Jo Baker
El álbum de fotos Traducción del inglés de Alejandro Palomas
alevosía
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Generación va y generación viene. Todos los ríos van al mar, y el mar no se llena. Eclesiastés 1, 2-7
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Teatro Electric, York Road, Battersea, 14 de agosto de 1914
S
e apagan las luces. Las localidades baratas estallan en gritos y bramidos, como si la oscuridad hubiera transformado al público en animales y en pájaros salvajes. Hace calor. El hedor es espantoso. Amelia busca a tientas la mano de William. A su espalda suena de pronto un zumbido y un traqueteo mecánicos. Amelia se vuelve a mirar. Tan solo alcanza a ver un chorro de luz cada vez más intenso que la obliga a pestañear y que acto seguido empieza a girar y a parpadear. –Ya empieza –dice William. Amelia se vuelve hacia delante en el asiento y estira el cuello, intentando ver entre las cabezas que tiene delante y las nubes de humo de los cigarrillos. De pronto aparece un hombre y el público vitorea. El hombre saluda con una inclinación de cabeza y lanza besos al público. Está enmarcado por un par de gruesas cortinas con pliegues y viste un elegante frac. Es muy apuesto: suaves sombras de porcelana y carbón, de un gris sedoso. –Es Max –aclara William–. Max Linder. La mano de Amelia aprieta la de William. –¿Qué es lo que ocurre? –Max está en el escenario –dice William–. Ha salido a saludar. Semejante milagro. Un caballero como ese saludándolos así, al 11
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público que abarrota la sala, dos niños por asiento, todos hablando atropelladamente como si aquello fuera de lo más normal. El teatro huele a ropa vieja, a botas, a sudor, a mal aliento y a enfermedad. –¿Qué te parece? –pregunta William. Amelia se limita a negar con la cabeza y sonríe. La imagen cambia: lo que ahora ella ve es un marido y una mujer hablando. Aparece un subtítulo: la señora quiere conocer a Max; ¿podría el marido enviarle una nota? Los niños que ocupan los asientos baratos farfullan las palabras, traduciendo o simplemente leyéndoselas a sus padres en voz alta: un batiburrillo de inglés, yidis e italiano. El teatro es una especie de babel, aunque en la pantalla todo es hermoso: el marido viste de etiqueta y el chal de la señora, con su sedosa caída, es lo más maravilloso que Amelia ha visto jamás. Debe de ser fantástico sentir su tacto sobre la piel. Pero el marido está celoso. Se adivina en sus cejas y en sus puños cerrados. El hombre que está sentado delante de Amelia se inclina a hablar con su vecino de asiento y Amelia se acerca a William, codo con codo ahora, para sortear el obstáculo que le dificulta la visión. En la oscuridad, William le toma la mano y se la coloca en el regazo. Luego le desabrocha el guante y se lo quita delicadamente. Amelia recupera el guante ahora vacío y lo alisa sobre su propio regazo. Él da vueltas al fino anillo de boda que ella lleva en el dedo y le acaricia la palma de la mano con el pulgar, rozando y enganchando su piel callosa contra la piel caliente de ella. Aunque molesta, Amelia no retira la mano. Esta noche, él lo tiene permitido. Amelia se vuelve a mirarle y contempla su perfil anguloso. Los ojos de William miran en la distancia, a la pantalla; se refleja en ellos la parpadeante luz y los verdes destellos. Entonces él se ríe y con la risa las arrugas le salpican el rostro, y ella mira la pantalla, curiosa por ver lo que ha hecho reír a William. La criada sirve el café y Max es encantador, y el marido está furioso, y, mientras la 12 http://www.bajalibros.com/El-album-de-fotos-eBook-21676?bs=BookSamples-9788415608219
esposa y Max se han vuelto de espaldas para admirar un cuadro, ¡el marido vierte una dosis de sales en el café de Max! El público estalla en carcajadas. Amelia se tapa la boca con la mano enguantada. El marido se reúne con su esposa y con Max y, cuando los tres están de espaldas, la criada, que viste una falda estrecha y tacones altos también hermosos, va a retirar la bandeja. Al ver que el café sigue intacto, vuelve a dejarlo sobre la mesa, pero por casualidad ha girado la bandeja de tal modo que la taza contaminada queda delante de la silla del marido. El público vuelve a estallar en carcajadas. Amelia aparta la mano de su rostro.Y justo entonces, para asegurarse el éxito, el marido sirve una nueva dosis