Revista Colombiana de Antropología Volumen 47 (2), julio-diciembre 2011 ISSN 0486-6525
DIRECTOR DEL INSTITUTO COLOMBIANO DE ANTROPOLOGÍA E HISTORIA Fabián SANABRIA SÁNCHEZ EDITORA María Teresa SALCEDO EDITORES INVITADOS Diana BOCAREJO UNIVERSIDAD DEL ROSARIO Eduardo RESTREPO PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA ASISTENTE EDITORIAL Sarah NIETO MÉNDEZ COMITÉ EDITORIAL Bastien BOSA UNIVERSIDAD DEL ROSARIO Juana CAMACHO SEGURA
Bogotá-Colombia
Arturo ESCOBAR UNIVERSIDAD DE CAROLINA DEL NORTE EN CHAPEL HILL Christian GROS INSTITUT DES HAUTES ÉTUDES DE L’AMÉRIQUE LATIN Y CENTRE NATIONAL DE LA RECHERCHE SCIENTIFIQUE Claudio LOMNITZ COLUMBIA UNIVERSITY IN THE CITY OF NEW YORK ALAIN MUSSET L’ÉCOLE DES HAUTES ÉTUDES EN SCIENCES SOCIALES María Clemencia RAMÍREZ ICANH
Alcida Rita RAMOS UNIVERSIDAD DE BRASILIA Joanne RAPPAPORT UNIVERSIDAD DE GEORGETOWN Peter WADE UNIVERSIDAD DE MANCHESTER
ICANH
Juan Álvaro ECHEVERRI UNIVERSIDAD NACIONAL DE COLOMBIA, SEDE LETICIA Carlos Andrés MEZA RAMÍREZ ICANH
Andrés SALCEDO FIDALGO UNIVERSIDAD NACIONAL DE COLOMBIA, SEDE BOGOTÁ Jairo TOCANCIPÁ-FALLA UNIVERSIDAD DEL CAUCA COMITÉ CIENTÍFICO
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RESPONSABLE DEL ÁREA DE PUBLICACIONES Mabel Paola LÓPEZ ASISTENTE DE PUBLICACIONES Bibiana CASTRO RAMÍREZ CORRECCIÓN Andrés COTE DIAGRAMACIÓN DE TEXTOS Patricia MONTAÑA DOMÍNGUEZ FOTOGRAFÍA DE CUBIERTA Diana BOCAREJO
Claudia BRIONES UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES
IMPRESIÓN IMPRENTA NACIONAL DE COLOMBIA
Manuel DELGADO UNIVERSIDAD DE BARCELONA
© INSTITUTO COLOMBIANO DE ANTROPOLOGÍA E HISTORIA, ICANH
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La Revista Colombiana de Antropología es una publicación semestral del Instituto Colombiano de Antropología e Historia (ICANH) que se edita desde 1953. La revista busca contribuir a los debates de la antropología y las ciencias afines en el ámbito nacional e internacional, y se dirige a estudiantes de antropología, profesores universitarios, investigadores y académicos de las ciencias sociales. El contenido de esta revista se puede reproducir sin necesidad de obtener permiso, siempre que se cite la fuente y se envíen dos copias de la publicación al editor, a la sede del Instituto Colombiano de Antropología e Historia. Los autores, no la Revista Colombiana de Antropología, son responsables por el contenido de sus artículos. La revista está incluida en las siguientes bases bibliográficas e índices internacionales de citación: Índice Bibliográfico Nacional Publindex (IBN Publindex) de Colciencias, Colombia (categoría B); Internacional Bibliography of the Social Sciences (IBSS), The London School of Economics and Political Science; Hispanic American Periodical Index (HAPI) de la Universidad de California, Los Ángeles; Anthropological Index Online, del Royal Anthropological Institute de Inglaterra; Citas Latinoamericanas en Ciencias Sociales y Humanidades (Clase), de la Universidad Nacional Autónoma de México; Handbook of Latin American Studies (HLAS), de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos; Directorio y Catálogo Latindex (Sistema Regional de Información en Línea para Revistas Científicas de América Latina, el Caribe, España y Portugal); Internationale Bibliographie der Rezensionen Geistesund Sozialwissenschaftlicher Literatur; Anthropological Literature, Russian Academy of Sciences Bibliographies; Ulrich’s Periodicals Director; Dialnet, de la Universidad de la Rioja; y la Red de Revistas Científicas de América Latina y El Caribe, España y Portugal (Redalyc), de la Universidad Autónoma del Estado de México. Correspondencia Calle 12 No. 2-41, Bogotá D. C., Colombia Teléfonos (571) 5619400, 5619500 ext. 108. Fax: 5619400 ext. 144 Correo electrónico:
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[email protected] Distribución www.siglodelhombre.com Librería ICANH Calle 12 no 2-41 Teléfonos 5619400, 5619500, ext. 118 Canje Biblioteca Instituto Colombiano de Antropología e Historia Calle 12 no 2-41, Bogotá/Colombia Teléfonos 5619400, 5619500, ext. 141 Fax: 5619400, ext 142
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ÍNDICE HACIA
UNA CRÍTICA DEL MULTICULTURALISMO
EN COLOMBIA
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Introducción DIANA BOCAREJO
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Y
EDUARDO RESTREPO
Multiculturalismo y racismo PETER WADE
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Etnización y multiculturalismo en el bajo Atrato EDUARDO RESTREPO
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Impactos del reconocimiento multicultural en el archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina: entre la etnización y el conflicto social INGE HELENA VALENCIA P.
97
Dos paradojas del multiculturalismo colombiano: la espacialización de la diferencia indígena y su aislamiento político DIANA BOCAREJO
123
Las jerarquías étnicas y la retórica del multiculturalismo estatal en San José del Guaviare CARLOS
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DEL
CAIRO
Reparaciones indígenas y el giro del “giro multicultural” en La Guajira, Colombia PABLO JARAMILLO
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Índice
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Gobernar(se) en nombre de la cultura. Interculturalidad y educación para grupos étnicos en Colombia AXEL ROJAS
CUESTIONES 199
DE MÉTODO
Dehli Lecture: La política de los gobernados PARTHA CHATTERJEE
NORMAS
PARA LA PRESENTACIÓN DE
ARTÍCULOS
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TABLE OF CONTENTS TOWARDS
A CRITICISM OF MULTICULTURALISM
IN COLOMBIA
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Introduction DIANA BOCAREJO
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Y
EDUARDO RESTREPO
Multiculturalism and Racism PETER WADE
37
Multiculturalism and Ethnicization in the Bajo Atrato EDUARDO RESTREPO
69
Impacts of Multicultural Recognition in the Archipelago of San Andrés, Providencia and Santa Catalina: Between Ethnicization and Social Conflict INGE HELENA VALENCIA
97
Two Paradoxes of Multiculturalism in Colombia: the Spatialization of Indigenous Difference and its Political Isolation DIANA BOCAREJO
123
Ethnic Hierarchies and the Rhetoric of State Multiculturalism in San José del Guaviare CARLOS DEL CAIRO
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Indigenous Reparations and the Turn of the ‘Multicultural Turn’ at la Guajira, Colombia PABLO JARAMILLO
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Ta b l e o f C o n t e n t s
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(Self)-Government in the Name of Culture: Interculturality and Education for Ethnic Groups in Colombia AXEL ROJAS
QUESTIONS 199
OF METHOD
Dehli Lecture. The Politics of the Governed PARTHA CHATTERJEE
GUIDELINES
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FOR SUBMISSION OF ORIGINALS
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INTRODUCCIÓN DIANA BOCAREJO Y EDUARDO RESTREPO
¿
Cuáles son las implicaciones de entender el multiculturalismo como una práctica social y política? Esta pregunta encierra una serie de aproximaciones conceptuales y metodológicas de los estudios antropológicos sobre el multiculturalismo en Colombia y en el mundo. Queremos, en particular, retomar en esta introducción dos discusiones que surgen de dicha pregunta y que sustentan nuestra reflexión: i) la que se refiere a los campos de consolidación y acción del multiculturalismo y ii) la relativa a la construcción de otros sujetos y subjetividades en el multiculturalismo liberal. Antes de ocuparnos de estas discusiones es importante precisar qué entendemos por multiculturalismo. Dadas las frecuentes confusiones al respecto, consideramos necesario establecer una distinción entre multiculturalidad y multiculturalismo. Siguiendo a Stuart Hall, entendemos la multiculturalidad como el hecho social e histórico de la heterogeneidad constitutiva de cualquier formación social; y el multiculturalismo, por su parte, como las prácticas que en un momento determinado se adoptan con respecto al hecho histórico social de la heterogeneidad cultural. Se infiere, pues, que no existe un solo tipo de multiculturalismo, sino que de hecho pueden existir y han existido diferentes multiculturalismos: conservadores, neoliberales, radicales, comunitaristas, entre otros (Hall 2010). Entre las implicaciones de esta conceptualización del multiculturalismo destacamos dos: de un lado, la supuesta correspondencia entre multiculturalismo y neoliberalismo; es decir, la idea, que está en la base de muchas críticas, según la cual todo proyecto multiculturalista es neoliberal, idea que confunde las condiciones históricas de la emergencia del muticulturalismo con la necesaria correspondencia entre ambos proyectos. Incluso si histórica y etnográficamente se constata la estrecha articulación entre ambos, esto no significa una necesaria correspondencia en cuyo nombre se pueda descartar, con un gesto ideológico, el multiculturalismo. De otro lado, considerar el multiculturalismo como las prácticas articuladas en nombre de la diferencia cultural nos permite pensarlo como gubernamentalidad. El multicultu-
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Diana Bocarejo y Eduardo Restrepo Introducción
ralismo es un arte de gobierno, de otros y de nosotros mismos, cuya especificidad radica en la producción, el manejo y la disputa de poblaciones desde su diferencia cultural, así como en la configuración de una noción del bienestar que regula su vida social. No solo hablamos del gobierno de la vida de la población (biopolítica), sino del gobierno de poblaciones desde una diferencia culturalizada. No se trata únicamente de un dispositivo de regulación, sino también de la constitución de las nociones sobre el bienestar en nombre de la diferencia cultural (Foucault 2006). Nuestros análisis del multiculturalismo se preguntan por las racionalidades y las tecnologías que se despliegan en los marcos de los Estados-nación, en este caso el colombiano, para producir y administrar la diferencia etnizada. Los artículos de este número de la revista estudian la manera en que dichos procesos se han dirigido y han interpelado a los “grupos étnicos”, designación que, en el marco del multiculturalismo en Colombia y en otros contextos en América Latina, es considerada equivalente a grupos indígenas y a poblaciones negras. El llamado a la etnicidad y el uso de la categoría de “grupos étnicos” constituyen una expresión de cierto tipo de multiculturalismo que nos gustaría denominar multiculturalismo étnico o multiculturalismo etnicista, en tanto puede ser definido por su apelación a los “otros” de la nación (Segato 2007). Es relevante anotar, sin embargo, que muchos otros reclamos de “minorías” sociales religiosas, sexuales y de género, entre otras, han retomado gran parte del lenguaje político acuñado en el debate del multiculturalismo étnico, pero su análisis excede los alcances de este trabajo colectivo. Dada la estrecha relación entre los derechos y las políticas del multiculturalismo en Colombia, el campo jurídico se ha convertido en el espacio político por excelencia de las demandas y negociaciones entre los “grupos étnicos” y el Estado. De esta forma, volviendo a nuestra discusión sobre los campos de consolidación y acción del multiculturalismo, no podemos perder de vista su compleja genealogía legal. Uno de los principales aportes de la antropología ha sido, precisamente, su enfoque conceptual y metodológico de dicha genealogía. Los estudios etnográficos han descentrado su análisis de los códigos legales y han evitado reproducir de manera simplista la aplicación de los marcos lógicos de la teoría social liberal como explicación del multiculturalismo nacional. Esto no implica un desconocimiento
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del campo legal, sino una reubicación: más que el estudio de los derechos en sí mismos, es pertinente promover el análisis del ejercicio del derecho y en particular su vernacularización. Es decir, lo que diversos autores han conceptualizado desde la antropología legal como la necesidad de entender los procesos de circulación y traducción del derecho en contextos sociales localizados (Merry 2009). Más aún, un número creciente de estudios antropológicos han buscado ampliar su concepto de política, lo que implica, para el caso específico del multiculturalismo, no solo estudiar las diversas entidades estatales que a nivel nacional, regional y local inciden en la práctica de los arreglos legales multiculturales, sino los muchos otros actores que de manera directa o indirecta definen los marcos de su ejercicio y de su racionalidad (expertos en el campo legal y antropológico, grupos económicos y religiosos, ONG y organizaciones sociales, por mencionar solo algunos). Cuando hablamos del multiculturalismo como práctica social y política buscamos, de manera explícita, favorecer una comprensión amplia del concepto de política, que implica entender que son muchos los campos sociales en los que el multiculturalismo se construye, no solo en el marco de las cortes y de las negociaciones legales de las instituciones estatales. Una etnografía de la práctica multicultural supone, entonces, el estudio de las formas en que los arreglos legales multiculturales se articulan con diversos actores y espacios sociales, formas que pueden incluir desde la negociación del uso de las transferencias en los contextos de las alcaldías municipales, hasta la definición de la representación y el reconocimiento de lo étnico en entidades estatales y no estatales, o las mediaciones y disputas con empresarios que operan localmente. Estudiar el multiculturalismo como práctica social y política implica también estudiar la forma en que se imaginan, construyen y disputan ciertas nociones sobre el significado del ser y hacer de los sujetos que, se supone, encarnan la heterogeneidad cultural, es decir, los sujetos étnicos. Esto ha tenido como efecto, entre otros, la tendencia a restringir el discurso del multiculturalismo a una diferencia otrerizada; así, otros grupos subordinados, como los campesinos o los sectores populares, no suelen encajar fácilmente en las imágenes de la diferencia cultural que se expresa en el sujeto étnico paradigmático. Esto ha significado que ciertos
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entramados estatales y las más diversas entidades del país y el extranjero destaquen ciertas voces, personas y colectividades —las que pueden encuadrarse en el sujeto étnico—, mientras acallan o ignoran otras, pues escapan a las formas de legibilidad impuestas por el multiculturalismo. Si tenemos en cuenta la relación entre el multiculturalismo y las formas de la política que promueve, en particular aquella que equipara las demandas políticas con la reclamación de derechos, y los derechos con la reivindicación de la diferencia cultural, encontramos que las poblaciones no reconocidas como étnicas ven sus posibilidades de acción política sometidas a un nuevo régimen de invisibilidad. A este régimen de visibilidades e invisibilidades de la diferencia cultural se asocia una particular articulación de la indianidad, entendida como exterioridad de Occidente y de la modernidad; esta articulación, construida a través de ficciones sobre la tradicionalidad y la ancestralidad, y que se sostiene sobre la idea de una relación armónica con la madre Tierra, ha definido los performances de quienes pueden operar en los marcos de esta diferencia etnizada (“pueblos indígenas” y “comunidades negras”) y también las condiciones de su relación con expertos, funcionarios estatales y entidades no gubernamentales. Esta forma de indianidad ha sido objeto de una mímesis, en diversos contextos y lugares, por parte de sectores poblacionales que intentan ser reconocidos como sujetos étnicos. Es una mímesis acompañada por un cerramiento en la forma de entender la indianidad, que tiende a generalizar, a medida que se posiciona, cierto cerramiento del multiculturalismo etnicista; los significados del ser indígena están cada vez más restringidos a un conjunto delimitado de atributos establecidos y osificados, que definen a su vez los términos en que es entendida la diferencia cultural. Estos cerramientos no se encuentran exentos de conflictos ni, en ocasiones, del recurso a la violencia entre quienes unas décadas atrás no percibían este tipo de diferencias en los términos que ahora posiciona y prescribe el multiculturalismo etnicista. Varios de los artículos que componen este número estudian, precisamente, las asimetrías y visibilidades diferenciales asociadas con los predicamentos del multiculturalismo. El artículo de Diana Bocarejo enfatiza la espacialización de los sujetos paradigmáticos de la etnicidad, reproducida en las narrativas jurídicas y en “anomalías” como las emergencias de grupos indí-
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genas en Bogotá; y se ocupa también de las implicaciones de las políticas multiculturalistas en la Sierra Nevada de Santa Marta, donde se establecen fronteras y posiciones diferenciadas entre aquellos marcados étnicamente (indígenas) y los no marcados (campesinos). Por su parte, Carlos del Cairo muestra cómo la intervención de las narrativas multiculturales en San José del Guaviare construye escenificaciones y mediaciones de la indianidad entre grupos indígenas que están localizados diferencialmente en los imaginarios de puridad y ancestralidad. Eduardo Restrepo examina los efectos del multiculturalismo en el bajo Atrato, en donde la etnización de las comunidades negras supone hasta cierto punto la marginación de los mestizos cordobeses, llamados chilapos, de manera que surgen tensiones y distinciones que no eran siquiera pensables en las organizaciones y luchas de corte campesino de un par de décadas atrás. Finalmente, en el artículo de Inge Valencia se examinan las transformaciones en las políticas de la representación de los raizales en las islas de San Andrés y Providencia, en el contexto de un proceso de etnización y posicionamiento del multiculturalismo marcado por las tensiones emergentes con los pañas (continentales migrantes de primera o segunda generación). Ahora bien, cabe resaltar que, en la práctica, las políticas multiculturales no se han quedado en el reconocimiento de una diferencia cultural inscrita en el registro etnicista, sino que también han posibilitado una apertura para otras disputas referidas, por ejemplo, a la racialización de los afrodescendientes, como lo recuerda el texto de Peter Wade; o para una inscripción en la lógica de la victimización, como lo muestra Pablo Jaramillo en su texto, basado en una etnografía de la organización de mujeres indígenas wayuus. Ambos análisis observan ciertas transformaciones del multiculturalismo, y sugieren que hay que comprenderlo como un campo de batalla donde no hay garantías políticas establecidas. Pero, conforme lo expresa Axel Rojas en su artículo, tampoco hay garantías que apelen a la interculturalidad, como si esta fuese una alternativa ante el multiculturalismo. Rojas analiza cómo las relaciones entre culturas (interculturalidad) han sido objeto de atención e intervención de las políticas de Estado referidas a la educación, y cómo este proyecto ha llegado a ser presentado como resultado de una aspiración ancestral y como componente esencial de las políticas étnicas.
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Diana Bocarejo y Eduardo Restrepo Introducción
Las reflexiones que presentamos en este dossier son posibles gracias al largo recorrido histórico de las negociaciones y pugnas por el reconocimiento de las minorías étnicas en el país. Nuestras críticas se sitúan en el seno de esa historicidad, y no pretenden construirse como una afrenta en contra de los derechos diferenciales, los cuales, consideramos, siguen siendo necesarios en Colombia. Nuestra apuesta analítica y política busca promover el análisis de la práctica del multiculturalismo en Colombia, en diversos escenarios y a través de diferentes problemas de estudio. Pensamos que los alcances de los arreglos del multiculturalismo en Colombia solamente pueden entenderse por medio de estudios contextualizados que muestren los diferentes agentes y articulaciones sociales y políticas en una gran variedad de circunstancias locales. Las preguntas contemporáneas acerca del tema del multiculturalismo siguen expresando una preocupación por la situación de desigualdad de las minorías étnicas. Aunque esta preocupación es compartida en los análisis que presentamos, el enfoque de los autores aboga por una aproximación que tome en cuenta la forma en que la diferencia étnica y la práctica del multiculturalismo se configuran en diferentes espacios de interacción, negociación y disputa entre aquellos considerados como grupos étnicos y muchos otros agentes estatales y no estatales. Finalmente, con este número pretendemos mostrar de qué manera el quehacer antropológico ha construido un corpus analítico y metodológico en el examen de las prácticas cotidianas que se han forjado en el seno de la aplicación de los derechos y de las políticas del multiculturalismo. La consolidación de estos estudios no solo revela un camino disciplinar particular, sino también una preocupación política por reconocer las consecuencias esperadas e inesperadas de la práctica del multiculturalismo en Colombia.
REFERENCIAS FOUCAULT, MICHEL. 2006. Seguridad, territorio, población. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. HALL, STUART. 2010. Stuart Hall. Sin garantías: trayectorias y problemáticas en estudios culturales, editado por Eduardo Restrepo, Catherine Walsh y Victor Vich. Bogotá, Lima y Quito: Envión Editores
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Instituto de Estudios Peruanos, Instituto Pensar y Universidad Andina Simón Bolívar. MERRY, SALLY Y PEGGY LEVITT. 2009. “Vernacularization on the Ground: Local Uses of Global Women’s Rights in Peru, China, India and the United States”. Global Networks 9: 441-461. SEGATO, RITA LAURA. 2007. La nación y sus otros: raza, etnicidad y diversidad religiosa en tiempos de políticas de la identidad. Buenos Aires: Prometeo.
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MULTICULTURALISMO y racismo PETER WADE UNIVERSIDAD DE MANCHESTER
[email protected]
Resumen
E
ste ensayo repiensa el papel que desempeña la racialización en Latinoamérica, y la pone en relación con el multiculturalismo. El multiculturalismo oficial no necesariamente conduce a la disminución del racismo y puede quedarse en gestos retóricos. Es necesario enfocar el racismo y el concepto de raza como fenómenos con historia y fuerza social propias. En este artículo se mira cómo este concepto ha sido marginado en las discusiones sobre la desigualdad en Latinoamérica, y por qué es necesario ver a Latinoamérica como parte integral de las Américas negras. Además, cómo el concepto de raza se ha manifestado en Latinoamérica más de lo pensado. Se propone también que las cuestiones de raza y de racismo están ganando más espacio público en Colombia (y en Brasil). El multiculturalismo se tiene que entender como un campo de batalla, para definir sus efectos políticos. PALABRAS CLAVE: racismo, multiculturalismo, Colombia, América Latina.
MULTICULTURALISM
AND
RACISM
Abstract
T
his article rethinks the role that racialization plays in Latin America and relates racialization to multiculturalism. Official multiculturalism does not necessarily lead to reducing racism, and may even remain as a set of rhetorical gestures. It is necessary to focus on racism and the concept of “race” as phenomena with their own history and social strength. The marginalization of the concept of “race” in discussions about inequality in Latin America is examined here, and it is argued that it is necessary to see Latin America as an integral part of the “black Americas”. I argue that the concept of “race” has been manifest in Latin America more than has been commonly assumed. I propose that issues of “race” and racism are gaining more public space in Colombia (and Brazil). Multiculturalism has to be understood as a battle ground in order to define its political effects. KEY WORDS: racism, multiculturalism, Colombia, Latin America.
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P e t e r Wa d e Multiculturalismo y racismo
INTRODUCCIÓN
E
l propósito de este ensayo es repensar el papel que desempeña la racialización en las sociedades de América Latina, así como pensarla en relación con el multiculturalismo. En muchos países latinoamericanos se ha hecho notorio que los procesos de reforma política y legislativa, que sustentan las declaraciones oficiales del nacimiento de nuevas naciones multiculturales y pluriétnicas, no han llevado a la disminución de la desigualdad étnica y racial. El simple reconocimiento, e incluso la celebración de la diferencia cultural de grupos definidos en términos étnicos y/o culturales, pueden quedar como gestos prácticamente retóricos que no conducen a cambios materiales. Ahora bien, el multiculturalismo no necesariamente se tiene que quedar al nivel del reconocimiento y la celebración. En Colombia, como en otros países, el multiculturalismo también ha conducido a la otorgación de ciertos derechos especiales —a la educación, a la tierra— a ciertos grupos, y se ha constituido así en medidas de acción afirmativas que tienen la capacidad potencial de cambiar estructuras económicas y políticas, aun si, en la práctica, esta capacidad se encuentra restringida por la economía política dominante y por otros procesos. En lo que sigue, quiero analizar el rol que juega el concepto de raza en América Latina. En primer lugar, miraré cómo este ha sido marginado en las discusiones sobre la desigualdad en el subcontinente, mientras que el concepto de etnicidad se ha hecho dominante a la hora de entender las diferencias culturales. Sostengo que es al pensar a América Latina como una parte integral de las Américas negras cuando el concepto de raza adquiere sentido. Luego, analizo cómo dicho concepto se ha manifestado en América Latina un poco más de lo pensado habitualmente: es decir, que ha tenido una vida subterránea de la cual tenemos que dar cuenta, y que ha sido una base importante para las reformas multiculturalistas. En Colombia y Brasil, por ejemplo, debido a esta vida subterránea del concepto, cuestiones de raza y de racismo están adquiriendo mayor presencia en el espacio público, y esto ha sucedido en parte a través de los espacios abiertos por el multiculturalismo, donde las reivindicaciones de minorías negras e indígenas en contra del racismo han podido expresarse. Por otro lado, mientras lo anterior parece constituir un avance, están
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en camino otros procesos que lo amenazan en forma indirecta, sin mencionar explícitamente cuestiones racializadas: me refiero a la violencia que azota a comunidades negras e indígenas en la costa pacífica colombiana. Aunque la violencia no es racial, en tanto que no afecta solo a las poblaciones negras e indígenas y tampoco tiene un discurso racializante, tiene efectos racializados, pues afecta en forma desproporcionada a estas poblaciones y reproduce su marginalidad.
