El oro y la oscuridad

segunda división, un trabajador de circo, un exárbitro de fútbol. Pero sí con un tipo apacible, sereno. Porque, encima de su maestría periodística, Salcedo tiene ...
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Alberto Salcedo Ramos

El oro y la oscuridad La vida gloriosa y trágica de Kid Pambelé

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Alberto Salcedo Ramos

El oro y la oscuridad La vida gloriosa y trágica de Kid Pambelé

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© 2005, Alberto Salcedo Ramos © 2012, edición revisada por el autor © De esta edición: 2012, Distribuidora y Editora Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara S. A. Carrera 11 A No. 98 - 50 Teléfono (571) 7 057777 • • •

Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A. Av. Leandro N. Alem 720 (1001), Buenos Aires Santillana Ediciones Generales, S. A. de C. V. Avda. Universidad, 767, Col. del Valle, México, D. F. C. P. 03100 Santillana Ediciones Generales, S. L. Torrelaguna, 60. 28043, Madrid

Diseño de cubierta: Ana Carulla © Fotografía de cubierta: Revista Cromos

ISBN: 978-958-758-396-0 Impreso en Colombia - Printed in Colombia Primera edición en Colombia, abril de 2012

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

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Contenido

Prólogo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13 i Grande como los dinosaurios. . . . . . . . . . 19 ii El ruido y la furia. . . . . . . . . . . . . . . . . 31 iii Pambelé, el memorioso. . . . . . . . . . . . . . 43 iv Perder es cuestión de método . . . . . . . . . . 65 v Paseando en el carro de los bomberos. . . . . . 75 vi En los dominios de Machado . . . . . . . . . . 87 vii La mano de Tabaquito Sanz . . . . . . . . . . . 99 viii Un round fuera del ring. . . . . . . . . . . . . 111 ix La parábola de Pambelé . . . . . . . . . . . . . 127 x Epílogo al borde del nocaut. . . . . . . . . . . 147

Anexos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 167 Cronología de Kid Pambelé. . . . . . . . . . . . . 169 En el tintero. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 173 Dossier de prensa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 183 Dossier fotográfico. . . . . . . . . . . . . . . . . . 185 Récord Oficial de Kid Pambelé. . . . . . . . . . . . 187

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Para Alberto Ramos y Elvia Quiroz, mis viejos hermosos, que me salvaron la vida y me regalaron el principio de esta historia.

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«No me gusta estar donde esté Pambelé borracho, porque se pone imprudente y yo no tengo paciencia: yo lo golpeo». Rocky Valdez, exboxeador.

«Voy a contar una historia de un héroe que tengo/ todos vivimos la euforia y aún queda el recuerdo/. En esos puños de hierro hay algo que es mío/ De todo lo que nos diste yo nunca me olvido». Carlos Vives, en la canción “Pambe”.

«Antes de Pambelé, los grandes boxeadores Colombianos que merecían el título mundial no lo buscaban, porque pensaban que eso era mucho para ellos. Después de Pambelé, hasta los boxeadores más malos creían que era fácil ser campeón. Ese es también el síndrome de Gabriel García Márquez: ningún escritor colombiano se atrevía a buscar un editor internacional porque le parecía que eso era apuntar demasiado alto. Después de García Márquez, cualquiera cree que se puede ganar el Premio Nobel. Entonces yo digo que García Márquez es el Pambelé de la literatura y Pambelé es el García Márquez del boxeo». Juan Gossain, en entrevista con Alberto Salcedo Ramos.

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Prólogo Por Daniel Samper Ospina

