El catecismo de Mafalda

8 may. 2007 - fijado que si matan americanos o judíos ... militares somos como los equipos deporti- vos: todos ... fútbol americano, imita la guerra conven-.
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Notas

Martes 8 de mayo de 2007

¿Una vuelta al futuro? Por Alberto Chong y Florencio López de Silanes Para LA NACION

¡G

OBERNANTES de América latina, cuidado! Las renacionalizaciones en nombre del pueblo pueden convertirse en bumeranes, al generar empresas con pérdidas y peores servicios. Pretender que las privatizaciones benefician a los ricos a costa de los pobres es falso; así de sencillo. Los gobiernos que se inspiran en estas premisas terminan perjudicando a aquellos a los que dicen proteger. Durante los años 90, América latina estuvo a la cabeza del mundo en desarrollo en la venta de activos propiedad del Estado. Empresas de servicios públicos oficiales pasaron a manos privadas en aras de mayor eficiencia, objetivo que se alcanzó en la mayoría de los casos. Al cabo de dos décadas, los datos corroboran que la privatización ha contribuido a mejorar la rentabilidad de esas empresas, y la calidad y cobertura de los servicios que prestan. Entonces, ¿por qué dos de cada tres latinoamericanos piensan que las privatizaciones fueron ruinosas? Quizá parte de la respuesta sea la corrupción que flota sobre casos sonados de capitalismo entre compinches. Y otra parte de la culpa le corresponde al desempleo, ya que se perdieron empleos una vez que las compañías privatizadas comenzaron a seguir criterios económicos en vez de cálculos políticos al tomar sus decisiones empresariales. Algunos gobiernos han reaccionado al descontento generalizado con la privatización, descartando lo bueno junto con lo malo. En vez de considerar cada caso particular, han decidido reinstaurar el control estatal sobre los servicios públicos y las industrias claves. Venezuela acaba de nacionalizar todo el sector eléctrico y Cantv, la empresa nacional de telecomunicaciones, y a comienzos de este año, Bolivia reasignó el manejo del sistema de acueductos de La Paz, que desde 1997 manejaba una compañía extranjera. Antes de dejarse arrastrar por esta corriente, a los gobiernos les convendría revisar bien los hechos. Si lo hacen, descubrirán que, a fin de cuentas, las privatizaciones han sido, de hecho, más beneficiosas para los pobres. Si bien las empresas de servicios públicos privatizadas aumentaron los precios, también ampliaron su cobertura, incluyendo a hogares pobres. Las investigaciones confirman que, en una serie de casos en América latina, la gente de bajos ingresos se ha beneficiado. En Perú, la privatización de los sectores eléctrico y de telecomunicaciones ha sido una bendición para las zonas rurales. La gente ha podido economizar tiempo que ahora puede destinar a labores no agrícolas o al esparcimiento, porque ahora dispone de un suministro eléctrico más confiable. El gobierno exigió a la compañía telefónica privatizada, Telefónica del Perú, que instalara cabinas públicas en pueblos seleccionados al azar. En comparación con los sitios donde no se instalaron cabinas, los pueblos que tuvieron la suerte de contar con ellas gozan de un aumento en sus ingresos. Es cierto que este beneficio resulta de una exigencia del gobierno, pero el Estado, cuando estuvo al frente de la compañía telefónica, no pudo o no quiso prestar ese servicio. Más impresionantes aún son los beneficios de las privatizaciones en el campo de la salud. En Buenos Aires, la privatización permitió que muchas zonas marginales, cuyos habitantes dependían de agua de dudosa calidad distribuida por camiones cisterna o tomada de riachuelos, recibieran agua potable por tubería. Gracias a eso disminuyó la incidencia de diarrea en esas zonas. La privatización de las compañías eléctricas mejoró el servicio eléctrico, los refrigeradores empezaron a funcionar mejor y se evitó la descomposición de los alimentos, lo que a su vez disminuyó los niveles de nacimientos con bajo peso y mortalidad infantil. Por el contrario, desde que el gobierno argentino volvió a nacionalizar el servicio de agua en Buenos Aires, en marzo pasado, casi se ha duplicado el número de quejas por mal servicio, según informan los medios y grupos de observadores. Las reparaciones llevan dos o tres veces más tiempo que cuando era un consorcio privado el encargado de manejar el sistema. Según una asociación de derechos de los consumidores, hasta la línea de emergencia para quejas llegó a quedar fuera de servicio en un momento. Los líderes de América latina que piensan en volver a nacionalizar los servicios básicos deberían preguntarse a quiénes desean ayudar de verdad. Y, de paso, también deberían preguntarles a los ciudadanos de sus países si están dispuestos a renunciar a sus teléfonos celulares, a padecer racionamientos de agua o a vivir con apagones. Ese puede ser el costo de darle marcha atrás al reloj. © LA NACION Alberto Chong es investigador principal en Economía del BID; Florencio López Silanes es profesor de Finanzas en la Facultad de Negocios de Amsterdam.