AMÉRICA LATINA
EN LAS
AMÉRICAS
NEGRAS
T
radicionalmente —y en especial en los discursos nacionalistas de los países latinoamericanos— se pensó, durante gran parte del siglo XX y sobre todo desde los años cuarenta, que las cuestiones de la raza y del racismo eran propias de Estados Unidos y que las sociedades latinoamericanas habían evitado los problemas raciales. Aunque en la época de la eugenesia se hablaba abiertamente, para dar solo un ejemplo, de “los problemas de la raza en Colombia” (Jiménez López et ál. 1920; Leal León 2010; Restrepo 2007), la tendencia general era evitar el determinismo biológico de las teorías del racismo científico anglosajón, y en cambio se enfatizaban las influencias del medioambiente, la higiene social y el carácter cultural de los pueblos (De la Cadena 2000; Stepan 1991). En todo caso, se seguía hablando de las categorías clásicas del discurso racializado, categorías surgidas de la historia del colonialismo —negros, blancos, indios, mestizos, etc.—; y las características fenotípicas racializadas —el color de piel, la forma de ciertas facciones, el tipo de pelo, etc.— seguían teniendo significados importantes en la identificación de las personas. Adicionalmente, estas categorías y características fenotípicas racializadas se entendían como elementos entrelazados con procesos genealógicos y de reproducción sexual. En fin, los discursos y las prácticas seguían teniendo las características fundamentales que nos permiten definirlos como raciales o racializantes en términos analíticos (Leal León 2010; Wade 2002b), pero se rechazaba la idea de que la raza y el racismo eran problemas actuales para la región. La opinión general era que, para América Latina, el concepto de raza no tenía sentido, y que las diferencias culturales —o más específicamente, las diferencias entre catego-
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rías como blancos, negros, mestizos, indígenas, etc.— se tenían que pensar bien fuera en términos de etnicidad, o bien utilizando un concepto de cultura depurado de toda acepción racializada. De ahí también surgió la idea de que, si acaso el multiculturalismo tenía un espacio dentro de las naciones latinoamericanas, solo podría dirigirse a la diversidad cultural y no a la desigualdad racial; y que las acciones afirmativas, orientadas a corregir los efectos del racismo, eran políticas apropiadas para los Estados Unidos (y Canadá) y extrañas al ambiente latinoamericano. Este tipo de excepcionalismo —que ve, por un lado, a Estados Unidos como una excepción por su historia de segregación racial tan marcada y, por el otro, a América Latina como otra excepción por “evitar” el racismo— ha sido una fuerza poderosa pero con dos contracorrientes importantes, que empezaron a adquirir auge desde los años cincuenta en Brasil y durante los últimos lustros en otros países. Primero, al demostrar que los países de América Latina nunca evitaron el racismo, ni en el pasado ni hoy, numerosos estudios hechos en Brasil, Colombia y otros países comprueban la existencia de la discriminación racial1. Agregamos a esto el hecho de que la discriminación contra los indígenas, que antes solía concebirse, en términos analíticos, como discriminación étnica, hoy en día se reconoce más 1 En el caso de Colombia, ver, por ejemplo, Barfácilmente como una forma de bary y Urrea (2004), Mosquera y León (2010), Roracismo; es decir, la categoría indríguez, Alfonso y Cavelier (2009) y Wade (1997). dio o indígena puede entenderse 2 Ver, por ejemplo, Gall (2004), Hale (2006), Nelson (1999) y Katzew y Deans-Smith (2009). como una categoría racializada2. 3 Para este punto de vista transnacional, véase Segundo, se han criticado las también Yelvington (2006). aproximaciones comparativas que daban por sentado el Estado-nación o el país —o la región continental— como un estudio de caso susceptible de compararse con otro caso: lo que Wimmer y Glick-Schiller (2002) llaman “nacionalismo metodológico”. Esta visión granular enmascara las múltiples conexiones que vinculan los casos y el hecho de que cada caso forma parte de un sistema más amplio y hasta global. Micol Seigel, por ejemplo, en su libro Uneven Encounters: Making Race and Nation in Brazil and the United States (2009), demuestra los intercambios materiales e intelectuales constantes entre Estados Unidos y Brasil, que generaban un proceso de organización, concepción y representación mutua de sus estructuras de relaciones sociales racializadas3. Un efecto de este proceso fueron, precisamente, las imágenes contrapuestas de Brasil como una
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democracia racial y de Estados Unidos como un infierno racial. Esto no quiere decir que no se pueda continuar con un proyecto comparativo, pero ello tiene que hacerse bajo otras condiciones y siendo conscientes de las redes de interconexión que canalizan el movimiento transnacional —y que el nacionalismo político y metodológico muchas veces trata de volver invisibles—. Tampoco quiere decir que el Estado-nación no exista o no tenga fuerza para moldear los procesos políticos y sociales; solo que es necesario reconocer que el Estado-nación es el producto de una labor continua de regulación, de construcción de fronteras y barreras y de representación; en una palabra, de excepcionalización. En fin, las diferentes sociedades de las Américas comparten una base histórica que abarca la esclavitud, las plantaciones y minas, la jerarquía sociorracial y las relaciones trilaterales entre indígenas, africanos y europeos —sin hablar de otros grupos inmigrantes de Japón, India, China, etc.—. Y estas sociedades americanas formaban parte, desde el principio, de una red de movimiento e interacción constante con Europa, África y, en menor grado, Asia. De hecho, es necesario recordar que las ideas y prácticas racializadas empezaron a tener un alcance global desde temprano. Como plantea Balibar (1991), la ideología racial es universalista en el sentido de que habla de la humanidad al mismo tiempo que jerarquiza esa totalidad y excluye algunas categorías de los valores de la civilización, la modernidad o el desarrollo. Las ideologías y prácticas racializadas han formado una red globalizante también en términos históricos. Anderson (2006) argumenta que fue el encuentro de los europeos con los aborígenes australianos lo que, en el siglo XIX, fomentó el desarrollo de las teorías poligenéticas —es decir, la idea de que las razas tenían orígenes diferentes y eran especies distintas—. Dikötter (1992, 1997) muestra la influencia de las ideas europeas acerca de la raza en China y Japón en los siglos XIX y XX. En un sentido más amplio, autores como Gilroy (1993, 2000) y Goldberg (1993) afirman que la idea de raza y las prácticas asociadas con ella son constitutivas de la modernidad, no una aberración accidental —una perspectiva que forma parte de una visión poscolonial y decolonial del mundo (Branche 2008; Castro-Gómez 2004; Moraña, Dussel y Jáuregui 2008)—. Entender a Latinoamérica como parte de un mundo más amplio, y sobre todo como parte de las Américas negras, cam-
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bia la manera de comprender el multiculturalismo, que se ha convertido en la nueva política estatal en muchos países del sur del continente en las últimas dos décadas. Para estos países, el reconocimiento oficial de la multiculturalidad, muchas veces con consecuencias para el concepto de ciudadanía, ha sido un cambio importante, pero en cierto sentido el multiculturalismo se sigue viendo, por un lado, como una imposición internacional de lo políticamente correcto y, por otro, como una concesión a los usos y costumbres de los pueblos indígenas. El problema del racismo se esconde en los márgenes de los nuevos discursos. El adoptar una visión más transnacional ayuda a comprender que el racismo es un problema generalizado, aunque con distintas expresiones, que requiere acciones políticas, y que el multiculturalismo es algo que debe ir más allá de reconocer “las culturas” de los pueblos indígenas y, en general, más allá de reconocer “la diversidad cultural”.
EL
CONCEPTO DE RAZA EN LOS DISCURSOS
DOMINANTES
Q
ue América Latina sea una parte integral de las Américas negras y de las estructuras racializadas globalizantes no quiere decir que el concepto de raza se admita fácilmente en los discursos dominantes de estos países, ni en las nuevas políticas multiculturalistas. Sheriff, por ejemplo, cita al sociólogo norteamericano E. Franklin Frazier, quien dijo, acerca del Brasil de 1941, que “parece haber un acuerdo implícito entre todos los sectores de la población para no hablar de la situación racial”. Sheriff alega que “más de medio siglo después, la observación de Frazier sigue siendo esencialmente acertada” (2001, 59). Valga decir que ella escribía más de una década después de la reforma constitucional de Brasil, que estableció el multiculturalismo oficial en el país, y varios años después del reconocimiento incipiente, pero oficial —por parte del presidente Fernando Henrique Cardoso— de que el racismo sí era un problema en Brasil (Htun 2004). Por supuesto, era más común emplear el concepto de raza en el mundo académico (por ejemplo, Sansone 2003), pero no era tan frecuente en el discurso cotidiano.
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No estoy seguro de si esto es tan cierto para Colombia, pues he encontrado que es relativamente común oír, en el habla popular, referencias a la raza negra o a una persona de raza india o de raza blanca —lo que no equivale a una discusión acerca de la situación racial, pero tampoco indica un silencio total al respecto—4. Sin embargo, sigue también el video sobre raza y racismo existiendo cierta incomodidad 4enVéase Colombia disponible en www.youtube.com/ con la palabra y el concepto en watch?v=LDHXls8wdu0&p=292C776DB8B312 discursos académicos, intelec- 1B. Aquí muchos miembros del público parecen estar bien seguros de que existen las razas en tuales e institucionales, aunque Colombia. cada vez menos. Por un lado, se asume que el concepto no tiene mucha importancia en América Latina, donde los problemas son de clase social y no tanto de desigualdad racial, y que las diferencias culturales deben ser entendidas como étnicas; por el otro lado, si se acepta la existencia del racismo, se tiene que combatir diciendo que la raza no existe en términos biológicos, que no tiene realidad objetiva y que, por lo tanto, no debe ocupar un lugar en la caja de herramientas conceptuales de las ciencias sociales y de los estudios culturales. Meertens observa que esta es, precisamente, la actitud de la Corte Constitucional de Colombia al tratar diferentes aspectos jurídicos que tienen que ver con los afrocolombianos. Por un lado, las sentencias de la Corte reconocen que las personas están expuestas, en casos específicos, a ser excluidas con base en el color de su piel —yo diría, más bien, en su identidad racial—: es el caso de la joven a quien se le negó la entrada a una discoteca en Cartagena, en 2004, y que luego puso una tutela contra los dueños del establecimiento. Pero, a la vez, los jueces son renuentes a admitir que la condición de vulnerabilidad de los afrocolombianos —la cual justifica, según ellos, las medidas de acción afirmativa que existen en Colombia para las “comunidades negras”— se debe al racismo histórico y actual: no hacen énfasis en los procesos de vulnerabilización. Aseveran que “el reconocimiento de derechos especiales a las comunidades negras no se hace en función de su ‘raza’ ”, pues ahí aparece el espectro de la raza como realidad biológica. En cambio, “los derechos colectivos de las comunidades negras en Colombia son una función de su status en tanto grupo étnico, portador de una identidad propia que es digna de ser protegida y realzada, y no del color de la piel de sus integrantes” (Sentencia C-169 de 2001, citada en Meertens 2009, 96-97). De esta manera, la cuestión del racismo se esgrime
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con una mano mientras se esconde con la otra. Es un ejemplo claro del multiculturalismo como mecanismo para reconocer a las “culturas” de una forma limitada, sin realzar el problema del racismo que yace debajo. En Colombia, la Ley 70 de 1993, la llamada Ley de Negritudes, que surgió de las reformas constitucionales y que otorgó derechos y protecciones a las “comunidades negras” del país, también se puede interpretar desde esta óptica. Las “comunidades negras” fueron reconocidas como un “grupo étnico” que tenía ciertas características culturales y que, en términos prácticos, habitaba las zonas rurales de la costa pacífica, zonas entendidas como la ubicación de lo negro en Colombia. Aunque se reconocía marginalmente que el grupo étnico podría tener un alcance nacional —lo que sugería un criterio de identificación que tenía que ver con algo más que “la cultura” y la región—, se evitaba una referencia directa a la raza como criterio de identificación social, y solo una vez se menciona el racismo, al prohibirlo (artículo 33). La ilegitimidad de la discriminación, que la Constitución también afirma en su artículo 13, queda como una afirmación negativa (no debe existir la discriminación racial —ni la de sexo, lengua, religión, etc.—), mientras que la Ley 70, que se dirige a las comunidades negras del país, habla muy poco del racismo y mucho menos admite el concepto de raza como una manera de entender la especificidad de los afrocolombianos. Las acciones afirmativas que estableció la Ley 70 se debilitaron en la medida en que no reconocían un criterio fundamental que definiera a la población que se quería proteger. El propósito de la acción afirmativa es corregir desigualdades producidas por procesos pasados y actuales de discriminación. Si el criterio de definición del grupo no corresponde a los sectores de la población afectados por los procesos de discriminación, entonces la acción afirmativa pierde su fuerza. Este es el caso de las comunidades negras de la Ley 70. Al reconocer la existencia de estas comunidades casi exclusivamente en las zonas rurales y ribereñas de la región de la costa del Pacífico, efectivamente la norma negó, o al menos marginó, la actuación de procesos de discriminación racial y de identificaciones racializantes fuera de estas zonas. La Corte Constitucional reconoció este problema en 1996, cuando admitió la existencia de “una comunidad negra” en la ciudad de Santa Marta y justificó su decisión precisamente en términos
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de la existencia de “persecuciones y tratamientos injustos” —sin hablar directamente del racismo— que podrían afectar a poblaciones que no se encontraban en las condiciones socioculturales de las comunidades negras del Pacífico5. Si existe el racismo 5 Colombia, Corte Constitucional, Sentencia T-422/96, Diferenciación positiva para comuen Colombia, o si ha existido nidades negras, del 10 de septiembre de 1996: en el pasado de tal modo que “En realidad, en este caso, la diferenciación correspondería al reconocimiento de la causó desigualdades que siguen positiva situación de marginación social de la que ha sido vigentes, entonces la definición víctima la población negra y que ha repercutido del grupo beneficiario tiene que negativamente en el acceso a las oportunidades de desarrollo económico, social y cultural. Sólo corresponder con la población en estos términos resulta admisible una ley que que sufrió “persecuciones y tra- tome en consideración el factor racial, pues, se sabe, la raza no puede generalmente tamientos injustos” racializados como dar pie a un tratamiento distinto en la ley. Pero, —es decir, “los negros”—. como ocurre con grupos sociales que han sufrido persecuciones y tratamientos injustos en Entre paréntesis, vale la pena el pasado que explican su postración actual, el anotar que esta lógica conduce, tratamiento legal especial enderezado a crear condiciones de vida, tiende a instaurar la como es de esperarse, a la igual- nuevas equidad social y consolidar la paz interna y, por dad social generalizada. Si una lo mismo, adquiere legitimidad constitucional”. población fue discriminada con base en su identidad racializada, entonces la acción afirmativa correspondiente apunta a esa población o a sus descendientes. Si la población afectada eran las clases humildes en general, la misma lógica implica una serie de acciones afirmativas que intentan corregir la desigualdad social injusta en general, que es nada menos que la meta ideal de todas las sociedades que se declaran liberales y democráticas. La justificación de acciones afirmativas dirigidas a una población definida en términos raciales o étnicos es que existen, o existían, procesos específicos que afectan o afectaban a estas poblaciones de manera especial —como el racismo, por ejemplo—. En Brasil vemos algo parecido en el candente debate sobre las acciones afirmativas y, más específicamente, sobre las cuotas para afrobrasileños en algunas universidades. Por un lado, están quienes, aunque admiten que existe el racismo, no aceptan la categoría negro —o afrodescendiente— en las prácticas institucionales, pues eso les huele a racismo —es decir, para ellos, hablar de raza equivale ser racista—. Por el otro lado, están quienes dicen que, si existe el racismo, hay que reconocer a los que sufren sus efectos —y a los que lo practican—: la práctica del racismo recrea constantemente la idea de raza y las categorías
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racializadas como realidades sociales que podemos reconocer en los planos institucional y analítico. No cabe duda de que este tipo de reconocimiento puede crear conflictos; sobre todo, cuando ocurre a través de cuotas que ponen públicamente al descubierto la exclusión de algunos individuos por no ser negros —o no haberse identificado como tales—. Pero quizás sean conflictos necesarios —los que no se dieron cuando una persona fue excluida por ser negra—, porque sin ellos no habría cambios y todo seguiría igual. También es cierto que este tipo de reconocimiento puede desviar la atención pública de las desigualdades de clase y enfocarla en diferencias que parecen más “superficiales”. Pero en América Latina, en general, cualquier asalto a la desigualdad racial es al mismo tiempo una tentativa de combatir la desigualdad de clase: las dos estructuras van entrelazadas y no es posible separarlas; las estrategias que parecen estar orientadas a la cuestión de clase tienen acepciones racializadas, y viceversa. Da Silva (1998) examina el caso de un líder sindical de Brasil y la manera en que sus acciones implicaban una cierta conciencia racializada, sin que esta se convirtiera en la razón principal o abierta de sus proyectos. Es importante poner este punto en el contexto de las políticas multiculturalistas, porque una crítica muy difundida de ellas se refiere a que desvían la voluntad política hacia diferencias irreales y sin importancia verdadera. Esto puede ser cierto si el multiculturalismo se queda como una política de fachada que solo celebra la diversidad cultural. Pero si abarca el problema del racismo —si admite las divisiones, “la diversidad”, causadas por el racismo; si admite la especificidad del bagaje histórico y cultural de las identificaciones raciales y del racismo— tiene la posibilidad de traer consigo medidas que se dirigen a la desigualdad social en forma más general y al racismo en particular. Si el concepto de raza se sigue marginando en América Latina, aun en los dos países —Colombia y Brasil— donde hay más legislación de tipo afirmativo para los afrodescendientes, es preciso reconocer que no está tan ausente como algunos piensan; y hay indicios de que gana terreno. En su reciente libro The Threat of Race (2008), David Goldberg vuelve su mirada a América Latina como un ejemplo del “entierro en vida” de la raza como concepto. Su tesis es que el avance del neoliberalismo, con su consecuente privatización de la vida social, ha traído la invisibilización de la idea de raza, mientras el racismo sigue operando, pero sin
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nombre. Así, la raza está enterrada viva. Para él, América Latina, a la que entiende como una región donde ese concepto se ha sumergido en ideologías de mestizaje y blanqueamiento, es “un prototipo experimental temprano para el racismo neoliberal sin raza (neoliberal raceless racism)” (2008, 237). Yo diría que, aunque tiene mucho de cierto, su análisis tiende a exagerar la ausencia del concepto de raza en América Latina durante los siglos XIX y XX, y no reconoce de manera adecuada los cambios recientes. El problema de la propuesta de Goldberg es que él entiende la visibilidad de la raza como su institucionalización en los discursos, prácticas y estructuras del Estado, tal como sucedió en Estados Unidos durante la época de la segregación estilo Jim Crow, o en Sudáfrica con el apartheid. Pero la raza, como idea, puede estar presente en otras formas, por ejemplo, al hablar de negros, blancos, indígenas y mestizos, cosa que ocurre en Colombia y en otros países latinoamericanos de manera constante a través de los siglos XIX y XX, aun si no se hace referencia explícita a ella (Wade 2002a, capítulo 2; 2003). Y, como bien se sabe, hacia finales del siglo XX en muchos países de América Latina se empiezan a admitir en las instituciones estatales prácticas que, aunque el Estado tienda a eludir el término raza, tienen el efecto de racializar los procesos de gobierno: me refiero a la penetración del multiculturalismo en diferentes países de la región. Como ya dije, en el Estado hay tendencias ambivalentes: se prefiere hablar de cultura, grupos étnicos, tradiciones y hasta folclor; a veces se reconoce el racismo en forma pasajera, y cuando se reconoce, se prohíbe al igual que todas las formas de discriminación que atentan contra los principios del liberalismo, pero, incluso así, sin necesariamente admitir el concepto de raza como criterio legítimo de identificación y acción social. Sin embargo, entre todo esto, creo que no se puede negar que el tema de la raza —si se incluye el uso de conceptos racializados, como afrocolombiano, afrodescendiente, negro, indígena, blanco, etc.— está mucho más presente que antes. Se está abriendo la posibilidad de que el multiculturalismo tome una vía más radical. En Colombia, es interesante ver la atención pública que se ha dado al tema del racismo recientemente. Con la Ley 70 de 1993, el Estado, la Iglesia y los movimientos afrocolombianos mismos invirtieron mucha energía y muchos recursos en la construcción
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de la imagen de la comunidad negra de la costa pacífica, una imagen culturalista, regionalista e indigenizada —en fin, etnicizada—. Pero poco a poco se ha ido matizando esa imagen para darle más énfasis a la categoría de afrocolombiano, invocada como categoría nacional y no solo regional (Ng’weno 2007). Los intentos de los movimientos negros de obtener el reconocimiento oficial de la existencia de comunidades negras fuera del Pacífico —por ejemplo, en Santa Marta—, la titulación de unas pequeñas tierras colectivas de comunida6 Véase el mapa “Resguardos indígenas y des negras en zonas ribereñas de títulos colectivos de comunidades negras”, en http://sigotn.igac.gov.co/sigotn/. Estos Antioquia —fuera de la región territorios están ubicados en las fronteras de pacífica—6, los debates sobre el los municipios de Zaragoza, Anorí y Segovia, censo de 2005 y la mejor manera sobre el río Porce; en el municipio de Yondó, cerca del río Magdalena, y en el municipio de de contar a los afrocolombianos Sopetrán, sobre el río Cauca. —y los datos resultantes, que confirmaron que la gran mayoría de los afrocolombianos no viven en el Pacífico— y los estudios académicos sobre afrocolombianos en las ciudades (Barbary y Urrea 2004; Cunin 2003; Mosquera 1998; Wade 1997) son algunos de los factores que han conducido a una definición más amplia de lo negro en Colombia (Wade 2009). Esta nueva definición no necesariamente se identifica con una definición racial, pero, por su énfasis en lo afro, abre esta posibilidad. Claro que lo afro puede ser interpretado desde una óptica etnicista, según la cual son los lazos de la historia y la cultura los que lo definen, pero creo que también implica criterios racializados, porque evoca ineludiblemente la categoría de negro. Al lado de este cambio, por más incipiente que sea, podemos vislumbrar una pequeña apertura hacia el tema del racismo como algo que afecta a la categoría de los afrocolombianos. En primer lugar, un movimiento tan importante como el Proceso de Comunidades Negras (PCN), que en 1996 opinó que el tema del racismo no tenía mucha audiencia (Pedrosa 1996, 251), hoy en día le da más cabida al tema de la lucha contra el racismo, como una de sus líneas de acción. Hoffmann (2004, 221) también observa “un giro del debate étnico hacia la lucha antidiscriminatoria”. En segundo lugar, por el lado del Estado hemos visto en 2007 la formación de la Comisión Intersectorial para el Avance de la Población Afrocolombiana Palenquera y Raizal, entidad del Ministerio del Interior y de Justicia que en 2009 publicó un informe en el cual se reconoce abiertamente la existencia del racismo. En el mismo año se realizó la Campaña Nacional contra el Racismo, liderada
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por la Fundación Colombia Negra y apoyada por el Ministerio del Interior y de Justicia, a través de la Dirección de Asuntos para Comunidades Negras, Afrocolombianas, Raizales y Palenqueras; el vicepresidente de la República también respaldó la iniciativa, al menos en forma retórica (Colombia, Ministerio del Interior y de Justicia, 2009). Por supuesto, es necesario mirar este tipo de iniciativa estatal con más de un toque de cinismo, pues es relativamente fácil apoyar campañas de este corte y más difícil combatir realmente el racismo; también se puede sospechar que es una manera de distraer la atención de otros problemas sociales. Es decir, los mismos problemas que afectan al multiculturalismo como política de fachada que margina al racismo y al reconocimiento de las identidades raciales pueden socavar un multiculturalismo que reconoce estos mismos fenómenos, pero solo en forma superficial. Porque, lejos de distraer la atención, dirigirse al racismo y a las identidades raciales en forma seria, sirve para enfocar la atención sobre una serie de problemas sociales que tienen que ver con la desigualdad, las jerarquías y el poder. Pero lo interesante es que exista este tipo de reconocimiento, pues nos lleva a contemplar los posibles efectos que puede tener sobre el panorama del multiculturalismo en la Colombia de hoy. Ahora, por ejemplo, es fácil acceder a una cantidad de datos estadísticos sobre las desventajas que sufren los afrocolombianos; son cifras puestas en línea por el Estado —el Departamento Admi- 7 Los datos del DANE pueden verse en www. dane.gov.co/censo/files/presentaciones/grunistrativo Nacional de Estadística pos_etnicos.pdf, y los de la Vicepresidencia, (DANE) y la Vicepresidencia— y en www.vicepresidencia.gov.co/Es/iniciativas/ Sobre por otras entidades —como el Paginas/ComisionAfrocolombiana.aspx. el Observatorio de Discriminación Racial véase Observatorio de Discriminación www.odracial.org/ Racial— 7. Claro está que hay problemas con los datos, la mayoría de los cuales se basan en el censo de 2005, el cual, para algunos activistas, no logró un conteo adecuado de la población afrocolombiana. Pero, en comparación con la dificultad que los investigadores tenían antes para encontrar cifras sobre la desigualdad racial (Barbary y Urrea 2004; Cifuentes 1986; Wade 1997), la situación ha cambiado bastante y, por lo menos, se ha abierto un campo para pensar el racismo. Los censos y las estadísticas son instrumentos poderosos de gobierno (Nobles 2000), pero también proveen armas para retar el statu quo.
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Lo mismo sucede con el multiculturalismo en general: puede ser nada más una fachada retórica, pero si se concreta en medidas legislativas, aunque estas sean diseñadas para propósitos de gobierno que les dan un alcance restringido, puede proporcionar herramientas para reivindicar derechos. Este es un aspecto de la llamada judicialización de la política, un proceso generalizado en muchas regiones del mundo, que implica que decisiones que antes fueron tomadas por actores políticos tienden a reubicarse en el campo judicial (Sieder, Angell y Schjolden 2005). Parece que este proceso ha tenido cierto auge en Colombia, a través de la Corte Constitucional, y aunque tiene desventajas (precisamente porque conduce a la politización de la justicia), brinda cierta dimensión democrática a la política, pues abre un camino judicial para reclamar derechos, un 8 Este complejo equilibrio entre las ventajas y camino que ha sido efectivo hasdesventajas de la judicialización de la política ta cierto punto en la protección es analizado en forma detallada por Julieta Lemaitre (2009) a través del concepto del de minorías étnicas, y en menor fetichismo legal, que apunta hacia la idea de grado, como hemos visto, en el que las medidas legales se pueden convertir en “meros” fetiches, pero que el fetiche también reconocimiento del problema del tiene importantes efectos sociales. racismo en Colombia8.