Si usted lo ve, no creería que se trata de él. Quiero decir: si usted ve que es un tipo de jeans, tan tranquilo, tan desprevenido ante su propio ingenio, no creería que está hablando con Alberto Salcedo Ramos, el mejor cronista de la nueva generación que tiene Colombia, sino con cualquiera: tampoco como uno de esos personajes ordinarios que él vuelve extraordinarios con su insuperable destreza para hacer del periodismo una experiencia literaria como pocas: un futbolista del peor equipo de la segunda división, un trabajador de circo, un exárbitro de fútbol. Pero sí con un tipo apacible, sereno. Porque, encima de su maestría periodística, Salcedo tiene el raro don de ser un tipo cuyo talento es proporcional a su sencillez. Apacible, sereno. Buena gente. Como si las obras que ha escrito no fueran suyas. Pero son suyas, y es el más claro promotor del perio­ dismo narrativo en Colombia. Porque sus crónicas responden a la tradición de las que irrumpieron en la década de los sesenta en Estados Unidos, confeccionadas con retazos literarios para poder narrar la complejidad de los hechos que estallaban por todas partes: la exploración espacial, la guerra de Vietnam, el hipismo, el asesinato de Kennedy.

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Pasaban demasiadas cosas, y cada una de esas explo­ siones tenía un oleaje menor que llegaba a la vida cotidiana de la gente. Y había que contar ese fenómeno. Y por eso, escritores como Norman Mailer, Tom Wolfe o Gay Talese, decidieron dar cuenta de toda esa realidad echando mano de las herramientas que habían obtenido de la literatura: utilizando estructuras narrativas más próximas a la novela que al reportaje ortodoxo; acudiendo a los diálogos, a los monólogos interiores, a las narraciones en círculo. Y todo ello, sin que los hechos fueran falseados: la literatura podía estar en la forma, pero no en el fondo. En el fondo estaban los hechos. La verdad. Bien: ese movimiento, que se conoció como Nuevo Periodismo, arrancó con una crónica concreta, publicada en Esquire y escrita por Gay Talese. El tema era un boxeador retirado. Hablo de Joe Louis, el rey hecho hombre en edad madura, aparecida en la edición de octubre de 1962, que quebró para siempre un equilibrio que hasta entonces existía en la prensa. Por primera vez aparecía un per­ sonaje brillante pero en su momento de deterioro: por fuera de los reflectores, alejado de la gloria. Era el campeón Joe Louis pero cuando ya no era campeón. Cuando estaba viejo. Y cuando estaba triste: cuando, dicho en otras palabras, para cualquier reportero había dejado de ser noticia. Pero Talese descubrió que un campeón sometido a la intemperie del olvido podría tener un jugo periodístico como pocos, y que para encontrarlo era preciso alumbrarlo con los reflectores de la literatura. Desde entonces, hubo una manera de hacer periodismo con una nueva sensibilidad. O dicho al revés: apareció una nueva forma de hacer literatura, con elementos extraídos únicamen­te de la realidad. Y también con una nueva extensión, pues

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desde entonces las revistas especializadas, concretamente las de hombres, como Esquire y Playboy, se convirtieron en perfectas para ofrecer el paginaje que cada trabajo exigía, y que los periódicos no estaban en condiciones de ceder. Así nació toda una generación de escritores de revis­ ta, un matrimonio maravilloso entre la crónica y la litera­ tura que empezó en Estados Unidos pero que también llegó a Colombia. Y llegó antecedido por la década de los cuarenta, cuando Juan Lozano y Lozano se aventuraba a escribir perfiles en tono íntimo de sus contemporáneos, el cronista Ximénez se sobreactuaba acudiendo a retóricas literarias para narrar noticias y Emilia Pardo Umaña entrevistaba a su mamá con conciencia de novelista para ambientar lo que escribía; llegó precedido por todos ellos, pero tomó forma cuando García Márquez, y su generación, empezaron a escribir desde las salas de redacción. Fue una generación de novelistas desplazados al periodismo: García Márquez, Álvaro Cepeda, Eduardo Za­lamea, Germán Vargas. Todos ellos eran unos apasionados de la literatura, pero también de formas de narración más vanguardistas, como el cine, que les permitían jugar con las secuencias, alterar los tiempos, romper los esquemas ortodoxos de la crónica y narrar de una forma más moderna que las que hasta entonces se leían. Más adelante, en el periodismo colombiano se presentó un maridaje parecido pero al revés: se trata de la generación posterior a esa, todavía vigente, en la que per­sonajes como Juan Gossaín, Daniel Samper Pizano, Antonio Caballero y Germán Santamaría, entre otros, acabaron siendo periodistas desplazados a la novela. No ha sido el caso de Alberto Salcedo Ramos. Él es un periodista narrativo pura sangre. Su mayor obra lite-

