El libro y el infierno Alejandro Barrera Guerra ©Copyright 2016 ...

Cuando lo vio no pudo ocultar su asombro y una chispa de alegría asomó a ..... había perdido una Lap y todos sabían que solamente él tenía las llaves para.
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El libro y el infierno Alejandro Barrera Guerra ©Copyright 2016. Derechos Reservados.

Índice

El libro y el Infierno.

3

El sueño y el padre

11

El mercado y la escuela.

17

El lenguaje de las plantas

21

Aglaed

24

El robo y la calle

29

Aurora

33

El libro y el Infierno. Eran las diez de la mañana y la neblina espesa cobijaba los árboles y los edificios centenarios del centro de la ciudad, envolviendo en su atmósfera gris y melancólica a los pocos transeúntes que se perdían entre la avenida y las arboledas. Sobre el parque está un indigente sentado en una banca y un hombre parado bajo la estatua de Hidalgo lo observa con interés. El indigente al sentir la mirada del hombre, voltea hacia él. El hombre sonríe y con un ademán firme le hace la indicación para que se acerque. El indigente se levanta y se dirige presuroso, con la ilusión de que aquél hombre le de alguna limosna para tomarse un café bien caliente, y quizás alguna concha de las que vende Esperancita en el mercado de atrás de la catedral. Cuando está a unos pasos del hombre, este se voltea súbitamente, se pierde tras el pedestal y se oculta tras la densa niebla. El indigente, sin embargo, se acerca hacia la estatua porque ha visto que aquél hombre misterioso ha dejado un extraño paquete a los pies de la estatua. Es un libro. - Todo por nada – exclama el indigente contrariado, contemplando el libro de portada negra con letras doradas – Un libro no se come, ni se bebe, ni calienta las entrañas. Lo que necesito es algo calientito para soportar este frío de mierda – guarda el libro entre las bolsas mugrientas y desgarradas de su chamarra verde – veré cuanto me dan en la librería de viejo por él.

El hombre aún aguza la mirada para tratar de ver al hombre misterioso que se ha esfumado tras la niebla matutina. Al convencerse de que aquél hombre antipático y raro ha desaparecido, camina bajo la arboleda para dirigirse a las escalinatas de la catedral. Mientras camina, a veces se refleja en los cristales de los aparadores, aunque él prefiere apartar la mirada de la triste y estrafalaria figura que se dibuja en los cristales: los cabellos que parecen telarañas milenarias en donde se han quedado atrapadas innumerables moscas de verde hierba, el gesto triste, la mirada perdida en los indescifrables rincones de su memoria, la sonrisa desencajada, mueca de fantasma o de cadáver errante. Su cuerpo es atlético aún a pesar de las vigilias y los ayunos. A la chamarra verde le hace falta un jirón del cuello, y tiene bajo los codos un par de agujeros. Bajo la chamarra, un suéter raído y grasiento le ayuda a mitigar el frío que se cuela por los agujeros de la chamarra. La camisa descolorida siempre afuera del pantalón para cubrir el mecate que usa como cinturón y para disimular la descompostura de la cremallera. Es el único gesto de pudor que aún conserva. Cuando hace mucho frío, como hoy, rellena los zapatos con hojas de papel periódico para tratar de conservar un poco de calor en los pies. Solamente los guantes son nuevos, pues no hace una semana desde que su amiga del barrio se los tejió en ocasión de año nuevo. El indigente se contempla en el cristal con indiferencia, como si no se reconociera a sí mismo.

Al llegar a la escalinata de la catedral se sienta sobre el suelo y con sumo desinterés coloca el pañuelo negro que le sirve para recolectar las limosnas. Mira a los transeúntes con aire lastimero, y de cuando en cuando, sin mucho convencimiento, repite la trillada frase de una limosna por el amor de dios. El no sabe aún que las limosnas se dan por el egoísta placer de sentirse superior o bien por fría indiferencia o para comprar en abonos un terreno en paseos de San Pablo el converso; dios sabe por qué se dan las limosnas, pero nunca por un genuino amor a Dios. En el fondo todo mundo le enciende veladoras a dios como se le enciende a un cadáver: por si acaso. Mientras espera, recuerda el libro que trae en su chamarra pegado a su corazón, y con movimiento mecánico lo saca y lo contempla como si fuera una curiosidad o una extravagancia de circo. Los dibujos de las solapas le entretienen un rato. En la primera página está escrita una dedicatoria: No doy limosnas. No soy lo suficientemente pobre para eso. F. Nietzsche. El hombre la lee y siente una vaga sensación ya olvidada que invade su cuerpo: el sentido de una dignidad menoscabada. «hijo de puta, cuando te vea...» piensa, al recordar el rostro sonriente del hombre de la estatua. Por un momento siente ganas de romper el libro y deshojarlo; lo único que le detiene es la vaga idea de poder venderlo: tal vez le den quince pesos. El indigente siente una profunda tristeza: empieza a llover.

