OPINION
Miércoles 5 de enero de 2011
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LIBROS EN AGENDA
LOS PROTAGONISTAS DE UNA DECADA EXCEPCIONAL
Lo que el mar nos ha traído
El arte, pasión de multitudes
SILVIA HOPENHAYN PARA LA NACION
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IRAR el mar es una forma de estar atento a lo que se viene. El capitán Ahab lo está en altamar, dispuesto a encontrar la ballena blanca; también el viejo frente al pez en la célebre novela de Hemingway. Ambos subsisten entre la amenaza y la esperanza. La vida misma. Pero el mar, la mayor de las veces, simplemente arrastra y deposita en las playas lo que se dejó llevar. La novela de Griselda Gambaro, El mar que nos trajo (recién reaparecida), es uno de sus libros más bellos y conmovedores de la reciente narrativa argentina. El mar ocupa el lugar de separación de las vidas (entre dos costas, la isla de Elba y la costa rioplatense) y, al mismo tiempo, de página en blanco (azul, verde, gris) que permite pasar de una vida a otra. En la novela de Gambaro cambia sutilmente la mitología de nuestros orígenes, basada en la broma migratoria de que los argentinos venimos de los barcos y de la que Carlos Fuentes se aprovechó para diferenciarse: “Mientras los mexicanos descendemos de los aztecas, los argentinos descienden de los barcos”. No es lo mismo venir de los barcos que ser traído por el mar. Y no me refiero a naufragios ni tempestades. Ser traído por el mar como resultado, justamente, de estar atento a lo que se viene, de hallar en las olas un destino de cambio. Como reza la cita de Valéry –frecuente en estas columnas– “el mar, siempre volver a empezar”. Lo valioso aquí es cómo se puede ligar lo que se empezó en distintos lugares. Agostino, el protagonista de la novela de Gambaro, es traído por el mar. Cree estar eligiendo un futuro. Cuando, en realidad, no hace más que volver a empezar. Su destino se teje en las olas, y si bien el viaje desde Italia hasta Buenos Aires, a fines del siglo XIX, está centrado en la ilusión de nuevas tierras y, por lo tanto, de un mejor afincamiento en la vida, su partida, aquel verano de 1889, es producto del susurro del océano. Las aguas divisorias dan cuenta de un corazón partido. En Italia está Adele, su joven esposa, que lo espera para convertirse en la madre de sus hijos; en Buenos Aires, se enlaza con Luisa, de quien también se enamora perdidamente, a pesar de que ella “nunca se contemplaba en el espejo sin la sensación de estar en falta” y se cubría la boca para reír, ya que “pensaba que la risa no le pertenecía”. De esta nueva pareja, nace Natalia, hija de un futuro enredo y una estremecedora historia. Las mujeres de Agostino son las verdaderas protagonistas del mar. Lanzan redes de amor en un ámbito hostil, donde se combina el fervor anarquista con la penuria social en plena Semana Trágica. Con dignidad demoledora, Luisa encara la pérdida, pasa por prostituta en el muelle en Buenos Aires, con tal de atisbar el barco en el que partió Agostino, defendiéndose a puro puño frágil de borrachos y acosadores. Del otro lado del océano, nacerá Isabella, hermana puente de Natalia, y madre en la vida real de Griselda Gambaro, fruto del regreso de Agostino a los brazos de Adele. Más que provenir de los barcos, pareciera que venimos de los brazos. © LA NACION
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Continuación de la Pág. 1, Col. 2 como Eurodisney, gracias al diseño magnético de Renzo Piano y a la escalera mecánica que depositaba al visitante en el corazón de la muestra con la misma celeridad que lo hacía en las fauces de un shopping. Primera señal visible de la nueva alianza entre el arte y el consumo. Mientras tanto, los medios masivos asociaban arte y espectáculo, como sucede en las páginas del suplemento “Arts & Leisure”, del The New York Times, que incluye la programación de museos, galerías, rematadoras y toda la oferta de Broadway. La década cierra con la consagración del turismo cultural. Hoy la gente viaja para visitar museos, ferias y bienales, como antes lo hacía para descubrir los secretos de una catedral