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raria es la periodística, y con ella se ha ganado muchas distinciones. No hay una sola antología de periodismo colombiano o iberoamericano que lo omita. Cinco veces se ha ganado el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar, una el Premio a la Excelencia de la Sociedad Interamericana de Prensa y una el premio de periodismo Rey de España. Pero lo mejor de Salcedo es que toda su creación literaria está en un delicioso momento de madurez. Hoy por hoy, Salcedo es el mejor exponente del periodismo narrativo de Colombia, y uno de los más grandes que ha tenido a lo largo de su historia. Me perdonan la facilidad de la comparación, pero creo que Alberto Salcedo Ramos es nuestro Gay Talese, del mismo modo que Joe Louis es nuestro Pambelé; me perdonan la comparación, que es fácil, pero la digo por lo evidente: no creo que sea en vano el hecho de que las dos crónicas tengan tanto sustento literario, coincidan en que sus personajes han dejado la punta de la gloria y ahora padecen el desastre terrenal de haberla perdido, y están derrotados ya no por el rival sino por la vida. Me perdonan la comparación pero no en vano la an­ tología más importante de la obra de Talese se llama «Fama y oscuridad», y la de este trabajo de Salcedo, haciéndole un guiño frontal a su maestro, es «El oro y la oscuridad». No en vano, sigo diciendo, los dos son maestros del oficio de celebrar los tréboles de tres hojas. En un país como Colombia, epiléptico, tembloroso, que no para de boquear sobre su propia sangre, como un toro muerto, la prensa quedó confinada a la noticia. Los periódicos apenas dan unos pocos centímetros para que un redactor apurado escriba el qué, el cómo, el cuándo y el dónde hubo un asesinato o estalló una bomba.

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Mientras todo eso pasa, la necesidad de narrar el país que vive bajo esa costra de violencia crece en la misma medida en que nadie aparece para narrarlo. Alguien debe decir que acá seguimos vivos, aunque nadie nos haya dicho nada. Alguien: un narrador como Salcedo, que nos recuerda permanentemente eso: que hay más noticias de las que vemos, y que las mejores están dormidas en el sopor de la vida cotidiana. Por eso el trabajo que hace Salcedo es tan importante. Su pluma tiene una conciencia de patrimonio cultural que ayuda a que nos descifremos. Nos habla de nuestro juglar vallenato y de nuestro boxeador derrotado porque somos eso. Somos el patrimonio que nos han dejado nuestros músicos; también somos unas glorias deportivas pasajeras que se nos quedaron por dentro, y que siempre recordamos. No somos mucho más que este recuerdo que nos va quedando, y que Salcedo organiza para la posteridad. Ahí está Alberto Salcedo Ramos para contarnos el alma que hemos ido tejiendo. En la medida en que nos narra, nos rescata. En una misma cabeza tuvo la suerte inaudita de ser brillante para la literatura, impecable para el periodismo. Sin duda es el maestro que necesitamos. Y si usted lo ve, es de verdad que nunca creería que se trata de él. Tan apacible, tan tranquilo. Tan desprevenido ante su talento infinito. No creería que se trata de él: de Alberto Salcedo Ramos, el mejor cronista que tiene este país, uno de sus mejores seres humanos, y uno de los pocos impulsos que nos quedan a los periodistas que venimos detrás suyo, que reconocemos en él a nuestro maestro, y para quienes él representa un soplido feliz en la esperanza sin viento que nos lleva.

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I GRANDE COMO LOS DINOSAURIOS «Soy invencible: esposé a un trueno, metí a la cárcel un rayo, asesiné a una roca, mandé al hospital un ladrillo». Muhammad Alí.