Una señora y dos niños, uno de ellos haciendo pucheros y rabietas,

se

acercan hacia él. La señora, al ver a este, se dirige al niño y lo reconviene por su actitud. El indigente solo escucha una frase que le trae el viento: «si no obedeces te va a llevar el loco del costal» El niño, al pasar cerca de él, se oculta tras la figura de su madre. El indigente ha quedado sensible desde que leyó esa frase que sin duda el mismo hombre del libro había escrito al verle, por lo que la afrenta era una cuestión personal. Al ver la mirada temerosa del niño, el indigente intenta voltear hacia otro lado. En eso, un auto que pasa raudo por la avenida le baña el rostro y el cuerpo con el agua de un charco que la breve pero intensa lluvia ha dejado por toda la ciudad. Él percibe las risas que salen del auto, detenido por el semáforo. - ¡hijos de puta! – grita, colérico, irguiéndose rápidamente. Los del automóvil escuchan la imprecación del indigente. El copiloto, con desdén, le grita desde adentro: - ¿Qué vas a hacer? – Y se ríe - ¡pinche pendejo! – El indigente corre hacia el auto enarbolando un viejo bastón, una reliquia heredada de su abuelo, y de un golpe fuerte deshace el medallón del auto. Rabioso, descarga un par de puñetazos furibundos sobre la cajuela. Los del

automóvil, al verlo, abren la puerta de su auto. El copiloto busca algo bajo el asiento. El indigente cree percibir que desde adentro de la cajuela alguien golpea y gime. Los automovilistas están atónitos contemplando la escena. - ¡ahora si te cargó la chingada, pendejo! – grita el copiloto, bajándose del automóvil. El semáforo cambia a verde. El copiloto ve atrás de él, como a treinta metros, a un convoy del ejército que se acerca hacia el sitio. Duda un instante y le hace una señal al chofer, quien mira a través del espejo y se dirige a su compañero: - Ni madre, guey; vámonos – le dice, al tiempo que acelera la marcha del vehículo, para perderse en una callejuela oscura. El indigente regresa hasta la entrada de la catedral para guarecerse de la lluvia que arrecia, indiferente a las miradas de los curiosos que presenciaron la escena, indiferente también a los comentarios. Un policía llega hasta el indigente, lo contempla por un momento, y reconociéndolo, solamente le dirige unas palabras cariñosas – no seas cabrón, pinche guey suertudo – El indigente, sin prestarle atención al policía, agradece la limosna a la güerita que ha depositado un par de monedas en su pañuelo. La lluvia no cesa, y el indigente hace un gesto contrariado porque ya va a ser hora de ir por la comida y no quiere mojarse la ropa, pues en la noche tendrá un frío que le

calará los huesos y le congelará el espíritu. Por fin la lluvia deja de caer. El indigente cuenta con parsimonia los veintidós pesos y quince centavos que ha reunido en las cinco horas que ha estado sentado. Guarda el libro en su chamarra, y se dirige hacia el viejo convento de los carmelitas, en donde una institución de beneficencia suele servir comida para los vagabundos, y a donde desde hace algunos años el indigente acude todos los días para ahorrarse el dinero de la comida. Para llegar al convento, debe cruzar al otro lado del parque. Siente un golpe suave detrás de la pierna: es la pelota de un niño travieso y mimado que juega futbol con sus padres. El chiquillo duda en acercarse por su pelota. El indigente patea suavemente la pelota para dársela al niño, quien ríe y corre hacia sus padres con el balón en las manos. La madre acaricia los perfumados cabellos del niño. Al sentir la suave fragancia de shampoo que emanaba del niño, el indigente cobra conciencia del aroma de su propio sudor. Se aleja rápidamente, como si esa escena le trajera recuerdos lejanos de una infancia en ruinas. La algarabía del niño lo acompaña todavía un buen trecho, hasta que el ruido de los camiones de pasajeros le pone a salvo de los agudos grititos. Sin esperar el cambio del semáforo pasa entre los autos desatando una serie de bocinazos y mentadas de madre. Se introduce en una librería de viejo; lleva el libro en sus manos.

