OPINIÓN | 25
| Miércoles 13 de novieMbre de 2013
crisis educativa. Con más alumnos, una época que cuestiona sus saberes y
una gran inequidad social, la educación pública necesita no sólo recursos económicos, sino decisiones políticas
Una escuela sin vocación transformadora Guillermina Tiramonti —PARA LA NACIoN—
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i el categórico aumento del presupuesto educativo ni el esfuerzo del Estado para incorporar a la educación a amplios sectores que antes quedaban afuera lograron dar vuelta en esta década la situación crítica que vive el sistema. Los mediocres resultados de las pruebas internacionales y el fenómeno de los alumnos que abandonan las escuelas estatales para buscar refugio en la educación privada contradicen el discurso oficial, que se atribuye la recuperación de la educación pública durante los últimos años. ¿Qué es lo que falla? ¿Por qué, pese a la gran cantidad de recursos, no encontramos todavía el camino para salir de la crisis? La pregunta obliga a revisar un escenario atravesado por distintas líneas de conflicto. Desde los años 80, los sistemas educativos de la región enfrentan una situación harto compleja, que resulta de la confluencia de una serie de exigencias. Por una parte, hay una demanda de escolarizar a toda la población durante un período cada vez más largo de la vida. Hasta mediados del siglo pasado se trataba de incluir a todos en el nivel primario y sólo a unos pocos en el secundario, pero hoy se ha establecido la obligatoriedad de la escuela media para toda la población. Sin embargo, como la escuela secundaria está organizada para seleccionar a unos pocos y no se hicieron cambios en su modelo pedagógico, tiene dificultades muy fuertes para sostener y enseñar a todos los chicos que se incorporan. Por otra parte, los sistemas educativos tratan de conservar su relevancia en un espacio cultural muy diferente al del momento de su creación y en el que aún hoy se referencian. Estamos inmersos en una cultura atravesada por multiplicidad de lenguajes, con primacía de la imagen y de la comunicación simultánea, que hace de nuestros niños y jóvenes sujetos hiperestimulados y con dificultades de adaptarse a la morosa metodología de la escuela tradicional. A esta encrucijada de época, se le agrega, en el caso de América latina, la extrema disparidad de las condiciones sociales y culturales de la población que llega a la escuela. Somos un continente con enormes desigualdades, y la Argentina comparte esta condición no sólo porque nunca fuimos tan igualitarios como pretendíamos, sino porque a partir de los años 70 avanzamos en
niveles cada vez más altos de desigualdad, que se profundizaron en los 90 y, pese al discurso oficial, no hemos podido retomar los niveles de los años 60. Además, en un proceso que se ha profundizado en los últimos 20 años, la población que se incorpora a la escuela lo hace en circuitos diferenciados: la escuela pública atiende a los sectores más pobres, y las clases medias y altas concurren a escuelas privadas. Es este triple escenario –masificación, cambio cultural y desigualdad social– el que hace de la escolarización de las nuevas generaciones un desafío que requiere movilizar no sólo recursos económicos, sino técnicos y políticos. En nuestro país, desde mediados de los años 90, se fue delineando un modelo educativo autóctono –sobre la base del cual se construyó la política educativa nacional–, que combina diferentes elementos: una legislación de corte progresista que establece una ampliación del derecho a la educación, una alianza con los sindicatos docentes y la construcción de un nuevo discurso de interpelación a los maestros. Primero, Ciudad y Nación dictaron leyes de obligatoriedad de la escuela media, que no fueron acompañadas por cambios ni pedagógicosnideorganizaciónescolar,perosípor una estrategia de alianza con los sindicatos docentes. Este maridaje supuso someter las políticas públicas a los intereses sectoriales. En términos generales, supuso también un creciente aumento de los salarios docentes, que sin duda habían estado injustamente relegados. Hoy, la Argentina dedica a la educación el 6,5% de su PBI (un alto porcentaje si se lo compara con los países de la región y aun con muchos europeos) y buena parte de este presupuesto