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Pambelé volvió a bramar frente a las cámaras y descargó un nuevo puñetazo contra la pared. Tenía la bata típica de los enfermos de hospital, pero a través de los barrotes de la ventana parecía un condenado a muerte que reclamaba compasión. La escena resumía de manera dramática lo que había sido su vida: el llanto y los golpes, el trastorno y el encierro, la fama y la oscuridad. — ¡Ayúdenme! — exclamó con su vozarrón despedazado. En ese momento los reporteros se metieron a la fuerza en la habitación. El hombre dejó de aporrear las paredes y la emprendió a bofetadas contra su propio rostro. Los camarógrafos ajustaron sus planos para registrar la nueva reacción. Relampaguearon los flashes, se desbordaron los murmullos. Y Pambelé lució más desvalido entre aquella horda de perdición. — ¡Ay, mi madre — fue todo lo que alcanzó a decir, antes de sentarse en el borde de la cama y ponerse a llorar con el rostro hundido entre las manos. El siquiatra Christian Ayola, que manejaba el caso de Pambelé en el Hospital San Pablo, de Cartagena, se disponía a almorzar en su casa aquel mediodía de enero

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de 1994. Estaba pasmado ante las imágenes del noticiero, que le resultaban crueles y de pésimo gusto. Su mayor preocupación no era, sin embargo, darles una cátedra de derechos humanos a los periodistas, sino averiguar por qué su paciente entró en crisis. Supuso que tal vez no había tomado las medicinas. «Él tenía que estar a punta de eurolépticos para el estado sicótico y estabilizadores para el humor», recuerda Ayola. A esa inquietud se sumaba otra: Andrés Pastrana, aspirante conservador a la Presidencia de la República, lo había llamado por la mañana para decirle que quería ver a Pambelé. Ayola le respondió que no se oponía, siempre y cuando la visita fuera secreta y no un acto público con intenciones políticas. El candidato presidencial volvió a la carga, con el argumento de que a los amigos no se les esconde. Esa relación se había forjado veintidós años atrás, cuando Misael Pastrana Borrero era el presidente de Colombia y Antonio Cervantes, más conocido como Kid Pambelé, era el campeón mundial del peso welter junior. La empatía entre los dos fue inmediata. El presidente lo recibía en el Palacio de San Carlos, lo ponía de ejemplo en sus discursos y se hacía fotografiar frente al televisor cuando Pambelé peleaba. Como si fuera poco, iba a Palenque, el pueblo pobre donde nació el campeón, a inaugurar los servicios de energía eléctrica y acueducto. Pambelé, por su parte, le dedicaba cada triunfo. Viajaba desde donde es­tuviera para acompañar a Andrés, el hijo del presidente — en­tonces un muchacho de dieciocho años — en las caminatas que organizaba por las calles de Bogotá. Desde el 28 de octubre de 1972, cuando Pambelé ganó el título, el país permanecía en trance de adoración.

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Los periódicos no le perdían ni pie ni pisada. El Heraldo lo mostraba en el aeropuerto de Barranquilla besando a una rubia de blusa ombliguera abierta en el pecho. El Uni­ versal lo retrataba en una notaría de Cartagena firmando las escrituras de tres apartamentos que había comprado de un solo tirón. El Espectador nos informaba por quién iba a votar en las próximas elecciones. El Siglo mandaba reporteros a las casas del expresidente Carlos Lleras Restrepo y del poeta León de Greiff para preguntarles sus impresiones sobre el ídolo. Cromos enviaba a su mejor cronista, Juan Gossaín, a los países donde Cervantes defendía el título. Fernán Martínez Mahecha revelaba que El Tiempo tenía cuatro carpetas de material de archivo sobre Pambelé y solo una sobre Gabriel García Márquez. Y El Espacio, claro, lo sacaba en primera página apretando por la cintura a una azafata, bajo la palabra «¡Pillado!» escrita en grandes letras rojas. Pambelé, además, salía con la cantante de moda en Co­lombia, recibía homenajes de alcaldes y concejales, cul­tivaba amistad con famosos como José Luis Rodríguez — El Puma — y Óscar de León; regalaba toros en cuanta corrida podía, coronaba reinas en ferias populares, les tenía sendas mansiones a sus dos mujeres oficiales, pontificaba sobre la temperatura ideal del vino de Oporto, se hacía brillar las uñas en salones de belleza, coleccionaba autos lujosos en cada una de sus viviendas y liquidaba sin misericordia a todos los boxeadores que enfrentaba. El culto a su figura se debía, explica Juan Gossaín, a que Pambelé fue el hombre que nos enseñó a ganar. «Antes de él», añade, «éramos un país de perdedores. Nos con­ solábamos conjugando el verbo casitriunfar. Vivíamos to­davía celebrando el empate con la Unión Soviética en el mundial de fútbol del 62. Pambelé nos convenció de que

