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EL MITO FUNDACIONAL Y UN ARTÍCULO DE VARGAS LLOSA
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Todo mito fundacional se teje alrededor de una alegoría o una leyenda capaz de explicar desde la creación del Universo y el hombre hasta las de una ciudad o una nación. La historia de Rómulo y Remo es uno de ellos. El de los hombres de maíz, primeros padres del pueblo maya-quiché, otro. Y el de Adán y Eva, pareja procreadora de nuestra cultura, uno de los más acreditados y admitidos. El mito mistifica la historia y acomoda ésta a las necesidades de los hombres quienes lo utilizan para forjar y fijar la identidad de las culturas y los pueblos. Con las empresas ocurre otro tanto, en especial aquéllas que han logrado alcanzar una vida prolongada y exitosa. Los mitos fundacionales de Ford, Apple o McDonald’s son divulgados hoy urbi et orbe y el público los repite con gozo, porque gozoso es leer la historia de toda aventura empresarial que partiendo prácticamente de la nada alcanza alturas que nadie hubiera esperado. Pollo Campero es una de esas empresas, con la sola diferencia respecto de otras que las leyendas en torno a su génesis son quizás más variopintas y numerosas. Pero acaso por la reso nan cia que tuvo en numerosas publicaciones de habla hispana, y por haber sido recogida más tarde en un libro de uno de los autores más leídos
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de nuestra lengua, la que reproduzco a continuación es una de las más simpáticas y curiosas. En 1993, Mario Vargas Llosa visitó Guatemala para ser honrado con un doctorado honoris causa de la Universidad Francisco Marroquín. Acababa de publicar su obra El pez en el agua, unas memorias de infancia y adolescencia, entreveradas con otras de carácter político que habían provocado en Perú un encendido debate. Vargas Llosa tuvo a bien concederme una entrevista para la revista Crónica, de la cual yo era editor, y debo decir que hablar con él fue una experiencia inolvidable. El autor de La Fiesta del Chivo domina el arte de la conversación con la misma maestría que el arte de la escritura. No le traté con la profundidad y amplitud que yo hubiera deseado, pero sí puedo decir que me sentí muy próximo a él y que entre ambos se estableció una mutua corriente de simpatía que sólo podríamos nutrir un par de veces mientras duró su estancia en Guatemala. Le regalé un libro mío, aunque sin ninguna esperanza de que lo leyera, y poco después abandonaba Guatemala encantado de un país y de unas gentes que antes no conocía. Un par de semanas después, aparecía en el diario español El País, así como en numerosos periódicos y revistas de América latina, un artículo suyo sobre Guatemala, la Universidad Francisco Marroquín y las personas que había conocido aquí. Y cuál no sería mi sorpresa descubrir que en él se refería a mí y a mi libro en términos muy elogiosos. Supe entonces que su natural curiosidad como periodista y escritor le había llevado a indagar algunos de los avatares de mi vida a fin de incorporar al artículo una minibiografía de urgencia sobre mi persona, en la cual hacía una breve referencia a Pollo Campero y de la cual extraigo el párrafo siguiente:
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En España había estudiado agronomía, o alguna extravagancia parecida, pero, era, en realidad un genio en los negocios. Me aseguran que, empezando literalmente de la nada, llegó a hacerse de una próspera situación con “El Pollo Campero”, que empezó siendo un pequeño cuchitril donde don Paco y su mujer atendían ellos mismos a sus clientes y fue poco después una cadena de restaurantes tan exitosa que, cuando vino a Guatemala a competir con ella la multinacional Kentucky Fried Chicken, fue desbaratada en toda la línea y acabó por marcharse cacareando. Reí de buena gana, y estoy seguro de que Vargas Llosa lo hubiera hecho también de haber sabido que la historia que le contaron sobre mí no era sino uno más del rosario de mitos que se han venido tejiendo en torno a Pollo Campero. Al igual que otras leyendas parecidas que yo había oído, donde los protagonistas del invento eran siempre otras parejas fundadoras, la historia tenía partes de verdad, pero en su conjunto era tan falsa como las que desde hacía muchos años circulaban en Guatemala. Y sin embargo era creíble. No sólo porque la había contado Mario Vargas Llosa, razón más que suficiente para creerla, sino porque en Guatemala todavía hoy es difícil asociar al hombre con la cocina. La lógica cultural exige que sea la mujer la de la receta y el fogón, y el hombre, el de la dirección y los números. El mito fundacional de Campero retomaba así las figuras fundacionales de Adán y Eva, sumidas en febril actividad creadora, y las convertía en protagonistas de una historia plausible, presidida por una división del trabajo