EL
RACISMO Y LA VIOLENCIA
S
i la raza y el racismo —y lo afro— tienen mayor presencia en la esfera pública en Colombia y en otras partes de las Américas negras, hay otras tendencias alarmantes y no desconectadas de otros cambios en marcha. Me refiero a la violencia, sobre todo en el caso colombiano, aunque también en Brasil, donde es una de las principales causas de ansiedad para los pobladores de las favelas de Río de Janeiro (Perlman 2005). En Colombia, la región del Pacífico —y en menor medida algunas partes de la costa caribe— ha sido azotada por olas de violencia a las que había sido relativamente inmune en épocas anteriores. Es difícil evitar la conexión entre la mayor presencia de los afrocolombianos —y de los indígenas— en el campo legislativo-institucional y el incremento de la violencia, los asesinatos y el desplazamiento. Parece un simple accidente provocado por las dinámicas de guerra que se dan entre la guerrilla, los paramilitares y el Estado, mediadas por la economía del narcotráfico, el hecho de que la
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violencia haya llegado en los últimos diez años, en la región del Pacífico, a los niveles que ya había alcanzado en otras regiones del país y de que las principales víctimas de esta violencia sean afrocolombianos —e indígenas—. Los análisis de Escobar (2004, 2008), Almario (2004) y Sanford (2004) plantean una conexión menos accidental entre la violencia, el “desarrollo” y la modernidad; es decir, el desarrollo y la modernidad dependen de la violencia como proceso y hasta como estrategia fundamental que los favorece en regiones que antes estaban menos sujetas a los rigores del capitalismo (ver también Arocha 1986). Pero, aun en estos acercamientos, el hecho de que las víctimas de la violencia sean, en forma desproporcionada, afrocolombianos, surge como un efecto casi accidental de otros procesos. Para mí es sugestivo que el juego inclusión/exclusión que caracteriza los sistemas políticos basados en el liberalismo —que incluyen a todo el mundo como ciudadano pero excluyen a quienes las clases dominantes no consideran aptos para gobernarse a sí mismos ni, menos, a los demás (Mehta 1997)— encuentre un paralelo muy claro en la manera en que el mestizaje, como ideología de la nación, incluye a todos como potenciales mestizos, miembros de una democracia racial, pero margina a los negros y a los indígenas al ubicarlos dentro de la nación como grupos atrasados, en una jerarquía racializada. En un país como Colombia, que podría ser un prototipo de la condición que Agamben llama el “estado de excepción” —en el que existe todo el aparataje de la ley y la democracia al lado de una violencia que “se ha despojado de toda relación con la ley” (Agamben 2003, 59)—, las exclusiones suelen practicarse de una manera despiadada e impune por poderes conservados a cierta distancia del Estado. Hay una relación paradójica entre la ley y la violencia, como mecanismos de incluir y excluir que coexisten y son interdependientes. Así, a medida que la presencia de los afrocolombianos se hace más evidente en el ámbito legislativo en un proceso de judicialización de la política —lo que representa una inclusión imprevista en las ideologías del mestizaje—, se observa a la vez una exclusión cada vez más violenta que representa la imposición extralegal de la política despiadada. Es una exclusión que, en cierto sentido, empuja a los afrocolombianos hacia un mestizaje agónico, pues los desplaza hacia las ciudades, donde, aunque puede haber procesos de concientización que
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refuerzan la identidad negra en el país, también se pierden las bases territoriales y materiales de la recreación de la diferencia cultural que existen en el Pacífico. Entonces, es posible pensar que la violencia tiende a escoger desproporcionadamente a los afrocolombianos —y a los indígenas— no por simple accidente geográfico, sino porque ellos retan las bases de la nacionalidad en un proceso activamente patrocinado por el mismo Estado, que también facilita la violencia contra ellos.
CODA
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a violencia y la política de fachada deshacen el multiculturalismo y lo vuelven retórica; pero esto no significa que el multiculturalismo tenga que ser mera retórica y que no pueda tener formas más radicalizantes. El multiculturalismo puede crear conflictos donde no existían antes; pero en muchos casos son conflictos que simplemente salen a flote cuando se intenta cambiar estructuras jerárquicas. El multiculturalismo puede realzar divisiones sociales que luego se utilizan para discriminar en forma negativa; pero muchas veces ya existía esa discriminación en forma solapada. El multiculturalismo puede encubrir problemas fundamentales de desigualdad de clase; pero también puede sacar a la luz, precisamente, este tipo de problema, porque pone en tela de juicio los temas del poder, la desigualdad y la jerarquía; es decir, solo desde una perspectiva antropológica demasiado restringida se entiende “la cultura” como desvinculada de la economía política (Wade 1999). El multiculturalismo tiende a hacer marginal el racismo, porque lo ve como algo relacionado con la biología y no con la cultura; pero el racismo es siempre un discurso que involucra la cultura y la biología —biologiza la cultura al mismo tiempo que culturiza la biología—, y por lo tanto el multiculturalismo no excluye necesariamente las cuestiones racializadas. En fin, el multiculturalismo se debe entender no solamente como una política, sino como un campo de lucha para definir qué es y qué se puede lograr con él.
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ETNIZACIÓN
Y MULTICULTURALISMO
en el bajo Atrato EDUARDO RESTREPO PROFESOR ASOCIADO, DEPARTAMENTO DE ESTUDIOS CULTURALES, UNIVERSIDAD JAVERIANA, BOGOTÁ
[email protected]
Resumen
E
n este artículo busco examinar, para un lugar específico (el bajo Atrato, en el departamento del Chocó), algunos efectos del multiculturalismo. Para ello me enfoco en los alcances y límites del proceso de etnización de las “comunidades negras”, resaltando los efectos performativos de la legislación inspirada en el giro al multiculturalismo que constituye, en la imaginación jurídica y política, a estas comunidades como un “grupo étnico”. Me interesa más el examen de la emergencia del proceso de etnización que presentar un diagnóstico de la situación organizativa actual del bajo Atrato y de las intervenciones que entidades no gubernamentales (colombianas y extranjeras) o el Estado realizan hoy de acuerdo con el derecho internacional humanitario. PALABRAS CLAVE: etnización, multiculturalismo, bajo Atrato, Chocó, comunidades negras, afrodescendientes.
ETHNICIZATION AND MULTICULTURALISM IN BAJO ATRATO Abstract
T
his article examines some of the effects of multiculturalism in a specific place: the lower Atrato River in the Colombian Departmento of Chocó. In order to do this I focus on the scope and reach of the process of ethnicization of ‘black communities’. I highlight the performative effects that the legislation inspired by the multicultural turn—and which constituted ‘black communities’ as an ethnic group—has had on the Colombian juridical and political imagination. I am more interested in examining the emergence of an ethnicization process in the lower Atrato than in diagnosing the current organizational situation in the region, as well as of non-governmental interventions (both Colombian and foreign) or State initiatives which are taking place today in response to international humanitarian law or to the return of displaced populations. KEY WORDS: ethnicization, multiculturalism, lower Atrato River, Chocó, black communities, afro-descendants.
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Aún hay un largo trabajo etnográfico por hacer acerca del modo en que la Ley 70 transforma la vida social, productiva, política y cultural de las comunidades negras. Daniel Ruiz, “Nuevas formas de ser negro”
INTRODUCCIÓN
A
quel día de agosto de 1993 no era uno como los demás. El presidente de entonces, César Gaviria, había llegado a Quibdó para firmar, en el corazón mismo del Chocó, la Ley 701. Tampoco era una ley como tantas otras. Esta tenía por objeto el reconocimiento, por parte del Estado colombiano, 1. Los referentes empíricos de este artículo son de las “comunidades negras” el resultado del apoyo al proceso de sistecomo “grupo étnico”. Desde la matización adelantado por la Asociación de Organizaciones y Consejos Comunitarios del Bajo perspectiva de diversos actores, Atrato (Ascoba) y por un equipo de trabajo, del cual dicha ley era el logro jurídico hice parte, del Centro de Pensamiento de América más importante en los últimos Latina Raiz.AL. Agradezco a Nadia Umaña y Josué Sarmiento por la invitación a hacer parte 150 años para los descendientes del equipo. En esa labor contamos con el decide los africanos en Colombia. dido apoyo de Daniel Ruiz Serna (quien trabajó Después de la ley de abolición durante varios años con el Cinep en la zona) y de Ernesto Ramírez (presidente de Ascoba). Quiero de la esclavitud, por allá en 1851, dar un agradecimiento muy especial a Armando durante el gobierno liberal de Valencia, de la parroquia de Riosucio, por su generoso apoyo durante los viajes del equipo de José Hilario López, con la ley que Raiz.AL al bajo Atrato, así como por compartir ese día se estaba firmando las sus conocimientos, historias y reflexiones sobre “comunidades negras” del país el proceso organizativo y la región. Igual deuda cabe con William Villa, colega como pocos en eran reconocidas por vez primela fascinación compartida por el Pacífico. Agrara en términos jurídicos como dezco, igualmente, los detallados comentarios y un “grupo étnico”, con unos decríticas realizadas al primer borrador de este texto por Julio Arias y un lector anónimo asignado por rechos territoriales específicos y la revista. No sobra resaltar que estos agradeciuna cultura e identidad propias. mientos no buscan endosarles a amigos y colegas lo que no es más que responsabilidad propia Para quienes entendían así la por las erráticas interpretaciones que puedan ser ley, ese era un pequeño pero imhalladas en este artículo. portante paso en la lucha contra la discriminación y la invisibilidad que han imperado desde siempre y que han borrado de un plumazo los aportes y la presencia de los africanos y sus descendientes en la historia del país. Además, esta ley tenía la particularidad de que organizaciones negras de todo el Pacífico colombiano, y de algunas otras regiones, habían participado directa y activamente en la redacción del texto, y habían discutido durante meses con funcionarios del Gobierno y otros expertos sus términos y alcances. Capítulo tras capítulo,
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la propuesta de ley que ahí se firmaba había nacido de una intensa y difícil negociación en el marco de la Comisión Especial para las Comunidades Negras, creada en 1992. No era todo lo que los representantes de las organizaciones habían pretendido incluir, pero sin lugar a dudas el texto recogía muchas de sus aspiraciones. En todo caso, para los representantes de las organizaciones estaba claro que la ley no había sido ningún regalo del Gobierno, sino que era el resultado del arduo trabajo de ellos y de sus comunidades, que habían logrado abrir un espacio. La versión final de la ley que la Comisión Especial presentó al Congreso había sido objeto del más intenso debate y, no en pocas ocasiones, de manifiestas posiciones encontradas. Quedaron por fuera muchas propuestas y puntos que las organizaciones querían introducir y consideraban fundamentales. Ahora bien, desde la perspectiva del Gobierno que la firmaba, esa ley constituía un desarrollo de la por aquel entonces reciente Constitución Política. Así lo hizo saber el presidente en el discurso que pronunció en Quibdó. A sus ojos, la ley representaba un acto concreto de avance en la materialización del principio constitucional del derecho a la diferencia cultural. Nacida de un artículo transitorio decretado al final de la Asamblea Nacional Constituyente, la Ley 70 de 1993 constituye uno de los más evidentes mojones de la inscripción de las comunidades negras en la lógica del multiculturalismo impulsada por el Estado colombiano desde los años noventa (Pardo 2001, Rojas 2004). Desde entonces, la Corte Constitucional ha producido una serie de sentencias que han ampliado, al menos jurídicamente, los términos en los cuales el Estado constituye e interpela a un sujeto de derecho ahora referido como población afrodescendiente (Mosquera y León 2009). En este artículo busco examinar algunos efectos del multiculturalismo para un lugar específico, el bajo Atrato, en el departamento del Chocó. Mi argumento es que los cuestionamientos antropológicos al multiculturalismo requieren una aproximación etnográfica que identifique, de forma situada, las transformaciones que se han sucedido a propósito de su concreción y despliegue, sin perder de vista las variaciones y tensiones entre diferentes sectores e individuos. Esto no significa, sin embargo, que la valoración de la diferencia no tenga que ser defendida, ni que se desconozcan los aportes del multiculturalismo a esta valoración.
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El artículo comienza con una serie de precisiones analíticas referentes a las categorías de etnización y multiculturalismo. Luego examino las dinámicas poblacionales en el bajo Atrato y la historia del proceso organizativo, que confluyen en la etnización en el marco del multiculturalismo. Finalmente, me ocupo de las problemáticas que se derivan de esta etnización, centrándome en las tensiones entre poblaciones locales y en sus improntas raciales y culturalistas.
PRECISIONES
ANALÍTICAS
A
nte todo, con etnización quiero indicar la idea de proceso, y, en tanto proceso, se pueden rastrear unos momentos en los cuales emerge, así como una serie de despliegues y dispersiones. No considero, sin embargo, que sea un proceso homogéneo ni que suponga que todo lo que existía antes haya desaparecido como por arte de magia, de la noche a la mañana. No todos los individuos o ámbitos son interpelados de la misma manera, con análogos efectos e idéntica densidad. La especificidad del proceso que llamo etnización radica en la formación de un sujeto político en un sentido amplio (un nosotros/ellos), y de unas subjetividades (unas identificaciones), en nombre de la existencia (supuesta o efectiva) de un “grupo étnico”. Por tanto, entiendo por etnización el proceso en el cual unas poblaciones son constituidas y se constituyen como “grupo étnico”. He enfatizado esta expresión porque no me interesa definir en abstracto qué es (o no) un grupo étnico. Me interesa, en cambio, examinar etnográfica e históricamente cómo es entendido y con qué efectos, en momentos, lugares y entramados institucionales concretos, por personas específicas, eso de grupo étnico. O, en otras palabras, cómo se imagina y disputa el mundo apelando (o no) a ciertas nociones (siempre multiacentuales y contradictorias) de grupo étnico. En consecuencia, no busco proponer unos criterios analíticos que equiparen o diferencien esta categoría, de una vez por todas y con solar claridad, de otras que suelen estar bien cercanas, como las de raza, cultura y nación. Con la idea de etnización me interesa, por tanto, examinar el proceso mediante el cual se ha disputado lo que en un momento y contexto concretos aparece como grupo étnico, los criterios
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utilizados, los discursos de expertos y las políticas de la verdad que esta categoría involucra, y, sobre todo, las prácticas que se derivan para determinados sujetos (que parcialmente son constituidos como tales por la etnización que los interpela y refiere). Mi argumento es que las yuxtaposiciones o distinciones de grupo étnico con otras categorías, los contenidos asignados y sus múltiples apropiaciones requieren ser examinadas etnográfica e históricamente. En Colombia, la noción de grupo étnico ha operado históricamente en un doble campo semántico, que es importante observar analíticamente para comprender las implicaciones del concepto de etnización que aquí propongo. En primer lugar, al menos desde principios del siglo XX, se puede rastrear entre ciertos intelectuales una utilización del término de grupo étnico para referirse a “blancos”, “negros” e “indios”, como sinónimo o en sustitución de raza (cfr. López 1920a, 1920b, 1934). Así, se habla de los tres grupos étnicos (o razas) que conformaron la nación colombiana. Al mestizo, que sería el producto de las diferentes mezclas, se lo ha considerado también como un grupo étnico, al igual que a sus diferentes expresiones regionales. De esta manera, por ejemplo, Manuel Zapata Olivella (1974) concibe como grupos étnicos actuales los siguientes: el antioqueño, el cundiboyacense, el tolimo-huilense, el santandereano, el costeño, el caucano, el llanero u oriental y el subgrupo isleño. Este campo semántico, como sinónimo o como sustitución de raza o población, se caracteriza porque la noción de grupo étnico es aplicable a unidades geopoblacionales o a categorías sociales diversas, que compondrían en su totalidad la idea de pueblo, cultura o nación colombiana. Los colombianos todos, cualesquiera sean las unidades de diferenciación y taxonomías utilizadas, hacen parte de grupos étnicos. El segundo campo semántico en el que ha operado la noción de grupo étnico se caracteriza por restringirla a “comunidades” tradicionales, culturalmente diferentes y territorializadas, que se imaginan como otros de Occidente y de la modernidad. En el discurso jurídico, así como en el académico y el político, ha predominado en las últimas décadas la idea de que los indígenas son el paradigma de la noción de grupo étnico. La existencia de marcadores de la diferencia, como los lingüísticos y los culturales, expresados en ciertas formas de vida comunitarias, tradicionales y territorializadas, es el criterio que se esgrime frecuentemente
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para concebir a una población determinada como grupo étnico. En este sentido, no todos los colombianos son miembros de tales grupos, sino solo algunos: los indígenas inicialmente, las “comunidades negras” después y, más recientemente, los raizales y el pueblo rom. Esta es la concepción de grupo étnico que se ha hecho “sentido común” en las últimas dos décadas en el país. Ahora bien, en este campo semántico, no es suficiente la diferencia cultural para que se hable de grupo étnico. Se suele considerar que los habitantes de la costa colombiana, por ejemplo, tienen diferencias lingüísticas, culturales y fenotípicas claras con los de otras áreas del país. Pero antes que suponer a estos habitantes como un grupo étnico, se los piensa en términos de diferencia regional. Otro ejemplo es el de los paisas. Con este término se conoce en gran parte del país a los individuos provenientes de una región que se corresponde más o menos con los departamentos de Antioquia, 2. En el Pacífico colombiano, sin embargo, Caldas y Risaralda2. Los paisas paisa tiene otra connotación: la de “blanco” proveniente del interior del país. Un bogotano, son fácilmente identificables por un tolimense y un antioqueño “blancos” son su particular manera de hablar catalogados igualmente como paisas. y sus singularidades culturales, pero sobre todo por un profundo sentido de pertenencia y una actitud de hipervaloración de lo propio. No obstante, en este campo semántico, no se suele considerar esta diferencia en términos de grupo étnico, sino que se la encuadra en el discurso de la diferencia regional. Hoy, en Colombia, no hay una equivalencia entre grupos étnicos y comunidades indígenas, aunque cierta concepción de indianidad es la garantía y el referente último para llegar a ser considerado como grupo étnico. Las “comunidades negras” han logrado este tipo de reconocimiento. En las últimas décadas, en la legislación y en los imaginarios políticos y académicos la negridad ha sido articulada como grupo étnico. Para hacerlo, se ha requerido de un proceso de marcación y otrerización comunitarista y etnicista que se remonta a mediados de los años ochenta (cfr. Agudelo 2005; Castillo 2007). Etnización es el concepto propuesto para dar cuenta de este proceso, que no es monolítico ni ha sido igualmente apropiado y significado en todos los niveles, ni por todos los actores y las poblaciones en nombre de las cuales se habla. Por etnización no se entiende únicamente el proceso que involucra las acciones o
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planes explícitos de las diferentes entidades estatales y organizaciones no gubernamentales para las “comunidades negras” (o, más tarde, aunque algo imprecisamente, los afrodescendientes) en tanto grupo étnico. La etnización tampoco se agota en lo que las organizaciones étnico-territoriales y sus activistas hacen o enuncian en cuanto tales, ni en lo que los académicos elaboran sobre las “comunidades negras” como grupo étnico. Las apropiaciones locales, con sus diversas interpretaciones, interpelaciones y rechazos, hacen parte también de la etnización de la negridad. Así pues, la etnización implica una serie de disputas entre los diferentes actores que son parcialmente constituidos y sus posiciones, definidas en tal proceso. Estas disputas buscan intervenir en las relaciones de poder existentes, apelando a la especificidad de una población o poblaciones definidas en este proceso con base en una comunalidad étnica. Antes que una articulación consensuada y homogénea, la idea de las “comunidades negras” como grupo étnico ha sido el objeto de múltiples disputas. Este continuo y conflictivo proceso incluye la configuración de un campo discursivo y de visibilidades desde el cual se constituye el sujeto de la etnicidad. Igualmente, demanda una serie de mediaciones que hacen posible no solamente el campo discursivo y de visibilidades, sino también las modalidades organizativas que se instauran en nombre de la comunidad étnica. Por último, pero no menos relevante, este proceso se asocia a la formación de conjunto de las subjetividades correspondientes. Por lo argumentado, la noción de etnización no supone una etnicidad que estaría dada de antemano, como una suerte de esencia de las poblaciones que esperaría a ser exorcizada por el auge del movimiento organizativo, por las condiciones favorables desplegadas por la reciente legislación o por la labor de asesores y funcionarios. Al contrario, con la idea de etnización se busca indicar una sutil filigrana de mediaciones y tecnologías que han hecho pensable (han, literalmente, producido) a las “comunidades negras” como grupo étnico, lo cual ha posibilitado no solo la legitimidad de organizaciones de carácter étnico-territorial, sino también de las intervenciones del Estado y otros actores a nombre de dichas “comunidades”. Este artículo tiene entre sus propósitos, precisamente, contribuir con unos aportes desde la etnografía y, situadamente, a la comprensión de la etnización de la negridad.
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El término multiculturalismo no está tampoco exento de ambigüedades. Siguiendo a Stuart Hall (2000/2010), me ha parecido relevante, en términos analíticos, distinguir entre multiculturalismo y multiculturalidad. Esta última hace referencia al hecho de que cualquier formación social es culturalmente heterogénea. No hay sociedad, por pequeña y aislada que parezca, donde no se puedan encontrar diferencias culturales generacionales, de género, de proveniencia o de trayectorias (Grimson 2011). Y esto es evidente en el grueso de las formaciones sociales, en las que confluyen las más disímiles poblaciones en los más variados lugares; o en un mundo donde los flujos de imágenes, objetos y prácticas circulan en ciertas direcciones. Desde esta perspectiva, la multiculturalidad es un hecho social: la heterogeneidad cultural que existe por doquier, con mayor o menor fuerza, pero siempre presente. Por multiculturalismo, en cambio, entiendo las políticas adoptadas en una formación social determinada con respecto a esta heterogeneidad cultural. Así, por ejemplo, el multiculturalismo implicaría las medidas jurídicas que en el marco de un Estadonación se adoptan en aras de reconocer la diversidad cultural. Pero, más allá de estas medidas, el multiculturalismo así entendido involucra una serie de supuestos y conceptualizaciones que, como una matriz epistémica asumida, producen lo que aparece como diferencia cultural (y por lo tanto lo que no es registrado como tal) y el mapa de su importancia y de su valoración. El multiculturalismo no solamente visibiliza las diferencias preexistentes, sino que las produce de dos maneras, principalmente: 1) al hacer énfasis sobre rasgos o aspectos de alguna manera existentes pero que hasta entonces no habían sido considerados como marcadores de diferencia; y 2) al apuntalar la emergencia de marcadores de diferencia que no tienen sustento en las prácticas de las poblaciones que son interpeladas, y que constituyen, más bien, esfuerzos por configurar comunalidades idealizadas. Si el multiculturalismo se entiende como estas políticas referidas a la heterogeneidad cultural (esto es, con respecto a la multiculturalidad), y los supuestos y conceptualizaciones subyacentes, entonces no habría un solo multiculturalismo, sino diferentes (y en algunos casos, contradictorios). Siguiendo en esto todavía a Hall (2000/2010, 584), analíticamente se puede diferenciar entre multiculturalismos conservadores, neoliberales, radicales y comunitaristas, entre otros. Lo relevante de este
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planteamiento es que no se puede establecer una necesaria correspondencia entre el multiculturalismo y una ideología política determinada. O, para plantearlo de otra manera, el hecho de que en muchos países de América Latina, durante los años noventa, se haya dado lo que Evelina Dagnino (2004) ha denominado una perversa confluencia en las transformaciones constitucionales, entre la implementación del neoliberalismo y el posicionamiento del multiculturalismo, no significa que existe una relación inmanente e indisoluble entre los dos3. Otra distinción puede realizarse entre una conceptualización del multiculturalismo de corte minimalista y una maximalista. La primera argumenta que el multiculturalismo es una política de Estado y que se materializa en las medidas tomadas en torno a la diversidad cultural. La legislación, pero también los programas 3. Sobre esta confluencia, se pueden consultar los trabajos de Gros (1999), Hale (2002), Pardo e iniciativas implementadas por (2002) y Wade (1996). las diversas entidades y agencias 4. Se ha hecho un lugar común cuestionar la estatales, constituirían una serie apelación a la noción de gubernamentalidad en nombre de los agenciamientos de políticas en un momento de- foucaultiana de sectores subalternizados, o de la irreductible terminado, y establecerían los heterogeneidad y desbordamientos constitutivos particulares contornos del multi- de la vida social. Mi posición, que obviamente no puedo argumentar en detalle en este artículo, culturalismo para un Estado. En es que gubernamentalidad no implica necesariacontraste, una conceptualización mente un vaciamiento de tales agenciamientos maximalista retoma los plantea- o una borradura de tales heterogeneidades o desbordamientos. Con muchas de estas críticas mientos de Foucault (1978/1999) se tiene la sensación de que tienden a reeditar sobre la gubernamentalidad para la vieja discusión entre estructura/agencia y a erráticamente a la gubernamentalidad argumentar que el multicultu- atribuirle el lugar de simple estructura. ralismo no se circunscribe a las políticas del Estado, sino que supone un arte de gobierno que constituye unas particulares poblaciones en nombre de cuyo bienestar se regula su vida social4. Como lo ha sugerido Inda (2005), la categoría de gubernamentalidad foucaultiana, en lo metodológico, implica tres planos estrechamente relacionados: 1) las racionalidades involucradas, esto es, la multiplicidad de enunciados de los saberes expertos que, con determinados efectos de verdad, posibilitan la producción de objetos, posiciones de sujeto, conceptos y tácticas desde los cuales hace sentido el despliegue de una serie de regulaciones de las poblaciones así constituidas; 2) las tecnologías desplegadas, esto es, las formas de hacer que se articulan como intento de respuesta a las problemáticas constituidas por aquellas
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racionalidades; y 3) las subjetividades que son interpeladas en el juego de las racionalidades y tecnologías indicadas. No sobra precisar que me identifico más con una conceptualización del multiculturalismo como gubernamentalidad que con la que lo circunscribe a unas políticas de Estado. Dado que el multiculturalismo puede ser considerado como aquella política de Estado o gubernamentalidad articulada en nombre de la diversidad cultural en general, considero que analíticamente es pertinente referirse al multiculturalismo etnicista como aquel que opera dentro de una particular apelación de la diversidad cultural: la del otro-étnico de la nación. Los otros de la nación, como bien lo explican Claudia Briones (2002) y Rita Laura Segato (2007), implican y operan dentro de formaciones nacionales de alteridad con densidades históricas y variaciones significativas de un país a otro. En Colombia, el otro-étnico de la nación perfilado por el multiculturalismo etnicista ha tenido como paradigma cierto imaginario de una indianidad marcada como tradicionalidad, autenticidad y comunalidad, ubicada en ciertas geografías (lo rural, el resguardo, las selvas, la Sierra Nevada de Santa Marta, el macizo colombiano…) y temporalidades (no modernas, no occidentales), y ha perfilado un particular sujeto moral (el nativo ecológico)5. Este paradigma ha operado como una especie de normativización acerca de quiénes pueden ser interpelados o no como sujetos del multiculturalis5. Este concepto ha sido argumentado por Astrid mo etnicista. Pese a que muchos Ulloa (2004). de quienes han sido reconocidos 6. Aquí me inspiro en la argumentación de Alcida como otros-étnicos de la nación Ramos (1998) sobre el indígena hiperreal. no encarnan dicho paradigma, no por ello este ha dejado de operar como una especie de sujeto étnico hiperreal6. La fuerza de este paradigma se hizo sentir en las discusiones de expertos, representantes y políticos acerca de si los negros eran o no un grupo étnico, que fueron decisivas en el trabajo de la Comisión Especial para Comunidades Negras y el texto de la Ley 70.
