Entrevista a Daniel Utrilla Daniel Utrilla nos cita en la vieja ...

... o incluso en el mítico Dínamo de Kiev de Lobanóvski, con su fútbol ... en Iván Drago o incluso en Zangieff, el luchador ruso del videojuego Street Fighter.
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Entrevista a Daniel Utrilla

Daniel Utrilla nos cita en la vieja Estación del Norte, en un Madrid congestionado por una lluvia finísima que   empapa   los   abrigos   largos   con   los   que   se   viste   noviembre. El   periodista   está   en   la   ciudad presentando su primer libro, A Moscú sin Kaláshnikov(Libros del K.O). En él se descuelgan las andanzas de   sus   trece   años   de   corresponsal   en   Rusia   para   el   periódico El   Mundo,   un   libro   donde   encuentran acomodo personajes histriónicos e historias verdaderamente fascinantes que conforman una manera de hacer periodismo que se está perdiendo, un interesante tratado antropológico de esas dos rusias que erupcionan en cualquiera de sus calles. Daniel aparca su gabán ruso en unas de las sillas del viejo hotel La Florida y el café se enfría mientras Putin, Nabokov y las Pussy Riot invaden nuestra partida de ajedrez. Su libro ‘A Moscú sin Kaláshnikov’ es una búsqueda de las raíces de la obsesión que desde pequeño sintió por Rusia. Pero además en él constata la muerte de una manera de hacer periodismo... Ese intento de explicarme mi fascinación por este país me ha obligado a remontarme a mi infancia, cuando con apenas siete años me quedaba boquiabierto ante los triples planos de Chechu Biriukov, cuyo paso triunfal por el Real Madrid de baloncesto en los años 80 sentó de alguna forma mi admiración por lo ruso, mucho antes de que supiera nada de este pueblo, de su dramática y épica historia, ni de su obsesión por la victoria en todos los frentes. La irrupción televisual de Biriukov, un ruso merengue que jugaba de miedo al baloncesto, determinó, en cierto sentido, mi percepción amable de Rusia, bastante menos ceniza que la que prima en Occidente, y que es la que intento reflejar en este libro (de ahí el título 'con bandera blanca'). A Biriukov se unió luego la impronta que me dejaron las películas americanas de la Guerra Fría, en las que los rusos siempre salían mal parados, una perfidia presupuesta (y que aún se les presupone) que, lejos de alejarme, me atrajo aún más hacia ese país tan hermético como a un niño le atrae esa puerta que los padres le dicen que no franquee cuando se van de casa. Paralelamente a esa búsqueda sentimental, en mi libro, que es una crónica viajera de mis once años de corresponsal en Rusia, dejo traslucir, efectivamente, el fin de ciclo del reporterismo clásico tras la violenta irrupción de lo digital y sus premuras, la extinción de ese periodismo narrativo que precisa tiempo y dinero, y que está desapareciendo por el triunfo de la inmediatez. Ahora el corresponsal de prensa es casi más un gestor de informaciones virtuales que un testigo y un relator de realidades. Antes los corresponsales de periódicos trabajábamos con un dead line lo suficientemente generoso como para que pudiéramos dejar en nuestras crónicas una impronta de estilo, con testimonios y observaciones sobre el terreno. Ahora todo esto se viene abajo, puesto que no hay dinero para mantener la infraestructura que exige una corresponsalía ni tiempo para fraguar una historia y escribirla bien, es decir, con un mínimo de calma. Todo se ha vuelto ahora más virtual, y lo que urge es colocarla en la web antes que la competencia. En mi libro cuento el atropello sufrido el reporterismo clásico en la autopista virtual de la información. Más allá de los recuerdos que va catalogando en el libro, ¿quién le explicó mejor lo que verdaderamente es Rusia?