gótica. Años atrás, cuando el MoMA neoyorquino decidió ampliar sus instalaciones, puso al frente a un simpático director de ojos azules llamado Glenn Lowry, asiduo visitante de Buenos Aires, que sabía bastante poco de arte moderno pero mucho de fundraising: logró reunir los 858 millones de dólares que exigía el proyecto del arquitecto Yoshio Taniguchi y se animó a subir el precio de la entrada a 20 dólares. El principal mecenas de la expansión del museo resultó ser el alcalde Rudolph Giuliani, quien, rápido en las cuentas, descubrió que un MoMA ampliado implicaba un día más de estadía en la Gran Manzana, con lo que esto representa en gasto de hoteles, comidas, compras, taxis, etcétera. En Buenos Aires, el empresario y coleccionista Eduardo Costantini, fundador del Malba en septiembre de 2001, clama por la ampliación del museo. Tiene un medio sí dado por el gobierno porteño; un proyecto firmado por el uruguayo Carlos Ott, el mismo de la opera de la Bastilla, y la adhesión de varios legisladores. Su sueño es prolongar el Malba bajo la plaza Perú con un techo transparente que inunde de luz cenital un parque de esculturas. En 2011 el Malba cumplirá diez años ¿recuerda alguien la guerra a muerte que tuvo que librar el empresario para abrir las puertas del museo de San Martín de Tours y Figueroa Alcorta? Ya es parte del paisaje. “No se entiende Buenos Aires sin el Malba”, hace tiempo me sopló al oído Celso Amorim, que fue ministro clave del gabinete de Lula da Silva, durante una recorrida por la colección que tiene un Tarsila de Amaral como “cuadro insignia”. Las relaciones entre los museos y el mercado no tienen nada de ingenuas. De esto sabe Larry Gagosian, galerista y el hombre de negocios más fuerte del mundo del arte (Art Review), con “bocas de expendio” en Nueva York, Londres, Roma, Atenas, París y Los Angeles. Es probable que el bueno de Larry, que pagó el récord de 43 millones de dólares por una pintura de Lichtenstein, tenga pensado mudarse a Qatar, porque en el país más rico del mundo se prepara la mayor expansión museística del siglo. Los museos serán la columna vertebral de la identidad de un país. Para quienes anticipamos la expansión de las fronteras del arte, es la profecía cumplida. En Abu Dhabi habrá tres nuevos museos: un Guggenheim firmado por Frank Gehry, doce veces más grande que la “casa central” de la 5ª Avenida, con una inversión de 800 millones de dólares, una sucursal del Louvre de 1000 millones, diseñada por Jean Nouvel y un museo de historia proyectado por Foster & Partners. Doha no se queda atrás. Será sede mundialista en 2022, con estadios portátiles refrigerados para neutralizar los 45 grados en los que se cocina la vida; tiene un Museo de Arte Islámico, obra de chino I. M. Pei
SOLEDAD AZNAREZ
La reapertura del Mamba, una buena noticia para cerrar 2010 y, en carpeta, un centro consagrado a la historia qatarí, proyecto de Jean Nouvel. El jeque Khalifa bin Zayed Al Nahyan, presidente de los Emiratos, sabe que un museo es la postal, pero también la imagen políticamente correcta para poner en el mapa un país con más dinero que historia, con más petróleo que habitantes. ¿Qué pasará cuando los jeques comiencen a comprar arte? El Guggenheim de Abu Dhabi tiene 600 millones de dólares de presupuesto anual. No hay institución museística en el mundo que disponga de semejante budget. Sólo para tener un dato: el poderoso Museo Paul Getty, de Malibú, California, ganó fama mundial por tener un presupuesto de 12 millones anuales y comprar, entre otros, dos récords mediáticos: Retrato de Cosimo de Medicis, de Pontormo, y Los lirios, de Van Gogh. Se entiende por qué los “Gagosian” planetarios están mirando al Golfo Pérsico. También la presidenta de los argentinos, lista para volar a Qatar, ha planteado en rueda íntima con miembros de la Fundación Exportar la necesidad de sumar muestras de arte en sus salidas al exterior. Nadie entendió mejor que España, mientras duró la bonanza, la transferencia de sentido operada en el mundo del arte, que lo convertía en imán de turistas y escalera de prestigio social. De Bilbao a Málaga, de León a