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sí se podía y nos enseñó para siempre lo que es pasar de las victorias morales a las victorias reales». A mediados de los años 70s Gossaín fue testigo, en Cartagena, de un hecho que le hizo entender la idolatría que desataba el boxeador. El periodista pasaba por una calle del centro, en medio de la modorra de la dos de la tarde, cuando de pronto vio asomarse a una prostituta envuelta en una toalla. La mujer se dirigió a gritos a los vendedores de lotería de la otra acera. — Oigan, ¿a qué hora es la pelea de Pambelé? En aquellos tiempos de medianía eran escasos los deportistas colombianos que atraían a la prensa nacional. El tirador barranquillero Helmut Bellingrodt, hijo de ale­ manes, ya había obtenido la medalla de plata en los Juegos Olímpicos de Munich. El ciclista antioqueño Cochise Rodríguez ya había impuesto el récord mundial de la hora para aficionados. Los atletas Álvaro Mejía y Víctor Mora ya habían ganado la maratón de San Silvestre. Pero ninguno de ellos era un fenómeno mediático, ninguno de ellos tenía el poder magnético suficiente como para arran­ car a los redactores deportivos de sus cubículos y forzarlos a viajar tras sus pasos. Así que cuando los deportistas co­ lombianos traspasaban nuestras fronteras, sus competen­ cias o bien eran seguidas apenas por las agencias de no­ ticias internacionales, o bien se perdían bajo un manto de indiferencia. Eugenio Baena recuerda que un domingo de los años 70s, en horas de la noche, recibió una llama­da de larga distancia del beisbolista Orlando El ñato Ramírez, quien entonces se desempeñaba como shortstop de los Angelinos de California. Ramírez se comunicaba con Baena desde su casa en Los Ángeles, Estados Unidos, porque quería informarles a sus paisanos cartageneros que aquella tarde le había pegado cuatro hits a esa leyenda

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del pitcheo llamada Vida Blue. A Baena le conmovió el he­cho de que Ramírez se viera obligado a llamar para contar su propia hazaña. — En aquella época — dice Baena — a los periodistas deportivos nos tenían un apodo despectivo: «orejeros», por­que seguíamos las competencias a través de la radio pero no viajábamos a cubrirlas. Pambelé fue el tipo que nos puso a viajar a todos por el mundo. De modo que durante sus años de esplendor Pambe­ lé era un tema obligado en la entrada o en el postre. Cuen­ ta el expresidente Belisario Betancur que en cierta ocasión el escritor Gabriel García Márquez fue recibido, en una reunión de colombianos en Madrid, con la siguiente exclamación: — ¡Acaba de llegar el hombre más importante de Colombia! Entonces García Márquez, moviendo la cabeza en forma teatral, como buscando a alguien en el recinto, respondió: — ¿Dónde está Pambelé? O Y Pambelé estaba sentado en el borde de su cama en el Hospital San Pablo. Lloraba sin lágrimas, con un resuello profundo. A los cuarenta y nueve años había perdido la estampa magnífica del pasado. De la musculatura que en su época de boxeador causaba admiración en las ruedas de prensa, no quedaba ni la sombra. Apenas los huesos continuaban allí: largos, nudosos, escasamente forrados por el pellejo. Nada de uñas pulidas, nada de bigote recortado en forma milimétrica. Se veía desgreña-