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diferencia de otros lugares del Pacífico colombiano, en el bajo Atrato los negros7 se han encontrado estrechamente relacionados desde hace varias generaciones con varios grupos poblacionales. La heterogeneidad de la estructura poblacional del bajo Atrato es el resultado de particulares procesos históricos que se remontan al periodo colonial. Al lado de los negros, en zonas rurales y urbanas se encuentran chilapos, paisas, costeños y cholos. El grueso de las poblaciones indígenas, conocidas localmente como cholos8, no son las que habitaban estos lugares 7. De aquí en adelante, se resaltan con cursivas durante la Colonia (Vargas 1999). las palabras con significados locales. El término cholo tiene connotaciones desLos emberas han migrado du- 8. pectivas, pues se encuentra asociado a la desrante el siglo XX del medio y alto nudez, al monte, a la animalidad y a lo tosco. Atrato, así como del Baudó, dado Es lo opuesto a los cuerpos, hábitos y espacios “civilizados”. el repliegue y debilitamiento de 9. Los tules, que ahora habitan en Panamá, ofrelos tules (denominados por los cieron una exitosa resistencia a las pretensiones españoles como cunas o cuna- de dominación españolas. Se aliaron con inglefranceses y holandeses para hacer del bajo cunas), que eran los dueños y ses, Atrato un lugar vedado y temido hasta tal punto señores de estos parajes9. Así, que, bajo pena de muerte, fue prohibida por la por ejemplo, en un estudio so- Corona la navegación por este río por cerca de un siglo (Colombia, Contraloría General de la bre la cuenca del río Cacarica, Nación 1943, 31). Carlos Andrés Meza indica cómo 10. Rastrear estos movimientos poblacionales algunos de los pobladores negros de los indígenas en las diferentes cuencas del bajo Atrato es muy importante para entender las pioneros que llegaron del Baudó complejidades de los procesos de poblamiento propiciaron la llegada de algunos y para problematizar el imaginario de que los siempre han estado allí, de que sus emberas: “Del Baudó también indígenas presencias son necesariamente y en todas partes llegaron sus compadres emberas, anteriores y originarias. gracias a los aventureros afros que les convidaron a migrar […]” (2006, 396)10. El poblamiento negro del bajo Atrato se produjo, principalmente, desde mediados del siglo XIX, como parte de los flujos poblacionales provenientes del curso medio y alto del río Atrato, y de los ríos San Juan y Baudó (Osorio 2006, 77; West 1957). Al respecto, el sociolingüista español Germán de Granda escribía: […] las migraciones por parte de los antiguos esclavos negros y sus familias, liberados por la Ley de la República en 1851, desde la zonas dedicadas a la explotación aurífera a otras en que, abandonando su antigua y forzada profesión minera, podrían dedicarse a la
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agricultura o la pesca. Una rama de esta corriente migratoria, formada por exesclavos originarios del Alto Atrato y de la comarca del San Juan, parece haber descendido la corriente del Atrato fundando, a su paso, varios caseríos como Napipí, La Isla de los Palacios, El Montaño (que aún recuerdan la procedencia sanjuanera de parte de sus familias) y, finalmente, en la zona llamada Playablanca, el que se llamó Riosucio. (1977, 201)
Para la cuenca del río Cacarica, la tradición oral ha mantenido la referencia de que los primeros fundadores provenían del Baudó: “Según la historia local, el viejo [Higinio] Palacios salió del Baudó a explorar tierras sin hombres y se encontró en el Darién. Regresó, se llevó a su familia y les avisó a sus compadres indígenas del hallazgo. De ahí surgen asentamientos focales en la cuenca como San Higinio, en honor al antepasado fundador” (Meza 2006, 396). Esta corriente migratoria se debe entender en el marco de las relaciones que el bajo Atrato ha sostenido con la costa atlántica, sobre todo con Cartagena, que fueron particularmente intensas durante el siglo XIX y la primera mitad del XX. Ciertamente, el bajo Atrato ha tenido históricamente una estrecha conexión con la costa atlántica, primeramente con Cartagena y luego con Barranquilla. Como anota Granda, ya en el siglo XIX desde Cartagena “[…] pequeñas embarcaciones de vela o de motor central han mantenido un tráfico comercial relativamente importante con localidades […] ubicadas en las orillas del Atrato, hasta Quibdó” (1977, 54). La migración de los libertos negros y sus familias, y la proveniente de Cartagena y sus alrededores, fueron incentivadas por las nacientes actividades extractivas asociadas al caucho, la tagua y la raicilla (ipecuana), que se recolectaban en la región para ser exportadas desde Turbo o Cartagena (Villa 2011). Granda afirma que hacia la segunda mitad del siglo XIX, paralela a la migración de los negros libertos y sus familias, en Riosucio confluyó otra corriente migratoria “[…] constituida por gentes, criollas o mulatas, desplazadas desde Cartagena y su comarca en busca de terrenos libres para dedicarse en ellos a la agricultura”. De esta manera, “[…] los vecinos más conocidos de la localidad [de Riosucio] eran todos cartageneros o de las cercanías de Cartagena, como José Prestán, Joaquín Vergara, Trinidad Garrido, Mariano Marrugo (de Turbaco), Fermín Ávila y Fermín Martínez” (1977, 202).
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Para mediados del siglo XX, el mismo autor identifica otra importante corriente migratoria, asociada a los chilapos: “[…] desde 1950 aproximadamente […] desplazados de sus lugares de origen por 11. Al igual que cholo, la palabra chilapo tiene negativas, ya que refiere a lo las consecuencias antisociales connotaciones burdo, a lo rural, a lo basto. Por lo tanto, las perdel régimen de latifundios en sonas provenientes de las sabanas de Córdoba y ellos imperante [en los depar- Sucre, a las que se denomina con este apelativo, suelen considerarlo como una especie de insulto. tamentos de Córdoba y Sucre], 12. Más adelante se tratará el tema de la exploemigran hacia el oeste en busca tación comercial de la madera en el bajo Atrato de tierras de cultivo. Parece y del papel desempeñado por Turbo como puerto exportación. Sobre la historia de la construcque los chilapos constituyen, de ción de la carretera al Mar y la instalación de en el Riosucio actual, un grupo la industria bananera en el Urabá antioqueño, no demasiado numeroso […]” ver Osorio (2006), Parson (1997) y Uribe (1992). (Granda 1977, 202)11. Desde los 13. Para citar un ejemplo, en el archivo de la parroquia de Riosucio se encuentran informes de los años setenta se ha incrementado recorridos realizados, a finales de los años setennotablemente la presencia de los ta y durante la primera mitad de los ochenta, por misioneros y sus colaboradores a lo largo de chilapos, que constituyen hoy los diferentes ríos y zonas aledañas. Con respecto al en día, después de las pobla- río Truandó, afluente del margen occidental del ciones negras, el segundo grupo Atrato, se puede leer en uno de estos informes: “La población de Truandó Medio está constituida poblacional más numeroso en principalmente por la raza negra. Se encuentran las zonas rurales del bajo Atrato algunos colonos de Córdoba y paisas. Tiene la comunidad 150 habitantes aproximadamente. El (Ruiz 2006, 218). caserío está conformado por 10 casas, las demás En el bajo Atrato confluye se encuentran dispersas. En las casas viven hasta también una corriente migratoria 8 o 10 personas”. 14. Así, por ejemplo, en la cuenca del Cacarica “[e] de paisas, que empezaron a tener xistían comunidades como Bijao-Cacarica, Benmayor presencia en la región dito Bocachico, Puente América, La Virginia, ( desde la apertura de la llamada carretera al Mar, que después de una larga construcción conectó a Medellín con Turbo en 1954 (Villa 2011, Wade 1997). Esta carretera se asocia a la relevancia que unas décadas antes empezaran a adquirir Turbo y el Urabá antioqueño debido al cultivo comercial del banano y a la exportación de madera en bruto12. El resultado de estos múltiples procesos de poblamiento del bajo Atrato es un panorama de confluencia, en distintos momentos, de diversas gentes que se han articulado e influenciado mutuamente, sin por ello perder sus especificidades históricas, sus racionalidades económicas y ambientales y sus configuraciones culturales13. En las zonas rurales del bajo Atrato se mantiene la tendencia de que los indígenas se establezcan en unas áreas, mientras que los negros y chilapos lo hagan en otras14. Los paisas, por su parte, aunque se encuentran como colonos con sus
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( Villa Hermosa, San Higinio y Bocachica, donde la mayoría era afrodescendiente; y otras como Santa Lucía, Quebrada Bonita, Balsagira, San José de la Balsa, Quebrada del Medio y Bogotá, con un fuerte componente de chilapos y paisas” (Meza 2006, 396).
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familias en la zona rural, tienden a encontrarse más fácilmente en los cascos urbanos, dedicados a actividades comerciales (Ruiz 2006, 219).
LAS LUCHAS CAMPESINAS A LO ÉTNICO-
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l proceso organizativo en el bajo Atrato se remonta a los años setenta, cuando empiezan a constituirse las primeras juntas de acción comunal con el propósito de mejorar las condiciones de vida de los habitantes de las zonas rurales y de algunos poblados (Ramírez s. f., 4; Valencia 2011, 8-11). Las juntas de acción comunal se asociaron al inicial proceso de nucleación que permitieron los primeros asentamientos de pequeños poblados, en un poblamiento lineal y disperso característico en las cuencas de los ríos del Pacífico colombiano (Villa 2011). Las juntas de acción comunal pretendían mejorar las condiciones de vida de las localidades mediante la organización de los campesinos. Estas entidades constituyeron una estrategia de organización, mediante la planificación consensuada de actividades colectivas. El destaponamiento de los ríos y la limpieza y adecuación de los caminos eran algunas de las actividades que realizaban, pero también presionaban a los gobiernos municipales u otras entidades con presencia local a propósito de asuntos de interés común, como las escuelas, los servicios de salud y las tiendas comunitarias. Como lo refiere Leopoldo García, uno de los líderes campesinos del río Truandó involucrado en la gestación de estas juntas de acción comunal en el bajo Atrato: La idea de las juntas de acción comunal al principio fue idea de la misma gente, porque a uno no hacían sino utilizarlo, uno era un servil del Gobierno, de las administraciones y nunca nos daban nada. Entonces ya vimos nosotros que era mejor uno organizarse porque si íbamos a construir una escuela era importante que nosotros pusiéramos lo que tuviéramos al alcance y así obligábamos al Gobierno, yo ya traía una idea. Entonces comenzamos a organizarnos, a construir escuelas, el puesto de salud, a limpiar los ríos,
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los caminos. (Entrevista a Leopoldo García realizada por Armando Valencia y el autor, Riosucio, enero de 2011)
Con miras a consolidar una estrategia organizativa de mayor alcance, hacia principios de los años ochenta fueron creadas las Asocomunales (Asociaciones de Juntas de Acción Comunal), las cuales reunían diferentes juntas de acción comunal de una misma cuenca o zona. El propósito era aunar esfuerzos para encarar problemáticas compartidas. No obstante, la presencia cada vez más evidente de las dinámicas político-electorales en las juntas de acción comunal y en las Asocomunales fue el detonante de la creación de una nueva estrategia organizativa, que se concretaría en la Organización Campesina del Bajo Atrato (Ocaba). Para mediados de los años ochenta, surgió la idea de crear una organización campesina de carácter regional que, en principio, retomaba como base el trabajo de las juntas de acción comunal y creaba comités locales. La idea surgió con el apoyo de los misioneros y de algunos líderes locales: “La Ocaba surge de un trabajo paciente y de concientización realizado cuenca por cuenca por los misioneros claretianos y algunos líderes campesinos de la región incentivando la organización comunitaria […]” (Ramírez s. f., 6). La parroquia de Riosucio fue crucial en el nacimiento y consolidación de Ocaba: “[…] con una idea del padre Javier [Pulgarín], que era el párroco de Riosucio, de que teníamos que conformar una organización de base que respondiera por toda la problemática del bajo Atrato. En esa época se hizo reuniones en todas las comunidades, por cuencas. Por último, se hizo una gran asamblea en Riosucio” (entrevista con Antonio Ospina y Leopoldo García, a cargo de Mauricio Pardo y Manuela Álvarez, Quibdó, octubre de 1998). El esfuerzo de los misioneros por la “organización” de los campesinos, entendido como parte de su labor misional, se explica por las transformaciones ligadas al Concilio Vaticano II y al posicionamiento de la teología de la liberación entre algunos sectores de la Iglesia, desde unos años atrás; y era una actividad que no se limitaba al bajo Atrato (Valencia 2011, 14). Para la misma época, por ejemplo, en el medio Atrato los misioneros (claretianos y del Verbo Divino) realizaban un trabajo organizativo con los campesinos negros, que llevaría a la creación de la Asociación Campesina Integral del Atrato (ACIA). Desde muy temprano, estas dos experiencias organizativas estuvieron comunicadas e intercambiaron visitas y
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puntos de vista, no solo en el plano de los equipos misioneros que las apoyaban, sino también en el de los líderes. Así, por ejemplo, uno de los líderes fundadores de Ocaba afirmaba: “La idea de crear Ocaba fue en el momento [que] nosotros fuimos a Quibdó y vimos la ACIA, y estuvimos en una reunión que ellos nos invitaron. Entonces de allá sacamos la idea y trajimos documentación y comenzamos a recorrer todos los ríos” (entrevista con Leopoldo García, citada). El viaje a Quibdó fue auspiciado y financiado por la parroquia, para conocer un proceso organizativo campesino en el que los misioneros estaban estrechamente involucrados. No fue el único, ya que “[…] la Iglesia generó intercambios con otras organizaciones para que ellos vieran que era muy importante organizarse […]” (entrevista con Armando Valencia, sacerdote claretiano de la parroquia de Riosucio, realizada por Josué Sarmiento y Nadia Umaña, Riosucio, 9 de diciembre de 2010). No obstante, pocos intercambios tuvieron tal impacto como el que se llevó a cabo con la ACIA. El modelo organizativo y discursivo de esta entidad, que estaba apenas gestándose por aquellos años, fue retomado para orientar el trabajo con los campesinos en los ríos y propiciar la creación de Ocaba. Esta visita tuvo un notable efecto en los campesinos del bajo Atrato: “A nosotros lo que nos impactó fue ver a los negros unificados, a los negros organizados. Todos trabajando por unos ideales comunes. Entonces de ahí aprendimos” (entrevista con Leopoldo García, citada). La Ocaba amerita ser considerada como una respuesta organizativa a una problemática local: la forma como las grandes empresas extraían los recursos madereros, sin mayor participación de los habitantes de los bosques explotados. Dado que el Gobierno central y la instancia ambiental departamental (Codechocó) actuaban con base en el supuesto de que gran parte del bajo Atrato hacía parte de la reserva forestal, entregaban permisos de explotación a los empresarios madereros y con ello desconocían la existencia de los pobladores locales. El malestar de los campesinos, que eran testigos de la entrada de las grandes empresas para extraer la madera de los lugares donde residían, sin que ellos mismos obtuviesen mayores beneficios, se hizo cada vez más palpable. Este malestar fue capturado por las palabras de Leopoldo García: Imagínese, aquí había seis empresas madereras exportando madera para el exterior, cuando la que menos tenía, tenía seis tractores sa-
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liendo del monte, por ahí seis remolcadores jalando todo el día, todos los días. Pero el negro no tenía derecho. El Gobierno desde Bogotá les daba sus grandes permisos, le entregaba a una empresa un permiso por diez años, por veinte años y uno apenas viendo. Y lo peor no era eso. Lo peor era que si tenían que extraer una madera que estaba detrás de la finca de uno, entraban sin permiso y extraían su madera destruyendo lo que fuera. (Entrevista con Leopoldo García, citada)
Las disputas sobre estas formas de extracción forestal permiten decantar un discurso por la defensa de los recursos naturales. Esta defensa le otorgó identidad organizativa a Ocaba y articuló su agenda durante sus primeros años. Desde la perspectiva organizativa, la actividad extractiva de las empresas madereras empezó a ser referida cada vez más como expresión de una lógica irracional, cuyas consecuencias eran la destrucción del bosque y el empeoramiento de la pobreza de los campesinos que lo habitaban: “Por largos años las empresas madereras han explotado de una manera irracional e injusta nuestros recursos naturales” (Cabildo Mayor Indígena de la Zona del Bajo Atrato [Camizba] y Organización Campesina del Bajo Atrato [Ocaba] 1992, 4). Así, el entonces secretario de la Ocaba, José Isidro Cuesta, caracterizaba a esta como “[…] una organización de campesinos negros y mestizos organizados para luchar por unos objetivos comunes […] [que] [n]ació de las dificultades que en el medio se venían presentando, como la explotación irracional de los recursos naturales […]” (Cuesta 1993, 139). Para la organización, que actualmente se considera como una heredera y continuadora de las luchas de Ocaba, es claro que en aquel entonces estaba en juego el control de los recursos madereros y de las formas de explotación: “La gran lucha de Ocaba era parar la explotación irracional de los recursos, la organización buscaba que las empresas pidieran permiso y concertaran con las comunidades” (Asociación de Organizaciones y Consejos Comunitarios del Bajo Atrato [Ascoba] 2007, 2). En el mismo sentido, uno de los actuales y más visibles líderes de esta organización enmarca la historia de la Ocaba en este relato de la lucha por la defensa de los recursos naturales: “Los primeros trabajos que realizó la organización Ocaba fueron de concientización de sus miembros de por qué la importancia de la organización como medio para luchar con las empresas por los recursos naturales que estaban explotando […] sin tener en cuenta a los verdaderos dueños, los campesinos” (Ramírez s. f., 7).
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Como veremos en los siguientes párrafos, estas luchas por los recursos naturales desde una organización campesina se transformaron en los años noventa en luchas étnico-territoriales, en las que los recursos naturales fueron subsumidos en la noción de territorio y el sujeto campesino se etnizó para resaltar al sujeto de derecho constituido por las “comunidades negras”. Este es, precisamente, el resultado del proceso de etnización que, en el caso del bajo Atrato, se asocia a dinámicas nacionales como la participación de Ocaba en la movilización en torno a la Asamblea Nacional Constituyente y su presencia en la Comisión Especial para las Comunidades Negras en la reglamentación del artículo transitorio n.° 55. El proceso de etnización derivado del giro al multiculturalismo se hizo evidente en el discurso y en la estrategia organizativa en el bajo Atrato hacia principios de los años noventa. Así, “[d]e una lucha campesina […] se pasa a una étnico-territorial cobijada por el naciente proceso de etnización de las comunidades negras en el país” (Valencia 2011, 20). Estas transformaciones asociadas al multiculturalismo son explícitamente planteadas por algunos líderes de las organizaciones: “[…] lo étnico surge en los años 91 en plena Constituyente. Ahí surge eso cuando nos dejan un artículo transitorio allí. Entonces ya nosotros que debiéramos luchar por ser reconocidos como grupo étnico” (entrevista con Antonio Ospina y Leopoldo García, citada). Las movilizaciones en contra de la celebración del quinto centenario del “Descubrimiento” también fueron un escenario de acercamiento a las luchas indígenas de orden nacional, que para entonces ya se habían etnizado. Algunos líderes campesinos negros, recordando lo sucedido en aquellos años, identifican estas movilizaciones como los momentos de emergencia de la idea misma de articular las luchas propias en términos étnicos, como lo hacían ya los indígenas: Y en esa misma época se viene una gran celebración que se iba a hacer en Bogotá, con la doctora Ana Milena de Gaviria, patrocinada por el Gobierno español de esa época, que decía que debía celebrarse los quinientos años del descubrimiento de las Américas. Entonces nosotros, reconociendo de que en esa época no hubo descubrimiento, ni gloria ni hubo una gran redención, sino que hubo fue genocidio, violación, asesinato, y todo aquello, entonces nosotros conformamos acá un grupo de gente con ese conocimiento claro, esa evidencia, y fuimos a Bogotá. Obstaculizamos esa gran celebración
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que se iba a hacer en el parque Bolívar. […] Y de ahí nos vino la idea acompañado con los hermanos indígenas de que ellos hablaban de grupo étnico, de autonomía, y todo eso, aprendimos el lenguaje. Entonces ya entramos nosotros también a defender nuestro territorio y a conformar sus grupos étnicos. (Entrevista con Antonio Ospina y Leopoldo García, citada. Énfasis agregado)
De esta manera, se puede argumentar que las coyunturas de la Asamblea Nacional Constituyente y la celebración del quinto centenario constituyeron escenarios de orden nacional e incluso internacional que, asociados a lo que ya sucedía a nivel regional y local (los procesos organizativos de campesinos negros con la ACIA y Ocaba, estrechamente relacionados con la consolidación de los indígenas por medio de la Asociación de Cabildos Indígenas del Chocó [Orewa] y Camizba), propiciaron el desplazamiento de un discurso y de una estrategia organizativa anclados en lo campesino y en la defensa de los recursos naturales, hacia un discurso y una estrategia que se refería a las “comunidades negras” y a sus reclamos de derechos territoriales. No es extraño que en los estatutos de creación de la Ocaba, en junio de 1989, no se encuentren las palabras (ni mucho menos los conceptos) de territorio, comunidades negras, prácticas tradicionales de producción o identidad, que serán cruciales para una articulación etnicista (cfr. Ruiz 2006, 235-236). Como lo subraya Valencia: “La concepción global que se vislumbra en el documento de los estatutos es la de una organización de campesinos (en ningún lado aparece siquiera la palabra de negro o campesino negro) que buscaba el bienestar de sus socios y el desarrollo económico de sus comunidades” (2011, 20). Aunque para principios de los años noventa se hace evidente la consolidación de la etnización de las “comunidades negras” en el bajo Atrato, ello no significa que la apropiación e interpretación de los discursos y estrategias de la etnización se generalizaran entre sus pobladores. Entre los pobladores locales, quienes han operado con base en los imaginarios políticos de las comunidades negras como un grupo étnico han sido principalmente algunos activistas de las organizaciones y consejos comunitarios. Incluso entre estos, es fácil hallar interesantes inflexiones de lo que define a un grupo étnico, de qué es la cultura o de quiénes hacen parte de las comunidades negras.
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TENSIONES
Y PROBLEMÁTICAS EMERGENTES
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ste desplazamiento de lo simplemente campesino hacia la condición étnico-territorial de las comunidades negras encontró un gran escollo en el hecho de que las dinámicas poblacionales del bajo Atrato han sido muy diferentes de las de otras zonas del Pacífico colombiano donde la población negra es la gran mayoría. En el bajo Atrato, sobre todo en su margen oriental, hay una significativa presencia de chilapos, y en menor proporción, de paisas. En la margen occidental del Atrato, donde en términos generales hay una presencia predominante de gente negra, se encuentran desde hace varias décadas asentamientos exclusivamente de chilapos, aunque también chilapos y paisas han formado parte de asentamientos mayoritariamente negros. Aunque los paisas no parecen haber tenido mayor papel en la gestación y consolidación de la Ocaba, los chilapos sí lo hicieron. Es más, el presidente de Ocaba fue cambiado en la época de las discusiones del artículo transitorio 55 porque era chilapo: Después de la muerte de Cali, se nombró a Ángel del Toro como presidente. Trabajó dos años y le cayó una enfermedad y murió. Entonces se hizo nueva asamblea y allí se eligió un señor Gerardo Vidar […]. Llegó un momento que como él era chilapo, o cordobés, entonces ya estábamos discutiendo el artículo transitorio 55 y las comunidades negras no lo permitían. Fue el debate aquí en la consultiva, se llevó a Bogotá y ya todas las organizaciones de los cuatro departamentos más sentidos de comunidades negras pusieron tropiezo. Entonces hubo necesidad de hacer nueva elección. Podía ocupar cualquier otra posición en la organización, mas no ser el representante legal de organización de comunidades negras. Entonces ya hubo otra elección y allí se nombró al señor Jacob Orejuela Mosquera15. (Entrevista con Antonio Ospina y Leopoldo García, citada)
Desde la perspectiva de los líderes y miembros negros de las ahora organizaciones étnico-territoriales, la presencia chilapa en el 16 El saneamiento de los resguardos se refiere a bajo Atrato implicó dos posiciola compra, por parte de la entidad estatal, de las fincas de los propietarios no indígenas que ( nes. De un lado, estaban quienes consideraban que los chilapos no tenían derecho al territorio colectivo de las comunidades negras derivado de la Ley 70, y lo por tanto había que pensar en una modalidad parecida a la del saneamiento de resguardos16, para 15 La carta de renuncia de Gerardo Vidar Ramos, firmada el 23 de noviembre de 1991, se dirige a la Asamblea general de la Ocaba realizada ese mismo mes (archivo de la parroquia de Riosucio).