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muy al gusto de nuestra cultura. ¿Qué mejor origen puede haber para una empresa de éxito que el de la modestia y la sencillez propias del Paraíso, encarnadas ambas en un joven matrimonio, ayudándose el uno al otro y saliendo adelante por su propio esfuerzo? Sería una obviedad decir que las leyendas, como los cuentos de hadas, suelen hacer más bien que mal y que los mitos fundacionales han contribuido en todo lugar y tiempo a fortalecer la ética del trabajo y a servir de ejemplo a otros. Hay que ver a don Gerónimo Gálvez, decimos, empezó repartiendo verduras en bicicleta y hoy es el rey del tomate. Y si don Gerónimo pudo hacerlo, ¿por qué no puedo hacerlo yo? En el ramo de la hostelería, empero, se tiende a enriquecer el éxito con algún ingrediente exótico, como la receta de la abuela Inés, las habilidades culinarias de un cocinero oriental o bien una arcana fórmula recibida de alguna cultura remota, como podría ser la maya, y de la que es paradigma la utilizada por Juliette Binoche en la película Chocolat. A la buena hostelería le gusta envolverse en el aura de la magia y del secreto, cual es el caso de esta preciosa película, donde la receta del chocolate es puro artificio, ya que los mayas no tomaban chocolate, sino cacao disuelto en agua, una bebida amarga y picante, pues se le agregaba chile, y no esa golosina sedosa y aromática, enriquecida con ingredientes como la leche, la vainilla y el azúcar que serían incorporados más tarde. Con Pollo Campero sucedió algo parecido, pese a que el arte para elaborarlo sería mucho más modesto. Y su éxito le convertiría en objeto de este tipo de leyendas, incluso una muy parecida a la de Chocolat, donde la receta de Juliette Binoche tenía poderes afrodisíacos. También Pollo Campero fue agraciado con esa
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misma leyenda, que nunca me preocupé en desmentir, claro está, y no muy alejada de otra según la cual nuestra fórmula tenía algún tipo de yerba exótica que provocaba adicción, motivo por el cual el público no podía pasar sin comer nuestro pollo una o dos veces por semana. Leyendas como éstas circularon a menudo en Guatemala, pero siempre pensé que eran parte del marketing espontáneo, ése que surge del rumor y el boca a boca y contribuye a la difusión del producto sin que por eso se cause mal a nadie. De ahí que lo más saludable y natural fuera dejarlas correr y que la gente se divirtiera con ellas. El mito fundacional, no obstante, es necesario ponerlo al descubierto cuando personas sin escrúpulos pretenden utilizarlo para atribuirse virtudes de las que carecen, méritos que nunca tuvieron o crearse una imagen pública artificial con fines inconfesables. De ahí que me haya parecido necesario, a más de treinta años de su nacimiento, poner la historia de Pollo Campero en su debida dimensión y los mitos en su justo lugar. Se dice que fray Modesto nunca llegó a prior, pero aunque yo nunca aspiré a priorato alguno, ni dentro ni fuera del Grupo Gutiérrez, pues mi entusiasmo fue siempre bastante mayor que mi ambición, creo necesario hacerlo ahora por las razones apuntadas. El exceso de discreción o de modestia es a veces tan malo como el exceso de vanidad, pues el que calla otorga. Y si lo que se calla es una mentira que otros pretenden utilizar para hacer daño moral o material a otras personas, la discreción y la modestia no sólo se vuelven cómplices del que miente, sino, además, vergüenza de quien otorga. Diré algo más. Cuando el mito se apodera de la historia y no hace daño a nadie, sino que, por el contrario, contribuye a ensalzarla y a sentirnos orgullosos de ella, bienvenido sea el mito y bienaventurada sea por
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ello la historia. Pero cuando el mito se usa como arma, como ocurrió en su día con el de la superioridad racial, o bien para destruir a otros, es preciso salir al paso del mismo para corregirlo y repudiarlo. Los mitos sobre la fundación y desarrollo de Pollo Campero han dejado de ser, por desgracia, una cuestión de mérito que nadie pretendía atribuirse hasta ahora. Pero resulta que, andando los años, esos méritos han devenido el argumento de otros para demandar y calumniar. Y justamente porque el mito ha dejado de ser divertido, y porque se pretende usar con fines inmorales e indignos, atribuyendo sus virtudes a quien carece de ellas, es que me ha parecido necesario reseñar la historia real con todos sus pelos y señales. Los orígenes y desarrollo