se dedica a los salarios docentes. Hasta aquí el mejor costado de esa política: ampliación de los derechos a la educación y valorización salarial de sus principales agentes. Pero lo cierto es que ese acuerdo tiene otras consecuencias no tan beneficiosas. Una de ellas es la neutralización de toda política destinada a modificar, en el sentido de aumentar, las regulaciones sobre el trabajo docente. En la Argentina, históricamente, se han neutralizado las instancias de evaluación de docentes. Por ejemplo, los directores de las escuelas deben calificar a los maestros anualmente, pero los conflictos que acarrea una calificación baja han terminado disuadiéndolos de realizarlas. A pesar del esfuerzo presupuestario que realizó el Estado para mejorar sus salarios, no se han
instaurado formas genuinas de evaluación. Del mismo modo, se ha desarrollado un discurso de deslegitimación de todas las mediciones de los resultados de los aprendizajes de los alumnos y se rechaza cualquier articulación entre estos resultados y lo que acontece en la escuela. Los sindicatos –acompañados por el sentido común progresista– han asimilado estas mediciones al modelo neoliberal y las consideran incompatibles con una política democratizadora. Si bien el país participa de las pruebas internacionales y estableció en los años 90 un sistema de evaluación nacional, cuando llegan los resultados se los desconoce o se los impugna. Del mismo modo, no hay revisión de los estatutos que rigen al sector docente y tampoco se han desarrollado políticas para disminuir el ausentismo. La tercera pata del acuerdo con los sindicatos exige inamovilidad del modelo pedagógico, fundamentalmente en lo referente al nivel medio. Como las innovaciones que allí se introducen deben ser compatibles con los intereses sindicales (que no nece-
sariamente son los de los docentes), nada se cambia y en el nivel medio tenemos –materia más, materia menos– el mismo modelo que hace 100 años. La amenaza de conflicto que proyectan los gremios ante cada intento de modificación es tal que ha inhibido cualquier transformación. El presupuesto financia, además, proyectos especiales que incluyen clases de apoyo, tutores y seguimiento de los alumnos, pero, a diferencia de lo que sucede en otros países donde estas estrategias también se aplican, aquí se flexibilizan los mecanismos de evaluación y se acompaña con un discurso que interpela al docente desde su condición de “militante” de la causa social o pedagógica, que lo incita a comprender las condiciones desfavorables de sus alumnos, a abandonar sus prejuicios discriminadores sin que esto se acompañe con una propuesta pedagógica superadora. Este discurso “compasional” se traduce en una escuela que termina desplazándose del espacio de lo cultural al de la acción social. Desde esta perspectiva, lo que importa
es que los alumnos estén en la escuela, que la institución ejerza sobre ellos una acción benéfica al sacarlos de los riesgos de la calle y de la delincuencia, pero no se propone una acción de transformación cultural. La escuela contiene una promesa, muy presente en los sectores populares, de proporcionar los saberes, las habilidades y las titulaciones necesarias para la superación de las limitaciones de origen social. El populismo no asume esta promesa moderna, construye el vínculo con los sectores populares a partir de su condición popular y, por lo tanto, propone una escolarización acorde con este patrón de gobernabilidad. El Estado, así, se hace cargo de la desigualdad de origen y propone un modelo destinado a ampliar su tutela sobre estos sectores. Pero abandona en el camino aquello que la educación tiene de imprescindible: una propuesta emancipadora. © LA NACION La autora es investigadora y docente de Flacso y de la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de La Plata
Para hacer crecer el empleo Luis Rappoport —PARA LA NACIoN—