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que fueran reubicados en otros ( están dentro del terreno declarado como lugares o para que se pudieran resguardo, o al desalojo por la fuerza de los quedar con sus propiedades fa- poseedores de mala fe. miliares ya establecidas, pero sin 16 Es relevante notar en esta cita el vocabulario de los últimos años: ya empiezan a circular, disfrutar del derecho al territorio en lugar de negros o comunidades negras, la colectivo, y con participación en palabra afrodescendiente; y, en vez de chilapo, la organización pero sin posibili- la palabra mestizo. dad de ocupar puestos directivos y de representación legal. Esta posición, que era minoritaria, terminó cediendo, y hoy no tiene mayor asidero en los discursos de los líderes. La segunda posición, que terminó por ser adoptada, argumentaba que los chilapos debían ser considerados como ocupantes de buena fe, pues muchos de ellos habían llegado al bajo Atrato hacía varias décadas y, en el estrecho contacto con las comunidades negras, se habían apropiado de una buena parte de sus prácticas tradicionales de manejo del entorno, e incluso habían establecido lazos de parentesco con miembros de estas (Ruiz 2006: 234). Así, en un documento relativamente reciente, se menciona esta disputa en los siguientes términos: Se dio una importante discusión, llegando a la conclusión que a lo largo de más de 30 años se habían establecido fuertes relaciones de parentesco, compadrazgo y amistad entre la población afro y mestiza que nos hacía parte de la cultura bajoatrateña. Esto llevó a que las comunidades afrodescendientes adoptaran a los mestizos [chilapos] en su territorio como ocupantes de buena fe mediante un acuerdo de amparo, y los mestizos a su vez, se acogen a la Ley 70 desde sus principios de protección a la identidad cultural y conservación de los ecosistemas a través de las prácticas tradicionales de producción16. (Ascoba 2007, 1)
Ahora bien, este no es un asunto tan saldado como parece. Según William Villa: En las cuencas en donde las comunidades de chilapos son demográficamente significativas, a pesar de los acuerdos realizados hacia el pasado entre chilapos y afros para la titulación, persiste la tensión que se expresa en el interrogante sobre los derechos de los chilapos en el orden de lo territorial o respecto a su papel en el gobierno local o en la representación de las cuencas. (2009, 7)
Todavía sin haberse sancionado la Ley 70 de 1993, que establecía la posibilidad de la titulación colectiva para las comunidades negras de la región del Pacífico, hacia finales de 1992, en
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el marco del IV Encuentro Interétnico del Bajo Atrato se planteó explícitamente la problemática del territorio en relación con los campesinos mestizos. Vale la pena citar en extenso el documento de conclusiones de este encuentro, que fue firmado por la organización indígena (Camizba) y por la campesina (Ocaba): Desde hace unos treinta años aproximadamente indígenas y negros hemos visto llegar a nuestro territorio campesinos mestizos de Antioquia, Córdoba, Valle y otras regiones. Las razones que ellos señalan son, entre otras, la explotación de sus tierras por terratenientes, violencia, persecución política y falta de tierras. Muchos campesinos han aprendido y asumido en sus prácticas de cultivo y manejo de los recursos una utilización racional de acuerdo a las características de este bosque húmedo tropical. Hay otros campesinos que no le han dado a este un manejo adecuado, prueba de ello son las costumbres y prácticas que vienen utilizando, tales como quemas para cultivos y recolección de tortugas, establecimiento de monocultivos, tala indiscriminada del bosque, etc., desconociendo que la constitución de este bosque húmedo tropical es sumamente frágil, que no permite que sus tierras sean utilizadas igual que en otras regiones del país. Finalmente, encontramos campesinos y terratenientes que han llegado con el único fin de explotar y saquear los recursos naturales y apropiarse de la tierra. Por tanto, consideramos importante iniciar, a partir de este Encuentro, un proceso de reflexión y diálogo con los campesinos mestizos, que como dijimos anteriormente se han adaptado a este territorio, con el fin de definir criterios en torno a la titulación colectiva de su territorio, administración y manejo de los recursos naturales, prácticas tradicionales de producción, llegada de otros campesinos, etc. Otro diálogo tendremos que adelantar las organizaciones con los campesinos que todavía tienen un concepto capitalista de la tierra y de los recursos naturales (solo les interesa para el negocio), porque van en contra de la propuesta de titulación colectiva y familiar, y de la autonomía en el manejo, explotación y control de estos recursos. (Camizba y Ocaba 1992, 12-13)
Cabe subrayar cómo desde la perspectiva del Encuentro Interétnico (esto es, de negros, indígenas y mestizos), en cuyos discursos evidentemente ya estaba operando el proceso de etnización de las comunidades negras, se estaban estableciendo
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distinciones entre diferentes tipos de mestizos, no solo por su lugar de origen (Antioquia, Córdoba y Valle), sino, fundamentalmente, por su lógica económica y ambiental. Según esta lógica, había unos mestizos que ejercían prácticas adecuadas al entorno, prácticas racionales, tradicionales y en correspondencia con la propuesta de la titulación colectiva y familiar; pero también se encontraban otros cuyas prácticas contrastaban con las de los primeros, en tanto no eran adecuadas al entorno, ya que eran irracionales, capitalistas y operaban en el marco de la explotación y la propiedad privada. Pero, por su parte, los campesinos mestizos tenían sus propias ideas acerca de la Ley 70, y en concreto sobre los primeros borradores de lo que sería el artículo 1745, que desarrolla el capítulo III, sobre titulación colectiva; ellos percibieron esta ley como una amenaza a sus derechos. Como lo anota Enrique Ramírez en un documento escrito a principios de la primera década del siglo XXI: Inicialmente la poca divulgación y la mala interpretación de la reglamentación de la Ley 70 trajo como consecuencias enfrentamientos entre las diferentes etnias que estaban habitando el bajo Atrato (negros, indígenas, cordobeses, antioqueños, etc.). Los primeros borradores del capítulo 3.° de la Ley 70 que fueron trabajados en su mayoría por organizaciones del medio y alto Atrato y otras partes del país, trajeron una ola de enfrentamientos entre la población del bajo Atrato pues desconocían la mezcla de etnias que habitaban el bajo Atrato. Muchos mencionaban que la ley era única y exclusiva para los negros. Y que aquellos que no fueran negros tenían que salir del territorio. (Ramírez s. f., 11)
Es evidente que, en el bajo Atrato, el multiculturalismo expresado en el proceso que condujo a la Ley 70 propició una serie de tensiones en las expresiones y dinámicas organizativas, que no existían antes de la etnización. Las disputas entre negros y chilapos a propósito de la Ley 70 no eran siquiera pensables 17 Acamuri nació en el marco del conflicto con las empresas madereras, en los años ochenta, en el marco de organizaciones como una disidencia de Ocaba, pero desde que hacían referencia a la noción su mismo nombre y en su estrategia organiigual que Ocaba, hacía referencia al de campesino en general, sin zativa, campesino como el sujeto político constitutivo distinciones de orden étnico o (Ruiz 2006, 236). racial, como Ocaba o Acamuri (Asociación Campesina del Municipio de Riosucio)17. En este sentido, el particular proceso de etnización que tiene lugar en
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el bajo Atrato, derivado del giro al multiculturalismo, constituye a un inusitado sujeto (las comunidades negras) que fractura los términos en los que venía consolidándose el imaginario político local en torno al campesino, e inserta un conflicto que antes no existía en el plano organizativo18. Los efectos de este giro al multiculturalismo no se circunscriben a esta fractura y a este conflicto. En un registro aún más sutil, lo que se cataliza es el desplazamiento hacia la interpretación racial y culturalista de las prácticas y luchas políticas locales. En las citas transcritas unos párrafos atrás, es evidente cómo mestizo es una categoría que empieza a 18 Con esto no quiero afirmar que las tensiones circular con fuerza. Hoy es fácil entre chilapos y negros se derivan exclusivamente encontrar, en boca de los líderes del proceso de etnización y de la Ley 70, como de las organizaciones, en sus si antes no hubiese conflictos entre ellos. Solo quiero subrayar que los términos en los cuales se documentos y narrativas, este articulan y acentúan las tensiones con el proceso término (la más de las veces de etnización y la Ley 70 son diferentes, pues amcomo eufemismo de chilapo). bas poblaciones se posicionan asimétricamente y resulta obliterado un sujeto político, el camComo lo plantea Daniel Ruiz: pesino, que era el eje del proceso organizativo. “Con el advenimiento de la Ley 19 Sobre la caracterización teórica y crítica del 70 y la posibilidad de gozar del culturalismo, así como de sus políticas de la identidad, véase Grimson (2011). derecho de titulación colectiva, las identificaciones respaldadas en lo étnico, lo racial o el color llegaron a ser equiparables y prácticamente intercambiables” (2006, 214). Para los años 2003 y 2004, el mismo autor indicaba que “[…] durante los talleres que se hicieron en los diferentes Consejos Comunitarios se hizo recurrente el uso de conceptos como raza, cultura y etnia, para identificar las diferencias entre negros y chilapos […]” (2006: 217). Además de este principio de inteligibilidad racializante, el culturalismo, con sus fuertes tendencias idealizantes, se posiciona localmente en el plano organizativo19. Como se enuncia claramente en la cita transcrita de Camizba y Ocaba (1992, 1213), las comunidades indígenas y negras son imaginadas como nativos ecológicos que responden a una lógica de armonía con la naturaleza. En otro pasaje del documento, en referencia específica a las comunidades negras, esta noción de armonía, contrapuesta a la de mercantilización, es la que ilustra la idea de territorio: Es importante decir que para nosotros, las comunidades negras, el territorio no es un objeto comercial sino un espacio donde se da la
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vida por excelencia, proporcionando los recursos naturales necesarios para garantizar la reproducción de nuestra vida. Para nosotros, el territorio abarca el conjunto de los recursos naturales renovables y no renovables, las aguas, el aire, los animales, las flores, los minerales y las fuerzas sobrenaturales que rigen el conjunto de la naturaleza y viven en su interior. (Camizba y Ocaba 1992, 10)
Aunque sin lugar a dudas con unos efectos políticos que pueden posicionar en ciertas situaciones a las organizaciones, lo problemático de este tipo de lecturas es que obturan una compresión más adecuada y densa de la situación de las poblaciones locales. Esto es particularmente evidente en el caso de la explotación maderera, ya que al presentar a las comunidades como nativos ecológicos, en idílica armonía con la naturaleza, no se da mucha cabida a la comprensión de las intrincadas dinámicas y relaciones de las poblaciones locales con la extracción de madera en el bajo Atrato (Villa 2011). Más complicado aún es cuando, en nombre de estas interpretaciones, se introducen conflictos incluso en el seno de las mismas poblaciones negras (o indígenas), con respecto a quienes parecen no comportarse como debieran hacerlo. De esta forma, en el bajo Atrato el multiculturalismo y la etnización no solo han operado como una representación idealizada de las comunidades negras, sino que han insertado de forma prescriptiva un inusitado sujeto moral, que define cómo se debería ser, en franca distancia con lo que suele suceder. El análisis de Daniel Ruiz (2006) señala cómo ello tiene unos efectos performativos: mostrarse encarnando una racionalidad ecológica sostenible, incluso los chilapos, que habían sido representados, en el ámbito local, como el paradigma de las prácticas ambientales censurables. Al configurar determinado sujeto político (las comunidades negras como un grupo étnico), el plano organizativo étnico-territorial adquiere una visibilidad tal, que al momento del retorno al bajo Atrato de las poblaciones desplazadas se constituyó, en 2003, una nueva organización que En 1996 los paramilitares se tomaron el sentó sus bases en lo étnico-terri- 20 casco urbano de Riosucio, y con el apoyo de torial: la Asociación de Consejos las Fuerzas Armadas y de policía, en nombre Comunitarios y Organizaciones de la guerra contrainsurgente desataron en la zona rural del bajo Atrato el mayor desplazadel Bajo Atrato (Ascoba)20. Esta miento poblacional dado en el país. Los líderes organización ejecuta una serie de Ocaba y Acamuri fueron listados como de labores e interlocuciones en guerrilleros por los paramilitares, y fueron (
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las cuales es fácil encontrarse con palabras como territorio, cultura, identidad, etnoeducación, etnosalud y etnodesarrollo, terminología que es un indicador de cómo los líderes de la organización, así como algunos de los miembros más cercanos, que hacen parte de los consejos comunitarios, se han apropiado del multiculturalismo. No solamente el Estado los interpela a menudo con estos términos (aunque no solo con estos), sino también las entidades no gubernamentales nacionales y extranjeras que tienen una fuerte presencia en la zona desde finales de los noventa, dedicadas a labores humanitarias y de atención a población desplazada y de retorno. Ahora bien, si uno se queda en lo que muchos de los activistas enuncian y en lo que escriben en sus documentos, pareciera que el proceso de etnización ha tenido un gran calado y que el multiculturalismo se encuentra localmente articulado. No obstante, como lo evidencia William Villa (2009), el uso de esta terminología por parte de la organización y de sus activistas no necesariamente se corresponde con las conceptualizaciones o prácticas esperadas. De ahí que, por ejemplo, “[…] el etnodesarrollo por el que propugna es simple enunciado sin contenido” (Villa 2009, 10), o que a pesar del reiterativo uso del término territorio:
( asesinados muchos de ellos, por lo que estas organizaciones desaparecieron. Para un estudio de las dinámicas del conflicto y las respuestas organizativas en el bajo Atrato, ver Mera (2006) y Valencia (2011).
[…] no existen iniciativas en las que claramente se pueda identificar una propuesta de manejo territorial en la que sea perceptible una visión respecto a la política ambiental, lo productivo, la propiedad o usufructo de la tierra, el papel del gobierno local, los conflictos interétnicos y en general la decantación del significado del manejo colectivo del territorio. (Villa 2009, 9)
Esto ha estado aparejado con el hecho de que los consejos comunitarios y la organización regional, en tanto interlocutores legítimos del Estado, de entidades del país o extranjeras y de los empresarios con intereses allí, se encuentren ante múltiples y contradictorias demandas, con efectos que podrían considerarse empoderantes, pero también (y a veces por eso mismo) generadores de dependencias que terminan por configurar sus agendas, cuando no alimentando ciertas burocracias étnicas. La etnografía de estas demandas y de sus efectos es una labor que amerita, al menos, otro artículo. Por ahora, baste indicar brevemente que las expresiones organizativas regionales y locales que apelan a
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lo étnico-territorial en el bajo Atrato operan, en gran parte, con una lógica de formulación y ejecución de diversos proyectos con financiación del Gobierno o de entidades extranjeras. Así, se han venido subsumiendo en una dinámica de “oenegización” en su propia concepción y práctica, y ha resultado socavada la dimensión de la lucha política, por la cual se constituyeron la movilización campesina en los años ochenta y el primer momento de la etnización a comienzos de los noventa.
CONCLUSIONES
E
n un documento escrito por el actual presidente de la organización étnico-territorial regional del bajo Atrato, Ascoba, se hace la siguiente reflexión, a propósito de los momentos iniciales de la organización campesina: […] en ese entonces no hablábamos de etnicidad o del reconocimiento a los derechos asociados con la cultura o la raza, pues solo hasta una época muy reciente Colombia reconoció jurídica y efectivamente la existencia de grupos humanos con cultura, conocimientos, tradiciones, saberes y prácticas propias como la de los indígenas, negros, raizales y algunos grupos mestizos. (Ramírez s. f., 3)
De acuerdo con lo planteado por Ramirez, en este artículo examinamos cómo el proceso de etnización en el bajo Atrato se configura a comienzos de los años noventa, asociado a factores de orden nacional (como el artículo transitorio 55 de la Constitución Política de 1991 y la Ley 70 que lo reglamenta), internacional (como el giro al multiculturalismo en la región o la campaña de rechazo a la celebración del quinto centenario del “Descubrimiento”), regional y local (las transformaciones en las concepciones y prácticas de los misioneros, la consolidación de las organizaciones indígenas, la emergencia de organizaciones campesinas negras en el medio y bajo Atrato). Lo que denominamos el multiculturalismo etnicista, tanto si lo consideramos en un sentido restringido (como política de Estado) o mucho más amplio (como gubernamentalidad), se encuentra estrechamente relacionado con esta etnización. En el bajo Atrato, la etnización es su efecto más visible. Por lo tanto, no pocos discursos y estrategias organizativas empiezan a gravitar
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en torno a un inusitado sujeto de derechos (las comunidades negras), a perfilar otros principios de inteligibilidad (como la cultura, lo tradicional, el territorio) y a redefinir nuevas subjetividades (identidad étnica). Ahora bien, como ya lo indicamos, esto no significa que la etnización sea un proceso que involucre de la misma manera a los pobladores locales. Para muchos, todavía hoy, es un discurso en gran parte ajeno e incluso desconocido. Son los activistas de los consejos comunitarios y de las organizaciones quienes han sido más interpelados, aunque con obvias diferencias e inflexiones. Las tensiones y problemáticas asociadas al multiculturalismo en el bajo Atrato estudiadas en el artículo fueron: 1) la fragmentación de un proceso organizativo cuyo sujeto era el campesino; 2) la asimetría que posiciona a las comunidades negras, al tiempo que subsume (cuando no margina) a los que ahora aparecen como mestizos (chilapos); 3) el culturalismo como impase epistémico para la comprensión de las dinámicas locales y regionales, en tanto supone un reduccionismo cultural y una idealización de los sujetos étnicos; y 4) una paulatina socavación de la confrontación y de la lucha políticas, debido a la institucionalización y sedimentación de la organización y de los consejos comunitarios, que van de la mano con una naciente burocracia étnica y una “oenegeización” de la concepción y la práctica organizativas. De manera general, con base en lo presentado en el bajo Atrato, se puede plantear que uno de los grandes problemas que trae aparejados el multiculturalismo etnicista consiste en que la diferencia corre el riesgo de inscribirse en un reduccionismo cultural (y a veces producir una imagen folclorizante) o en uno etnicista (en el cual el otro étnico de la nación es encarnado por unas figuras de indianidad o negridad hiperreales). Otro de los grandes problemas es que puede operar (aunque no necesariamente) como una máquina antipolítica21, en tanto que la lógica de la burocracia étnica y la del proyecto logran hasta cierto punto canalizar y reemplazar malestares sociales que alimentaban imaginarios y 21 Esta categoría ha sido sugerida por James Ferguson (1994) en su conocido análisis del luchas políticas. desarrollo en Losotho. Considero que ofrece un gran potencial analítico para explorar etAhora bien, estos problemas nográficamente los efectos despolitizantes del no son exclusivos del multiculmulticulturalismo. turalismo etnicista, también son
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propios de las otras modalidades del multiculturalismo, ya que la apelación al diferencialismo culturalista suele suponer el desplazamiento de otros énfasis y tipos de articulación de las luchas políticas que no sean en nombre de la diversidad. Esto no quiere decir que considere que la valoración y posicionamiento de la diferencia que se pueden atribuir al multiculturalismo no vale la pena defender, ni que le desconozca a este una serie de contribuciones históricas a la imaginación política y teórica. Lo que quiero argumentar es que el reduccionismo culturalista y su política de la identidad pueden llegar a tener un efecto perverso, paralizante, análogo al reduccionismo de clase y de sus sujetos, propio de la revolución predominante hace algunas décadas.
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IMPACTOS
DEL RECONOCIMIENTO MULTICULTURAL
EN EL ARCHIPIÉLAGO DE
PROVIDENCIA
Y
SANTA
SAN ANDRÉS, CATALINA:
entre la etnización y el conflicto social INGE HELENA VALENCIA P. PROFESORA DEL DEPARTAMENTO DE ESTUDIOS SOCIALES, UNIVERSIDAD ICESI, CALI
[email protected]
Resumen
C
olombia, al definirse en 1991 como un país pluriétnico y multicultural, reconoció derechos y estatutos especiales a diversas poblaciones y a sus territorios. Este artículo, que propone un reconocimiento de la población isleña-raizal del archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, busca dar a conocer algunas de las implicaciones del reconocimiento multicultural a partir del proceso de etnización de la población isleña-raizal, y estudiar el surgimiento de varios conflictos entre los pobladores isleños-raizales, el Estado colombiano y los migrantes de origen continental. Los conflictos evidencian el enfrentamiento entre dos registros identitarios en las islas: el diaspórico, fruto de las migraciones e intercambios propios del contexto del Gran Caribe, y el encerramiento étnico, como fruto del reconocimiento multicultural. PALABRAS CLAVE: etnicidad, conflicto social, relaciones interétnicas, Caribe insular colombiano.