en lo que a su entender es la taza de Max, que no es otra que la de su propia esposa. ¡Ahora la suerte está echada para los tres! –¡Dios mío! En la pantalla, los tres se sientan a la mesa del café, pero se produce entonces un intercambio de cortesías, de terrones de azúcar y de leche que se alarga más y más, y resulta casi insoportable porque sabes que en cualquier momento van a beber, pero no termina de ocurrir, y sigue sin ocurrir hasta que el marido, poseedor de una gran exquisitez a pesar de su corpulencia y expectante ante la inminente humillación de Max, levanta su taza de porcelana y toma un largo sorbo de café. ¡No sabe la que se le viene encima! Un instante después, se lleva las manos al estómago y sale corriendo. Max y la esposa le siguen con la mirada, divertidos. Entonces Max bebe y hace una mueca, ¡y también él tiene que salir corriendo! ¡Y después le toca a la esposa! Regresan los tres, acusándose entre sí, y sigue el ultraje, la confusión, la revelación y un subtítulo: la esposa no está enamorada de Max. ¡Simplemente quiere aparecer en una de sus películas! Una oleada de carcajadas y los niños vuelven a farfullar. Acto seguido, una segunda oleada de carcajadas recorre el teatro. En la pantalla todos se estrechan la mano y se besan en la mejilla. Deciden hacer juntos la película. Los problemas han desaparecido, los desacuerdos han quedado resueltos: nadie ama a la per13 http://www.bajalibros.com/El-album-de-fotos-eBook-21676?bs=BookSamples-9788415608219
sona equivocada ni desea algo que no pueda tener, y nadie se ve obligado a enfrentarse a aquello a lo que sencillamente es incapaz de hacer frente. La bobina se detiene de pronto con un traqueteo, al tiempo que los paneles blancos suben bruscamente hasta desaparecer. Las luces se encienden y Amelia parpadea, recorriendo la sala con los ojos hacia una pantalla blanca y ahora vacía, entre las grasientas cabezas que tiene delante. Las gruesas cortinas siguen descorridas y firmemente sujetas a ambos lados; las luces eléctricas emiten un incómodo resplandor y el hombre del traje de mercachifle que cobraba en la puerta recorre las filas de asientos baratos, rociando al público con ambientador. Que ella esté allí, en un lugar como ese, en el que el público debe ser perfumado –¿desinfectado?– en mitad de la función confirma su estado de ánimo y también su determinación. Amelia percibe el olorcillo del ambientador: un olor dulzón de violetas, aunque con un penetrante componente de amoníaco. El ambientador provoca risas y empujones entre los niños, y ni siquiera los adultos sentados en los asientos baratos protestan ni parecen, de hecho, admitir la vergüenza del momento: una mujer eleva la cara hacia el ambientador con los ojos cerrados, como si disfrutara con ello. Pero Amelia y William están bien donde están, en los asientos de a seis peniques. Allí nadie los rociará. Las luces vuelven a parpadear y la estrepitosa rueda del cinematógrafo vuelve a la vida, el mercachifle se escabulle y la escena que aparece en la pantalla muestra el mar, una flota de orgullosos buques de guerra grises que avanzan lentamente sobre un vasto manto de olas también grises como el hierro. –¿Reconoces tu barco? –Amelia escudriña con atención el turbio espectáculo del gris sobre el gris–. ¿Ves el Goliath? William también mira. –Esos son los nuevos. El Goliath ya está un poco viejo. Aparece entonces la breve leyenda: Los gallardos muchachos de la Marina. Y hay un montón de ellos en cubierta: tres muchachos de uniforme, que bromean y se ríen, con los ojos brillantes contra la piel oscura y curtida. Amelia vuelve a buscar a tientas la 14 http://www.bajalibros.com/El-album-de-fotos-eBook-21676?bs=BookSamples-9788415608219
mano de William y la aprieta mientras siente una ola de orgullo. Y entonces, desde algún punto de la sala situado cerca de la parte delantera, la voz de una joven rompe a cantar una canción. Es la Marina, la aguerrida Marina, la que los mantendrá a raya. Y otras voces se unen a la de la joven, Amelia lo intenta, pero las palabras salen de su boca roncas y apenas audibles. Pues saben que deben enfrentarse a los gallardos muchachos de Azul Marino. Amelia levanta la mano para secarse los ojos. –¿Estás bien? –pregunta William. Ella asiente. –Ya sé que es tu deber –dice. Y eso es lo único que lo hace soportable. Cuando al final las luces vuelven a encenderse, William tira