LA NACION/Página 15

El catecismo de Mafalda Por Pilar Rahola Para LA NACION ORMÓ parte de nuestra educación sentimental. Respiraba nuestra misma perplejidad, formulaba las mismas inquietas preguntas, alentaba utopías parejas y, en su paisaje cotidiano, las mismas Susanitas y Manolos pintaban las emociones y los días. Mafalda fue la sutil compañía, la conciencia cercana, y todo lo que representó sigue con nosotros para siempre. De hecho, transgeneracional como todo grande, Quino ha conseguido que Mafalda sea amiga de nuestros hijos, hermana mayor de los Guilles que se pasean por los rincones de nuestra felicidad. El título, pues, de este artículo, es lo que parece, un sentido y agradecido homenaje. Sensible, comprometida y, a pesar de todo, deliciosamente niña, Mafalda siempre será de una sola pieza. ¿Son de una sola pieza los Mafaldos que pululan por las esquinas del pensamiento, por los despachos de algunas cancillerías, por las cátedras impolutas de múltiples universidades, por las calles de la pancarta y el grito? Toda esa progresía, heredera de las utopías de izquierdas que intentaron cambiar el mundo, ¿mantiene intactos los criterios morales que las movilizaron? Y más aún, ¿mantiene el compromiso con la libertad?

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catecismo progresista, y eso lo convierte en ícono de la izquierda reaccionaria: “Odiarás a USA sobre todas las cosas, y a Israel como si fuera lo mismo”. Si tuviera que definir este progresismo de doble moral, lo haría usando su propio concepto de solidaridad: un concepto bizco, que llora por un ojo a las víctimas que le gustan, y por el otro disculpa a los asesinos que no le disgustan. Por supuesto, estoy a favor del pensamiento crítico con el accionar norteamericano, y practico esa convicción tanto respecto de su política en la región como en el caso de Irak. Pero el pensamiento crítico es un compromiso integral, que no permite extrañas ambigüedades. El problema de los Mafaldos no es contra quién luchan, sino contra quién no luchan ni levantan banderas. Subidos al orgasmo permanente de la caza al yankee malvado y al perverso israelí, se les escapan vivos todos los dictadores del planeta. Es decir, les preocupan más los errores de los demócratas que las locuras de los tiranos. Hablé de traición moral. Permítanme. Traición a las mujeres que viven bajo las tiranías islámicas, sin ningún derecho, abandonadas a su suerte, culpables de no ser esclavizadas por alguna democracia occidental.

Mafalda siempre será de una sola pieza. ¿Son de una sola pieza los Mafaldos que pululan por la progresía de izquierdas?

El problema de los Mafaldos no es contra quién luchan, sino contra quién no luchan ni levantan banderas

Las banderas que blanden son las de siempre, la propia de la libertad, la solidaridad, la justicia social, la lucha contra la marginación, y así hasta completar la lista del catecismo del buen pastor de izquierdas. Poco o nada tengo que decir contra esas banderas que, sin paliativos, son las mías. Pero mucho hay que decir sobre algunos de los que se han apropiado de ellas, y, desde la atalaya de su soberbia ideológica, nos castigan con su verbo airado. Ya hablé, en otra ocasión, de los D’Elía y Bonafini, eficaces lacayos del pensamiento reaccionario de izquierdas. Pero más allá de los peones que se mueven por el tablero, con más ruido que inteligencia, existe una sólida corriente de izquierdas que, a pesar del efectismo de su retórica, está traicionando seriamente la ley de leyes, la Carta de Derechos Humanos. No es nueva esa traición, y ahí están las víctimas de las dictaduras de izquierdas clamando su lugar en el sol del recuerdo, sospechosas por el hecho de haber muerto bajo balas amigas, esos bellos dictadores que leían a Lenin y mataban como Goebbels. Y que algunos aún cabalgan, cual patéticos jinetes con zapatillas, por las islas de nuestras revoluciones adolescentes. Hoy, como ayer, existen víctimas que no conmueven, dictaduras que no movilizan, terrorismos que no indignan, esclavitudes que no ara-