MULTICULTURAL RECOGNITION AT THE ARCHIPELAGO DE SAN ANDRÉS, PROVIDENCIA AND SANTA CATALINA: BETWEEN ETHNIC ENCLOSURE AND SOCIAL CONFLICT Abstract
B
y defining itself as a multiethnic and multicultural nation in 1991, Colombia recognized special rights and statutes to a diversity of populations and their territories. Among them, the native population of the Archipelago of San Andrés, Providencia, and Santa Catalina achieved recognition under the new Constitution. This article aims to present some of the implications of this multicultural recognition focusing particularly on the process of ethnicization of the native population of the Archipelago and the emergence of different conflicts among the native population and the Colombian State, as well as those among the native population and migrants from Colombia’s mainland. These conflicts reveal the clash between two identities on the islands: on the one hand, the diasporic one, which is a consequence of the Caribbean’s characteristic processes of migration and exchange, and on the other hand, ethnic enclosure as a result of multicultural ethnic recognition. KEY WORDS: ethnicity, social conflict, inter-ethnic relations, Colombian insular Caribbean
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I n g e H e l e n a Va l e n c i a P. Impactos del reconocimiento multicultural en el archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina: entre la etnización y el conflicto social
INTRODUCCIÓN1
H
oy en día, veinte años después de que en muchos países de América Latina algunas poblaciones recibieran un reconocimiento especial en razón de su diferencia cultural, asistimos a situaciones inéditas debido a la implementación de las políticas de reconocimiento de las constituciones multiculturales. Estas, sustentadas en un modelo etnicis1 Este artículo es resultado de la investigación ta de reconocimiento, otorgaron doctoral en curso titulada "Convivencia y conflicderechos especiales a minorías to en el Caribe insular colombiano (1990-2010)", que la autora realiza en la Escuela de Altos étnicas que se definieron con los Estudios en Ciencias Sociales de París, y ha recipatrones de lengua, cultura y bido el apoyo financiero de la Universidad Icesi. territorio. En el caso colombiano, 2 “La presente ley tiene por objeto reconocer ese reconocimiento se configuró a las comunidades negras que han venido ocupando tierras baldías en las zonas rurales según el modelo andino para las ribereñas de los ríos de la Cuenca del Pacífico, poblaciones indígenas (reconode acuerdo con sus prácticas tradicionales de producción, el derecho a la propiedad colectiva, cimiento de una autoridad prode conformidad con lo dispuesto en los artículos pia, el cabildo, asentada en un siguientes. Así mismo tiene como propósito territorio cerrado, el resguardo), establecer mecanismos para la protección de la identidad cultural y de los derechos de las y para las poblaciones negras, comunidades negras de Colombia como grupo según el modelo propuesto por étnico, y el fomento de su desarrollo económila Ley 70 de 1993 o Ley de Comuco y social, con el fin de garantizar que estas comunidades obtengan condiciones reales de nidades Negras2, que permitió la igualdad de oportunidades frente al resto de la titulación colectiva de algunos sociedad colombiana”. territorios, sobre todo en entornos rurales. El reconocimiento otorgado, si bien ha significado una ganancia, también ha acarreado el surgimiento de tensiones sociales, en virtud de ciertas acciones que otorgan derechos sobre el gobierno y la administración de territorios colectivos a algunas poblaciones, mientras marginan a aquellas que no se definen en términos étnicos. Esta situación ha tendido a manifestarse tanto por las vías del conflicto como en la competencia por recursos, liderazgos y territorialidades en diferentes regiones del país. En el caso específico de las poblaciones negras de Colombia, comienza a evidenciarse cómo el reconocimiento opera solamente de acuerdo con el modelo étnico territorial propuesto por la Ley 70 de 1993, el cual desconoce las realidades de poblaciones que habitan en contextos urbanos o en otras regiones diferentes a la pacífica, o que no se definen por medio de una autoadscripción étnica. Situación paradójica, ya que un gran porcentaje de las poblaciones negras del país habita en centros urbanos, como
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las ciudades de Cali, Bogotá y Medellín; y en la región caribe, en Cartagena, Barranquilla y el archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina3. Según datos del Departamento Nacional de En el caso particular de San 3Estadística (DANE), en el censo de 2005, y de Andrés, Providencia y Santa Barbary y Urrea (2005). Catalina, la Constitución de 1991 permitió a la población nativa, la isleña-raizal, ser reconocida jurídicamente como grupo étnico del archipiélago. Este hecho estuvo acompañado por la elaboración de una jurisprudencia singular, que permitió que el archipiélago se rigiera por normas especiales en el control de la migración y la economía. Se profundizó así el conflicto existente entre los pobladores nativos reconocidos y los inmigrantes provenientes de Colombia continental, es decir, los que llegaron a las islas desde mediados del siglo XX impulsados por las políticas integradoras del Estado colombiano. Es importante mencionar que la población isleña-raizal, ante la falta de respuestas a sus reclamos políticos y territoriales, ha optado desde hace algunos años por autodenominarse población indígena, como una estrategia para conseguir la salvaguarda territorial y los derechos especiales que les otorga el Estado a las minorías étnicas. Sus reivindicaciones se han hecho de la mano de fuertes denuncias sobre la crisis arraigada en el archipiélago, que se relaciona con aspectos como la recesión económica vivida desde hace veinte años y otras situaciones conflictivas, como la escasez de importantes recursos —el agua entre ellos—, la sobrepoblación y, más recientemente, la violencia asociada al narcotráfico. Acerca de la población isleña-raizal, que puede inscribirse en la que hoy se denomina región del Gran Caribe, se abre un profundo debate, pues las lecturas sobre las poblaciones que se definen como caribeñas oscilan entre los lentes del mestizaje, de los intercambios y de la etnicidad. Según Gerhard Sardner (2003, 54) y Beatte Ratter (2001, 42), esta región se caracteriza por la penetración y dominación coloniales, que han definido históricamente varias de sus características, como la de poseer un poblamiento exógeno y heterogéneo, constituido por la confluencia de distintas migraciones, y tener una matriz étnica resultante de orígenes diversos. En una perspectiva histórica, el Gran Caribe, como lugar de tránsito y comercialización de personas esclavizadas y como espacio para el asentamiento de colonos europeos, fue centro de tensiones entre los poderes dominantes y los subalternos:
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entre lo blanco y lo negro, entre lo europeo y lo africano (y en algunas islas también lo indígena), pares opuestos que, como nos lo recuerda Stuart Hall (1999), nunca se establecen en una relación de igualdad sino en posiciones diferenciales de poder. Además, en muchos casos las poblaciones originarias de estos territorios fueron suplantadas por olas migratorias de muy diversa filiación cultural, lingüística y étnica, y el resultado fue la conformación de una región compuesta por elementos bastante diversos: “[…] un mosaico de configuraciones etnoculturales, de expresiones lingüísticas y religiosas, de formas de organización social y modalidades de conducta cotidiana, cuya complejidad y diversidad constituyen el rasgo característico que la unifica y, a la vez, la fragmenta y divide” (Serbín 1987, 231). En estas condiciones, la lógica de los contactos y los intercambios permanentes ha obligado a la emergencia constante de sincretismos, los cuales tienden a convertirse en pautas culturales que se parecen, sin llegar a homogeneizarse. Sin embargo, en el momento actual del giro multicultural, encontramos poblaciones, como los garífunas del Caribe centroamericano o los isleños-raizales del archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, a las que les han sido otorgados derechos especiales, con base en una idea de comunidad étnica que las homogeneiza nuevamente y desconoce la heterogeneidad de sus trayectorias y los procesos de intercambio que las conformaron. En medio de esta problematización podríamos hacernos varias preguntas: ¿qué tipo de lectura resulta más adecuada para entender los procesos identitarios de poblaciones que oscilan entre los registros étnicos y los que provienen de las migraciones y el intercambio? ¿Cómo leer estas tensiones entre etnicidad y mestizaje, o entre dinámicas migratorias y cerramientos étnicos? ¿Cómo pensar este debate para el caso concreto de las poblaciones asentadas en el archipiélago de San Andrés, frontera norte de Colombia, ubicado en el corazón del Caribe occidental? Este artículo busca dar cuenta de algunos impactos de las políticas multiculturales aplicadas en el archipiélago, con el fin de hacer patentes los conflictos originados por el reconocimiento constitucional de 1991. Así, se estudiarán las implicaciones del reconocimiento multicultural a partir del proceso de etnización de la población raizal y la aparición de dos conflictos: i) el relacionado con los migrantes continentales, denominados pañas, y ii) el que surge de la recreación de una identidad de corte étnico,
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que causa rupturas en el interior de esta población. Estos conflictos dejan ver el enfrentamiento entre dos registros identitarios existentes en las islas: el diaspórico, fruto de las migraciones e intercambios propios del Caribe (Agudelo, Sansone y Boidin 2009; Cunin 2008), y el encerramiento étnico, como resultado del reconocimiento multicultural propiciado por la Constitución de 1991.
REGIÓN
ARCHIPIÉLAGO
E
n las islas, donde existe una tradición de poblamiento con una alta movilidad, actualmente habitan los isleños-raizales, descendientes de migrantes europeos y africanos, asentados permanentemente desde finales del siglo XVIII. Esta población comparte dos registros lingüísticos (el creole y el inglés caribeño) y algunas otras tradiciones (como la religión bautista) con otros lugares del Caribe anglófono. También habitan allí personas llegadas desde Colombia continental, comúnmente llamadas pañas, procedentes en su gran mayoría de la costa caribe colombiana y de algunos otros lugares, como el Valle del Cauca y Antioquia. Muchas de ellas empezaron a llegar desde mediados del siglo XX atraídas por una búsqueda de mejores oportunidades de vida. También, en el caso específico de la isla de San Andrés, habita una migración extranjera de personas procedentes de Siria, Líbano, Turquía y Palestina, a quienes se llama turcos, que actualmente manejan el comercio de las islas, y que llegaron impulsados por iniciativas comerciales desde otros lugares del Caribe continental colombiano, como Maicao o Barranquilla, o directamente desde sus países de origen. Adicionalmente, hoy se habla de la existencia de otro grupo, los half and half, mitimiti o fifty-fifty, que corresponde a los hijos e hijas de madre o padre extranjero o continental, y de madre o padre isleño-raizal, quienes son los mestizos en este contexto insular. Durante años estos grupos lograron cohabitar, pese a sus diferencias étnicas y religiosas, pero en los últimos años los enfrentamientos se han hecho comunes debido a una crisis económica, social y ambiental que lleva más de dos décadas arraigada en las islas. Las condiciones particulares de las islas —como la composición étnica y cultural de la población isleña-raizal y su desarrollo económico, ligado a actividades como el comercio y el contra-
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bando— motivaron grandes desacuerdos respecto al proyecto de nación colombiano. Recordemos que el archipiélago, por estar ubicado en el corazón del Caribe occidental y estar habitado por un pueblo anglófono, en su mayoría negro y protestante, más cercano a las Antillas inglesas (como Jamaica y las islas Caimán) que a la Colombia continental, se convirtió en una región problemática para los cimientos centralistas andinos, blancos y católicos con los que se estaba construyendo la nación colombiana. A pesar de la adhesión voluntaria a la República de Colombia hecha por algunos pobladores en 1822, desde comienzos del siglo XX el Estado colombiano buscó integrar el archipiélago a través de un fuerte proceso de asimilación. Esta actitud dio lugar a una relación ambivalente y conflictiva entre los pobladores de las islas y el Estado colombiano: los isleños reclaman su presencia, al tiempo que rechazan lo proveniente de la Colombia continental (Pedraza 1989, 34). De hecho, tras la declaración del archipiélago como intendencia, en 1912, se comenzó a implantar una soberanía ideológica en aras de integrar las islas al territorio nacional y al imaginario de nación que se promulgaba desde el centro del país, situación que ocasionó conflictos, reclamos y movilizaciones. El mecanismo para llevar a cabo aquel 4 Desde el año de 1926 hasta 1975, la misión propósito consistió, primero, católica tuvo la responsabilidad de la educación en la instalación de la escuela, en las islas. Durante todos estos años el discurso escolar estuvo entreverado con lo católico, por y junto con ella, de la Iglesia lo tanto se adelantó notablemente el proceso de católica y la enseñanza del idionacionalización, y se dieron importantes pasos ma español. Se impuso a los al impartir ideas morales y sociales de la nación colombiana. La conversión a la fe católica llegó habitantes la religión católica, se a ser requisito para ocupar cargos públicos y prohibió el inglés como lengua disfrutar de otros beneficios oficiales, como el de recibir becas universitarias. Se llegó incluso en las escuelas e incluso fueron a cerrar colegios donde todavía estudiaban la clausuradas a mediados de siglo gran mayoría de niños y jóvenes. En el año de varias iglesias bautistas, que eran 1943 se impuso el español como lengua oficial del archipiélago, y se prohibió el uso del inglés el eje sociocultural y educativo en los colegios y en los documentos públicos del archipiélago4. Las dificul(Clemente 1991, 234; Vollmer 1997, 65). tades se recrudecieron con los cambios que sobrevinieron tras la declaratoria de San Andrés Isla como puerto libre, en el año de 1953, y posteriormente con el desarrollo del turismo como principal actividad económica. La declaratoria de puerto libre, además de incorporar las islas al territorio colombiano, también buscaba legalizar muchas de las actividades comerciales que allí se ejercían, para facilitar el
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ingreso de mercancías libres al país y fortalecer el desarrollo económico por medio del fomento de la industria turística. La irrupción de las actividades comerciales significó que algunas personas isleñas-raizales abandonaran sus actividades productivas tradicionales para dedicarse al comercio, y que otras, al no tener cómo sostenerse, vendieran las tierras. Los conflictos, entonces, comenzaron a hacerse visibles de diferentes maneras, ya no solo por la presencia de la Iglesia católica o la irrupción del idioma español, sino porque llegaban más y más personas a hacer presión sobre los recursos y el espacio. Lo cierto es que este proceso de integración o colombianización para establecer la soberanía por vías de carácter ideológico y la integración económica por la vía de la modernización y el desarrollo recrudecieron los conflictos en el archipiélago y fortalecieron la confrontación entre algunos de sus pobladores y el Estado colombiano.
LA
GÉNESIS DE UN CONFLICTO ENTRE PAÑAS-
CONTINENTALES E ISLEÑOS-RAIZALES
L
a implementación de las políticas de colombianización —fortalecidas con el puerto libre—, sumada al aumento de la población por migración, que redujo los recursos y las tierras que quedaban en manos de la población isleña, condujeron al surgimiento de un conflicto importante entre pañas-continentales e isleños-raizales. Poco a poco las disputas por el acceso a la tierra, por la disposición de los recursos naturales y por la escasa participación que tuvo la población isleña-raizal en las actividades comerciales comenzaron a manifestarse y a hacerse públicas, y se materializaron en diferentes situaciones. Una de ellas consistió en que comenzó a rondar entre los pobladores nativos la idea de que el impulso de la migración desde el continente era una estrategia del Estado colombiano para despojar de las islas a los isleños, con el fin de instaurar la soberanía nacional. Es famoso el episodio, que muchos isleños narran, de la existencia de un documento secreto elaborado por el Estado colombiano que hacía sugerencias para asegurar la integración por la vía de la migración. Una segunda situación consistió en que con frecuencia la llegada de los migrantes continentales, por no ser planificada,
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aumentó la sensación de invasión y despojo entre los isleñosraizales. Si bien, como lo mencionamos atrás, las relaciones con los continentales existieron desde comienzos del siglo XX, fue sobre todo a partir de 1970 cuando empezaron a asomar fuertes diferencias debido a la explosión demográfica en las islas, especialmente en San Andrés. En estos años numerosas personas provenientes de Colombia continental llegaron en busca de mejores condiciones de vida, y esta oleada migracional significó el aumento de la competencia con los isleños-raizales por acceder a los recursos. En medio del conflicto naciente, las diferencias socioeconómicas entre isleños-raizales y pañas-continentales, unidas a la disputa por los recursos económicos y ambientales, se tradujeron en la elaboración de una representación del inmigrante como un agente invasivo, conflictivo, violento, ruidoso, que resolvía los conflictos con violencia y vivía en barrios subnormales. Fue así como los isleños-raizales comenzaron a usar denominaciones peyorativas para referirse a los inmigrantes, como champetudos, sharkheads, chambacús, términos que hacían referencia a su origen distinto, pero sobre todo a lo que para los raizales era un comportamiento invasivo. Cuando la presión sobre los recursos económicos y ambientales aumentó, la tensión social se recrudeció, y fácilmente se encontró el culpable: el paña, que desde entonces sería visto como el enemigo o el invasor. También comenzó a hacerse más fuerte un juego de oposiciones entre el paña, como representante del mundo hispanófono continental, y el isleño-raizal, como representante del mundo anglófono insular, que se veía en oposiciones como “el origen inglés y africano del isleño distinto al de los pañas provenientes de la sociedad colombiana; el idioma inglés y el creole a diferencia del español; la Iglesia bautista en contraste con la católica; las actividades tradicionales de subsistencia como la pesca y [la] agricultura en oposición al turismo y al comercio” (Guevara 2005, 42). Este conflicto, además de manifestarse en una diferenciación sociocultural, comenzó a materializarse en una fuerte diferenciación territorial. El norte de la isla se transformó en la zona destinada al turismo y en ella se localizaron la gran mayoría de los barrios de continentales, mientras el centro de la isla, conocido como La Loma o The Hill, y el litoral suroriental, llamado San Luis, se convirtieron en los barrios isleños por excelencia, a tal punto que en algunas ocasiones estas zonas fueron vedadas
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para el arrendamiento a pañas o extranjeros. Encontramos, entonces, que la construcción de la diferencia y del conflicto entre pañas y raizales, antes que expresarse en un discurso étnico, lo hizo recurriendo a la diferencia entre nativos e inmigrantes, y a marcadas diferenciaciones de clase que encontraron eco en la búsqueda de los culpables de la competencia por los recursos y del deterioro económico y ambiental que comenzó a vivir la isla desde finales de la década de los ochenta. Una tercera situación vino a reforzar el conflicto entre isleñosraizales y pañas-continentales; se trata del proceso de recesión económica que vivió la isla desde 1990. A comienzos de esta década, el deterioro de la isla se agravó debido a la coyuntura político-económica que vivió Colombia. Por un lado, la apertura económica eliminó casi todas las ventajas comparativas del puerto libre, con lo cual la economía de San Andrés y la calidad de vida de la población de las islas se vieron muy afectadas5. La bonanza y la estabilidad económicas habían sido vulneradas, y sobrevino un clima de crisis e inestabilidad. Los incentivos para 5 Para dar una idea de la crisis económica, pueser ilustrativos los índices de desempleo de viajar a San Andrés a comprar ar- den las islas en los años noventa. Hasta comienzos tículos importados se perdieron, de esta década, los aumentos de la fuerza de y, aún peor para la isla, los costos trabajo eran en su mayoría absorbidos por la demanda, y por lo tanto las tasas de desempleo de transporte y las economías de se mantuvieron bajas. La recesión económica escala hicieron que a menudo los que atravesó el país desde 1992, que afectó al hizo que desde este año hasta 1999 productos extranjeros resultaran archipiélago, la tasa de desempleo pasara de 2,5% a 10,9%, más económicos en el comercio si se incluyen en la estadística los funcionarios formal del continente colombia- de la Gobernación, la mayor parte raizales, que despedidos durante la reestructuración no. Sin embargo, esa caída no fueron administrativa del departamento, a finales de reflejaba toda la magnitud de la 1999 (Bernal y Quintero 2002). crisis del modelo sanandresano, pues con el fin del turismo de compras se dio paso a un tipo de turistas con un poder adquisitivo muy reducido, que llegaban para disfrutar del sol y las playas en planes con todo incluido, a menudo con tarifas muy económicas, que no dejaban ninguna reinversión en la isla (Meisel 2009). Por otra parte, la irrupción del narcotráfico a comienzos de la década de los noventa generó una economía que, tras la retirada de la isla de los mayores capos, acentuó la recesión. En efecto, el narcotráfico se constituyó en la isla en una alternativa económica que reemplazó la bonanza comercial de años anteriores al inyectarle a la economía local importantes capitales, y que
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atrajo una nueva oleada de colombianos continentales de escasos recursos, interesados por la actividad de la construcción y la ocupación informal. Finalmente, las políticas neoliberales que se aplicaron a lo largo de toda la última década provocaron importantes ajustes fiscales que redujeron drásticamente la burocracia estatal del archipiélago. El empobrecimiento y el descenso de la calidad de vida de toda la población se acentuaron con el final del puerto libre. Como resultado de este proceso, encontramos una intensificación de los conflictos entre pañas-continentales e isleños-raizales, unida a la degradación ambiental y económica de la isla, todo ello en un escenario de complejas relaciones sociales. Como plantea Charry (2008): Aun así resulta a su vez significativo reconocer que en tales acercamientos e interdependencias surgieron toda clase de relaciones sociales: uniones matrimoniales, alianzas políticas, comerciales, y de un nivel aún más difuso, como lo fueron las relaciones resultantes del turismo masivo. Estas dinámicas dieron paso a un nuevo y complejo orden social, caracterizado por el crecimiento urbano y demográfico irregular, el desempleo y el aumento de la criminalidad. Factores que desbordaron ampliamente las diferencias étnico culturales que caracterizaron los conflictos entre los nativos y continentales previos a la instauración del Puerto Libre. (67)
El desplazamiento territorial y el hacinamiento progresivo que vivió la población isleña-raizal acentuaron las diferencias y permitieron que las reivindicaciones de la propiedad y la defensa del territorio se tradujeran en un discurso de defensa de la propia identidad, que planteó que las tradiciones anglófonas de la población y la sostenibilidad ambiental de las islas se habían deteriorado debido a la invasión continental. Algunos sectores isleños esgrimieron estos argumentos para comenzar a buscar espacios, interlocuciones y estrategias que permitieran asegurar la protección y defensa de la población isleña-raizal. De esta manera, en medio de la recesión económica de la década de los noventa, se consolidó el conflicto entre pañas-continentales e isleños-raizales, y se dio inicio al proceso de etnización vivido por la población isleña-raizal.
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TABLA 1. INCREMENTO DE LA POBLACIÓN DEL ARCHIPIÉLAGO DE SAN ANDRÉS, PROVIDENCIA Y SANTA CATALINA AÑO
SAN ANDRÉS
PROVIDENCIA
TOTAL
1973
20.362
2.627
22.989
1999
53.159
4.165
57.324
2005
77.084
6.319
83.403
Fuente: Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), Censo 2005.
LA
POBLACIÓN RAIZAL Y EL
RECONOCIMIENTO COMO GRUPO ÉTNICO: ENTRE EL CONTROL DEL
ESTADO
Y LA
MOVILIZACIÓN
E
l deterioro de la situación económica y el aumento de la población llevaron a que algunas personas vieran en la Asamblea Constituyente de 1991 la posibilidad de materializar los reclamos relacionados con la participación política y con la protección de la riqueza cultural y ambiental de las islas. Es claro que la presión sobre los recursos y la pérdida de la respecto, la Constitución Política de estabilidad económica hicieron que 61991Aldice: “El departamento Archipiélago de los isleños comenzaran a emplear San Andrés Providencia y Santa Catalina se un discurso que buscaba establecer regirá, además de las normas previstas en la Constitución y las leyes para los otros dediferencias entre ellos, como los partamentos, por las normas especiales que pobladores ancestrales, y los pañas- en materia administrativa, de inmigración, continentales, como foráneos que fiscal, de comercio exterior, de cambios, financiera y de fomento económico establezllegaron con el apoyo del Estado ca el legislador. Mediante ley aprobada por la mayoría de los miembros de cada cámara colombiano. se podrá limitar el ejercicio de los derechos de La participación en la Asamblea circulación y residencia, establecer controles Constituyente desembocó en que a la densidad de la población, regular el uso suelo y someter a condiciones especiales el archipiélago recibiera el estatus del la enajenación de bienes inmuebles con de departamento especial6, lo cual el fin de proteger la identidad cultural, significaba que podía contar con de las comunidades nativas y preservar el ambiente y los recursos naturales del una legislación y un régimen espe- Archipiélago. Mediante la creación de los ciales en materia administrativa, y municipios a que hubiere lugar, la asamblea garantizará la expresión el reconocimiento de la población departamental institucional de las comunidades raizales isleña-raizal como el grupo étnico del de San Andrés” (art. 310). archipiélago7. Esta situación acentuó 7 La Corte Constitucional, en la Sentencia el conflicto entre pañas-continenta- C-086 de 1994, establece: “El constituyente de 1991 fue consciente de la importancia ( les e isleños-raizales, cuan do las
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diferencias entre ellos se recrudecieron por causa de las denuncias motivadas por la crisis que se comenzó a vivir en el archipiélago. Así, la entrada en vigencia de la nueva Constitución tuvo como consecuencia el reconocimiento de una serie de derechos a la población isleñaraizal, referidos a sus particularidades culturales, a su participación en el Gobierno central y a los problemas de sobrepoblación y presión sobre los recursos, que justificaron que se considerara necesario controlar la migración y la residencia en las islas. Esta puede ser vista como una de las situaciones más significativas propiciadas por la Constitución de 1991. Mediante el Decreto 2762 de 1991 se creó la Oficina de Control a la Circulación y Residencia (Occre), que se encargaría de controlar la migración en aras de garantizar que la población residente fuese sostenible en el contexto insular. Con el surgimiento de la Occre, el derecho a habitar en las islas se definió con base en el hecho de haber nacido en ellas, y se estableció un criterio de diferenciación acerca de quiénes eran isleños-raizales y quiénes no. En ese momento fueron reconocidos como raizales quienes fueran hijos de padres nativos y pudieran demostrar tres generaciones de consanguinidad, o quienes fueran hijos de raizales a pesar de haber nacido en otro lugar. Como residentes se reconocía a quienes nacieran en las islas o justificaran la residencia por más de tres años consecutivos antes de que se expidiera el decreto. Aquellos que no fueron cobijados por esta clasificación pasaron a ser ilegales, determinación que profundizó el conflicto, pues algunos raizales comenzaron a solicitar la reubicación de los continentales o la expulsión de quienes de ahora en adelante serían llamados ilegales. Además, a las personas no nacidas en las islas, pero que por diferentes razones llegaron a residir en ellas después de la creación de la oficina, se las reconoció como residentes temporales. Estas personas deben justificar su permanencia en las islas, durante un tiempo limitado y estipulado de acuerdo a las tareas y funciones que desempeñen. Finalmente, la Occre estableció que quienes viajan a las islas como turistas tienen un tiempo limitado para su estancia, que no puede sobrepasar los seis meses en un año.
( del Archipiélago y de los peligros que amenazan la soberanía colombiana sobre él. Esto explica por qué la actual actitud política se basa en la defensa de esa soberanía, partiendo de la base de reconocer estos hechos: a) la existencia de un grupo étnico formado por los descendientes de los primitivos pobladores de las islas; b) las limitaciones impuestas por el territorio y los recursos naturales, al crecimiento de la población; c) la capacidad y el derecho de los isleños para determinar su destino como parte de Colombia, y mejorar sus condiciones de vida”.
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Hasta hace unos años existían dos tarjetas que distinguían a los raizales de los otros residentes, pero recientemente se unificó este documento de identificación en la tarjeta de residencia permanente (Departamento Archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, Oficina de Control de Circulación y Residencia [Occre] s. f.) De esta manera, encontramos que si bien en un comienzo la Occre esperaba hacer un control migratorio sobre las personas que llegaban a las islas, terminó finalmente por definir y fijar el carácter “étnico” de sus pobladores, función que de nuevo motivó varios conflictos. Primero, la población isleña-raizal tuvo que demostrar su origen y ascendencia, y los pañas-continentales tuvieron que justificar su presencia en las islas, lo que supuso muchas incomodidades, pues debían recurrir a documentos y genealogías. Algunas personas lo entendieron como un proceso de fiscalización y fuerte control de parte del Estado. Segundo, para los isleños-raizales este procedimiento de reconocimiento aumentó la sensación de control, 8 Finalmente, los datos de mayor significación pues para ser reconocidos como estipulados por la entidad estaban relacionados tales y conseguir las tarjetas de con la permanencia en el territorio y la filiación, residencia debían escudriñar en por lo cual el árbol genealógico fue uno de los requisitos exigidos a los raizales que solicitaban sus historias familiares o recurrir ser reconocidos oficialmente (Occre s. f.). Sin a expertos que se encargaban embargo, bastaba con que el padre o la madre raizales para cumplir el requisito de filiade rastrear los lazos familiares fueran ción (Ramírez 2005, 40). y elaborar árboles genealógicos que eran remitidos a la Occre8. Tercero, en el caso de la población de origen continental la sensación de conflicto aumentó, pues esta demostración del derecho de permanencia en el territorio a través de la sangre se contraponía claramente a los procesos de migración que muchos habían vivido. Los emigrados continentales argumentaban que ellos ya se habían establecido en el archipiélago, y decían que no se iban a ir. Además, ya había una primera generación de ellos nacidos allí, por lo que los argumentos acerca de la expulsión no eran fáciles de aceptar. Si bien es cierto que la sobrepoblación es un factor importante para entender muchos problemas, la expulsión y reubicación de un alto porcentaje de la población continental no podía ser la única solución. Así pues, el que la Constitución de 1991 hubiera establecido unos derechos especiales para un grupo, diferenciándolo del resto de los pobladores de las islas, aumentó las tensiones entre ellos.