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do, sucio. La bata ancha aumentaba su aire de huérfano. En sus brazos tan flacos sobresalían las venas, gordas y tensas. La piel negra ya no refulgía sino que se asemejaba al hierro oxidado. Donde antes brillaba un diente recubierto de oro con sus iniciales engastadas, había un portillo oscuro que inspiraba pesar. Sus ojos no parecían hinchados por el llanto sino por una paliza. Al verlo así, el médico Christian Ayola no fue capaz de probar bocado. Le parecía el colmo que se expusiera el dolor de un ser humano a semejante contemplación tan morbosa. En ese momento hubiera hecho cualquier cosa con tal de impedir que un sitio sagrado como un hospital fuera convertido en circo bárbaro. Llamó por teléfono a la enfermera jefe y le dio las instrucciones del caso. Cuando colgó se puso a pensar que en Cartagena todo conspiraba contra el propósito de curar a Pambelé. Había demasiados fisgones que convertían su salud en un asunto de dominio público, demasiadas lenguas diligentes que podían dañarlo más con sus comentarios y demasiados compinches es­perando que terminara el tratamiento para festejarlo en grande con una nueva orgía de bazuco. Ayola recordó que el Hospital Siquiátrico de La Habana tenía renombre por su manera de tratar la adicción a las drogas y consideró que sería una buena opción para Pambelé, no solo por la calidad de sus médicos sino también porque allá estaría aislado de los peligros que afrontaba en nuestro país. En Cuba, por ejemplo, sería un ciudadano más, un hombre anónimo entreverado en una legión de enfermos iguales a él. Compartiría un pequeño cubículo con tres pacientes, lo cual podría servirle para que dejara de creerse el cuento de que era un ser único, el eterno campeón mundial, el ne­gro más grande, el patrono del nocaut, la jáquima de los boxeadores, el que pega como con un martillo, el que

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enseñó a ganar a los colombianos, el de siempre, no hay con quién, el que a la hora de rematar no parece usar dos puños sino las aspas de un ventilador asesino, el único otra vez, el invencibleeeeeee Kid Pambeleeeeeeeeeeee. Ayola suponía que la egolatría de Cervantes empezaría a resquebrajarse cuando se sintiera desconocido en Cuba. Allá, además, no pensaría en fugarse del hospital, porque no tendría adónde ir. Esto último era especialmente importante si se tenía en cuenta que en 1987 se había escapado de Hogares Crea, la finca de rehabilitación adonde lo internaron gracias a una campaña del pe­riodista Fabio Poveda Márquez. Frente al aspecto cadavérico que ofrecía Pambelé en su catre del Hospital San Pablo, resultaba inevitable preguntarse cómo se produjo su caída desde la cúspide hasta el fondo del barranco. Nacido y criado en el naufragio, no supo qué hacer en tierra firme, cuando los vientos em­pezaron a ser favorables. Se enloqueció con el oro, se intoxicó con el vino. Tocado de pronto por la varita de los dioses, olvidó que estaba marcado a hierro vivo por la desgracia. Siguió lanzando golpes a diestra y siniestra, sin darse cuenta de que no ganaba en el ring para salvarse sino para tallar su propia derrota. Las drogas y el licor le arrebataron la fuerza, la disci­ plina y la corona de campeón. Lo llevaron a humillar y a destrozar a su familia. Después le aniquilaron la vergüenza. Lo sometieron al escarnio público como sinóni­mo del bruto que destruye con la cabeza el imperio que edificó con los puños. Los colombianos, que antes lo veneraban, lo volvieron blanco de burlas. «¿En qué se parecen Pambelé y los dinosaurios?», preguntaban. «En que fueron gran­des en el pasado pero hoy no existen». Convertido ya en hazmerreír, pusieron en boca suya la frase «es mejor