Valencia, la cadena de nuevos museos hizo de un país aislado tras años de tenaza franquista un destino del turismo cultural. La pica en Flandes fue la inauguración del Guggenheim de Bilbao. El pájaro de titanio diseñado por Frank Gehry cambió el horizonte decadente de la ciudad astillero. En el otro extremo, Madrid afianzó el triángulo de las artes formado por el Thyssen, el Reina Sofía y el Prado, al que se sumaría la Caixa Forum, de Herzog & de Meuron, con su jardín vertical de 35.000 variedades de plantas. Alberto Ruiz Gallardón, alcalde de Madrid, y Esperanza Aguirre, presidenta de la Comunidad, saben cuántos visitantes llegan atraídos por ese triángulo virtuoso. Como Giuliani, han hecho bien las cuentas. El turismo da trabajo al 12 por ciento de los españoles, visitan la península más de 43 millones de personas por año con un promedio de gasto diario de 100 euros. En Buenos Aires, el ministro Hernán Lombardi logró este año la cota más alta de visitantes para “La noche de los museos”, con medio millón de personas insomnes que circularon por la milla museística. El activo Lombardi se las ha ingeniado para “armar” un calendario cultural sin tregua.
La cereza del postre fue la reapertura, el 23 de diciembre, del Mamba en pleno San Telmo. Buenos Aires tiene ahora el Museo de Arte Moderno que merece y otra escala para la oleada de turistas que ha cambiado la rutina porteña en estos días de fiesta. En 2010 desembarcó la Beca Kuitca en la Universidad Torcuato Di Tella y la convocatoria tuvo masiva respuesta. Una veintena de artistas terminó su primer año con una mezcla de asombro y alegría por lo que representa sumar la mirada del artista consagrado a la propia producción. La experiencia de los becarios Kuitca fortalece la idea de que el arte, en todas sus manifestaciones e hibridaciones, ocupa un lugar de aspiración entre los jóvenes argentinos. Una generación de artistas creció al “abrigo” de la crisis de 2001. Salió eyectada al arte ante el derrumbe financiero, el fracaso de las recetas del establishment y la presión por hacer de Ezeiza la única salida. La matrícula en las escuelas de arte
Los circuitos de las galerías expandieron sus fronteras y nacieron nuevas ferias locales e internacionales y la oferta de nuevas carreras crecieron en estos últimos diez años de manera exponencial. Los circuitos de galerías expandieron sus fronteras, nacieron nuevas ferias locales, como Buenos Aires Photo, e internacionales, como Pinta Nueva York y Pinta Londres, y se consolidó el liderazgo de arteBA, feria de arte contemporáneo de Buenos Aires, que en el umbral de sus primeros veinte años va por más. Un dato llamativo en este pantallazo de lo que deja la década es la enorme expectativa que genera la idea de “ser parte” de la tribu del arte. La idea de “m’hijo el artista” ilusiona por igual a un alto ejecutivo que a Claudio Paul Caniggia, quien unas semanas atrás acompañó a su hijo Axel, artista, a la exhibición de bodegones hiperrealistas en el Centro Borges. Había que escuchar a la saeta rubia hablar de pinceles y técnicas, mientras Diego Armando Maradona lo miraba serio y sin salir de su asombro. De no creer. La transferencia de sentido operada en el mundo del arte ha terminado con el concepto de obra de arte como patri-
monio de las élites y del artista como marginal-bohemio-pobre. En la sociedad contemporánea ha cambiado el lugar del artista. Y si no que le pregunten a Milo Lockett. Campeón del marketing y ventas en 2010, se prepara para inaugurar un Hospital Garrahan en su Resistencia natal, levantado con los dividendos de la venta de sus cuadros y la ayuda de los amigos. Milo será la portada del libro de CocaCola en sus 125 años, fue seleccionado como “potencialista” para la campaña de American Express y ha pintado los nuevos separadores de la grilla de America TV. Pero lo más importante, el chaqueño ha logrado lo que nadie, que un joven que nunca compró un cuadro tenga una obra suya como fondo de pantalla del celular. Es una celebrity mediática, y admite que sus pinturas ingenuas y coloridas gustan porque “todo el mundo las entiende”. Se cierra una década