En este país conviven dos Rusias: la real y la imaginaria. La real es la Rusia del frío, la de las calles siderales, la del neocapitalismo fulgurante que convive con restos de costra soviética, la de los taxistas privados que paras con la mano y negocias el precio, un país en la que siempre te ocurren cosas. Pero junto con esta Rusia palpable coexiste lo que podríamos llamar la Rusia preexistente o literaria, esa que llegó a Occidente a través de las novelas y cuentos de Gogól, Tolstói, Dostoyevski o Chéjov, que nos dibujaron un país pintoresco de trineos, zares, duelos, cacerías y bailes, con esos personajes atormentados por el amor, la muerte, la moral y el sentido de la existencia. Las dos son para mí igual de importantes. De hecho, conviene estar enamorado de la segunda, de la Rusia irreal, cuando se llega por primera vez a Rusia real. Si no, el choque puede resultar demasiado violento. La Rusia literaria (que hallaría su eco en el cine con superproducciones como el Doctor Zhivago de Lean) creo que hace las veces de air-bag mental. De hecho, uno de los hallazgos de la búsqueda que planteo en mi libro es que mi atracción por Rusia fue y sigue siendo eminentemente estética y que bebe de esa Rusia imaginada o irreal que dibujaron los genios de la literatura rusa en el imaginario colectivo de Occidente. En esta dualidad que remarca en su libro, ¿cómo conjuga el ruso ese halo místico y supersticioso, vitalista por otra parte, con la impronta del idealismo soviético? A lo largo de la historia, Rusia se ha movido por impulsos revolucionarios, utópicos, logrando hitos tanto en el terreno político, como militar, científico, aeroespacial o artístico. Pensemos en la Revolución de 1917, en Kandinski, en Tolstói, enEinsenstein, en el lanzamiento del sputnik, en Lobachevski y su revolución de las matemáticas, o incluso en el mítico Dínamo de Kiev de Lobanóvski, con su fútbol arrollador y maquinal... Me gusta comparar la historia rusa con los cohetes en ignición. Es decir, cada fase es un brusco empellón que le permite alcanzar la siguiente órbita. Por ejemplo, el hecho de pensar en una revolución obrera en la Rusia de 1917 era algo descabellado, pues al fin y al cabo triunfó una revolución de tipo marxista en un territorio que carecía de tejido industrial. Rusia tiene algo de quijotesco, siempre obsesionada con las proezas, con los imposibles. La misma idea del comunismo está impregnada de ese impulso romántico e idealista tan propio de la infancia y de la adolescencia. De la misma forma, la superstición, tan extendida entre rusos, también es más bien cosa de niños, de eso que podríamos llamar el 'estadio infantil' de las civilizaciones. Ese alma rusa supersticiosa que aparece en las obras de Chéjov y Tolstoi, ¿es algo que nunca caducará, a pesar de la apertura de los último veinte años? Esta característica la comparte desde el campesino hasta el profesor de ingeniería de la universidad más prestigiosa de Moscú. Me entusiasma esa maniática devoción de los rusos por las supersticiones, tan cotidianas y asumidas por todos como la de no dejar botellas vacías encima de la mesa, mirarse en el espejo al volver a casa a por algo que olvidaste o sentarse en silencio unos segundos con la persona que se va de viaje. Una amiga moscovita me pidió una vez que le dejara el gato para espantar a los domovoi(duendes del hogar) de la casa que iba a estrenar. El ruso no es un pueblo racional, sino emocional y apasionado. Y la superstición es la manifestación más inocente y pueril de irracionalidad. García Márquez describió Moscú en 1957 como “la aldea más grande del mundo”. Y esta definición creo que tiene mucho que ver con el ánimo supersticioso de los habitantes de la ciudad, que en aquella época