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Esta situación, y el hecho de que desde los años noventa la población isleña-raizal fuese minoría en su propio territorio, tuvieron como consecuencia que en la coyuntura del reconocimiento surgiesen diversas organizaciones de carácter cívico, religioso y ambiental que luchaban por la defensa de la identidad de la población raizal y denunciaban los conflictos, tanto en las islas como ante el Estado colombiano. Las reivindicaciones y movilizaciones promovidas por estas organizaciones constituyen el denominado movimiento raizal. Entre tales organizaciones se pueden destacar Archipiélago 9 Valga resaltar la correspondencia entre la Movement for Ethnic Native Self sigla de esta organización, AMEN-SD, con la paDetermination (AMEN-SD)9, dirigilabra amen, propia de la religión bautista del archipiélago. do por pastores protestantes; The Ketlena National Association (Ketna), que recogió los objetivos del antiguo Sons of the Soil; Infaunas, grupo de agricultores y pescadores que promueven la protección del medioambiente; San Andrés Island Solution (Saisol), fundada por algunos estudiantes isleños-raizales de 1980; y otras organizaciones más pequeñas, como Barrack New Face y Cove Alliance. Entre estas organizaciones sobresale AMEN-SD, que, en un proceso de convergencia, planteó los lineamientos y directrices del movimiento raizal. La importancia de algunas de estas organizaciones sociales radica en que fue a través de ellas como la crisis de la isla se dio a conocer, al tiempo que fueron las encargadas de posicionar los reclamos de la población isleña-raizal, en el marco de su reconocimiento como grupo étnico. Gracias a las organizaciones y sus acciones, el discurso de la diferencia étnica de la población isleña-raizal se masificó y motivó el surgimiento de diferentes posturas, tanto de los isleños que comenzaban a ver “renacer” su identidad, como de los continentales, quienes con mayor recurrencia eran culpados por la crisis del archipiélago. Si hubiera que determinar el momento en que el movimiento raizal se afianzó, se podría decir que fue en 1999, con el surgimiento de AMEN-SD. Esta organización, entre cuyos líderes se destacan los pastores bautistas (que refuerzan el rol de la religión como institución fundamental en la organización social de los isleños-raizales), convocó a personas y organizaciones más pequeñas para visibilizar la situación de las islas y dar comienzo a un proceso de lucha por la defensa de los derechos de la población isleña-raizal.
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AMEN-SD surgió como respuesta a las amenazas que recibieron algunos pastores y líderes locales del sector de La Loma. En esa ocasión, en julio de 1999, se realizó una gran marcha que finalizó con el bloqueo del aeropuerto. Esta movilización estuvo acompañada de un pliego de peticiones en el cual se exigía investigar las amenazas, asegurar el cumplimiento de las normas sobre el control de la residencia en las islas y garantizar la participación de la población isleña-raizal en las decisiones de carácter político y administrativo, exigencias El Estatuto Raizal fue un proyecto de ley preque debían materializarse en la 10 sentado por algunos sectores de la población 10 emisión del Estatuto Raizal , isleña-raizal, en el que se proponían algunas entre otros puntos (Castellanos medidas para materializar la búsqueda de autonomía y autodeterminación para el archipiélago. 2006, 34). Dos años después, en junio de 2001, este movimiento llevó a cabo otra serie de protestas, pues se consideraba que el Gobierno no había cumplido los acuerdos de 1999. Entonces se bloqueó el muelle y se impidió el abastecimiento de gasolina y la entrada de alimentos durante una semana. En abril de 2002 algunos grupos de isleños-raizales bloquearon la vía de acceso al basurero Magic Garden, protestando por la insalubridad y el deficiente manejo de los residuos. Durante el bloqueo, Ralph Newball, gobernador raizal, emitió un decreto en el que prohibía la entrada de los camiones de basura y en el que se negaba a utilizar la fuerza pública para levantar a los manifestantes. Para la Procuraduría General de la Nación esto significó avalar el bloqueo, y se abrió un proceso disciplinario que terminó con la destitución del gobernante. Muchos sectores interpretaron la destitución de Newball como una clara confrontación del Estado colombiano con la población isleña-raizal, y en consecuencia hubo fuertes protestas y confrontaciones, en el marco de las elecciones presidenciales de 2002. Los choques que se produjeron llevaron a la población isleña-raizal a interponer una denuncia pública ante la Organización de las Naciones Unidas (ONU), que contó con la participación de uno de sus relatores para los derechos humanos. A esta denuncia se sumaron otras acciones importantes de aquellas organizaciones, como la demanda interpuesta ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) de la Organización de Estados Americanos, en 2005, a propósito de la situación de crisis, la exclusión y la subordinación a que estaba sometida la población isleña-raizal. En 2007 se llevó a cabo otra importante marcha contra el colonialismo colombiano, unos días antes de
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que el presidente del momento, Álvaro Uribe, llevara al archipiélago el desfile militar que conmemoraba la independencia de Colombia, como un acto de soberanía ante las nuevas demandas limítrofes que Nicaragua adelantaba en la Corte Internacional de Justicia en La Haya. Los líderes del movimiento coinciden en que las acciones colectivas se realizaron para llamar la atención del Estado, y aunque en sus comienzos tenían la intención de solucionar aspectos de primera necesidad para las islas, posteriormente el discurso del derecho a la autonomía y a la autodeterminación y el discurso sobre la protección de las particularidades culturales adquirieron más importancia. Sin embargo, el hecho de que este movimiento en algún momento estuviera motivado por la idea de que la crisis del archipiélago se relacionaba con la llegada de los continentales, y de que era necesario fomentar su salida, condujo con el transcurso de los años a que surgieran algunas resistencias dentro de la misma comunidad. En este sentido, encontramos que el posicionamiento político que la población isleña-raizal comenzó a obtener desde 1990 estuvo marcado por la disputa por el acceso a los recursos económicos y ambientales, debido a la recesión económica que padeció la isla tras la apertura económica que orientó la política de Estado de César Gaviria (1990-1994). La crisis económica surgió en paralelo con la adopción de las políticas multiculturales de la Constitución de 1991; ello nos permite inferir que el proceso de visibilización étnico-política de la población raizal llegó en un momento de reversión y crisis económica que nunca antes se había vivido en el archipiélago, y que además, en una escala más grande, obedeció al reacomodamiento del multiculturalismo en los Estados neoliberales latinoamericanos (Duarte 2004, 138). Al respecto, un elemento que vale la pena señalar es la relación entre el nacimiento de las constituciones multiculturales en América Latina y la adopción de un modelo de desarrollo estatal fundamentado en el libre mercado. No en vano gran parte de estas reformas se realizaron en Latinoamérica durante la década de los noventa, periodo marcado por grandes transformaciones económicas y políticas, como las promovidas por el Consenso de Washington, de acuerdo con unas directrices que pretendían generar mayor estabilidad y crecimiento económico en la región. Este hecho es determinante para entender cómo, a
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la par del reconocimiento de la multiculturalidad, encontramos la implementación de políticas de descentralización, de participación democrática de la sociedad civil, de liberalización del mercado y de privatización de las funciones estatales. Al tiempo que implementaban políticas neoliberales, algunas naciones latinoamericanas ratificaron el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), y se comprometieron a adaptar la legislación nacional a los marcos establecidos por este, basados en el reconocimiento de derechos a pueblos indígenas dentro de los Estados nacionales. De esta manera, doce países latinoamericanos, en el lapso de menos de diez años, reformaron sus constituciones a fin de reconocer la composición pluriétnica y multicultural de sus naciones.
RECLAMANDO
ETNICIDAD: ENTRE
CONVERGENCIAS Y DIVERGENCIAS
We are the original and hence, the indigenous people of our Caribbean islands, descendants of the Africans, Caribbean and British people who first settled our territory in the 16th and 17th centuries and create our society, bearing in mind that our origins, history, cultural identity, lenguage, traditions, customs, religious beliefs, institutions and social organizations differentiate us from other people11. (Declaratoria del Pueblo Indígena Raizal, Conferencia Mundial contra el Racismo, Durban, Suráfrica, septiembre de 2001)
Es claro, entonces, que la 11 “Considerando que somos la población población isleña-raizal aprove- originaria y que somos el pueblo indígena de chó el reconocimiento otorgado nuestras islas caribeñas, descendientes de los de las gentes caribeñas y británicas por la Constitución de 1991 para africanos, que se asentaron en nuestro territorio por primera posicionarse políticamente. Si se vez en los siglos XVI y XVII, y teniendo en cuenta venía construyendo un discurso que nuestros orígenes, historia, identidad cultural, lenguaje, tradición, costumbres, creencias que hablaba de diferencias entre religiosas, instituciones y organizaciones nos la población isleña y la paña-con- diferencian de otras personas…”. tinental y del despojo producido por el proceso de integración, es visible entonces cómo en cabeza de las organizaciones sociales raizales se materializó la utilización de un discurso etnicista con el fin de lograr mayor visibilidad y participación política. En el caso del movimiento raizal, quienes reivindicaban la diferencia étnica fundamentaron sus discursos en argumentos
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como el de que recurrir a una identidad étnica podría ser una manera de garantizar la pervivencia y autonomía de la población isleña-raizal, con el fin de demostrar los efectos negativos del proceso de integración. En palabras de Juvencio Gallardo (en Ramírez y Restrepo 2001, 43), líder histórico de la isla, la utilización del discurso étnico, unida a los reclamos realizados en décadas anteriores, se legitimaba debido al desplazamiento territorial, cultural, económico y político sufrido. Para él, la población isleña-raizal estaba ad portas de un etnocidio, y era necesario asegurar a toda costa su protección. Por ello, desde ese momento se comenzó a usar la categoría de indígenas, en aras de reconocerse como pueblo originario, diferente del resto de pobladores del archipiélago y del territorio colombiano. Para este sector de la población isleña-raizal, la autodenominación como pueblo indígena se fundamentó en el Convenio 169 de la OIT, que al proponer una definición de los pueblos indígenas bastante amplia permitió que muchas minorías étnicas se acogieran a ella. También es importante mencionar que las reivindicaciones realizadas por este sector de la población, que en adelante se denominaría pueblo indígena raizal, se sustentaron en el reconocimiento otorgado por la Constitución de 1991. Es interesante recordar las reflexiones de Frederick Barth (1976) sobre los grupos étnicos; este autor enfatiza la importancia de los procesos de identificación, pues considera que es sobre la base de la autoadscripción y de la adscripción por otros como se delimitan las fronteras entre los grupos en interacción, fronteras que son definidas por el grupo y no por el contenido cultural que lo encierra. De esta manera, se puede afirmar que para la población isleña-raizal el recurso de la etnicidad fue primero una estrategia para adquirir legitimidad en la defensa de la identidad propia, y así proteger ciertos derechos culturales, económicos y políticos. En segundo término, con ella se buscaba dar cuenta de la diferencia que la población isleña-raizal quiso establecer con los continentales y con el resto de la nación colombiana, en aras de demostrar que tras estas reivindicaciones también había una disputa sobre el derecho a la pervivencia y a una mayor autonomía en las decisiones relacionadas con el archipiélago. Luego, la recreación de corte étnico fue necesaria para fortalecer la lucha por los derechos ante el Gobierno colombiano, y en particular para reclamar el derecho a la autonomía y la
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autodeterminación. Es evidente que con todo el sustento legal que hubo detrás del reconocimiento y de la utilización de la denominación de pueblo indígena también se logró visibilizar e internacionalizar la situación de crisis del archipiélago. Así, de las denuncias sobre la sobrepoblación y sobre el problema por el acceso a los recursos, hubo una transición dirigida a la constitución de una identidad étnica y con ella, a los reclamos por el derecho a la libre determinación, a la autonomía territorial y al libre desarrollo, de acuerdo con el reconocimiento brindado por la Constitución de 1991. La utilización de la denominación de pueblo indígena y la reivindicación de una identidad de corte étnico fue otro punto de profundo debate en la población isleña-raizal, pues algunos sectores no compartieron el significado de esta denominación. Primero, porque recrear este tipo de identidad obligaba a buscar unos orígenes ancestrales que precisamente los isleños-raizales no poseen, en razón de que su historia es una particular confluencia de múltiples orígenes, propia de su condición caribe (Rivera 2002, 76). Además, la reivindicación etnicista niega toda una tradición de mestizaje e intercambios que todavía es perceptible en las islas. Y en segundo lugar, en contradicción con las posturas que señalaban a los pañas-continentales como los culpables del deterioro de las islas, estos sectores decidieron recurrir a la concertación y a un discurso fundamentado en la integración con Colombia y la convivencia entre los diferentes grupos sociales en el contexto insular. Las reivindicaciones que realizó este sector de la población isleña-raizal, más que enfocarse únicamente en el respeto de la diferencia cultural, se concentraron en la búsqueda de elementos comunes con el continente y con el Caribe anglófono, y en el caso particular de San Andrés, en la búsqueda del bienestar para la totalidad de la sociedad insular. También hubo diferencias con relación a las demandas sobre el derecho a la autonomía y a la autodeterminación, ya que para estos sectores isleños-raizales la autonomía estaba relacionada o se expresaba como una mayor incidencia suya en las decisiones que se tomaban en el departamento, o como un régimen de pertenencia mixta que les permitiría mayor independencia respecto del Estado colombiano, para acceder de manera directa a los recursos de la descentralización. Vale la pena decir que este tema
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fue objeto de un intenso debate: mientras unos sectores plantearon y diseñaron el Estatuto Raizal como proyecto de ley que materializaba la autonomía, otros lo rechazaron por considerar que la propuesta era sectaria e inconstitucional. Muchas de las personas que se adscribieron a estos reclamos hacían parte de esa élite de políticos, profesionales o comerciantes “más respetables”, como diría Peter Wilson (2004), que buscaron ocupar un lugar destacado en la sociedad insular. Por ejemplo, mantener una relación con el Gobierno central era importante, y a diferencia de aquellos que se cobijaban bajo la denominación de pueblo indígena raizal, este otro sector de la población aceptaba la legitimidad del Gobierno central y canalizaba sus reivindicaciones a través de esta relación. De este proceso de etnización vivido por parte de la población isleña raizal también llama la atención la necesidad de redefinir ciertos aspectos de la identidad, como aquellos relacionados con la memoria de la trata de personas esclavizadas, pero con la peculiaridad de reivindicar el registro y las relaciones propiciadas por su pertenencia al Caribe anglófono y por su herencia de una memoria inglesa, definida por la presencia del Imperio británico en esta región. Para este caso, es de resaltar cómo algunas de las reivindicaciones realizadas en las décadas de 1960 y 1970 recibieron la influencia del discurso afroamericano de lucha y defensa de los derechos civiles, que llegaba a las islas por vía de los intercambios históricos con el sur de Estados Unidos y otros lugares del Caribe anglófono, y sobre todo en boca de los pastores bautistas que transitaban por la región. Así, algunas de las movilizaciones de la década de los setenta tenían la impronta del discurso de intelectuales como Marcus Garvey, Malcolm X y Martin Luther King, “ya que algunos pastores y personas tenían posibilidades de formarse y educarse en lugares donde tenían acceso a este tipo de discursos. En este contexto las ideas que planteaban la necesidad de la liberación o [de la] lucha contra la opresión se tradujeron en la fuerte confrontación ante el Estado colombiano” (Ramírez 2002, 197). Vale la pena mencionar que la reivindicación de una herencia afro en la década de los noventa se vio fortalecida por los andamiajes institucionales propuestos por el Estado con la Ley 70 de 1993, que instauró una Comisión Consultiva Departamental y permitió que miembros de las islas participaran en la Comisión
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Consultiva Nacional 12. En la 12 La ley 70 de 1993, además de reconocer Comisión Consultiva Departa- el derecho de la propiedad colectiva de los mental participaban alrededor de territorios en zonas de la cuenca del Pacífico, planteó algunos “mecanismos para la protección treinta líderes de organizaciones y desarrollo de los derechos de las poblaciones de base de San Andrés y diez de afrocolombianas”. Entre ellos se destaca el de los procesos organizativos de Providencia (Guevara 2005, 75). Si fortalecimiento las poblaciones y la creación de las comisiones se tiene en cuenta la participa- consultivas, como espacios de participación ción de la población raizal en la y consulta, adscritas al Ministerio del Interior. En Colombia existe la Comisión Consultiva de comisión consultiva, es percepti- Alto Nivel, en la que participan representantes ble, entonces, cómo el Estado co- de poblaciones afrocolombianas de los deparde Antioquia, Valle, Cauca, Chocó, lombiano abre una instancia que tamentos Nariño, de la costa caribe y del archipiélago invita a esta población a definirse de San Andrés, Providencia y Santa Catalina; como afrocolombiana y a afirmar y existen así mismo las comisiones consultivas departamentales, conformadas por miembros de su participación en el Estado, por organizaciones sociales de cada departamento medio del reconocimiento como (Agudelo 2005, 188). minoría étnica. Este recorrido a través de las discusiones sobre aceptar o rechazar una identidad de corte étnico nos permite ver que han escindido o creado una fractura entre los pobladores de las islas, incluso entre la misma población raizal. Es destacable que estas diferencias no se manifiestan solamente en la adscripción a las organizaciones, en los discursos étnicos y políticos y en las relaciones de poder. El desacuerdo ha provocado choques y divergencias entre diferentes sectores de la población, y se traduce en la manera como se piensa la relación con el Estado colombiano, pero sobre todo con los migrantes continentales y sus hijos que hoy habitan el archipiélago. Así, observamos cómo el reconocimiento etnicista consignado en la Constitución de 1991 también profundizó las diferencias y conflictos entre la población raizal y la de origen continental.
CONSIDERACIONES FINALES: EL CERRAMIENTO ÉTNICO VS. UNA HISTORIA DE INTERCAMBIO
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l archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina es uno de los ejemplos vivos de un lugar fronterizo por excelencia, porque es un territorio de fronteras geográficas e identitarias en el que se proponen diálogos entre lógicas de intercambio y mestizaje, y también dinámicas propias de los procesos de
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etnización que deben asumir las poblaciones negras en América Latina en el contexto posterior al giro multicultural. A propósito de la tensión entre el etnicismo del giro multicultural y los fenómenos de mestizaje e intercambios propios del Caribe, vale la pena hacer algunas consideraciones. A la vez que el reconocimiento etnicista produce una explosión de organizaciones y movimientos sociales que defienden la identidad y los derechos de las poblaciones reconocidas, también surge una fuerte producción discursiva con relación a la reafirmación y producción de identidades de corte étnico, sustentada en la búsqueda de muchas poblaciones por acceder a los derechos y ventajas que ofrece el reconocimiento constitucional. Pero en el proceso de reivindicación de la diferencia, ligado al reconocimiento de derechos especiales, también está presente la competencia entre grupos étnicos y grupos y organizaciones sociales por el acceso a los recursos económicos y a los canales de interlocución política con el Gobierno central, y por la titulación de territorios. Como consecuencia, encontramos múl13 Algunos trabajos que pueden dar luces sobre tiples conflictos y fracturas, en el surgimiento de conflictos entre grupos sociales el archipiélago y en numerosos son el de la antropóloga Margarita Chaves (1998) en la Amazonia occidental colombiana, sobre el lugares del territorio nacional13. enfrentamiento entre indígenas y campesinos, y Hoy en día puede decirse que el del sociólogo Jhon Jairo Rincón (2008), en el departamento del Cauca, acerca del enfrentaen el archipiélago se respira otro miento entre indígenas y campesinos. aire, un aire que se ha hecho más pesado, más tenso, un cambio potencializado por el reconocimiento que la Constitución de 1991 hizo de la población nativa del archipiélago, en medio de un contexto de recesión económica que ha desatado una crisis social de grandes proporciones. En este panorama donde se construye una frontera étnica, podríamos decir que la etnización de la población isleña-raizal oculta la existencia de una matriz híbrida, que es propia del mundo Caribe debido a la multiplicidad de referentes identitarios que van más allá de los límites étnicos (Losonczy 2002, 2007). Para la población isleña-raizal, el reconocimiento de base etnicista se muestra como punto de inflexión para consolidar una identidad basada en un único origen, que va en contravía de una identidad constituida a través de intercambios; ese reconocimiento ha producido conflictos dentro de esta población, y con otras de las que también habitan el archipiélago. Aquí vale la pena mencionar que estamos en mora de darle un lugar a la población de origen continental asentada en el archipiélago, y aún más si observamos
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que las relaciones ya establecidas entre dicha población y la isleña-raizal están reconfigurando el escenario identitario de esta región insular. Actualmente, los hijos de uniones interétnicas, conocidos como fifty-fiftys o miti-mitis, y los hijos de migrantes, que nacieron en el archipiélago y que no responden a la frontera establecida entre pañas y raizales, reclaman un lugar en su espacio social y territorial. Como mencioné antes, la lógica de la etnización, además de su impacto sobre las poblaciones, ha tenido efecto sobre la investigación académica. Después de la década de los noventa asistimos a una proliferación de estudios sobre las “minorías étnicas”, sus dinámicas y problemáticas. Sin embargo, respecto del archipiélago de San Andrés, donde se encuentran el mundo anglófono con el hispanófono y el protestante con el católico en un pequeño territorio de 25 km2, surgen muchas preguntas de tipo analítico: ¿cómo leer estos procesos de intercambio y mestizaje, que son fundamentales para entender la configuración de las identidades, en un contexto de frontera? Y, más allá, ¿cómo construir un marco de análisis que permita comparar la hibridez caribeña, en un contexto de etnización de las políticas estatales, para asumir la diferencia? Las fisuras que aparecen entonces en el discurso multicultural se encuentran en diferentes niveles: por un lado, los reconocimientos y la autonomía son más discursivos que efectivos, y se encuentran fuertemente limitados por políticas económicas agenciadas por los nuevos Estados neoliberales. Por otro lado, el reconocimiento tiene lugar según un modelo etnicista, en el que solamente las poblaciones que se ajustan a los criterios de cultura, lengua y territorio propios son reconocidas, mientras que son excluidas las que no lo hacen. En el archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, al establecerse límites entre quienes son reconocidos (raizales) y quienes no (pañas o continentales), se ha desatado un profundo conflicto que atenta contra ciertos principios de convivencia que históricamente se han observado en este territorio. Podríamos plantear que la ruptura etnicista ha contribuido a borrar una historia híbrida y de intercambios, y que, en medio de un panorama de crisis social, ha comenzado a minar la convivencia que perduró por muchos años en las islas, hasta el punto de haber desatado ya situaciones de violencia. En medio de la
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circunstancia del conflicto se hace importante dirigir la atención a las estrategias que han permitido el intercambio y la cohabitación de grupos distintos sin anularse mutuamente. Estas formaciones sociales, comunes en el Caribe, surgen también en el archipiélago, de modo que las reivindicaciones comunitarias y étnicas, que engendran diferencias, son atenuadas por las uniones interétnicas, que si bien no son una solución a la problemática étnica y racial, sí permiten la convivencia entre diferentes grupos (Avella 2001, 12). Al respecto, los hijos de las uniones interétnicas juegan un rol fundamental en el escenario de las islas, pues atenúan notablemente el conflicto (García 2010). Teniendo en cuenta la experiencia colonial y la diversidad comunes a los territorios adscritos al Gran Caribe, podríamos afirmar entonces que las identidades de estas poblaciones son ambiguas en sí mismas, y no responden a un origen único y primordial, sino a diversas memorias que deben conciliarse en pos de un imaginario común. En contraste con una memoria común que nos propone la caribeanidad como estrategia para conciliar los orígenes diversos, el reconocimiento multicultural de base etnicista obliga a ciertos grupos a reconstruir su identidad a partir de la definición del esencialismo y del encerramiento étnico. Así, de los intercambios, el mestizaje y el sincretismo históricos, actualmente pasamos a una tendencia que divide y delimita, y hace que grupos que antes se mezclaban comiencen a actuar de manera excluyente y que se segreguen unos a otros.
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Recibido: 28 de enero de 2011 Aprobado: 10. de agosto de 2011
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DOS PARADOJAS DEL MULTICULTURALISMO COLOMBIANO: la espacialización de la diferencia indígena y su aislamiento político DIANA BOCAREJO PROFESORA DE LA ESCUELA DE CIENCIAS HUMANAS DE LA
UNIVERSIDAD DEL ROSARIO
[email protected]
Resumen
L
a práctica del multiculturalismo en Colombia se ejerce en el contexto de complejas disputas y reclamos provenientes de diferentes actores sociales, beneficiarios o no de derechos diferenciales. En este artículo se estudian dos paradojas de los arreglos políticos del multiculturalismo en Colombia, relacionadas con la forma como se espacializa la diferencia indígena; y con ellas, se examinan sus implicaciones políticas. La primera paradoja es la forma como se juzga quién es o no un sujeto indígena legal, utilizando como una de las características predominantes el que un indígena viva en “su” resguardo rural. La segunda paradoja es el aislamiento político que se ha configurado entre indígenas y campesinos. De esta forma, se pretende demostrar la relevancia de estudiar no solo las políticas culturales, sino también la cultura política que posibilita y construye el multiculturalismo. PALABRAS CLAVE: multiculturalismo, espacialización de la diferencia, efectos políticos de los derechos minoritarios.
