en español). Y finalmente porque lo quisimos mucho quienes tuvimos la fortuna de trabajar de cerca con él, como Claudio lópez de lamadrid y yo mismo. Claudio ha sido editor de Gabo desde que comenzó a publicar en Mondadori y a mí me tocó hacerlo con las memorias, cuando en el verano de 2001 trabajé en la edición final del manuscrito de Vivir para contarla a través del teléfono, de faxes y correos electrónicos. seguramente ha sido “el trabajo de mi vida”, del cual recordaré, sobre todo, el privilegio de
ver cómo su texto se iba transformando ante mis ojos fruto de un perfeccionismo que sólo se mide con el genio. si entonces trabajamos a distancia, él entonces en los Ángeles recuperándose de una enfermedad, y yo en Barcelona, el destino me llevó a México, su “patria distinta”. Desde entonces trabajamos en su antología de textos para ser leídos en voz alta, Yo no vengo a decir un discurso, pude ver el progreso de su novela En agosto nos vemos, que tanto ha corregido, y sobre todo he podido disfrutar de su compañía, de su tremendo afecto y el de su familia.ß El autor es director editorial de Penguin Random House México
enía yo 15 o 16 años cuando mi padre me trajo de regreso del Uruguay un librito de un tal Gabriel García Márquez, El Coronel no tiene quien le escriba. Yo y mis amigos, pretenciosos intelectuales adolescentes, nos habíamos dispuesto a explorar la literatura latinoamericana después de leer en clase a Germán arciniegas y a Rivera, pero nada de lo que habíamos leído se parecía a este extraño relato colombiano que decía tanto sobre la violencia de esas tierras que, para nosotros, porteños, nos parecían más exóticas que la China y, al mismo tiempo, no decía nada sobre ella misma. Quiero decir, no había en las apenas cien páginas de la novelita ni una sola acción sangrienta ni una sola masacre: únicamente una memorable atmósfera agobiante de espera sin esperanza, de peligro invisible e innombrado, de agobio y ahogamiento que se reflejaba, por una parte, en el hambre y la ansiedad constantes de los protagonistas y en el implacable asma de la mujer del coronel, y por otra, en la desoladora escenografía del pueblo colombiano de polvo y de lluvia. Contemporáneo de los bufones de Beckett, de El extranjero de Camus, del hombre ante las puertas de la ley de Kafka, y a pesar de las advertencias de sus conciudadanos (“Ya nosotros estamos muy grandes para esperar al Mesías”), el coronel a quien nadie escribe espera. En el trasfondo del cuento se alza la misteriosa ciudad de Macondo, cuya historia y geografía yo iría descubriendo después en los otros libros de García Márquez, pero que, en éste, mi primero, cobraba ya una realidad literaria absoluta. Cuenta García Márquez que imaginó la crónica de Macondo a principios de los años cincuenta, cuando visitó aracataca con su madre, y que escribió el nombre por primera vez en el cuento Un día después del sábado, publicado en 1954. la verdad es otra. Macondo fue una invención necesaria, parte de esa cosmografía invisible que nuestra imaginación se empeña constantemente en rescatar para nuestro testarudo mundo consciente. Como la atlántida o las Islas Bienaventuradas, como la ciudad de Oz o el monasterio de shangri la, Macondo existe desde siempre, aunque su singular cronista haya reseñado para nosotros, sus lectores, tan sólo un solitario siglo. Junto con Eldorado y la Ciudad de los Césares, Macondo forma parte de la historia mítica de las américas. Cuando los primeros conquistadores anclaron sus barcas en el Nuevo Mundo y quisieron aprehender el vasto y pavoroso territorio, intentaron descubrir en los ríos y bosques desconocidos y en las flores y bestias extrañas, rasgos de una geografía, una flora y una fauna ocultas en sus propias mitologías. así reconocieron en los habitantes del sur del continente los gigantes contra los cuales lucharon los antepasados del Quijote y en las tribus matriarcales de la selva las amazonas enemigas de Hércules. Cristóbal Colón, en la crónica de su primer viaje, cuenta que al descubrir unos manatís cerca de la costa de Guinea, entendió ver “tres sirenas que salieron bien alto de la mar, pero”, agrega fielmente el almirante, “no eran tan hermosas como las pintan”. a esa fe pertenece Macondo. Thomas More imaginó Utopía para entender mejor la política de su siglo. Macondo existe para entender (o al menos tratar de entender) la sangrienta historia de Colombia y también, por analogía, de todo el resto del continente americano. En 1969, tuve la fortuna de conocer a García Márquez en persona. por entonces, él estaba viviendo en Barcelona y había empezado a escribir El otoño del patriarca, novela que publicaría seis años más tarde. seducido por su amabilidad hacia un presuntuoso veinteañero, me atreví a preguntarle por esa violencia encubierta en sus novelas, tan distinta de la violencia obvia, ostentosa, de un Vargas llosa, por ejemplo. Me dijo que, como hombre de ciudad, no había tenido, en su juventud, una experiencia directa de la violencia, tragedia sobre todo del norte colombiano, y que por eso decidió que sus novelas transcurriesen en el sur. así podría explorar los motivos y raíces de la violencia. También, no había querido caer en la descripción obscena de actos violentos, como hacían algunos de sus contemporáneos. “No me interesa el acto mismo –me dijo–, sino la amenaza del acto.” Esa amenaza es la que siente el lector, desde el patético primer párrafo del El coronel no tiene quien le escriba en torno a media cucharada de café, hasta la enaltecida y desafiante palabra final: “Mierda”.ß
El autor es escritor