tenía un marcado componente obrero-campesino. En Moscú son aún visibles hoy algunos rasgos aldeanos, como esas aceras completamente desmigadas, esos tractores que surgen de repente limpiando las calles de nieve o las abuelitas que venden pepinos que han recolectado en su dacha, mientras que a sus espaldas emergen como megalitos futuristas los rascacielos más modernos. Sin embargo la industria cinematográfica americana en la Guerra Fría asociaba lo ruso siempre con lo cuadriculado, con lo robótico… Pensemos en Danko, en Iván Drago o incluso en Zangieff, el luchador ruso del videojuego Street Fighter. Son personajes hercúleos, serios y desprovistos de sentimientos, de apariencia robótica e impenetrable bajo su coraza de músculos. Es uno de los grandes tópicos creado por el cine norteamericanos que llega incluso hasta nuestros días. De hecho, una de mis sorpresas cuando llegué a Rusia fue descubrir que había cientos de comedias soviéticas desternillantes, cine popular, incluso un poco al estilo de nuestro Paco Martínez Soria, con provincianos (koljozianos) en la gran ciudad, lo que me desmontó el tópico del que hablamos. Yo veo a los rusos un poco como volcanes cubiertos de nieve. Su apariencia exterior es gélida e impenetrable, pero su mundo interior está en plena ebullición y te explota en la cara, en las distancias cortas, sobre todo cuando prende la amistad o el amor. A veces basta con verter un poco de vodka por el gaznate de su 'cráter'. ¿De verdad piensa que Tolstói es el ruso más ruso? Sí. En Tolstói se combinan un vitalismo apasionado y una inquietud introspectiva extrema, y ese bascular entre extremos, ese combate permanente entre la razón y los sentidos, es un rasgo muy ruso. En su juventud Tolstói se abandonó a la guerra, al juego y a la lujuría, para luego evolucionar en su madurez y senectud hacia un misticismo terrenal, pacifista y panteísta enraizado en la vida campesina. También era muy contradictorio. Lo mismo disfrutaba cazando osos, montando en bicicleta (que descubrió con más de 60 años) o tocando el piano, que escribiendo airadas cartas al zar o sumiéndose en disquisiciones filosóficas con Gandhi. En ese sentido, veo a Tolstói casi como una caricatura del alma rusa, de ese ruso algo estereotipado cuyo vitalismo extremo no le impide cultivar una vena melancólico-filosófica que el vodka estimula. En este sentido, beber con un ruso es una experiencia fascinante (siempre que se sobreviva) porque se acaban abordando los grandes misterios, los temas universales, Dios (e incluso del Dínamo de Moscú). Intenta hablar en un bar español de Dios (y no me refiero a Cristiano) a ver qué pasa. Y si Tolstói viviera en la Rusia de nuestros días ¿a quién votaría? Yo creo que sería un bloguero antisistema, un ecologista encerrado entre abedules en su paraíso de Yásnaia Poliana. En sus últimos año se carteó con Gandhi, y hay quien apunta que la filosofía de la no violencia y la desobediencia civil venía precisamente de él. Dicho esto, creo que no votaría. Tolstói desconfiaba del parlamentarismo occidental. David García

Ya que hablamos del parlamentarismo occidental, ¿Rusia sigue siendo la primera frontera para Occidente? En los mapas medievales Rusia era ‘terra incógnita’ y, en cierto sentido, creo que sigue siéndolo. De hecho, cuando me puse a escribir este libro, uno de los objetivos que tenía en mente era el de acercar Rusia al lector que no la conozca, interesando a la vez a quien si sabe lo que se cuece en este país. En Occidente sigue habiendo animadversión hacia Rusia, quizá en parte por desconocimiento, quizá también por la inercia de la Guerra Fría, cuando esa desconfianza que los rusos siempre ha suscitado, una mezcla de temor y de recelo, alcanzó su punto álgido. El viajero británico Colin Thubron arranca su libro ‘Entre rusos’ con esta frase: “Desde que tengo uso de razón Rusia siempre me ha generado miedo”. Para los rusos fue doloroso ver cómo tras la caída de la URSS, EE.UU. empezó a tratarlos como un país de tercera, mientras que la antigua URSS quedaba a merced de la trapacería de oligarcas que medraron a la sombra del presidente Yeltsin, cuya terapia de choque (articulada con el beneplácito del FMI y Washington) sumió a los rusos a una transición esquizofrénica hacia el capitalismo, con una inflación del 1500% y la aparición de mendigos por primera vez en medio siglo. Las secuelas de aquello aún no han sido superadas, y no es de extrañar que el término ‘democracia’ o ‘demócrata’ vinculado a Yeltsin sea un término devaluado entre