El castillo. Cuando Edgar compró el viejo castillo junto al lago pensó encontrarlo poblado de fantasmas, ya que en el pueblo cercano corrían mil y una historias acerca del antiguo dueño, que había muerto misteriosamente. Pero a Edgar los cuentos de terror no lo intimidaban y hasta le parecía divertido que se hablara tanto del lugar porque eso atraería a los turistas incrédulos o curiosos. Después de todo, Edgar pensaba convertir el castillo en un exclusivo hotel. Ninguna de las otras propiedades que se ofrecían a la venta estaba al alcance de su exiguo presupuesto, considerando que debía reservar una considerable cantidad de dinero para la restauración y la compra de muebles. Pero esta tenía un precio más que accesible y se hallaba, además, en un lugar privilegiado. Po eso, no dudó en comprarla. En cuanto los papeles estuvieron en orden, el escribano se los envió por correo y Edgar decidió instalarse en el castillo para supervisar las obras de remodelación que comenzarían de inmediato. Las condiciones para alojarse allí serían precarias al principio, pero eso no le preocupaba tanto como que los plazos se extendieran y el capital se acabara antes de tiempo. Una agencia de empleos de la zona se encargó de contratar albañiles, pintores, electricistas, plomeros, carpinteros y jardineros para acondicionar el castillo. Edgar llegó antes que todos, de modo que se encontró solo en el castillo. El resto de la gente iría al día siguiente por la mañana para comenzar a trabajar. Por esa noche, el sitio era nada más que para él y en cierto modo esto le causaba un extraño placer. Quizá porque la soledad no le molestaba en absoluto. Quizá porque quería recorrer el castillo sin urgencias, como quien pasea por un sitio con el cual ha soñado largamente. No halló, por supuesto, rastros de seres sobrenaturales o espectros que hubiera considerado, en cierta manera, una ilusoria compañía, mejo que la de los seres humanos, que siempre rehuía. Tampoco fue extraño que se moviera con gran familiaridad por el castillo., luego de haber pasado las últimas semanas estudiando los planos y observando ávido las escasas fotografías del lugar. Es más: en cierto modo le parecía que ya alguna vez había estado allí y el corazón le latía con una impaciencia desacostumbrada al reencontrarse con aquello que
hasta ese momento solo recordaba por imágenes virtuales o ensoñaciones. Y a pesar de sentirse finalmente dueño de aquel lugar, comenzó a invadirlo una indefinida nostalgia cuya causa no pudo develar. Para espantarla, como si se tratara de una nube de tormenta o de un mal presagio decidió instalarse en una biblioteca frente a la chimenea. Encendió un fuego escaso para el frío que comenzó a sentir cuando cayó la noche y se acomodó en el sillón, con la caja de los documentos que había recibido junto a la escritura. No sabía por qué se los habían entregado y pensó que era un buen momento para inspeccionarlos. Había varios retratos de color sepia borroneados por la humedad y el olvido, y en dos o tres o cartas escritas con una caligrafía retorcida. Agotado por el esfuerzo inútil de intentar descifrarla abandonó la lectura y se dedicó a indagar los rostros sin nombre que lo observaban desde las fotos opacas. ¿Quién sería la mujer que apoyaba su mano lánguida sobre el hombro de un soldado cuya cara apenas se distinguía? ¿Sería aquella María a quien alguien en una de las cartas le juraba eterno amor? Edgar se aburrió pronto de ese juego absurdo de armar por pura intuición un rompecabezas de un pasado que no le pertenecía y se fue quedando dormido. Entonces soñó con María la mujer de la foto. La veía esplendida bailando en el salón principal del castillo. Incluso se vio a sí mismo con uniforme y galones de oro. Con caprichosa incoherencia el sueño fue hilvanando las palabras de las cartas más leídas y los rostros amarillentos de la fotografía y le contó una historia. Una historia en la que él era el dueño del castillo y María su amada. Una historia de traiciones y engaños en la que él terminaba asesinado. Se despertó sobresaltado por la pesadilla. Ya había amanecido y escucho voces indefinidas. Supuso que eran los empleados que se presentaban puntuales a trabajar y lo buscaban. Trató de responderles, pero su voz lo asustó porque sonó irreal, como si llevará siglos sin hablar con nadie. Los gritos de la gente se oían cada vez más cercanos y Edgar se puso de pie para recibirlos. En ese momento las fotos que tenía en el regazo cayeron al suelo y se desplegaron frente a él, mostrándole un rostro que la noche anterior no había visto. O no había podido ver. Le llevó sólo un instante comprender. Y mientras Edgar observaba espantado su propio rostro en las fotografías amarillentas, los empleados entraron a la biblioteca y la encontraron vacía. Liliana Cinetto.