en la que el arte dejó de ser noticia de tapa solamente porque se paga un récord, se descubre una obra falsa o se concreta un robo de guante blanco. Hoy no se necesita morbo para que el arte sea noticia. Los números dicen que en 2010 la Argentina batió la marca récord de obras de arte vendidas en subasta: más de 4000 por 17 millones de dólares, una moneda si se piensa en el mercado internacional. En mayo de este año, Desnudo con hojas, de Pablo Picasso, cambió de dueño por 106, 4 millones de dólares. Pero hay algo más que cifras y récord detrás de este furor del arte que llena los pabellones palermitanos para arteBA, los museos los domingos y los bolsillos de los marchands. El arte aporta dos atributos mucho más importantes que el dinero en una sociedad donde las instituciones, las jerarquías, los apellidos y hasta los títulos académicos han perdido su peso específico: aporta prestigio y exclusividad. Ser coleccionista de arte es formar parte del club más VIP del planeta. Son los elegidos que vuelan en jet privado y son recibidos con alfombra roja. No hay mejor directorio para sentarse en el mundo globalizado que el board de un museo. Allí se discute la lista de compras de la temporada, se analizan los cambios de calendario y el perfil del futuro curador. Corren con ventaja la Tate Modern, de Londres, y el MoMA de Nueva York, por su alta visibilidad y el entrenamiento de los sajones en hacer del arte un trampolín social. Claro, la silla de un board no es gratis. Obvio. © LA NACION
Algo está fallando en esta ciudad LUCAS LLACH PARA LA NACION
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UENOS AIRES es la mayor obra de arte de los argentinos, y creo que hasta supera a cualquiera de las obras de Dios en esta tierra. Si tuviera que elegir una cosa nuestra para mostrarle al mundo, antes que glaciares, pampas, Andes o cataratas, yo mostraría Buenos Aires. Y lo hicimos casi todo en poco tiempo: apenas cuatro o cinco generaciones atrás esto era una aldea y no de las grandes. Vale la pena mirar las fotos de Buenos Aires de la década de 1860, que las hay: el único ferrocarril del país, el del Oeste, partía desde donde hoy está el Teatro Colón, y llegaba hasta Floresta; Constitución, Once y Retiro eran enormes estacionamientos de carretas que venían de las pampas con trigos y lanas, del interior con vinos y alguna artesanía, de San Isidro o Flores con frutas y hortalizas. En ciento cincuenta años aquella ciudad modesta, de 100 mil habitantes –algo así como el Río Gallegos de hoy– se transformó en esta enormidad de trece millones que hasta tiene nombres grandilocuentes, como Aglomerado de Gran Buenos Aires o Area Metropolitana de Buenos Aires. No hay países de 40 millones de habitantes que tengan ciudades tan enormes, y muchos países más poblados –los grandes de Europa, por ejemplo– tampoco las tienen. En esa ciudad maravillosa hace rato que algo está fallando. Una ciudad modesta tiene problemas modestos y requiere solu-
ciones modestas, pero una ciudad enorme las necesita a lo grande. Buenos Aires tiene pequeñas políticas para una gran ciudad, y eso es mirando la parte llena del vaso. Quizás deberíamos empezar por limitar el crecimiento de Buenos Aires. Aunque no es el área que más crece en el país, un buen objetivo de política pública podría ser que todo el crecimiento poblacional que normalmente le tocaría a Buenos Aires entre este censo y el próximo se repartiera en cambio hacia las 33 ciudades que le siguen, cuya población combinada no alcanza a la de la megalópolis del Plata. No es muy difícil. Habría que empezar por desmontar un esquema fiscal que realiza un toma y daca bastante perverso desde el punto de vista demográfico: gasta en subsidiarles servicios públicos a los residentes de la urbe número uno tanto como cobra en retenciones quitadas al agro que rodea a buena parte de esas treinta y tres ciudades que le siguen. Tampoco estaría mal que nuestra generación discutiera, después de ciento treinta años, aquella decisión de sumarle al puerto más obvio del país, rodeado por la zona más fértil del territorio nacional, el honor de ser además de todo eso la sede del gobierno nacional. Dos bendiciones es suerte, tres ya es abuso. Mientras lidiamos con la macro demográfica, tenemos muchísimo por hacer en la administración de los problemas urba-