En la entrada, un anuncio amarillo con letras rojas promociona la lectura «leer no duele, me cae» Mientras espera a que la señorita lo atienda, contempla distraído hacia la cafetería de enfrente y trata de introducirse así sea simbólicamente y mediante la vista, a ese mundo burgués y desconocido. En una de las mesas, un intelectual de esos de wikiquotes tiene un libro entre las manos. El intelectual hace esfuerzos impresionantes y asume las poses más extravagantes con tal de que todo mundo vea que el es de los pocos afortunados que pueden regurgitar diez frases sin haber comprendido ninguna. Desde la invención del Blackberry, estos seres tienen siempre una frase para cada ocasión, cortesía de la wiki. Pero el indigente, que desconoce la frivolidad del blackberry y de wikiquote, siente envidia por la posición del hombre sentado en la cafetería. La chica de la tienda por fin se dirige hacia él - ¿le puedo servir de algo? – le dice, con fingida amabilidad. - Ya no. Disculpe. Gracias – murmura el indigente, apretando contra su corazón el libro. Luego piensa un poco mejor las cosas – bueno, sí. Dígame, por favor ¿es bueno este libro? – y le extiende el libro negro con letras doradas. La chica observa con atención el título, la portada, el autor y la reseña, mientras frunce el ceño en actitud de perito tasador y exigente. Le entrega el

libro al indigente – no conozco ni la obra ni al autor; pero se lee interesante. Es una mezcla…

El sueño y el padre La china se alarmó en serio al verlo correr a la cornisa del mirador « ¡Voy a volar!» gritaba. Cuando llegó el jorobas el indigente ya estaba parado sobre la orilla del precipicio, con los brazos en cruz y una risa diabólica en los labios. Saltó antes de que la mano de La china pudiera asirlo del brazo. Al verlo saltar, la china sintió un alivio profundo, aunque tuvo la intuición de que terminaría en la cárcel. El indigente volvió a emerger del abismo antes de que los meseros de la cafetería de abajo pudieran hacer nada para detenerlo. « ¡Burguesitos, estoy arriba de ustedes!» gritaba desaforadamente. La china vio a cuatro policías que corrían hacia el lugar, aunque todavía estaban lejos. El indigente seguía arrojando piedras en contra de los comensales, sin preocuparse de la policía ni de los gritos de alarma de sus compañeros. Cuando los policías estaban a treinta metros, el indigente tuvo la feliz intuición de saltar hacia las escaleras contiguas y usar el pasamanos a guisa de resbaladilla. Una vez en el suelo, ante la mirada de los policías que aún no terminaban de bajar las escaleras, el indigente subió a un camión, y bajó antes de llegar a la siguiente esquina, y corrió para internarse en la callejuela que lleva al

cementerio, de tal forma que cuando la policía interceptó al autobús, el indigente había desaparecido. Apareció un par de horas más tarde con una sonrisa diabólica de satisfacción, y le contaba a todo el que quisiera escuchar la hazaña con los tintes de la fantasía homérica. Aún los que ya sabían la anécdota por haberla presenciado, tuvieron que escuchar más de seis veces la historia, y cada vez que la contaba revelaba nuevos detalles que le daban a la épica un carácter legendario. Después de la entrevista con Esperancita y del sueño profundo y pacífico que experimentó, solo el diablo sabe que sucedió para que otra vez asumiera su papel de terrorista de bajo nivel. Fuera de la fantástica lucidez con que narraba los pormenores de su ataque, su discurso no tenía ilación ni sentido, y en lugar de los viejos horrores y traumas, ahora narraba historias fantásticas de duendes y espadas. Al cabo de tres días pareció disminuir su energía, y para las tres de la tarde tuvo la sensatez suficiente para ir a pedir su comida en el convento carmelita. Una vez satisfecha su hambre, volvió al parque y desde entonces tomó por costumbre encaramarse a dormir en las ramas de los árboles, y cuando la china le preguntó el porqué de su nueva costumbre, este se limitó a brincar y a hacer gestos de simio, y la china optó por no volver a inquirir sobre tan rara costumbre y se dio por bien servida al considerar que ahora ya