Su dolor no preocupa a ningún vocero de la izquierda auténtica. No está en el catecismo del buen progre luchar por las víctimas del islam. Traición a la libertad, minimizado el terrorismo nihilista, perdonados los suicidas “jihadistas”, reconvertidos en milicianos los fanáticos enloquecidos que matan a decenas de personas en los autobuses de Jerusalén o en los mercados de Bagdad. ¿Se han fijado que si matan americanos o judíos, son resistentes, pero si matan españoles o ingleses, son terroristas? Los mismos. Su mismo totalitarismo nihilista. La misma financiación. La misma tecnología vía satélite, conectada a la Edad Media. Pero distinto rasero. Traición a la tolerancia, con ese coqueteo desacomplejado con el nuevo antisemitismo que corroe al mundo. Traición a la inteligencia, convertida la ideología en una religión, y las ideas en dogmas de fe. Y, finalmente, traición a la solidaridad, cuya bandera manchan de tanto usarla como munición demagógica. El mundo, sin duda, no vive un tiempo de luz. Pero la izquierda tendrá que preguntarse qué culpa tiene en esa oscuridad. Tanto por las palabras que dice como por los silencios que otorga. ¿No será que los Mafaldos han traicionado a Mafalda?

ñan las paredes de la conciencia, y todo ello pasa mientras tomamos las calles para gritar contra la injusticia. Diversas son las traiciones morales que la izquierda está perpetrando, en nombre de los mismos principios que dice defender. Con un añadido fundamental: más allá de los gobiernos que cada cual elige, los ciudadanos otorgan un plus de prestigio a los intelectuales y a los movimientos de izquierdas, hasta el punto de que un pensador de derechas sólo

puede equivocarse una vez, antes de hundirse. La izquierda puede perpetrar una vida de errores, y mantiene intacto el prestigio. ¿Sirve el ejemplo de Saramago? Defendió a Stalin como libertador, estuvo a favor del Muro de Berlín, considera a Chávez y a Castro como referentes legítimos e, incluso, entró en las listas del PC portugués, el más jurásico de los partidos comunistas del mundo, si obviamos la excepción de Corea del Norte, que detenta el honor de ser el mayor dinosaurio. Sin em-

bargo, Saramago vocifera contra los yankees, clama contra la maldad judía, disculpa al terrorismo islamista, repite los tópicos sudados de la corrección política, y las universidades del mundo babean de complacencia, lo elevan a los altares y lo consideran un ejemplo de intelectual comprometido. ¡Qué importa que haya defendido a alguno de los asesinos más importantes de la historia reciente! ¡Qué importa la quiebra moral que ello significa! Cumple felizmente con el primer mandamiento del

© LA NACION La autora, española, es periodista y filóloga.

Planeta Deporte

Daños colaterales Por Simon Kuper The Financial Times LONDRES UANDO visité la base aérea Maxwell, en Alabama, creí haber aterrizado en un pueblito norteamericano de los años 50. El personal andaba a pie y, al pasar, saludaba a los desconocidos. Los autos iban a 24 km por hora y nadie cerraba con llave a los estacionados. Todo esto ocurría bajo un sol delicioso. Pese a los temibles guerreros que nos rodeaban, nos sentíamos seguros, en parte, porque todos tenían prohibido traer su arma a la base. Había ido allí con un doble fin: participar en un seminario deportivo y evaluar el nuevo lugar que ocupaba el deporte en las Fuerzas Armadas de Estados Unidos. Nunca había visto un ámbito para adultos tan deportivo. En mi habitación, me aguardaban varios palos de golf. Había canchas por todas partes y un gimnasio inmenso. Era natural, ya que el presupuesto de la fuerza aérea supera el de cualquier otra arma. Me desayuné junto al campo de golf. Varios internos de la cárcel federal existente en la base cortaban el césped. Amit Gupta, profesor del Colegio de Guerra Aérea, me contó una anécdota. El equipo de softball de Maxwell había cometido el error de jugar contra los presos. Algunos de éstos resultaron ser jugadores de béisbol de las ligas menores, encarcelados por narcotráfico. Los militares abandonaron en la primera entrada, ya iban perdiendo por 10 carreras. Gupta me llevó a su aula. La oficialidad recibe una educación continua –en muchos