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ser rico que pobre», incluida con frecuencia en las antologías nacionales de la estupidez. Como si esa declaración tan sensata, en medio de tantas tonterías que se repiten con énfasis en este país, no fuera casi una sentencia filosófica. El promotor boxístico Nelson Aquiles Arrieta, quien descubrió a Pambelé cuando era un vendedor de cigarri­ llos de contrabando en Cartagena, asegura haberlo visto en su esquina, durante una de sus últimas peleas, haciendo trampa para reanimarse y poder aguantar el siguiente round. «Sergio Álvarez lo había golpeado muy duro y Pam­belé estaba atravesando un sofoco. Entonces aplicó la jugadita de un cantante vallenato que no te voy a nombrar: sacó un pañuelito con coca y se pegó un pase delante de todo el mundo. Eso se vio hasta en la Patagonia. Cuando sonó la campana salió hecho una fiera y le dio un concierto de boxeo a Álvarez». Al final del combate, según Arrieta, Pambelé le reclamó al empresario el botín convenido: una camioneta y un kilo de cocaína. Poco tiempo después, cuando se apartó del boxeo, su situación empeoró. Las cuentas bancarias se fueron consumiendo en una vorágine de candela y desenfreno. Lo que se le iba por el bolsillo izquierdo no regresaba jamás por el derecho. Muy pronto quedó arruinado. Pasó de brindar whisky Sello Negro a mendigar sobras de cerveza en bares de mala muerte, del avión al bus cebollero, de los zapatos Corona a las chancletas de plástico, de los manteles presidenciales a los andenes, de la cocaína al bazuco, de las cantantes de moda a las puticas de cuchitril, de las primeras planas a las páginas judiciales. El capital que derrochó, según cálculos del periodista Eugenio Baena, fue superior al millón y medio de dólares. Los amigos del éxito — comparables con esos insec­ tos que se emborrachan dando vueltas alrededor de las

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lámparas — partieron cuando sintieron la oscuridad del fracaso. Necesitaban un nuevo campeón para la foto. Llegaron entonces los perdedores, envueltos en una humareda terrible. Libre de los compromisos del gimnasio, de la dictadura de la dieta, Pambelé se tiró al desastre. De repente, parecía haber adquirido el don de la ubicuidad. Un día lo expulsaban de un bar de Manizales por bailar desnudo sobre la barra y, cuando todavía no nos habíamos repuesto de la sorpresa, aparecía en Pasto con el rostro en­sangrentado por negarse a pagarle a un taxista. En un restaurante de Cartagena le vaciaron una olla de sopa hirviente en el pecho y en el aeropuerto de Bogotá le rom­pieron la frente con una tranca. En Barranquilla le pegaron con un tacón puntilla por limpiarse las manos en el vestido de un maniquí. En Cali un ganadero le ofreció un mazo de billetes con tal de que se fuera rápido de la Plaza de Toros. Se volvió inquilino asiduo de calabo­zos y hospitales. Lo vieron sin dientes en Armenia y sin zapatos en Tunja. Lo vieron y lo vieron y lo vieron y lo vieron. Estaba en todas partes pero no estaba en ninguna. En Colombia todo el mundo, grande o chico, gordo o flaco, alguna vez se había tropezado a Pambelé armando escándalos. Llegó un momento, incluso, en que lo veían aunque no lo vieran. Fantasma de sí mismo, un día fue dado por muerto en Radio Sucesos rcn. Cuando reapareció indignado por la noticia, hubo gente que no le creyó que, en efecto, seguía vivo. O Que siguiera vivo, después de todo, era un milagro. Eso pensaba el siquiatra Christian Ayola mientras busca­

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ba en su agenda el número telefónico de Hernando Múnera Cavadía, el director de Coldeportes en Bolívar, para plantearle la idea de trasladar a Pambelé a Cuba. En este país violento — cavilaba — habían matado a mucha gen­te por desmanes menos graves que los suyos. Los ofendidos lo perdonaban quizá por su pasado glorioso. O porque entendían que era una pobre criatura aplastada por una enfermedad superior a sus fuerzas. O porque sabían que cuando estaba sobrio era un caballero intachable. A Ayola le gustaba la forma en que Juan Gossaín definía a Pambelé: «el coloso que decidió ponerle dinamita a su propia estatua». En esas andaba cuando lo llamaron por teléfono para contarle que Andrés Pastrana se encontraba en el Hospital San Pablo tomándose fotos con Pambelé y conversando con él en medio de la turba de reporteros. Suspiró con resignación y se reafirmó en su idea de que a Pambelé había que sacarlo de Colombia. Al día siguiente, cuando abrió el periódico, lo primero que vio fue la enorme foto de la visita, bajo el título «Pam­belé adhiere a Pastrana».

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