no andaba contando sus cuitas y resucitando penas ajenas, pues los recuerdos del indigente alguna vez le refrescaban la memoria. Se enteró por un amigo que había una orden de aprehensión en su contra para que respondiera por los estropicios causados al mobiliario del café. Al escuchar la noticia, echó a reír con una carcajada siniestra y sarcástica, replicó que «Solo que me acepten como garantía las abundantes tierras que poseo» Lo cierto es que siguió durmiendo en su árbol, y un par de veces esa precaución y la penumbra lo libró de la cárcel. Una noche fresca y memorable y atípica en que los vagabundos se fueron en tropel a la inauguración de una nueva galería de arte y dejaron el parque desolado y solitario, el indigente subió a su árbol y se quedó dormido rápidamente, con el arrullo del viento que mecía las copas. Era una noche venturosa como el indigente no recordaba ninguna. Hacía dos semanas que había terminado de leer el libro. Soñó que estaba en una colonia de clase burguesa y que debía tomar con urgencia el metro. La gente sonreía, aparentemente satisfecha de su estilo de vida, y se trataban entre sí con gran cortesía, y no parecían notar diferencia entre ellos y el indigente. Llegó a la estación del metro y esperó pacientemente a que el tren emergiera del túnel. Cuando el tren iba llegando lentamente, supo

que estaba parado en el andén equivocado, pues su dirección era en sentido contrario y debía tomarlo enfrente. Como leyó alguna vez que la distancia más corta entre dos puntos es la línea recta, y le urgía llegar a su destino, cruzó temerariamente las vías electrificadas. Por alguna razón desconocida, al llegar al otro lado se olvidó de que tenía que tomar el tren, y salió apresuradamente de la estación del metro, sintiendo una rara e indefinible sensación de estar en el sitio equivocado. Los edificios primorosamente acabados y el trazo perfecto de la ciudad le daban al paisaje un aire digno y majestuoso. El sol se reflejaba en los ventanales de los gigantescos edificios que se erguían majestuosos buscando taladrar las nubes. Caminó una cuadra o quizá dos, y al voltear hacia atrás descubrió que los edificios no tenían ventanales. No le tomó importancia y continuó su camino. Tuvo la sensación de que habían pasado algunas horas, y un pequeño manotazo de un transeúnte lo hizo cobrar de pronto conciencia de sí mismo. Los edificios lucían sin ventanales ni pintura. Tampoco le tomó importancia esta vez, y siguió caminando entre gentes que le daban empujones de vez en cuando. Oscureció y él siguió caminando, y la gente ahora sí parecía darse cuenta de la presencia extraña. Pernoctó en una acera, y al despertar vio que los edificios carecían de cúpulas, y algunas varillas desnudas dejaban entrever que apenas se estaban construyendo esas cúpulas que ayer lucían orgullosas. Empezó a tener un siniestro presentimiento. Siguió su camino, y la

hostilidad de la gente iba en aumento. Tuvo conciencia de sus propios sentimientos, y descubrió que una horrible sensación de angustia le sofocaba cada vez que veía a algún peatón acercarse, pues ahora las caras de la gente habían cambiado la sonrisa de ayer por una expresión de dureza. La sucesión de días y noches se hizo tan rápida que el indigente perdió la noción de cuanto tiempo llevaba ahí, pero presentía en su alma que habían pasado meses. La gente se había vuelto decididamente agresiva y la ciudad se había tornado peligrosa. Tuvo conciencia nuevamente de la ciudad, y al observar se quedó estupefacto: los jardines que había visto florecer no eran sino ruinas y páramos yermos, y los edificios estaban en obra negra, y aún los había en cimientos. La angustia y el miedo se apoderaron de él, y se sintió solo, perdido y desamparado cuando una banda de chavos le atracó sin ningún miramiento. Desde entonces le empezó a huir a la gente que se arremolinaba entre los montones de tierra, cascajo y cimientos de los grandes edificios que había contemplado a su llegada. Entró a una tienda de abarrotes, pidió una pistola y una caja de cartuchos, y se la despacharon con la misma naturalidad con la que se despachan los chicles o los refrescos. Ahora se sentía un poco más seguro, aunque esa sensación le abandonó pronto al intuir que el arma no serviría de mucho. La ciudad era un caos terrible de agujeros, retroexcavadoras y varillas metálicas. Sintió que la angustia era insoportable,

recordó la manera en que cruzó las vías, intuyó que si cruzaba nuevamente las vías regresaría a su normalidad, e impulsado por esa única esperanza echó a correr buscando la estación del metro, aunque la ciudad había cambiado tanto que ya no tenía idea fija de donde estaba. Quiso llorar. Siguió corriendo frenéticamente mientras los cimientos de la ciudad eran cada vez más escasos, y sintió que estaba perdido al caer en la cuenta de que tal vez la estación del metro ya se había deconstruido. Sin esperanzas certeras, no quiso sin embargo cejar en su empeño y siguió corriendo hasta que tuvo frente a sus ojos el cartel del metro. Presa de la incertidumbre, el miedo, la angustia, el horror, la desesperación y de mil presagios siniestros y diabólicos, se aventó a las vías del metro

