OPINION
Sábado 21 de agosto de 2010
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EL NOVELISTA GUILLERMO MARTINEZ EDITA LA OBRA LITERARIA QUE DEJO SU PROGENITOR
El hijo que salvó a su padre del olvido Continuación de la Pág. 1, Col. 2 mi padre le encantaba que yo amara por igual las matemáticas y la literatura –recuerda–. Pero esperaba que eligiera ingeniería, una carrera seria con la que podía ganarme la vida. Cuando elegí matemáticas se asustó. Pero fijate, al final las matemáticas me llevaron dos años a Oxford y luego a recorrer el mundo. Y ser matemático me permitió comprarme mi primera casa.” No hubo, sin embargo, la clásica tensión entre padre e hijo. Guillermo nunca tuvo la pulsión adolescente de “matar al padre”. Y Julio se corrió siempre del lugar de castrador. Ocho años después de su muerte, el hijo emprende una tarea titánica y conmovedora: probar que su padre era un gran escritor secreto. Dentro de unos días llegará a las librerías Un mito familiar, que reunirá una nouvelle y varios de los doscientos cuentos que Julio escribió a lo largo de varias décadas sin preocuparse jamás por publicarlos. Julio pertenecía a esa extraña y fantasmal comunidad de escritores que escriben por auténtico amor al arte, sin anhelos de exhibición. Cuando Guillermo puso manos a la obra tuvo que vérselas con varias cajas donde además había poemas, cinco obras de teatro, un libreto para cine, tres guiones de historietas y cuatro novelas, que su padre escribió como resultado de haberse sentido de algún modo desafiado por el éxito de Acerca de Roderer. De vez en cuando recibía premios y menciones en algunos concursos, y ciertos textos formaban parte de antologías de cuentistas argentinos, pero Julio G. Martínez centralmente fue un escritor anónimo con un hijo célebre. Recuerda Guillermo que su padre nació en 1928, que pasó parte de su niñez en el campo y que después se mudó con su familia a Bahía Blanca. La dura forma-
Guillermo tuvo que vérselas con cajas donde había cuentos, poemas, guiones, cinco obras de teatro y cuatro novelas ción católica no le impidió el ateísmo socarrón: mientras estudiaba ingeniería agraria en La Plata leyó y subrayó rabiosamente El capital y se convirtió al marxismo-leninismo. Era ingeniero agrónomo a los 22 años, pero eso no le resultaba suficiente. A lo largo de los años cursó materias de Letras, Matemáticas, Filosofía y Economía. Fundó el primer cine-club de Bahía Blanca, se afilió al Partido Comunista y militó gremialmente en la Federación Agraria: durante el plan Conintes allanaron su casa, desvalijaron su biblioteca y lo metieron preso dos meses. Escribe Guillermo las claves con que Julio crió y educó a sus hijos: “Nos enseñó a jugar al ajedrez a los cuatro hermanos, y mientras estábamos en la escuela primaria compró los libros Papi de matemá-
ligrosidad subversiva”, y contrajo depresión y buscó como medicina fundamental escribir todos los días. En un momento, se impuso la obligación de redactar un microcuento diario. El resultado de ese extenuante ejercicio se llamó Golpes bajos, y cuando estuvo terminado Julio lo metió en un cajón y lo olvidó. Además de la infatigable lectura, que iba desde el Séptimo Círculo hasta Hegel, pasando por Sartre, Ballard, Nabokov, Lispector y tantísimos más, el patriarca de los Martínez gozaba con la piscicultura. Llenaba la casa de peceras, criaba Carassius, buscaba técnicas de inseminación artificial para una variedad determinada de lebistes, se escribía con piscicultores de todo el mundo y tenía en el campo un tanque australiano acondicionado para sus reproductores. Dice su hijo que en los tiempos difíciles de la dictadura y la depresión se deshizo de todo y dejó la casa llena de peceras vacías. “No había pregunta para la que no tuviera respuesta, pero a la vez, le gustaba a veces fingir que vacilaba, porque era la excusa para llevarnos a la biblioteca a rastrear en los estantes y abrirnos un libro y un mundo –escribe Guillermo en su prólogo–. Su pasatiempo favorito era contar a la hora de la cena historias de las que
tica moderna para lo que llamaba la «educación complementaria». También, para asegurarse de que no pudiéramos escapar a la lectura, se negó a comprar televisor durante toda nuestra infancia. Los domingos nos reunía a la mañana para leernos un cuento y a continuación debíamos escribir una redacción en un certamen literario de entre casa. Nos calificaba en cinco ítems: originalidad, resolución, redacción, prolijidad y ortografía. El premio era un chocolate y el honor de ser pasado a máquina en su vieja Olivetti de teclas restallantes, donde escribió buena parte de su obra”. Durante la última dictadura militar fue despedido de la Escuela de Agricultura y Ganadería bajo la acusación de “pe-
La inflación viene con pícaras mentirillas Y NORBERTO FIRPO PARA LA NACION