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sentidos, las fuerzas armadas norteamericanas son un paraíso socialista– y el Colegio de Maxwell tiene buena fama. Los oficiales aparentaban unos diez años menos de los que tenían. En parte, gracias a la tintura, pero también porque se mantenían en perfecto estado físico. Entre los militares, como en muchas otras corporaciones norteamericanas, el aspecto juvenil puede facilitar los ascensos. Esos hombres en nada se parecían a la mayoría de los habitantes de la vecina Montgomery, que en un estudio de la revista Men’s Health sobre salud masculina, ocupó el penúltimo lugar en una lista de 100 ciudades Habían recibido su formación militar practicando deportes entre equipos. “Dan más cohesión al grupo”, explicó uno. “Los militares somos como los equipos deportivos: todos tenemos uniformes y recibimos el mismo entrenamiento”, explicó otro. Y agregó que el entrenamiento constituía el 99% de su trabajo. Sólo entraban en el “juego” cuando había una guerra. Sin embargo, en la fuerza aérea, los deportes están en decadencia. Las guerras los tienen demasiado ajetreados. “¡Qué diablos! –protesta una mujer–. Antes solíamos salir a las cuatro de la tarde; ahora, salimos a las seis.” Antes de las guerras, los equipos de Maxwell iban a los torneos en un Boeing 707 estacionado en la base. Ese día, sus atletas habían partido en un viaje de 17 horas en bus “desde el infierno hasta Pensilvania”. “La fuerza aérea ha dejado

los deportes entre equipos por el ejercicio físico individual”, opina un oficial tejano. En la clase, había un coronel de marines cincuentón. Las mangas de su camisa, estratégicamente arremangadas, revelaban los antebrazos gigantescos de un Charles Atlas. Le pregunté qué deportes practicaban los marines. “Verdaderos deportes físicos, como el pushball y el bull-in-the-ring”, respondió. Quedamos perplejos. “¿Toro en el cuadrilátero? –exclamó una mujer–. Acá somos de aeronáutica. No sabemos qué es eso.” “Todos se meten en un cuadrilátero y, luego, se echan unos a otros. El último que queda, gana”, explicó el marine. En el pushball, dos equipos tratan de empujar una pelota cancha abajo utilizando la fuerza bruta. Sonaba a fútbol medieval. ¿No había reglas? “No diría tanto, pero el juego se vuelve bastante salvaje”, contestó. Y aclaró: “Hay tantos marines de veinte años o menos, que nos vemos obligados a hacerles quemar energías constantemente para que no se metan en líos.” Los de aeronáutica palidecieron. Su deporte más rudo es el mudding, el favorito en Alabama: consiste en recorrer en auto un lodazal. “Los marines libran una guerra física –adujo un piloto–. La nuestra es tecnológica.” Los aviadores oprimen botones para destruir objetivos distantes. Gupta comenta el reciente reemplazo de un cirujano de aeronáutica por un marine, como capitán del equipo de fútbol. “El otro era más cortés. Con el marine, la práctica debe seguir aunque empiece a llover.”

Lo que más me impresionó en Maxwell fue la frustración de los militares norteamericanos. Ningún país será ya lo bastante estúpido como para librar una guerra convencional contra ellos. Sus enemigos recurrirán al terrorismo, los crímenes cibernéticos y las armas de destrucción masiva. Eso podría alterar la actividad deportiva en Estados Unidos. Su deporte nacional, el fútbol americano, imita la guerra convencional moderna. La violencia es colectiva y organizada. Hay muy poca iniciativa individual. Equipos de especialistas ejecutan estrategias predeterminadas. Impera la tecnología: técnicos con walkie-talkies observan el juego desde una altura y analizan las repeticiones de jugadas en grabaciones. No debe extrañarnos que el fútbol americano guste de la jerga militar: “bomba”, “guerra relámpago”, “veterano”. A la inversa, los militares toman prestados términos futboleros. El general H. Norman Schwarzkopf denominó la primera guerra del Golfo “el Superbowl”. El nombre clave para los bombardeos de Navidad contra Hanoi había sido “Linebacker II” (Defensor II). Si la guerra convencional desaparece, el fútbol quizá pierda parte de su significado. ¿Qué otro deporte podría imitar a la guerra contra insurrectos? “Esa se asemeja, más bien, a una riña callejera muy sucia”, suspira Gupta. © LA NACION Traducción: Zoraida J. Valcárcel