El mercado y la escuela. Lo primero que hizo al llegar al mercado fue saludar a Esperanza. «Esperancita, buenos días, lucero del día» Le dijo el indigente. Cuando lo vio no pudo ocultar su asombro y una chispa de alegría asomó a sus ojos, pues apreciaba a su amigo el indigente. Le ofreció una taza de café, pan recién sacado del horno y le expresó lo satisfecha que estaba por verlo tan arreglado, y sobre todo, tan alegre para decirle un piropo. Él sonrió y le dijo cuan agradable y dulce y vivificante había sido para él la venturosa charla que habían tenido días antes. Ella le dijo que era más prodigioso ver que aún existen los milagros. Él se rió de buena gana, citó una frase que había escuchado años antes en el radio de la china «Cuando deseas algo, el universo entero conspira para lograrlo» y de su cosecha agregó con aire festivo «pero como en todo lo demás, para conspirar el universo se toma eternidades, y mejor hice mi propia conjura» Le contó parte de sus planes y ella le dio muchas recomendaciones. El indigente se despidió de Esperancita, y salió a recorrer los andenes del mercado. El indigente vio un anuncio de se solicita empleado y se acercó presuroso con la carta de recomendación del padre en la mano, mas a la hora de hablar con el patrón, las ideas se le enredaron en el cerebro y la boca no obedecía al

hipotálamo, así que solo atinó a preguntar por el precio de un kilo de uvas, y se despidió del patrón con una sonrisa azorada. Anduvo caminando por entre los pasillos del mercado leyendo todos los anuncios y no atreviéndose a preguntar por ninguno. Notó una extraña sensación de ansiedad que surgía de sus entrañas, y que su mente se distraía fácilmente en los detalles del paisaje, y construía imágenes que le hacían olvidar su propósito, y recordaba su existencia solo después de que había dejado atrás el establecimiento donde se solicitaba. Empezaba a sentir un disgusto consigo mismo. Veía a la gente pasar, indiferente a su existencia, y sentía que nadie se interesaría por escucharle. Toda la vida había sentido terror y angustia cuando iba a solicitar un favor de alguien a quien no conocía, al grado que una vez perdió la ocasión de ver una obra de teatro solo por no atreverse a preguntarle a alguien la ubicación de la librería donde se escenificaría. Bueno, perdió la oportunidad y los trescientos quince pesos que había reunido en un mes para pagar el boleto. Imaginaba siempre la escena, pero a la hora decisiva siempre había sentido un terror que lo hacía claudicar de su intento. Sentía que el mundo tenía mil ojos y diez mil dedos para mirarle y acusarle, y quinientas bocas para burlarse, mil labios para reírse y una eternidad para acordarse. El terror era tan grande que le paralizaba los miembros. Así llegó al parque una noche hace cinco años, y entabló

conversación con un policía, y fue tan agradable la charla que olvidó por completo que había ido al centro para presentarse en un antro a solicitar trabajo de mesero; de cualquier forma, se congratuló de que no había sido una noche completamente estéril, porque en la tienda de enfrente había una cartulina solicitando ayudante. Así conoció por casualidad a los indigentes al día siguiente, cuando había decidido ir a preguntar por el empleo, y recorría el parque observando a los niños jugar con burbujas de espuma. Poco a poco fue tomando más confianza con los indigentes y estos lo llevaban a exposiciones de arte, bibliotecas y eventos culturales, siempre y cuando hubiera para ellos el incentivo del vino. No se le hizo mala idea instruirse un poco y acercarse a la cultura, aunque imperceptiblemente fue cambiando de filómano

a

dipsómano, y aún hay rumores de que alguna vez intentó ser cleptómano. Nunca encontraba más divertidos a los payasos del parque sino cuando faltaban unos minutos para ir a una cita de trabajo; todos los demás días los encontraba insufribles y vulgares. Sentía una ansiedad y una angustia inmensas por el evento ineludible que le aguardaba, y estuvo a punto de ir a saludar a sus antiguos camaradas. Sin embargo, antes de abandonar el mercado se detuvo, pues en su pensamiento surgió como un quijote oportuno el recuerdo de una de sus grandes virtudes: siempre había cumplido sus promesas. El acuerdo con el padre era que tendría

alojamiento mientras tuviera un empleo, y le había dado quince días de gracia para encontrarlo. En su interior surgió una lucha entre su ansiedad y su virtud. «La cobardía es el deseo de comodidad»