rusos. Hasta que aparece Vladimir Putin, un personaje que no da un capotazo fuera de sitio. Hay que entender a Putin como la respuesta a ese cataclismo. Los procesos políticos deben juzgarse teniendo en cuenta las dinámicas que los preceden, y el fenómenoPutin debe concebirse como una reacción a los males del yeltsinismo, al caos y la trapacería de los oligarcas. A ojos de Occidente, Yeltsin surgió como un demócrata feroz, una mezcla entre Kennedy, Gandhi y Luther King, pero no hay que olvidar que a su sombra medró la poderosa y parasitaria casta de los oligarcas, o que en 1993, apenas dos años después de su ascenso, Yeltsin ordenó cañonear el parlamento, donde se habían refugiado los elementos patrióticos y nostálgicos de la URSS que se oponían al atropello neoliberal que impuso su joven ministro Yegor Gaidar. En España solo Anguita levantó la voz para denunciar aquel reverso del octubre Rojo. La victoria electoral de Yeltsin frente al comunista Ziuganov en 1996 (apoyado en bloque por todos los oligarcas y sus poderosos emporios mediáticos) fue ajustadísima y muchos observadores consideran a día de hoy que hubo pucherazo, pero nadie protesto en Occidente porque nadie quería una involución 'roja' en Rusia. Pese a todo esto, lo curioso es que Putin sea visto por Occidente como un autócrata de una pieza, mientras que Yeltsin, que hundió a medio país en la pobreza y que lanzó los cañones contra el Parlamento y contra Chechenia, gozaba del favor de EE.UU. y de Europa. Yo creo que al final todo depende de la fortaleza del personaje: cuanto más débil sea el líder ruso, mejor le caerá a Occidente, y a la inversa. Lo que hoy sí que parece incuestionable es que Putin ha devuelto a Rusia gran parte del peso geopolítico que perdió con la caída de la URSS, como se ha podido ver en Siria, con esa solución diplomática rusa que -por primera vez en la era poscomunista- impidió un ataque militar norteamericano. Putin no es manejable y la economía rusa, impelida por los hidrocarburos, superó la crisis crónica en la que parecía instalada desde el final de la URSS, cuando los ahorros volatilizándose periódicamente. La

última vez que eso ocurrió fue en agosto de 1998, cuando el valor del rublo frente al dólar se devaluó en cinco veces. Me acuerdo muy bien porque ese verano estaba haciendo un curso de ruso en San Petersburgo, los estudiantes habíamos cambiado el primer día nuestros dólares a rublos y tras la fulminante devaluación nos quedamos sin poder comprar las impepinables matrioshkas para nuestra familia. Pero al menos ahora existe una oposición a Putin en las grandes ciudades. La explosión de internet y de las redes sociales ha canalizado los ánimos contestatarios, que se manifestaron en Moscú tras las elecciones de 2012 como nunca antes desde la ‘perestroika’. El problema de la oposición es su heterogeneidad, que le impide articular un discurso: se mezclan yeltsinistas con liberales, nacionalistas, comunistas, patriotas de izquierda... ¿Todavía existe esa colisión entre Europa y Rusia cuando se habla del concepto de sociedad democrática? Creo que el problema de esa colisión reside, en parte en la impaciencia que Occidente siempre ha demostrado en relación a Rusia y a sus reformas democráticas, mientras que con otros países se muestra más cauta y menos insistente, como en el caso de China. Resulta imposible que en una o dos décadas se democratice totalmente un país tan alejado de los procesos históricos que modelaron la historia de Occidente (en Rusia no hubo feudalismo ni renacimiento), que sufrió siglos de absolutismo zarista y que en el siglo XX conoció más de siete décadas de totalitarismo soviético unidas a una colectivización sangrante, todo ello seguido de diez años de desaforada, voraz y caótica transición al capitalismo que, a toro pasado, vemos que tuvo muy poco de democrática, pues, entre otras cosas, creó un abismo insondable entre ricos y pobres. Putin ha dicho en alguna ocasión que en su país impera una “democracia a la rusa”, como queriendo dar a entender a Occidente que debería dejar que los pueblos busquen su propio camino en vez de imponer recetas forzadas