nos, que exceden no sólo la imaginación sino las capacidades efectivas de nuestras autoridades municipales. El transporte es uno entre tantos ejemplos posibles. Hace trece años el Congreso votó una ley para que existiera un ente metropolitano de transporte, coordinando a la Nación, la provincia, la ciudad y los municipios. Hoy nuestra Secretaría de Transporte, luego de alguna administración tristemente célebre, está empezando a estudiar cómo implementar dicha autoridad. Ojalá funcione, no digo a velocidad de Tren Bala pero al menos de locomotora diésel. Entre tanto, las autoridades municipales hacen lo que pueden y sólo lo que pueden: una ciclovía allí, una peatonal allá. No está mal, pero es como una intentar apagar un incendio con una pistolita de agua. Con un mínimo de imaginación y sentido común, y sin necesidad de inversiones excesivas, se puede hacer bastante, en transporte como en otras áreas. ¿Tiene sentido que una docena de colectivos recorran una misma avenida y se atrasen unos a otros en lugar de un sistema de una línea por avenida, con transbordos gratis por tarjeta magnética –que ya estará disponible– y carriles verdaderamente exclusivos, libres de taxis y otros obstáculos y con semáforos preferenciales, algo así como una red de subtes pero por encima del suelo? ¿Tiene sentido que esté premiado con subsidios
el colectivo que tarda 2 horas desde una barriada de Ezeiza hasta el centro pero no lo tenga –y sea visto como el competidor irregular, cuasi mafioso– un transporte más rápido y eficiente como el chárter, que por lo tanto sólo está al alcance de los residentes de Nordelta y de otros habitantes prósperos de los suburbios? ¿Tiene sentido que prometamos túneles que se hacen a cuentagotas pero haya en Coghlan diez cuadras de vía seguidas sin la tecnología más pedestre pero no completamente ineficiente de la barrera? Como en el transporte, hay otros temas que son casi imposibles de encarar sin algo más que una voluntad de coordinación entre autoridades de la provincia, la ciudad y la Nación. La vivienda es otro ejemplo elemental. Los incentivos políticos tal como están son catastróficos: el intendente que convenza al mundo de que en su municipio no habrá problemas de vivienda los habrá multiplicado en pocos días al incentivar la migración hacia allí. La Nación se ha adueñado de la política de vivienda con el estilo derrochón y arbitrario que siempre la ha caracterizado. Si en pocos meses se pudo implementar la asignación por hijo –supuestamente, una titánica tarea administrativa– para reemplazar a programas en los que era el Estado el que decidía cuánto y dónde comían los pobres, ¿no podemos ampliar el mismo concepto
a la vivienda? ¿Tanto puede costar implementar un sistema de subsidio público al crédito privado para la ampliación, compra usada o construcción de vivienda social al que todos los argentinos tengan derecho al menos una vez en la vida? Claro que para eso necesitaríamos una unidad de cuenta indexada a la inflación (y, sí, la verdadera). Seguramente este gobierno no lo pueda hacer; pero el que quiere ser el próximo, ¿lo está proponiendo, lo está pensando? No que yo sepa. El crecimiento económico es maravilloso, quién lo duda. Bienvenido, y ojalá se quede con nosotros tanto tiempo como el que empezó hace más o menos ciento cincuenta años. Pero librado a sus propias fuerzas, el crecimiento derrama sus frutos de manera arbitraria socialmente y desordenada en el espacio. Las tensiones del crecimiento se ven, más que en ningún otro lado, en la vida de la ciudad. Más prosperidad es más tráfico, más basura, quizá más migración a la ciudad, con las demandas que eso trae sobre vivienda, hospitales y escuelas. Hace bastante tiempo que deberíamos haber empezado a lidiar con estos problemas en la escala que le corresponde a Buenos Aires. © LA NACION
El autor es director de la Maestría de Economía Urbana de la Universidad Di Tella