de la mano de Amelia, avanzan juntos ante la multitud y pasan por delante del proyeccionista, que en ese momento está agachado, manipulando su máquina. Salen por las puertas del teatro a la ajetreada noche de York Road, y William hace girar a Amelia sobre el asfalto, como si fuera una niña, una y otra vez en el denso aire estival, provocando en ella la risa y también las quejas. Segundos más tarde, la detiene y la coge de la cintura. Ella sonríe, visiblemente mareada. –Gracias por venir –dice. Ella se inclina aturdida–. Sé que no te gusta demasiado. Amelia se recoloca el sombrero y se acuerda del apuesto Max al tiempo que vuelve a verlo saludando con la cabeza a la multitud maloliente, estruendosa y chillona. –Si no fuera por el ambientador… William sonríe de oreja a oreja y la hace girar levemente, a derecha e izquierda, cogiéndola por la cintura. –Imagínate: pueden filmar cualquier cosa –dice–, y mostrarlo en cualquier parte. Es increíble. Cualquier cosa. Japón. Estados Unidos. El mundo entero… El mundo entero en un cuartito. William deja de hacerla girar y aparta las manos de su cuerpo. 15 http://www.bajalibros.com/El-album-de-fotos-eBook-21676?bs=BookSamples-9788415608219
–Supongo. Ella le toma del brazo y echan a andar. William se encaja el brazo de Amelia en el costado. No dice nada. Ella se pregunta si le ha ofendido, aunque no alcanza a imaginar cómo. Pasa un ómnibus. Al ver los cansados caballos tirando del vehículo, que lleva los faroles encendidos, Amelia se da cuenta de que la luz del día se extingue. –¿Quieres ir a algún otro sitio? –pregunta. William chasquea la lengua y niega con la cabeza. Cuánta razón. No hay dónde ir. Es demasiado tarde para el parque; las salas de conciertos y los pubs resultan vulgares. Lo más adecuado es, por tanto, el cinematógrafo, aunque por una vez Amelia ha preferido pasarlo por alto. Además, tampoco se puede ir a dar un paseo por la orilla del río. En esta parte de la ciudad, el río no es un lugar aconsejable. –Puede que ya se haya acostado –dice. –Cualquiera sabe. Ya casi han llegado a la esquina de Plough Road, al lado de casa. Doblan la esquina y ahora reina el silencio. Durante un instante están solos, un gorrión trina, recorriendo con su canto un muro trasero, y detrás de ellos se oye el traqueteo de los taxis y los carros por York Road. William se detiene, tira de Amelia hacia él y la abraza, clavándole el borde del corsé en la carne, de modo que después, cuando ella se desvista, se encontrará marcas rojas en la piel. Amelia contiene el aliento. No protesta: quiere que William esté feliz. Él hunde el rostro en el cuello de Amelia y casi la levanta del suelo, al tiempo que dice: –Oh, mi amor, mi pequeña. La madre de Amelia le había repetido hasta la saciedad que podría haber conseguido al hombre que hubiera querido: a Edwin Cheeseman, el de la tienda de ultramarinos; a Lionel Travis, al que le va de maravilla en Price’s; al señor Bateman, un administrativo de grado superior de la city, que llevaba haciéndole ojitos desde que ella tenía quince años. Todo un regimiento de hombres 16 http://www.bajalibros.com/El-album-de-fotos-eBook-21676?bs=BookSamples-9788415608219
buenos, sensatos y de buena posición que habrían estado encantados de tenerla como esposa. Entonces, ¿por qué, en el nombre de Dios, había tenido que ser él, William Hastings, un zarrapastroso del rincón menos envidiable de Battersea con pocas referencias, salvo por un puesto en la planta de producción de Price’s, y un aire descarado, que claramente se creía mejor de lo que era? Y Amelia desoía las objeciones de su madre, desoía al mundo entero y despreciaba a todos los hombres sensatos y de buena posición que lo habitaban, y se volvía hacia la ventana para buscarle desde allí y poder verle en cuanto él bajara por Edna Street. Desde su ventana, le veía acercarse por la calle hasta llegar a su puerta. El viejo trasiega y hace entrechocar los cacharros en la cocina; William la conduce hasta la fresca penumbra del salón delantero, empujándola con suavidad hacia los asientos situados junto a la ventana. –Siéntate. Ella obedece. El cielo estival es una franja de azul marino sobre las casas de la acera de enfrente; poca es la luz que logra penetrar en la estrecha calle. Amelia ve cómo William se acerca al aparador y coge un paquete que hay encima. Luego se lo lleva y se lo pone en las manos. Está pulcramente