que, como en el caso de Afganistán, Irak o Libia han resultado del todo contraproducentes. Hablando de la oposición desmigada, Kaspárov acaba de pedir la nacionalidad letona. ¿Ha derrotado el excampeón del mundo de ajedrez Kaspárov al Presidente yudoca? Al igual que ocurre con Gorbachov, Garri Kaspárov, al que tuve ocasión de acompañar en algunos de sus viajes por el tablero de Rusia como aguerrido opositor, es una figura con más predicamento fuera que dentro de Rusia, entre otras cosas porque 'el ogro de Bakú' no es ruso de sangre. Sigamos con la oposición, últimamente se habla mucho del propietario de los Brooklyn Nets, Mijaíl Prójorov, y de su partido Causa Justa, ¿qué mención le merece? Mijaiil Prójorov es un oligarca de 'segunda hornada', distanciado por edad de la casta de los primeros magnates que forjaron sus fortunas en los escombros aún humeantes de la URSS (con Boris Berezovski a la cabeza), y con el que se identifica gran parte de los jóvenes emprendedores. Hay quien dice que

podría ser una marioneta del Kremlin, pero lo cierto es que sus críticas y sus ataques son bastante convincentes. En las presidenciales de 2012 obtuvo un nada despreciable 8% de los votos, con casi 6 millones de votos, más que el popular ultranacionalista Zhirinovski. Era también complicado predecir ese amalgama tan estridente de ideologías compuesto por Limónov, Navalni, Prójorov, las Pussy Riot… La disparidad de la oposición de la que hablaba antes y su incapacidad para formar un frente común se explica en parte por lo poliédrico que resulta la figura de Putin, que se resiste a ser etiquetado desde percepciones maniqueas de izquierda vs. derecha, como la que impera en España. Por una parte, tiene una acentuada 'vena roja' que se traduce en políticas que basculan hacia el paternalismo social y que contentan a los nostálgicos del comunismo (como su decisión de meter en cintura a los oligarcas o de adormecer el acalorado debate sobre el entierro de la momia de Lenin); mientras que, por otra parte, su credo abarca lo neoliberal en lo económico, un acendrado patriotismo (con la recuperación del protagonismo de Moscú en la arena internacional como eje central) y un marcado conservadurismo en el ámbito de la moral y de la religión, como reconoció él mismo en su última gran rueda de prensa anual. Por otra parte, a las Pussy Riot yo no me atrevería a denominarlas ‘oposición’. Fue un error político encarcelarlas, pues eso dio pie a que la bola de nieve creciera haciéndolas mundialmente famosas tan solo por haber berreado unas consignas desafectas en la catedral de Moscú. Estas art-terroristas, como se autodenominan, fueron ensalzadas por Occidente como iconos de la disidencia e incluso se las propuso en 2012 como candidatas para el Premio Sájarov, lo que me parece delirante. Si pensamos que hace 40 años el hombre perseguido por Moscú era Alexander Solzhentisin, al que la URSS expulsó tras publicar en Francia Archipiélago Gulag, su sobrecogedora crónica del sistema carcelario soviético, llegamos a la conclusión de que la disidencia rusa, evidentemente, ya no es lo que era. Y, por ende, la represión tampoco. Me gustaría aclarar que, aunque estemos hablando de política, en mi libro más bien paso de puntillas sobre ella, porque lo coyuntural me interesa mucho menos que la Rusia eterna y las esencias de esa escurridiza alma rusa. En A Moscú sin Kaláshnikov abordo lo ruso desde un prisma más antropológico, dando voz a personajes de lo más dispar, desde cosmonautas a taxistas uzbecos, pasando por pintores, modelos o veteranos de guerra. En este sentido mi referente siempre ha sido Julio Camba, que en pocas líneas te hacía un retrato psicológico de una nación a partir de una frase escuchada en un patio de vecinos, de un corte de pelo de un general o de un hipopótamo del zoo de Lisboa… Me interesa sobre todo la chispa del humor que surge del choque cultural, del choque de mentalidades, e incluso del choque con las placas de hielo. Todo ello le permite a uno reírse de sí mismo, que es un deporte muy sano.     Antonio Liberato @antonioDruiz // Cuaderno de Lluvia @cuadernodlluvia

Periodista.