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a gestión del matrimonio Kirchner deja al país con problemas de empleo. Las dos principales causas son una macroeconomía que limita el crecimiento de los puestos de trabajo y un marco institucional que desalienta a provincias y municipios a crear empleo privado. Nuestra población activa es de unos 18,5 millones de personas (el 46% del total). El 7,2% son desocupados y otro 9,7% son subocupados. Esas categorías suman más de 3 millones de personas. Del total del empleo urbano, la tercera parte corresponde a puestos informales precarios y a personas que hacen “changas” sin capital propio. Los asalariados formales representan sólo el 52% de los puestos de trabajo y, de ese total, la tercera parte son empleados públicos. Es decir, los trabajadores formales privados son apenas un tercio de la fuerza de trabajo. El crecimiento de los empleos públicos fue una política deliberada en la década Kirchner: aumentaron casi el doble que los privados y, a juzgar por los resultados en materia de educación, transporte, seguridad y otros servicios, no parece que el Estado haya mejorado en esa proporción. A partir de 2008, los puestos privados prácticamente dejaron
de crecer y ahora tampoco crecen los públicos porque el Estado no tiene recursos. El próximo gobierno deberá enfrentar la herencia de desequilibrios macroeconómicos con consecuencias similares a las de la crisis de 2001-2002, aunque de menor intensidad. Al principio, el empleo privado se va a resentir, para luego recuperarse, aunque también menos que tras los incidentes de hace una década. Es una historia conocida que se debe a la reticencia de las gestiones económicas a implementar políticas anticíclicas en los momentos de auge. Pero el asunto no es sólo macroeconómico. Existen problemas institucionales que traban el desarrollo económico en los niveles subnacionales. Para que haya más y mejor empleo privado, tiene que haber más y mejores empresas en condiciones de competir en el mercado local e internacional con productos y servicios cada vez mejores y más intensivos en creatividad e inteligencia. Para eso hacen falta políticas públicas que no se limiten al equilibrio macroeconómico. Se necesitan organizaciones, instituciones y políticas que aporten inversión pública, educación de excelencia, servicios financieros y no financieros, estímulo al desarrollo emprendedor,
ámbitos de discusión y apelación regulatoria que faciliten la innovación, gabinetes de inteligencia competitiva, mecanismos de cooperación entre el Estado, las universidades y las empresas y, más generalmente, la asociación del Estado con el sector privado para encarar los desafíos del mercado internacional. Se trata de crear ecosistemas amigables para las empresas argentinas. Eso se construye en el nivel local. Nuestros gobernadores e intendentes, con honrosas excepciones, no realizan estas tareas. Los sistemas locales de innovación y desarrollo empresario, cuando existen –fruto del esfuerzo privado–, están desfondados de inversiones y de servicios públicos. Las autoridades locales no “pueden” asumir esas funciones porque para mantenerse en el poder necesitan otras capacidades: las que les aportan recursos para sostener sus estados, ganar votos con “políticas de empleo público” y realizar inversiones más o menos “ornamentales” para sus “inauguraciones mediáticas”. Tienen tres fuentes de recursos: la coparticipación de impuestos nacionales, los impuestos locales y el lobby ante el gobierno central. Si el nuevo gobierno decide asumir el desafío del desarrollo económico y la crea-
ción de más y mejor empleo, se deberán cambiar los incentivos de los gobiernos subnacionales. El nuevo gobierno deberá vincular los recursos de coparticipación a la masa salarial formal privada de cada provincia. De esa forma, el camino para alcanzar presupuestos mayores será el del desarrollo económico, con más trabajadores formales privados y mejores remuneraciones de esos trabajadores. A más y mejor empleo privado en cada provincia, más coparticipación de impuestos federales para esa provincia. Para aumentar sus recursos, los gobernadores deberán implementar políticas de desarrollo, evitar los excesos impositivos distorsivos y mejorar la calidad de la educación para asegurar mayores salarios. Deberán capitalizar los sistemas locales de innovación para, a su vez, capitalizar a los estados provinciales y crear más instrumentos para la financiación del desarrollo. El principio es sencillo, pero la implantación política y técnica requiere elaboración y negociación con los gobernadores para asegurar la solidaridad hacia aquellas provincias pobres donde el principal empleador es el Estado. Son provincias que demandan tiempo y apoyo hasta que surja un