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Los hijos y la esposa le rogaban siempre que publicara su obra, pero Julio no se movía de su ostracismo con el cerebro. Pero al leer su prólogo me saltaron las lágrimas. Allí reproduce una discusión epistolar que tuvieron alguna vez padre e hijo. El primero era más experimental que el segundo, y en una carta defendía a Carver y Cheever, los exquisitos cuentistas del minimalismo norteamericano. Decía textualmente Julio Martínez: “He encontrado en ellos lo fundamental para que el arte exista. La humanitas, el sentido apasionado de la condición humana”. Guillermo Martínez le responde recién ahora: “Yo también encontré siempre eso en tus cuentos, papá. Mucha suerte, y que tengas una larga vida literaria”. Aseveraba Pitágoras, el primer matemático, que el hombre es inmortal por sus deseos. Lo es también por sus hijos. © LA NACION
Confesiones de un asesino virtual
RIGUROSAMENTE INCIERTO
OS gremialistas suelen incurrir en pícara mentirilla con intenciones casi siempre loables (por caso, para arrimar mejoras salariales a ciertos sectores del proletariado). La pícara mentirilla consiste en proclamar que las mejoras salariales no provocan inflación. Vea, don Moyano, los argentinos venimos disputando la maratón de los precios y los salarios desde hace más de sesenta años, en cuyo transcurso hemos adquirido una certeza bastante antipática: toda suba salarial –en tanto masiva– funciona como una especie de Viagra y brinda estímulos a la inflación. Son estímulos pasajeros, solo transitorios, qué pena. Los doctores Kirchner, Aníbal Fernández y Amado Boudou compiten con los gremialistas en eso de incurrir en pícaras mentirillas. Como sabemos, se exprimen el cacumen para que resulte creíble cuanta hipótesis demuestre que la inflación fue domeñada, y que esto que hoy sucede es un reacomodamiento de precios, no más que eso. Sumamente ingeniosos, ellos encuentran solaz en la tarea de dibujar filigranas dialécticas para disfrazar la realidad, a sabiendas de que, si no resultan del todo convincentes, Guillermo Moreno sabrá imponer otros argumentos, en diez asaltos de tres minutos y con guantes de ocho onzas. Los altos bonetes de la oposición dicen conocer la terapia adecuada para superar
era imposible saber cuánto era verdad y cuánto ficción. Y cuando volvía del cine-club recreaba escena por escena para los cuatros hijos absortos la película que acababa de ver.” Ya de grande tenía la costumbre de advertir al matemático de la familia, cuando éste le contaba el argumento de un proyecto literario, que eso “ya estaba hecho”. Los eruditos son implacables con la imaginación literaria juvenil, en esa particular época cuando uno cree que las ocurrencias son absolutamente originales y que puede inventar de nuevo la pólvora. Los hijos y la esposa le rogaban siempre que publicara su obra, pero Julio no se movía de su ostracismo. En consejo familiar, mucho después de su muerte, los hermanos Martínez decidieron que publicarían en un primer volumen “sus cuentos infalibles”. Guillermo tuvo la misión de buscarlos, seleccionarlos, pasarlos a su versión digital y dejarlos listos para su edición. “Traté de ponerme en su lugar –dice–. Elegí cosas que fueran lo mejor de lo mejor y que representaran sus distintos temas.” En este impresionante proceso, el hijo descubrió muchas cosas acerca de su padre: el cruce entre lo sexual y lo filosófico, su gusto por un estilo difícil y arriesgado, la variedad de tonos que buscaba y también un registro evocativo que estaba alejado del escepticismo profesional o la mirada esnob. Como escritor, Julio G. Martínez podía ser cínico pero también sentimental. Cuando el libro estuvo terminado, Guillermo lo dio a leer: los editores de Planeta quedaron sorprendidos por la calidad de esos textos, como si hubieran encontrado a un genio oculto de la literatura argentina, como si hubiera nacido un nuevo clásico. Jura el autor de Crímenes imperceptibles que no se manejó, para esta tarea que hubiera interesado a Freud, con el corazón sino
cuanta dolencia debilita los presupuestos hogareños, pero salta a la vista que expresan pícaras mentirillas. Es harto evidente que la oposición en general está enredada en porfías codiciosas y no atina a mostrarse cual Moisés de vuelta del Sinaí, portadora de serios programas de conducta política. Por suerte, fuentes del Banco Central ofrecen pautas que soslayan toda intención de engaño. Vean qué dato significativo: la impresión de billetes de 100 pesos ha debido acelerarse, debido a que les crecieron alas y se largan a volar cada vez más rápido. Circulan hoy unos 900 millones de billetes de esa denominación, el doble de los que circulaban en 2007. Pregunta insidiosa: ¿y por qué hacen falta hoy muchos más billetes de 100 pesos que hace tres años? Cruda respuesta: por culpa de la inflación, responsable de que el peso moneda nacional, nacido en 1894, feneciera en 1970, sustituido por el peso ley 18188. En adelante, redivivos procesos inflacionarios dieron origen al peso argentino, en 1983; al austral, en 1985; al peso convertible, en 1992, y al peso vigente, tan esmirriado, por cuya suerte nos acongojamos desde 2002. No hay vuelta que darle: en política, la inflación y las pícaras mentirillas son tal para cual, se necesitan casi tanto como el yin necesita al yang. © LA NACION
