El Corredor de las Brujas
Malaquías De Baldúr
El Libro de Leviatán
I No es secreto que para un niño de cinco años el tiempo corre de manera distinta que para un adulto, pero aún teniendo en cuenta eso, las curvas del camino que marca el reloj eran especialmente lentas para Mirza, tres meses en el “Azteroth” habían sido miles de años, habían sido miles de vidas. Sabía que llegarían, pero no sabía como, o donde. Los adultos se decían palabras complicadas, a veces lloraban, otras cantaban canciones de la vieja tierra, tocaban sus instrumentos, pero todo siempre terminaba en silencio. A su madre le daba miedo ese cruel mutismo, pero a él le parecía agradable. Momentos de paz, ahí, en esos pequeños segundos los dioses le daban sus sueños, sus planes. Grandes máquinas, que mejorarían la vida de los hombres, que hablarían y sentirían con un corazón impulsado con la fuerza redentora del vapor, este era un mundo mejor, sin miedo a la Abuela Muerte, sin miedo a las sombras de los perseguidores. Incluso los más ciegos podían darse cuenta que Mirza era diferente a los demás niños que habían convivido con él en el barco. Tenía el don de la vida, decían las viejas en el pueblo. Eso asustaba un poco a su madre, pero asustaba aún más a los demás, quienes temían a los ojos de la verdad. Para todos aquellos incapaces de soñar con tanta facilidad, era un día oscuro. El viento soplaba especialmente fuerte en los muelles, haciendo que las primeras naves que atracaron esa mañana tuviesen que esperar algo más de lo usual, pero para los refugiados, que habían pasado más de tres semanas esperando llegar a un puerto seguro, una hora de retraso no era demasiado. Los corazones de hombres y mujeres saltaban,
los hijos se aferraron a sus madres, estas a sus esposos. Los solitarios
simplemente añoraron a los ausentes, y contemplaron con dudosa mirada al delgado puerto de madera que sostenía a los barcos y a los zepelines que les guiaban. En el instante que los capitanes del puerto por fin pusieron la rampa, las naves comenzaron a vomitar una multitud colorida, ruidosa y llena de promesas. Millares de ojos que contemplaron la extraña belleza de la ciudad, del verdadero mundo, no aquel del cual huían. Habían llegado a Dandain, si alguna vez fueron ciegos, ahora podían ver. Una vez fueron conquistados por las tristezas, ahora ellos tendrían la oportunidad de retomar sus vidas. En las delgadas calles de la ciudad, nuevos puestos de trabajos los esperaban, en las fábricas, en las grandes textiles, en las metalurgias, donde nuevas armas y naves eran creadas. Ellos no eran los únicos, antes, habían llegado otros, que también huían de
la Plaga, de la miseria, de colonias lejanas atacadas por enemigos invisibles, o aborígenes dispuestos a defender lo que había sido suyo por desde el primer amanecer. Este no es un mundo de blancos y negros, muchos colores salían de sus capullos junto a estos inmigrantes. Los soldados, vestidos de un parco negro, sin insignias ni rangos, portando máscaras que les protegían de las infecciones, analizaban, esperaban, con paciencia, hasta que aparecía un infectado. En ese caso la nave entera era destruida y sus pasajeros puestos en cuarentena o asesinados, dependiendo de la cantidad de público que tuviesen.
Las autoridades eran cuidadosas, sabían muy bien que de todas las
afecciones y vicisitudes que han de enfrentar los seres vivos durante su permanencia en este lado de la creación, no hay una más abyecta que la enfermedad. No hablo de aquellas dolencias ligeras, autoprovocadas, producto de una hipocondría colectiva. Me refiero a esos virus que se enquistan en alma, vencen al cuerpo, consumen los espíritus, conquistan la vida. Cuando muere un hombre, producto de estas enfermedades, pues, lo lloramos, pero lo enterramos rápidamente, por miedo a contagiarnos, no hay valor que resista velar al leproso. Lamento informar a todos los buenos lectores que han tenido el valor de asomarse por estás páginas, que todas las naciones, al igual que todos los seres vivos, son portadores de una u otra enfermedad, la que invariablemente termina por matarlas. Cuando ello ocurre nadie se queda para mirar atrás, enterrar el cadáver y cantar la canción de la despedida, cuando una nación muere, eso es todo, a terminado la función. Muchas otras colonias habían perecido antes, pero Dandain llevaba exactamente doscientos años en pie, en una absoluta independencia, caminando con la energía que le daba el vapor, la fuerza de las viejas termas, pero sobre todo, avanzando gracias a la perseverancia de estos frescos recién llegados. Aún había espacio para más, nuevos barrios se habrían paso, caseríos y pequeñas villas comenzaban a rodear el casco antiguo. Se habían creado Ghettos para impedir la mezcla de razas, había que impedir la violencia, pero esto no era siempre posible. A pesar de ello, o quizás precisamente por ello, las fábricas cada vez producían más, la ciudad tenía nuevas venas, por las que corría sangre feroz. La caída de una nación, la derrota de una colonia, era un triunfo para esta orgullosa metrópolis. Mirza se aferró a su madre mientras descendía del puente, estaba asustado, no por la gente, ni siquiera por las enormes torres que brillaban con luces antinaturales justo al centro de la ciudad, temía que aquello que les había perseguido tanto tiempo, estuviese
tras de ellos, esa sombra, esa que había aniquilado a su padre, a sus hermanos; cuando su madre puso su mano en la cabeza del chico y le regaló la primera sonrisa, supo que estaba todo bien, entonces pudo por fin entregarse, comenzó la relación de amor más grande que jamás había tenido, se había enamorado de una ciudad, nunca permitiría que alguien le quitase eso. Era el solsticio, era la fiesta de la fundación, fuegos artificiales brillaban en cada rincón, grabando un tatuaje en su memoria. Así fue como entre el vapor de las máquinas y la niebla de la mañana, el emigrante se transformó en ciudadano.