de Pollo Campero, de otra parte, constituyen una fascinante historia que sin duda será útil a jóvenes empresarios que empiezan a abrirse camino en este difícil menester, a estudiosos y especialistas en empresas familiares que quieran utilizarla como un “caso de estudio” y, en general, a todas aquellas personas que deseen conocer los entresijos del parto de una empresa y un producto que hoy está en boca de todos, y nunca mejor dicho. Subrayar que Pollo Campero tuvo orígenes muy modestos deviene hoy timbre de honor para quienes desarrollamos una empresa que hoy empieza a pasear por el mundo su pujanza y su prestigio. Ningún velo, ninguna mancha debe ponerse a este mérito. En cambio es obligado decir, por ejemplo, que no nació en un cuchitril urbano, y que ni mi esposa ni yo atendíamos a la clientela. No porque haya demérito en ello, sino porque simplemente no es verdad. Tampoco hubo de por medio otras parejas fundadoras al estilo de Adán y Eva. Pollo Campero nació con una ambición mayor: la de ser una
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cadena semejante a alguna de las que, a fines de los años sesenta, habían alzado ya el vuelo en los Estados Unidos. A toro pasado todo parece siempre más bonito, pero éste no fue nuestro caso. El nacimiento de Pollo Campero fue un parto con fórceps y toda clase de traspiés, complicaciones y dolores para los cuales no había anestesia. Los motivos de tanta dificultad fueron muchos y variados, pero el principal de todos fue el querer hacer algo genuino, algo propio, lo que para algunos puede ser muy meritorio, pero que para nosotros tuvo un costo altísimo. Y ésa es la razón de que este libro lleve un título tan extraño. La historia de Pollo Campero no es más que el relato de las batallas que fue necesario librar para evitar que, a pesar de su éxito, se desmoronara, y de lo que costó construir sus primeras veinticinco cocinas. Ninguno de los hombres que me ayudaron a consolidar el invento, y menos yo, habíamos frito jamás un pollo ni conocíamos el negocio de hostelería ni teníamos secretos culinarios que poner en venta. De ahí que nadie pudiera prever que el producto alcanzara una proyección tan amplia y en tantos países. Pero como la experiencia demuestra en otros órdenes de la vida, es actuando en el plano de lo particular como se salta a menudo al plano de lo universal. Y aquí debo recurrir nuevamente a Vargas Llosa. La mayoría de las obras de este peruano sin fronteras tienen a menudo por escenario el Perú, y por protagonistas, a los peruanos. Pero si sus novelas se leen con fruición en todo el mundo es porque contienen esa sustancia común de la que estamos hechos los hombres, ya de arriba, ya de abajo, ya grandes o ya pequeños. Y haciendo todas las salvedades y distingos que sin duda es preciso hacer entre literatura y gastronomía, algo semejante podría decirse
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hoy de esa universalidad que ha venido adquiriendo Campero. A todo lo cual quisiera agregar que eso de que el autor de estas páginas fuera “un genio en los negocios” tiene menos de verdad que los famosos cerros de Úbeda, los cuales, como todo el mundo sabe, son una invención de Cervantes, pues en Úbeda no hay cerros. No hubo ciencia infusa en el diseño ni en el desarrollo de Pollo Campero. No hubo big bang creador, ni magia, ni milagros, ni leyendas. Lo único que hubo fue un trabajo agotador. Habrá gente que, tras el éxito, se envanezca con el título de genio. Y muchos quisiéramos serlo, más que nada porque la genialidad es un don que no cuesta trabajo ejercer. Pero ése no es mi caso. Tampoco lo es el de todo empresario experimentado que sabe que, en el mundo de los negocios, los genios duran muy poco, ya que, por lo común, son éstos quienes llevan las empresas a la quiebra. Nuestro Grupo tuvo uno de ellos tiempo atrás y por poco nos estrella a todos. No hubo, pues, genialidades a la hora de diseñar y construir Pollo Campero. Muy al contrario. Lo que hubo fueron errores y patinazos a diestro y siniestro, obstáculos que a menudo parecían insalvables, atentados, difamaciones, acusaciones malévolas y un largo y costoso ascenso. Todo ello será relatado en estas páginas que tienen, entre otros, el propósito de desmitificar los orígenes de la empresa y evitar que otros los utilicen de manera interesada y espuria, sin haber derramado por ella ni una gota de sudor. El éxito empresarial no se debe a una idea luminosa ni a un feliz encuentro de neuronas ni a un Robinson genial ni a un profético Nostradamus. Al menos en lo que a mí respecta, no conozco otra fórmula para alcanzarlo que el trabajo, la constancia, el estudio y la vocación por la obra bien hecha.