envuelto con el papel de rayas de la papelería, y atado con una cinta blanca de suave algodón. Hay importancia en el gesto. Amelia es presa de un inexplicable hormigueo de recelo. Tiene que controlar un apremiante deseo de devolvérselo. –Ábrelo. William se sienta en el brazo de la silla, presionando con el brazo el hombro de Amelia. Ella consigue deshacer el nudo de la cinta, consciente en todo momento del ligero contacto de su manga contra el muslo de él. El papel se separa y deja a la vista su contenido. La portada del libro es de color añil. Una planta cubierta de flores trepa enredándose por la parte izquierda, caracoleando alrededor de la palabra «Álbum», escrita en letras negras en r elieve. 17 http://www.bajalibros.com/El-album-de-fotos-eBook-21676?bs=BookSamples-9788415608219
Amelia pasa los dedos sobre el cartón de la cubierta, trazando las líneas y las formas, las melladuras y las nervaduras del diseño. No sabe qué pensar. –Qué bonito –dice. William se remueve con avidez en el brazo de la silla y se inclina sobre ella para levantar la cubierta. Dentro, la página desvela unos pequeños cortes inclinados. –Es para poner postales –aclara. Toca los cuatro cortes abiertos para encajar en ellos las esquinas de las postales. Levanta la página, la pasa, y enseña a Amelia las dos páginas siguientes, también vacías, como el resto del libro, a la espera de que las llenen–. Allí donde vaya –dice–, en cada país, en cada ciudad, compraré postales y te las mandaré para que puedas ver el mundo. Para que veas todo lo que yo vea. Amelia acaricia con las manos el frío papel, palpando con los dedos los cortes inclinados. Luego levanta la mirada y le sonríe. –Como un álbum de fotos –dice–. Precioso. Sí. Siente la humedad de las sábanas sobre la piel. En la estrecha franja de cielo nocturno, ve ahora el brillo de una única estrella. Todavía no se ha hecho de noche del todo. La habitación está húmeda y hace calor. Amelia oye moverse a su suegro en la habitación contigua, que se prepara para acostarse. El tintineo de los corchetes del cuello de la camisa en el lavamanos, el aire contenido cuando se desabrocha el cinturón. Las paredes son delgadas. Todo en la casa es delgado: las habitaciones, los pasillos, las cortinas, la tarima del suelo, los ladrillos y el mortero, los listones y el yeso. Todo es permeable: la humedad se filtra por doquier, el humo supura desde la chimenea y la niebla se cuela desde la calle, dejando una mugre aceitosa sobre los alféizares. Cuando se abre o se cierra una puerta, se sube un escalón, se corre una cortina… cuando alguien se sienta, se levanta o tose, el movimiento reverbera en toda la casa, todos lo perciben. Tumbada en la cama, Amelia intenta moverse lo menos posible, y respira. 18 http://www.bajalibros.com/El-album-de-fotos-eBook-21676?bs=BookSamples-9788415608219
–Calla, mi amor, por favor te lo pido. William responde con un gruñido, demasiado ocupado en satisfacerse, en hacer restañar los muelles, en hacer crujir el somier y en golpear la pared con el cabecero de la cama. Su cuerpo se desliza sobre el de ella, unidos ambos por una capa de sudor. Amelia oye cómo el anciano saca los pies de los pantalones y le oye rezongar cuando se agacha para recogerlos del suelo. Siente la presencia de los vecinos en las habitaciones situadas a ambos lados de la suya y casi puede notar su respiración. Echa de menos Edna Street. Es algo que le ocurre a menudo. Allí las cosas eran más sólidas. William ha terminado. Hunde la cara en el cuello de Amelia y la besa. Le hace cosquillas. Un instante después, sale de ella, se levanta, se pone la camisa, se acerca a la ventana y enciende un cigarrillo antes de abrir la ventana, subiéndola hasta arriba. Se sienta luego en el alféizar y, en una muestra de cortesía, sostiene el cigarrillo fuera. Amelia se cubre con la sábana hasta los hombros y le observa: las suaves arrugas de la camisa, el músculo delgado de sus piernas desnudas. El modo en que William se inclina hacia el hueco de la ventana para echar el humo a la oscuridad de la noche. En momentos como ese, ve en él a un completo extraño, casi irreconocible. Como un zorro avistado al emerger de un camino: alcanzamos a verlo durante un instante y de pronto ha desaparecido. William se vuelve a mirarla. Amelia se traga el miedo que la atenaza y sonríe a su vez.
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