El lenguaje de las plantas Un mes bastó para que el indigente adquiriera confianza en su fortaleza y esperanza. Si al principio titubeaba hasta en las tareas más sencillas, pronto su espontánea inteligencia le hizo dominar las tareas que debía desempeñar, al grado que Mary debió ir más de una vez a reconvenirle por cantar alegremente mientras podaba el césped del jardín, o por escuchar furtivamente las clases de historia, única materia que le atraía irresistiblemente, huyendo de las clases de lógica y matemáticas como de la peste. Cuando al fin pudo trabajar sin hacer el menor ruido, recorría los pasillos de la escuela con tal sigilo, que en más de una ocasión la directora del plantel creyó que no había ido a trabajar, y solo el brillo inusual de los trofeos la convenció de la responsabilidad del buen hombre. Su rutina, una vez establecida, era tan sencilla como preparar una enchilada: apenas llegaba a la escuela y corría a limpiar las aulas y los laboratorios para que estuvieran impecables para cuando llegaran los alumnos; mientras las clases duraban, aprovechaba para trabajar en arreglar el jardín y en ponerle a las plantas y las flores un nombre de pila, requisito indispensable para tener una conversación nueva cada día. A la una tenía su descanso para ir a comer al convento, aunque para ello tuviera que recorrer ocho calles. Regresaba a las dos de la tarde a limpiar los pasillos, y cuando el último salón se desocupaba, volvía a limpiar concienzudamente las aulas.

Durante los siguientes dos meses su estancia en la escuela se tornó idílica. Ni la directora le importunaba a menudo, razón por la cual en las fiestas de maestros se comentaba que la directora se sentía atraída por el singular personaje, ni los estudiantes parecían notar su presencia extraña y bienhechora dentro del recinto, ni a él le importaba gran cosa el hecho de ser considerado más una cosa que una persona. Hasta entonces, él que había vivido siempre perseguido por las sombras de la impotencia, sentía renacer el vigor de su cuerpo cada día, descubriendo que sus manos tenían una magia capaz de crear y transformar el mundo: su mundo. Un día, después de una agotadora jornada, el indigente se dirigió al centro de la ciudad para sentarse al pie de la escalinata de la catedral, como tantas veces lo había hecho, pero esta vez su apariencia era distinta. En su interior empezaba a surgir una nueva voz, extraña y amena, que le presagiaba la nueva tormenta que estaba por acometerlo. Era feliz en su pequeña estrechez y se había adaptado a su nueva vida con relativa facilidad, sin que le faltara nada para satisfacer sus necesidades materiales. Comía, bebía, dormía a pierna suelta sobre la mullida cama que le dio el cura el día de su llegada, los sábados platicaba todo el día con Esperancita. Sentía que después de la noche negra, había llegado la mañana, sin considerar siquiera que la luz que sentía en su alma era más parecida a la fría y melancólica luz plateada del plenilunio.

Aglaed La primera vez que la vio fue una tarde a las seis y media, cuando la sacaron a pasear bailando semidesnuda encerrada en una jaula junto a otras muchas colegas, por las calles céntricas de la ciudad, para promocionar el nuevo antro que habían inaugurado. Le atrajo sobre todo la abundancia de los senos y el contraste de su cabello negro sobre su cara de blanca porcelana. La siguió con la mirada hasta que la jaula se perdió en medio del tráfico antes de enfilar hacia el antro de vicio, porque en dos horas empezaba la jornada. Luego la vio un par de veces esperando a la luz de un farol a que los recuerdos se fundieran con el crepúsculo que agonizaba. Hacía años que no la veía, pues del antro la corrieron cuando llegaron a trabajar algunas cubanas extraídas de los arrabales de la antigua ciudad de los negros, en el corazón mismo del país; en todo caso, las cubanas no eran más exóticas que el maíz o el chile; ni siquiera conocían Cuba, ni habían imaginado siquiera que existía un país más allá de nuestros límites. Era un ardid publicitario para mantener la novedad. Por ese antro habían pasado francesas de Nuevo León, argentinas de Guadalajara, españolas de Querétaro y un sinfín de combinaciones que la multiplicidad genética hacía posible. La primer vez que se vieron ella le coqueteó por inercia del oficio, mas él sintió una irresistible tentación por deslizar su mano sobre sus muslos. Habían