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Las personas que participaron en este emocionante proceso saben que el ascenso de Pollo Campero no se hizo flotando sobre algodones ni volando sobre alfombras. También saben que no lo inspiró ningún genio, sino que obedeció a un imperativo empresarial mucho más prosaico y pragmático: ampliar el consumo de carne de pollo en Guatemala. Ésta es la verdad pura y simple. Lo sé, no sólo porque “yo estuve allí”, como dijo Goethe en Waterloo, tras la derrota de Napoleón, sino porque fui yo quien dispuso hacerlo, lo que dicho sea en un inciso, tampoco significó ninguna genialidad. Soy consciente de que, a la hora de hacer memoria, las cosas no son como son, sino como se recuerdan. Pero la historia que sigue ha sido compulsada por testigos. Y no testigos menores, sino mis ejecutivos, un grupo de hombres de bien y de trabajo, y extraordinariamente capaces, que me ayudaron a construir el invento. El testimonio de Goethe fue el de un día. El mío, en cambio, abarca quince años y transcurre desde la gestación de Pollo Campero, en 1969, hasta 1984, fecha en que los negocios dejaron de ser para mí un estímulo o un reto y pude dedicarme a lo que me atraía desde que era adolescente, el periodismo y la literatura. También deseaba encontrar un nuevo estilo de vida, que me permitiera estar más tiempo y más cerca de mi esposa y de mis hijos. Mas no por ello dejaré de decir que, de todas las empresas que fundé y dirigí en la rama no tradicional del Grupo Gutiérrez, Campero fue siempre mi niña bonita, no sólo porque le di lo mejor de mí, sino por los trabajos y dolores que supuso levantarla, desarrollarla y llevarla a puerto. Pollo Campero es hoy día una empresa sólida, próspera, madura, de dimensión internacional, pero, sobre
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todo, orgullosamente guatemalteca. Con 157 restaurantes en Guatemala, El Salvador, Honduras, Panamá, Ecuador, Costa Rica, Nicaragua, México y Estados Unidos, y muy pronto en Europa, asociada a la firma española Tele Pizza, Pollo Campero es el sueño rea lizado, la quimera conseguida y la prueba palpable de que lo posible está siempre más cerca de lo que pensamos. Menudo orgullo, habiendo nacido como nació en un país del Tercer Mundo, y no precisamente de los más ricos, y en una de las épocas más violentas y desgarradoras de su historia. No es frecuente en Guatemala escribir historias de empresas. Los empresarios hemos sido amenazados, vapuleados, heridos, secuestrados o asesinados con tanta frecuencia que son pocos los que tienen ganas de contar su aventura empresarial. Uno envidia a esos hombres de negocios de otros países que pueden dedicarse a este quehacer sin tener que ocultarse, protegerse o avergonzarse, y sin que nadie intente destruir lo que con tanto esfuerzo levantaron. Campero pasó por todas las estaciones de ese vía crucis y, a decir verdad, a estas alturas no sabría yo explicar cómo pudo sobrevivir al terrorismo, las amenazas, los atentados y la guerra. Pero el hecho es que Campero está ahí. Y más sólido que nunca. Este memorial, sin embargo, sólo abarca el nacimiento y ascenso de la empresa más emblemática y popular del Grupo Gutiérrez. Un memorial no son unas memorias, sino sólo un breve fragmento de tiempo: el que dediqué a la creación y desarrollo de la que siempre será mi empresa favorita. Ésta es la descripción de su dramática andadura, tal y como yo la viví. Éstos son sus dolores y sus gozos. Ésta es la verdadera historia de Pollo Campero.
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