A lo había anticipado en un célebre aforismo el gran Antonio Porchia: “Tú crees que me matas; yo creo que te suicidas”. Fue leer el entristecido mail de mi amiga Lana Montalbán, anunciándome la muerte de su padre y, acto seguido, darlo a conocer a la comunidad twittera. El problema es que quien firma estas líneas estaba convencido desde siempre de que la conocida periodista era hija de José Narosky, el célebre autor de aforismos. En efecto, el sábado último murió un Narosky. En efecto, padre de Lana. Y, en efecto, también escritor. Pero quien se había ido, a los 93 años, era Adelino Narosky, hermano mayor de José. El autor de Si todos los hombres (su primera obra, que tuvo 32 ediciones) y de 11 libros más por fortuna sigue entre nosotros, gozando de buena salud y muy probablemente con su vida alargada desde que, maldita la hora, incurrí en tamaña burrada en la madrugada del miércoles. Algunos mejor informados que yo le restaron crédito a mi versión de inmediato y así lo hicieron saber. Pero otros, confiando a ciegas en lo que había escrito, le dieron curso y la noticia se esparció viralmente por Twitter. De inmediato se lo empezó a recordar con cariño y simpatía. “Un twittero antes de que existiese Twitter”, definió con precisión @ dariogallo al evocar las frases certeras y cortas, a veces emotivas, a veces paradójicas, del escritor que empezábamos a extrañar antes de tiempo. Cuando quise poner el motor en reversa y salir a reconocer el error (mientras le daba delete al nefasto tweet de la falsa noticia) ya era tarde y cual Titanic estrellado contra el iceberg, empezaba a hundirme en las profundidades de la noche porteña.
PABLO SIRVEN LA NACION
Comenzaba mi lapidación virtual a razón de 140 caracteres por mensaje, que iban derramándose en catarata en mi timeline. Las reacciones fueron de todo tipo, tono y color. Algunos, con razón, se escandalizaron. Otros tomaron el camino de la fina ironía y una gran cantidad me pasó a degüello sin ninguna contemplación. Pero también llegaron muchas palmaditas diciéndome que no era para tanto. A partir de allí comenzó a tomar cuerpo una gigantesca y desopilante comedia de enredos. Pronto el espíritu chacotero, al que alentaba la trasnochada hora, hizo que se sucedieran aforismos en solfa
No sólo el redivivo José Narosky fue localizado, sino que en un solo día debió satisfacer innumerables entrevistas y predicciones a mi nombre, una más alocada que la otra. De buenas a primeras José Narosky y @psirven, juntos y por separado, éramos convertidos por esa imparable dinámica en imprevistas estrellas del firmamento twittero y ya rankeábamos a la cima del top five de temas y personas populares en @twirus_arg. Hashtags insólitos con consignas como #hoynomurio, #Narosky, #Navosky y otros aún más risueños empezaron a multiplicarse con el paso de las horas con jocosas acotaciones. “Vivir es morir un poco cada vía”, exhumó @gerardorozin el viejo aforismo; @emacarnaca anunció el “regreso de los muertos vivos”; @MajoRUGGER arriesgó que “Narosky estaría leyendo los libros
de Sueiro para saber cómo se tiene que sentir ahora”; @Matiron opinó que “al final contribuyó a posicionar nuevamente a Narosky en el imaginario colectivo” y @ Don_Patadon arriesgó que había superado a Cristo porque “te mata y te resucita en sólo dos tweets”. Y así, un montón más. La noche, lejos de llevarse todos estos juegos delirantes, le dejó a la mañana siguiente el mandato expreso de potenciar todo a la enésima potencia: no sólo el redivivo José Narosky fue localizado, sino que en un solo día debió satisfacer innumerables solicitudes de entrevistas de radio y TV. Fue extraño, incluso, que yo, su presunto sepulturero, entablase un cordial y largo diálogo telefónico con el “muerto” virtual. En la casa de Adelino Narosky, donde, en tanto, todo era tristeza por su ausencia, estas repercusiones mediáticas volvieron a dibujarles en la cara una impensada sonrisa. Es que el finado era muy dado a las bromas, como lo prueban sus cuatro libros humorísticos, y no hay ahora quien les saque de la cabeza que lo ocurrido es su obra póstuma. “Con algo de curiosidad he seguido los extraños acontecimientos del día –escribió Lana Montalbán a este diario–, donde mi amigo Pablo Sirvén creyó que mi querido padre Adelino, fallecido el sábado, era mi tío José Narosky. El error corrió a la velocidad de la luz, generando involuntariamente un merecido homenaje a la memoria de mi padre.” Un poco más recuperado, pero no del todo, después de llamarme a silencio un par de horas, escribí el siguiente tweet: “Gracias a los solidarios, aceptadas las merecidas cachetadas y a las ratas un consejo: a sus guaridas hasta un nuevo error”. © LA NACION