EL TRANSPORTE DE LA HISTERIA
Por: Valeria Arroyo El estruendo del vagón alarmó a las personas, una viejita preparó su bolsa colocándola cual lanza en espera del jabalí más carnoso, el grito de la autoridad a lo lejos valía para el mexicano lo mismo que el semáforo en rojo a media noche, las perladas frentes proyectaban el arduo esfuerzo por no perder la compostura, los niños clamaban insistentes por su libertad mientras las madres dejaban su energía y fuerza sobrenatural en el agarre a sus pequeñas manos, la voz cansina de los pasajeros se elevaba al decir –Dejen salir para que nos dejen entrar, con la tonada exacta que sólo puede emitir el que vive en el antes llamado D.F. Algunas parejas se encienden de una manera no carnal y comienzan a discutir, se escuchan las palabras típicas de cualquier mexicano enfurecido –Chinga a tu madre, la dama no se queda atrás y responde –Chinga a la tuya, cabrón. En diferentes lugares o sitios web se habla de las complejas iniciaciones para entrar alguna secta o hermandad, lo que pocos saben es que la mayoría de los mexicanos a diario experimentamos algo parecido a esos rituales y todo sólo para entrar a los subterráneos de la ciudad. Quién diría que lo más cansado en un día común de trabajo o escuela no son las actividades que se realizan, sino la batalla que enfrentamos en el decadente y sofocante metro de la Ciudad de México. Mientras los mares de gente se avientan apocalípticamente en el vaivén de los vagones, las boinas rojas intentan mantener la calma, gritando estruendosamente –Por ahí no caballero, sólo las damas, no se empujen, atrás de la línea amarilla. ¿Sabrán que absolutamente nadie los escucha?, cada persona va enfrascada en sus planes para escabullirse por cualquier recoveco y entrar. La ventaja de las personas que bien podrían pasar por extras para interpretar a los hobbits, es que la multitud los mete sin necesidad de mover un solo músculo o bueno, quizá sólo las manos, como defensa ante los voluminosos cuerpos que chocan con todas las partes de sus diminutas estructuras óseas. Esa es la única ventaja, ahora viene el tormento que causa más de una pesadilla; al ser tan pequeño de estatura uno se ve objeto de arrimones, codazos, rasguños, decir mordeduras sería demasiado bárbaro, sin embargo no dudo que haya unas cuantas personas que al verse víctimas del delirio por conseguir sitio, se muestren eufóricas y ocupen los dientes con tal de cumplir el cometido. Cuando te encuentras esperando vagón entre las siete u ocho de la noche en la línea 1, justo en Pino Suárez, tienes que ir preparado mental, física y emocionalmente para el escenario esquizoide que se presenta todos los días a la temida “hora pico”, al ir desfilando por los pasillos del metro no puedes caminar de tan apretados que van los pasajeros, de repente nos vemos envueltos en medio de hombres cansados, madres histéricas, jóvenes pasionales a los que no les importa el sitio o el público, sólo la oportunidad de chocar sus labios violentamente con los de su amado. También están los famélicos que sin más llevan sus hamburguesas o rebanadas de pizza para engullirlas mientras esperan que se avance, es sorprendente observar cómo han perdido el asco por sus congéneres, dado que al haber tantas personas sus respectivas comidas chocan con la playera sudada de alguien, el pañuelo recién ocupado por algún chico o el cabello rebelde de aquella adolescente que nunca se echa una manita de gato, ¿se darán cuenta del caldo de gérmenes patógenos que se llevan a la boca o simplemente dan prioridad al rugido intestinal?, eso es un misterio para el que observa tal inmundicia.
EL TRANSPORTE DE LA HISTERIA Si se construyera una historia con todas las cosas que se ven en el Metro, haríamos algo más fantástico que el mundo de Tolkien y más dramático que la biblia. La serie de personajes que suelen encontrarse son desde hilarantes hasta abominables. Como diría el dicho popular “Hay de todo en la viña del señor”, y vaya que es cierto, pues entre el traqueteo del transporte mismo y la ira del cansado oficinista Godínez, uno se ve con todo el derecho de sacar al psicópata que lleva dentro. Se habla de la sociedad como un todo evolucionado y cabal por ende no pensaríamos encontrar actitudes trogloditas en medio siglo XXI, pero basta con visitar la línea 1 del Metro en la tarde noche, para darse un buen susto con las mujeres de rostros desencajados, hombres hoscos, y viejitas de estrategias perversas, por si fuera poco se encuentran los hedores más repulsivos acumulados ahí, en medio de las infranqueables barreras de humanos y con el inoperante aire acondicionado. Cada parada implica la continuación del caos, porque en cada estación viene la siguiente tribu de personas convertidas en salvajes, con todo tipo de objetos para un uso lastimero; chamarras, bolsas, zapatos e incluso la propia cabeza de sus hijos que traen en brazos, aquí no importa el cómo o por dónde, la cuestión a resolver siempre es la misma: conseguir un espacio dentro del vagón. Así se viven los ánimos en el Metro de la Ciudad de México, en donde según el INEGI con datos para la Zona Metropolitana del Valle de México (2008), el Metro participa con el 13.6% de los viajes, al trasportar a 4.5 millones de usuarios diariamente, aunque el transporte es en algunas ocasiones efectivo la mayoría de veces no resulta ser así, al contrario la saturación de las líneas que van para Pantitlán, Indios Verdes o Cuatro Caminos es una grosería para toda la población. Ahora ya sabemos a dónde acudir si nuestra imaginación está en declive y queremos escribir una historia, el lugar que huele perpetuamente a carnitas, cebolla y hedores humanos, en donde jamás sentirás a la soledad abrazándote porque más de uno te dará un buen apapacho, un lugar que ofrece más productos y cachivaches que los que trae Mary Poppins en su bolso, ese tumultuoso transporte que vemos como maldición y necesidad al mismo tiempo, ¡Ah querido metro, en ti cabalgan galopantes obreros, niños, profesionales e indigentes, qué haríamos si no existieras para resolver nuestros pendientes!.