coincidido en la fila de la farmacia. El encuentro había durado unos minutos, apenas lo suficiente como para que el indigente pudiera admirar a su ídolo. No hubo tiempo de cruzar palabras, ni siquiera miradas. En el rostro demacrado de la joven, y sin los artilugios que la hacían brillar en la noche, más que joya preciosa parecía un lóbrego arrabal en que se hacinaban mil noches de desvelos. Él creyó que la joven era muy desgraciada, y se sintió profundamente conmovido por las historias que su mente elaboraba para reconstruir el pasado de la mujer galante; eso lo hundió más en sus fantasías, en las que soñaba resarcirla del tenebroso pasado y colocarla en el pedestal que se merecía una angelical criatura del averno como ella. Después siguió viéndola algunas veces, intercambiando pequeños diálogos ocasionales. De eso habían pasado casi un año. Apenas la reconoció cuando la vio con el cabello enmarañado y desteñido y unas gafas negras para ocultar un moretón en el ojo, riesgos profesionales. Al reflejarse en el cristal del aparador, el indigente se sintió casi un burgués al lado de ella. Esa imagen le dio una brizna de confianza para cruzar la avenida sin reparar en el tráfico y alcanzarla. «Aglaed»

Ella se volteó al escuchar su nombre del antro. Si hubiera escuchado el suyo tal vez no habría volteado a su llamado; ni ella misma lo recordaba. Durante algunos meses él había estado trabajando de mensajero en el mismo bar en que ella trabajaba. No recordaba muchos detalles acerca de él, pero le pareció agradable el discreto aroma a desodorante barato que desprendía de su cuello. Además necesitaba alguien con quien hablar, y la inesperada visita de un viejo conocido no le cayó del todo mal. Sonrió dulce y tristemente, le dedicó una mirada inquisitiva y calculó que podría sacarle el desayuno del día. Al principio hablaron de cosas vanas, pero un cuarto de hora más tarde, entrados en confianza, ella le comentó la situación desesperada en que estaba por aquellos días: el trabajo ya no era lo que solía; desde que clausuraron el bar en el que trabajaba no había podido encontrar nuevo acomodo, y esa mañana había pagado una habitación de hotel compartida con chinches y pulgas y piojos. Eran sus últimos ahorros. Se mostró interesada en conocer la historia de la transformación del indigente, y cuando este le contó que deseaba ir a un spring break ella le narró con delirante entusiasmo las anécdotas de un viaje a Cancún hecho de a raid. Le informó sobre los pormenores delirantes de las tocadas masivas en donde se consume éxtasis a raudales, de las intensas explosiones de sexo: en una noche experimentó sesenta y cinco orgasmos, de la ilimitada libertad que otorga el frenesí anónimo de miles de seres

hermanados por la diversión y el desenfreno. De su boca manaban torrentes de ideas ardientes que no ocultaban su intenso deseo por regresar a ese lugar paradisiaco donde florece el delirio ardiente de indescriptible placer. Luego suspiró largamente y encendió un cigarrillo corriente que guardaba en una caja de cigarrillos de lujo. Y volvió a comentarle que dentro de unas semanas, si todo seguía así, terminaría en la más triste de las indigencias. El indigente sentía una sensación de vértigo por las ideas que Aglaed había arrojado en su cerebro. Se sintió conmovido al imaginar a la bella mujer vestida con los harapos que eran insignia de la China. Sintió el apremio de su intenso deseo de experimentar los goces que ella le había narrado, de evitar que tan hermosa mujer terminara en el frío piso del parque en que él mismo había dormido, de atajar la vertiginosa carrera que la mujer emprendía hacia el abismo, de prestarle su auxilio para mostrarle su aprecio. Empezó a consolarla. Ella le tomó de las manos, y acarició delicadamente sus gruesos dedos con el terciopelo de su epidermis, confiándole las cosas que –dijo – a ningún otro le había platicado jamás: la muerte de su abuelita el mes pasado, el aborto espontáneo, la desesperación por el pequeño hijo al cuidado de su padre drogadicto, la impotencia ante la inmensidad del destino que la atenazaba, su dolor inconmensurable por ser eso en que las circunstancias la habían convertido y su deseo de encontrar una mano amiga que la ayudase a

salir del fondo del abismo, de la más profunda soledad que la asaltaba mientras yacía sobre el lecho de trabajo. No; ella habría querido algo distinto para sí misma. El indigente sintió que su dolor la enaltecía, como enaltecía la resignación a la virgen antigua. Pensó que en los oscuros abismos de esta mujer aún brillaban rescoldos que al soplo del viento podrían avivar la llama, y entonces esta mujer sería la más grande del universo. Como todos los amantes bisoños, hacía castillos en el aire con el naipe más gastado. El reloj de la catedral anunció con su impertinente tañido el fin de la charla. El indigente paga la cuenta y pide un trozo de papel para que Aglaed garrapatee su número de celular. Ella, con voz lastimera que le desangra el alma, le pide un pequeño paliativo a su necesidad; él siente rencor hacia sí mismo por no haber aceptado el celular que el Muelas le regalaba, pues con él podría haber sacado un poco de dinero para ayudar a su chica peculiar. No pudo resistir más cuando sintió que los suaves y delgados labios de Aglaed rozaban los suyos con especial ternura, como nunca antes lo había sentido. La piel tersa de la mano de Aglaed se posó por un instante en sus mejillas, y él entregó un billete de cien pesos como señal de rendición ante el acoso de sus labios.