sector privado competitivo. Alcanzados los acuerdos, las normas de la nueva coparticipación –vinculada a la masa salarial– deberán ser automáticas y formales, no sujetas a “negociaciones” clientelares. El cambio de incentivos derramará hacia los municipios porque los gobernadores dependerán de ellos para la gestión de parte de las políticas de desarrollo y compartirán los recursos provinciales con una lógica parecida: a más y mejor empleo privado formal en cada municipio, más coparticipación provincial. El cambio empodera a empresarios y a trabajadores y ayuda a la construcción de ciudadanía porque relaciona la representación del sistema político con la imposición local. El próximo gobierno tiene una opción de hierro: mantener los mecanismos de una incierta fidelización de los gobiernos subnacionales y seguir produciendo empleo público y desocupación –más o menos disfrazada– o cambiar sus incentivos para que sirvan al crecimiento del empleo privado y la competitividad de la economía. © LA NACION
El autor es miembro del Club Político Argentino
libros en agenda
Tiempos de justicia poética Silvia Hopenhayn —PARA LA NACIoN—
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a justicia no siempre se dirime en decretos, sanciones, condenas o condecoraciones. Hay una justicia sutil que sostiene al mundo, o más bien lo enaltece: la justicia poética. Esta expresión que surge en el siglo XVII adquirió matices literarios, como “la palabra justa” en Flaubert, para dar cuenta de los sentimientos insondables de Madame Bovary o el modo en que Nabokov la emplea en Lolita, para que Humbert Humbert, el narrador de la historia, argumente su fatalidad. En todo caso, la justicia poética es el modo en que la lengua nos recuerda el “material humano”. Este es el título de una novela testi-
monial e investigativa del escritor guatemalteco Rodrigo Rey Rosa. La justicia poética de El material humano (2009) remite a un hecho de su vida personal, el secuestro de su madre de 64 años en 1981, cruzado con el terrorismo de Estado. Rey Rosa reconoce haber pasado miedo mientras escribía este libro. El primer impacto de su prosa en la literatura latinoamericana ocurrió en los años 90, con la novela breve Cárcel de árboles; allí, de manera selvática y violenta, las palabras manifiestan la ambigüedad de la justicia amparada en la ley. El tema siguió rondando sus libros, siempre con un estilo muy particular, sobrio y afectivo, armado
de una lengua que azota, libremente y sin excesos. De vuelta en Guatemala desde hace algunos años (luego de una larga temporada en Tánger, cerca de su amigo y maestro Paul Bowles), una nueva novela lo trajo a Buenos Aires: Los sordos (Alfaguara). Es una historia de acción y choque, de justicias distintas, la del derecho occidental y el maya, ambas con validez legal, “aunque mucha gente no lo sepa y algunos duden de que puedan funcionar dos derechos en un mismo Estado.” (En la jurisprudencia maya, se combina lo jurídico con lo espiritual, en una práctica llamada solonik, “deshacer nudos”, según indica el autor).
Los sordos se desarrolla también en dos escenarios, un tribunal y una clínica, uno real y el otro inventado. Todo transcurre cuando la vieja autoridad maya fue tomada por tropas paramilitares, creadas por el Ejército durante una de las “guerras internas” más larga de América latina, ocurrida en Guatemala entre 1960 y 1996. En medio de esa batalla donde de cada lengua se deslinda una creencia, se encuentran dos pequeños grandes personajes: el niño sordo y Clara, la hija de un banquero, una muchacha sin voz o más bien, “hablada por hombres que la reflejan”, en un ambiente donde los “árboles alargan sus ramas por encima
de la franja de asfalto para hacerse caricias recíprocas”. Como aclaró Rey Rosa: “En Guatemala, el 50% no habla el castellano”. ¿La sordera es entonces metáfora? La novela culmina en el occidente guatemalteco, zona indígena donde conviven mayas de 22 etnias. Quizá un escritor inmerso, afectiva y originariamente, en culturales tan dialectales, tenga mayor disposición a las sorpresas de la lengua, como Guimaraes Rosa o Juan Rulfo. Quizá por eso Rey Rosa me dijo abrupto y sincero: “Yo escribo sin pensar”. Evidentemente, escucha. A varias voces. © LA NACION