El robo y la calle El primer día de clases lo saludó con la fatídica noticia de que en la escuela se había perdido una Lap y todos sabían que solamente él tenía las llaves para poder entrar un par de días a la semana a limpiar el mobiliario. La directora mandó a llamarlo tan pronto supo la noticia. «Es usted un infame y vulgar ladrón. Esta institución noble y gloriosa le dio un trabajo digno a pesar de que usted no tenía experiencia, en atención al pobre padre que no gana para disgustos. El buen hombre lo cobijó con su prestigio y usted le paga con una acción indigna. Solo usted tenía las llaves de esta oficina, y solo usted tuvo acceso a ella durante estas semanas de vacaciones. Debió haber sido usted, no hay duda, pues todos los demás trabajadores de esta institución han demostrado ser personas honestas y honradas» El indigente iba a replicar algo cuando escuchó el sonido de las sirenas. Salió corriendo, sin pensarlo, empujando a todos los que estaban a su paso; María tenía una mirada de infinita tristeza. El indigente no descansó sino hasta que estuvo muy lejos de aquél lugar, sin que pudiera jamás imaginar lo que realmente había sucedido.

El no recordaba haber visto ninguna computadora en la oficina. La recordaba el día en que llegó por primera vez a pedir el empleo, pero no el día en que fue a limpiar la oficina de la directora. Su mente era distraída a veces, pero no era para tanto. Recordó también que hasta se había dicho a sí mismo que la directora se había llevado la compu para jugar cityville. Ese recuerdo le convenció de que la máquina no estaba en la oficina el día en que él fue a cumplir su tarea. Pero una cosa es la inocencia y otra la demostración de la misma, y para que se aclarara al fin el misterio él calculaba que tardarían, lo menos, seis meses, que debía cumplir en riguroso encierro; y en ese tiempo perdería completamente a Aglaed. Al ver a un joven sentado en una banca llenando una solicitud de empleo, se dio cuenta de que ahora no tenía trabajo, ni nadie que lo recomendara para uno. Aglaed le cayó de improviso «Que bueno que te veo. Me quedé sin dinero y mi hijo está muy enfermo; por favor, ayúdame» Parecía sincero su dolor de madre. El indigente rascó en sus bolsillos y solo encontró seis pesos. La más dura de las impotencias ablandó por breves instantes sus piernas y pareció bambolearse al ritmo de los árboles. Estaba peor que al principio, pues ahora parecía que había quemado todos sus

posibles asideros, y sentía una terrible angustia al presentir que se acercaba la hora de ir a hablar con el padre, quien ya estaría informado por la directora del hecho misterioso. El indigente no le respondió a esta mujer sino con una mirada llena de lágrimas, que expresaban toda su impotencia y su dolor, y la imagen de la casa y de Aglaed se volvían sombras que descendían hasta el infierno que había en su alma. Aglaed iba a seguirlo, pero al advertir que el indigente estaba malhumorado, se alejó lentamente moviendo sus hermosas caderas. El indigente se hallaba tan melancólico que ni siquiera notó que ella se alejaba muy lentamente, como si quisiera que él fuera hasta ella para darle algún consuelo intercambiable. A las tres cuarenta y cinco de la tarde llegó a la iglesia sin haber desayunado, pues su amigo el policía lo estaba esperando en la entrada del convento, interrogando a los demás indigentes para saber su paradero. El día era gris y plomizo, pero a tramos se dejaban ver los rayos del sol. El padre, al verlo, no pudo evitar que una chispa de ternura surgiera en sus ojos llenos de dureza. En el fondo, el padre había estado dudando de la veracidad de los hechos hasta que un joven nini le contó que Aglaed le había contado a él que el señor que vivía en la iglesia le daba para pagar el hotel cuando no tenía dinero, y que por

eso ella pagaba las chelas ese día. El padre sabía que una mujer pecadora y perversa puede con su perfidia llevar a las almas virtuosas y ardientes a los profundos laberintos del abismo, obnubilados por el encanto de unos suaves senos de terciopelo, un vientre vibrante, un pubis…

Aurora «Deja que los muertos entierren a sus muertos» Recordó.