TWO PARADOXES OF COLOMBIAN MULTICULTURALISM: THE SPATIALIZATION OF INDIGENOUS DIFFERENCE AND ITS POLITICAL ISOLATION Abstract
T
he practice of multiculturalism in Colombia is exercised within complex disputes and claims arising among many social actors, beneficiaries or not of differential rights. This article addresses two paradoxes of the political arrangements of multiculturalism in Colombia related to the spatialization of indigenous difference and its political implications. The first one refers to the way in which a legal indigenous subject is shaped, using the fact that an indigenous person lives in “his/her” rural reservation as one of the main features. The second paradox is the political isolation that has taken shape between indigenous peoples and peasants. In this way, I try to prove the importance of studying not only the cultural policies, but also the political culture which enables and builds multiculturalism. KEY WORDS: multiculturalism, spatialization of difference, political effects of minority rights. Revista Colombiana de Antropología Volumen 47 (2), julio-diciembre 2011, pp. 97-121
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Diana Bocarejo Dos paradojas del multiculturalismo colombiano: la espacialización de la diferencia indígena y su aislamiento político
INTRODUCCIÓN
E
l multiculturalismo es una de las ilusiones políticas más difundidas en el seno de las democracias liberales contemporáneas. Gran parte de la ilusión multicultural radica en consolidar una cultura política que promulgue ideales de tolerancia, convivencia e igualdad entre los ciudadanos de un Estado-nación. Sin embargo, la práctica política del multiculturalismo produce y reproduce un sinnúmero de paradojas. De manera general, estas paradojas tienen un mismo origen: aunque los arreglos legales del multiculturalismo pretendan cambiar las prácticas que históricamente han marginado a ciertas comunidades, en muchas ocasiones estos ideales son una forma de racionalidad política que silencia, perpetúa y oculta los complejos contextos de poder político en los cuales se desarrolla. Las diversas complejidades que surgen de la práctica del multiculturalismo han sido objeto de gran atención académica y política en el mundo. Algunos de estos trabajos analizan las complejas articulaciones legales de los arreglos multiculturales y las consecuencias políticas de su racionalidad legal (Comaroff y Comaroff 2003; Jackson y Ramírez 2009), la forma como el multiculturalismo construye significados identitarios fijos y cómo estos se imponen y disputan (Povinelli 2002; Ramos 1994; Segato 2007), y la relación entre el desarrollo de derechos diferenciales y la consolidación del neoliberalismo (Comaroff y Comaroff 2009; Hale 2002), entre otros temas. Sin embargo, los conflictos que surgen de la aplicación de las políticas multiculturales han sido poco estudiados en Colombia, o en varios casos vetados, ya que para muchos académicos y activistas analizarlos puede desvirtuar las luchas y el trabajo de los diversos actores involucrados, sean estos abogados, intelectuales o movimientos sociales indígenas o afrocolombianos. Bajo el manto de este silencio acordado se ha dejado de estudiar la manera en que el ejercicio de los arreglos legales dirigidos a las minorías étnicas interactúa, subvierte o reproduce sistemas de subordinación social. A pesar de esta tendencia, existe un corpus creciente de literatura académica colombiana, en especial proveniente de la antropología, que se ha interesado en estudiar etnográficamente la experiencia de una gran variedad de problemas asociados con la puesta en marcha de las políticas multiculturales en Colombia (Caicedo 2009; Chaves 2005; Chaves
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y Zambrano 2006; Del Cairo 2001, 2010; Jackson y Ramírez 2009; Jaramillo 2010; Restrepo 2008; Valencia 2011). Este artículo busca contribuir a esta literatura con una aproximación analítica que se preocupe por entender las diferentes formas de articulación política del multiculturalismo en Colombia. En particular, me refiero a un análisis que dé cuenta de la manera en que el multiculturalismo se ejerce en medio de complejas disputas y reclamos provenientes de diferentes actores sociales, tanto beneficiarios como no beneficiarios de derechos diferenciales. El concepto de articulación lo retomo de los trabajos de Mouffe y de Laclau (Mouffe 2000; Mouffe y Laclau 1985, ), y de otros autores que buscan aproximarse a la construcción contingente y dinámica de los sujetos políticos, en este caso de aquellos denominados grupos étnicos, y al contexto en el cual sus reclamos llegan a articularse o desarticularse con una gran variedad de otros grupos sociales. Los casos de estudio que presento en este artículo hacen parte de una investigación más extensa, que estudia etnográficamente una serie de paradojas y conflictos resultantes de la puesta en marcha de las políticas públicas multiculturales en Colombia. La primera crítica que retomo analiza la forma como un ideal de lugar indígena se convierte en una de las características para juzgar quién es o no un sujeto indígena legal en Colombia. De esta manera, el reconocimiento del “otro” indígena exige, o por lo menos prefiere, que ese otro viva en un espacio rural, ojalá sea este un resguardo, pues se considera como su lugar tradicional. Esta relación ha construido un excepcionalismo espacial de los derechos minoritarios que limita el acceso de muchos indígenas a las políticas públicas multiculturales por no responder al imaginario de lo que “debe ser” un sujeto indígena. Son muchos los escenarios en los que se podría estudiar dicha problemática, pero en esta ocasión escojo esbozar algunas de las disputas presentes en las sentencias de la Corte Constitucional y estudiar el caso de los indígenas urbanos de Bogotá, para mostrar algunas de las paradojas que surgen del encerramiento y la espacialización de la diferencia indígena en Colombia. En la segunda parte del artículo presento otra crítica del multiculturalismo colombiano, que surge también de la forma como se espacializa la diferencia indígena y se construyen fronteras discursivas, en este caso, entre indígenas y campesinos. Se trata de fronteras tanto espaciales como políticas que en ocasiones
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propician un aislamiento político de comunidades que comparten un gran número de problemas sociales. Para proponer este debate mostraré algunos resultados de una etnografía más extensa realizada en siete poblaciones de frontera de indígenas arhuacos y campesinos, y llamaré la atención sobre algunas de las nuevas paradojas que subyacen en la construcción de los llamados pueblos talanquera de la Sierra Nevada de Santa Marta.
LOS
LUGARES DEL
“OTRO”
INDÍGENA
E
l multiculturalismo no es el reconocimiento de las múltiples formas de diversidad presentes en las sociedades contemporáneas, sino el reconocimiento político de algunas de estas formas de diferencia en los marcos legales y normativos. Como afirma Stuart Hall, el multiculturalismo se refiere “a las estrategias y políticas adoptadas para gobernar o administrar los problemas de la diversidad y la multiplicidad en las que se ven envueltas las sociedades multiculturales” (2010, 583). En el caso colombiano, los derechos minoritarios vigentes hoy en día se consolidaron en la Constitución de 1991, aunque muchos de esos derechos hacen parte de una genealogía del manejo de la diferencia cultural que inició mucho tiempo atrás. En el seno de la Asamblea Nacional Constituyente, los derechos de los grupos étnicos fueron negociados en el marco de una gran variedad de reclamos que abogaron por el reconocimiento del “pluralismo” colombiano. La noción de pluralismo incluyó una gran variedad de temas, como género, grupos étnicos, minorías políticas, regiones, geografía, religión y cultura. Paradójicamente, en muchos contextos locales colombianos, lograr una articulación política entre los movimientos sociales étnicos y otros tipos de reclamos motivados por la subordinación social es una labor política casi impensable. Sobre tal desarticulación política volveré en la segunda parte de este artículo. Uno de los poderes más explícitos de la política multicultural en Colombia, y en general en el mundo, radica en definir o redefinir aquellos sujetos que se consideran como los otros de la nación, o mejor aún, aquellos que construyen su pluralidad. El reconocimiento de los grupos étnicos tuvo y sigue teniendo como premisa la supervivencia de unas culturas que se piensan como autóctonas, y es precisamente esa diferencia la que se busca valorar
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en el multiculturalismo colombiano. Los grupos reconocidos, que incluyen hoy en día indígenas, comunidades negras, raizales y rom, han tenido que librar arduas batallas para conseguir tal reconocimiento. El ser un sujeto étnico no es un proceso de autodefinición, como se supone que es el criterio utilizado en el censo colombiano. Por el contrario, los criterios utilizados han sido, por decir lo menos, ambiguos y cambiantes, dependiendo de los funcionarios de la Dirección de Etnias, quienes deben reconocer oficialmente a las comunidades como étnicas, y en ocasiones de muchos otros funcionarios de entidades públicas que se toman la tarea de juzgar quiénes pueden o no acceder a las políticas étnicas. En esta sección deseo analizar la manera en que se ha creado una estrecha relación entre etnicidad y lugar, como una de las características que comúnmente se utilizan para dictaminar sobre la pertenencia de un individuo a una etnia indígena. Esta noción de lugar no responde al desarrollo de una gran variedad de estudios de diversos geógrafos y analistas sociales, que han buscado consolidar una perspectiva social del espacio: las relaciones entre los hombres y su entorno ambiental, la variedad de significados que se le atribuyen a dicha relación y diferenciación (hombre-naturaleza), la experiencia cotidiana y las diversas relaciones de poder que se construyen y reflejan en un espacio determinado (Escobar 2005; Moore, Pandian y Kosek 2003). El dinamismo de las nuevas propuestas sobre el lugar no ha surtido efecto alguno en los imaginarios de las políticas multiculturales en Colombia, que siguen utilizando, en su gran mayoría, nociones estáticas y homogéneas sobre el significado y las prácticas de los grupos étnicos en el que se denomina su territorio tradicional. Con el propósito de analizar las correspondencias que se han construido entre ser un indígena y vivir en “su” resguardo, presento algunos de los resultados más relevantes de una serie de investigaciones más amplias que he venido realizando sobre dos objetos de estudio: i) las disputas sobre la construcción del sujeto indígena en los fallos de la Corte Constitucional, y ii) los reclamos de indígenas que habitan en contextos urbanos por ser reconocidos legalmente como minorías étnicas, sin importar que vivan lejos de sus resguardos (Bocarejo 2011). Muchos ciudadanos colombianos utilizan las herramientas jurídicas de la tutela y las demandas sobre constitucionalidad para definir quiénes pueden acceder a los derechos multiculturales. Estas herramientas se han convertido en poderosas tecnologías
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de formación de alteridad, es decir, formas de “generar otredad concebida por la imaginación de las elites e incorporada como forma de vida a través de narrativas maestras endosadas y propagadas por el Estado, por las artes, por la cultura de todos los componentes de la nación” (Segato 2007, 29). Estas formaciones de alteridad son construcciones que parten de contextos sociohistóricos particulares, como afirma Trouillot, y de esta forma, según argumenta Briones (2005), no solo producen categorías y criterios de “identificación/clasificación y pertenencia”, sino que también regulan “condiciones de existencia diferenciales para los distintos tipos de otros internos”. En las sentencias de la Corte Constitucional se puede estudiar la manera como se realiza una construcción simultánea de tipologías (el otro étnico) y de topologías indígenas (la localización de ese otro). De manera general, la relación entre etnicidad indígena y lugar se basa en un isomorfismo espacial, y es comúnmente utilizada por las ciencias sociales, especialmente por la antropología (Gupta y Ferguson 1992), en la cual cada grupo social tiene su lugar y cada lugar tiene su grupo social. La Corte, al igual que los expertos e indígenas involucrados en los fallos, reconocen la necesidad del territorio para la supervivencia de la diferencia cultural; “como lo ha dicho esta Corporación el derecho de propiedad colectiva sobre los territorios indígenas reviste la mayor importancia dentro del esquema constitucional, pues resulta ser esencial para la preservación de las culturas y valores espirituales de los pueblos que dentro de ellos se han asentado durante siglos” (Colombia, Corte Constitucional, Sentencia C-180 de 2005). La territorialidad indígena se eleva entonces a derecho fundamental, asociación que se construye en gran medida a partir de una noción de cultura estática, autocontenida, finita y natural (Bocarejo 2008; Vera 2006). La definición legal de una jurisdicción territorial étnica (resguardos indígenas y territorios colectivos) no solo se ha convertido en un marcador de etnicidad, sino en una característica que puede utilizarse parar crear gradaciones de indigeneidad, es decir, definiciones de quién es más o menos étnico. De esta forma, aquellos sujetos étnicos que viven en “su territorio” han sido considerados como más indígenas, siguiendo el precepto de la Corte que dicta que “a mayor cultura, mayor autonomía” (Cepeda 2004). Esta asociación ha sustentado el excepcionalismo espacial del multiculturalismo, en otras palabras, el encerramiento de los
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derechos diferenciales. Uno de los casos más claros en el tema fue el de la tutela interpuesta por el indígena Alfonso Capera, con el propósito de revocar el artículo 27 de la Ley 48 de 1993, que establece que los miembros de las comunidades indígenas que “residan dentro de su territorio y conserven su integridad cultural, social y económica” estarán exentos del servicio militar obligatorio. Capera consideró que “esta obligación impuesta a los indígenas para eximirse del servicio militar es casi una pena confinatoria, que nos reduce a ‘ghetos’” (Colombia, Corte Constitucional, Sentencia C-058 de 1994, m. p.: Eduardo Cifuentes Muñoz). A pesar de estas acusaciones en contra de la espacialización de la diferencia cultural y de los derechos multiculturales, la Corte consideró que “para estos solos efectos del servicio militar se protege no al indígena individualmente considerado sino al indígena en un contexto territorial y de identidad determinado”. El mensaje final, como argumentó la Corte, es que “la norma es un estímulo para que el indígena continúe perpetuando su especie y su cultura […] la finalidad de la misma es la de proteger al grupo indígena como tal, y por ende proteger a los indígenas que vivan con los indígenas y como los indígenas” (Colombia, Corte Constitucional, Sentencia C-058 de 1994, m.p.: Eduardo Cifuentes). Esta espacialización de los derechos ha cambiado de manera tal que en fallos posteriores la Corte ha reconocido que “el derecho a la identidad cultural de los pueblos indígenas es un derecho que se proyecta más allá del lugar donde está ubicada la respectiva comunidad […] concluir que la identidad cultural sólo se puede expresar en un determinado y único lugar del territorio equivaldría a establecer políticas de segregación y de separación” (Colombia, Corte Constitucional, Sentencia T-778 de 2005, m. p.: Manuel José Cepeda, Jaime Córdoba Triviño y Rodrigo Escobar Gil). En otro fallo, del año 2009, que retomó el problema de la exención del servicio militar, la Corte también consideró que “no hay una relación absoluta e indispensable entre el factor territorial y la conservación de la cultura. El hecho de no residir en el territorio de la comunidad indígena no implica necesariamente, como lo indicó la Sala Plena de la Corte, la pérdida de los elementos distintivos del grupo étnico. El factor territorial no es, por tanto, condición necesaria para la pertenencia de la persona a una comunidad indígena” (Colombia, Corte Constitucional, Sentencia T-113 de 2009, m. p.: Clara Elena Reales Gutiérrez, Jaime Córdoba Triviño y Martha Victoria Sáchica Méndez).
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Paradójicamente, esta moderación del requisito territorial para acceder a la exención del servicio militar no implicó un cambio en el significado de la relación entre etnicidad y territorio, pues la Corte en el mismo fallo expresó que “el requisito de permanencia en el territorio debe interpretarse ‘ampliamente’ no ‘restrictivamente’; por lo cual se debe entender, por ejemplo, que la restricción no incluye los pueblos nómadas, que no tienen un lugar de asiento fijo, o aquellos pueblos que han sido forzados a abandonar sus territorios tradicionales”. El movimiento de los grupos indígenas se sigue considerando como una patología, y el resguardo o el ámbito territorial rural, como único territorio de significación cultural para los indígenas. Son muchos los casos que dan luz sobre la forma en que la Corte Constitucional ha construido la relación entre ser un sujeto indígena y vivir en un territorio indígena (Bocarejo 2008). No pretendo ahondar en las complejidades de esta relación en la jurisprudencia de la Corte Constitucional, sino presentar brevemente el caso de los indígenas urbanos en Bogotá, quienes, al igual que los actores de muchas de las disputas que se evidencian en los fallos del tribunal, han debatido abiertamente el imaginario espacial de la etnicidad en Colombia. Me interesa en particular el caso de los indígenas que viven en Bogotá, que han sido reconocidos como cabildos urbanos y que no reclaman un vínculo prehispánico con este territorio: los kichwas del Ecuador, los ambiká-pijaos del departamento del Tolima y los ingas del departamento del Putumayo. La literatura sobre el multiculturalismo se ha preocupado muy poco por analizar este fenómeno, y la implicación de tal desconocimiento es el silenciamiento del desplazamiento indígena motivado tanto por el contexto de violencia del país como por razones de trabajo y personales de muchos de ellos. De esta manera, la presencia étnica en contextos urbanos se piensa como una “patología” que no responde a la relación ideal entre un grupo étnico y “su” territorio. De hecho, la Dirección de Etnias ha sido reticente en otorgar reconocimiento a grupos indígenas urbanos, argumentando que: La disposición de la Dirección ha sido siempre la de no avalar la conformación de comunidades indígenas urbanas; se considera que no es posible la persistencia de una comunidad indígena como la define la ley en un ambiente urbano, ya que se modifican sustancialmente las relaciones sociales, las relaciones de producción, las relacio-
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nes comerciales, las relaciones con la tierra; y los rasgos culturales, los usos, costumbres, conocimientos y saberes tradicionales se van perdiendo o modificando, viéndose reemplazados por aquellos de la sociedad mayoritaria. La prioridad de atención del Estado deben ser las comunidades que aún mantienen un importante patrimonio y legado cultural, y no dirigirse a aquellas que lo han perdido acogiendo la cultura mayoritaria; así mismo deben beneficiarse las comunidades más apartadas y con menores posibilidades o facilidades de tener acceso a la atención del Estado. (Colombia, Ministerio del Interior y de Justicia, Dirección de Etnias 2005)
Los procesos de reconocimiento de cabildos urbanos en Bogotá no representan solamente una disputa abierta contra el imaginario sobre lo que debe ser y dónde debe vivir un sujeto indígena, sino una nueva forma de negociar y acceder a las políticas multiculturales sin recurrir al ímpetu de la ley y de las cortes. Las negociaciones de los cabildos urbanos se han realizado directamente con la Alcaldía, y el alcalde Luis Eduardo Garzón (2004-2007), del Polo Democrático, se convirtió en una figura clave para la apertura política de los grupos étnicos en Bogotá. Este reconocimiento de los indígenas se articuló con el programa político de Garzón, que promulgaba una “Bogotá plural y tolerante”, una Bogotá como “lugar para la diversidad”, un lugar donde “no hay discriminación por la orientación sexual, de género, regional, o identidad étnica” (Bogotá, Alcaldía Mayor 2004). Esta coyuntura política fue de gran relevancia para algunas decisiones respecto de los indígenas que se tomaron en el año 2005, en especial gracias al trabajo político realizado por dos mujeres pertenecientes al grupo indígena arhuaco, quienes impulsaron el reconocimiento de los ambiká-pijaos y de los kichwas como cabildos urbanos. Una de ellas fue Luz Helena Izquierdo, entonces directora de la Dirección de Etnias del Ministerio del Interior, quien otorgó la resolución de reconocimiento de esos cabildos. La segunda fue Ati Quigua, hija de la anterior, quien era concejala de Bogotá. Aunque fue destituida por no tener la edad necesaria para desempeñarse en el cargo, fue una figura crucial durante ese periodo por su cercanía con la alcaldía de Garzón. Lo interesante de estos nuevos cabildos es la forma como han logrado crear nuevas alianzas y articulaciones políticas con la Alcaldía de la ciudad y, de manera general, con diversos grupos de jóvenes, artistas y organizaciones medioambientales de Bogotá. Estos vínculos se enmarcan en demandas que buscan crear
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políticas de discriminación positiva por medio de las cuales los grupos étnicos puedan acceder a servicios y programas de salud, educación y alimentación. Otro aspecto esencial de esta “nueva” tendencia es que el lenguaje de la ley no se moviliza con la misma fuerza, no se utilizan cortes ni relaciones con organizaciones de abogados, sino alianzas con partidos políticos y sectores jóvenes de la ciudad. Finalmente, una de las lecciones más importantes de los cabildos urbanos es su constante lucha por construir su lugar en la ciudad, por imaginar nuevas formas de espacialidad indígena que no conlleven la creación de un resguardo rural. Son muchos los lugares que se imaginan los grupos étnicos, y por ahora coexisten diversos proyectos, como la creación de nuevas malocas en la ciudad, la adquisición de fincas aledañas a esta, la compra de casas para las sedes políticas de los cabildos y para otras iniciativas, como los jardines escolares indígenas, la conformación de barrios indígenas y hasta la construcción de un centro comercial indígena en la ciudad. Estas nuevas formas de espacialización de la diferencia disputan abiertamente con una única versión de los espacios indígenas y de sus significados, promulgada en forma explícita en el ejercicio de los arreglos multiculturales en Colombia. La disputa por consolidar nuevas formas de espacialidad indígena en la ciudad no deja de estar mediada por los imaginarios de indígenas prístinos y conocedores de la naturaleza. Como Chaves y Zambrano (2006, 18) afirman, muchos de los grupos que en Colombia buscan reconocimiento oficial han utilizado estrategias esencializantes que se asemejan a las que fueron impuestas por el Estado colombiano. De esta forma, gran parte de la articulación social indígena urbana es todavía mediada por una única valoración de lo indígena, con nociones prístinas y ancestrales que enfatizan, verbigracia, la importancia de otras prácticas religiosas y medicinales. Es por esto que Sánchez (2008) estudia, por ejemplo, cómo indígenas que habitan en las ciudades han conseguido promover alianzas interétnicas e idear nuevas formas de sustento a través de la creación de malocas. Así mismo, Caicedo (2009) estudia cómo se configuran nuevas relaciones entre indígenas y no indígenas en las ciudades, con la conformación de nuevos escenarios de consumo de sustancias rituales y con la aparición de nuevas formas de chamanismo
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urbano. Queda por verse, entonces, qué tantos de los lugares imaginados por los indígenas de las ciudades podrán consolidarse, y hasta qué punto lograrán o no crear un nuevo imaginario de lo que significa ser un indígena y de su lugar físico y simbólico en la construcción de una ciudadanía urbana. Los principios legales del multiculturalismo configuran una versión normativa de lo que “debe ser” el lugar de un sujeto étnico reconocido por el Estado. Aunque este imaginario predomina dentro y fuera de los círculos legales, existen diversos actores que controvierten las correspondencias ideales entre un grupo étnico y “su lugar”. Como he mostrado en este apartado, la fuerte espacialización de la diferencia en Colombia se ha disputado por medio de demandas legales, y de este modo la Corte Constitucional ha sido un actor fundamental para definir y redefinir tanto tipologías como topologías étnicas. Estas disputas, por lo general, han pasado desapercibidas por el público, quizás como resultado de lo que Mouffe (2000) caracteriza como la ilusión liberal de pensar el pluralismo sin antagonismo y conflicto. El multiculturalismo, entendido como un arreglo político, no puede considerarse como una política que resuelve el pluralismo espacialmente, al tiempo que suprime el conflicto que nace de los diversos usos, significados y proyecciones de lugar de los diferentes actores involucrados (no solo grupos étnicos reconocidos, sino también grupos campesinos, religiosos y económicos). Siguiendo las reflexiones de David Harvey (2001, 285) sobre los efectos políticos de las diferentes formas de espacialización de los grupos humanos, considero que la correspondencia discursiva entre un sujeto étnico y “su lugar”, que ha creado el multiculturalismo, y en particular su práctica legal, ha tendido a congelar estructuras geográficas de lugares y normas para siempre, y ha causado un efecto político disfuncional y opresivo. Parte de esta disfuncionalidad radica en la creación de ideales estáticos en la relación entre los grupos étnicos y sus lugares, y se expresa también en las desarticulaciones políticas que se han configurado en las últimas décadas en Colombia.
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DESENCUENTROS Y AISLAMIENTOS POLÍTICOS: INDÍGENAS Y CAMPESINOS SIERRA NEVADA DE SANTA MARTA
EN LA
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a racionalidad política del multiculturalismo utiliza la ley como principal instrumento para definir, aplicar y, en muchos casos, hasta medir sus propios efectos. Entendiendo esa racionalidad como la “maquinaria intelectual que convierte la realidad pensable de tal manera que la pueda hacer calculable y gobernable” (Inda 2005, 7), la legalidad, como instrumento de manejo del multiculturalismo, define quiénes pueden acceder al reconocimiento étnico, qué características se busca “resguardar” y de qué manera se busca rearticular la posición social de aquellos que son beneficiarios de derechos diferenciales. La centralidad del derecho en el seno de la práctica del multiculturalismo ha definido una manera particular de hacer política, centrada en los litigios estratégicos, en la interpretación y el seguimiento de los lineamientos constitucionales y, claro está, en el uso de la Corte Constitucional. Diversos autores han estudiado las múltiples alianzas de las organizaciones indígenas a nivel nacional y a nivel transnacional dentro de los marcos legales del derecho internacional (Santamaría 2008; Santos y Rodríguez 2007). Incluso, autores como Boaventura de Sousa Santos (2001) han llegado a argumentar que “la transnacionalización de las luchas de los pueblos indígenas representa una de las formas más importantes de lo que designamos como globalismo contrahegemónico, una globalización anticapitalista promovida por grupos sociales subalternos […]” (201). Sin embargo, son muy pocos los estudios que analizan los contextos políticos locales en los cuales se ejecutan las políticas multiculturales y la forma como estas se articulan o desarticulan con otras demandas a nivel local. Considero que sin este nivel de análisis no podemos llegar a proponer juicios sobre la capacidad emancipadora de los arreglos legales constitucionales, ni entender cómo estos se organizan en el marco de diversas esferas de autoridad (legal e ilegal) que regulan y definen su alcance. En esta sección presento uno de los casos más desalentadores de la práctica legal del multiculturalismo en Colombia: la desarticulación política entre indígenas y campesinos en la Sierra Nevada de Santa Marta. Este no es el único caso en Colombia ni en otros contextos mundiales, pero aquí expongo mi argumento en relación
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con este tema. El punto de entrada de dicha desarticulación es la reestructuración de la tenencia y del uso de la tierra entre las comunidades indígenas y campesinas que habitan hoy en día en la Sierra. La problemática alrededor de la tenencia de la tierra por parte de indígenas y de campesinos en la Sierra Nevada es compleja e incluye temas como las disputas territoriales entre el Estado y los grupos al margen de la ley; los intereses de gremios económicos y megaproyectos en el área; las diversas fuentes de financiación utilizadas por ambas comunidades para la compra de tierras; la delimitación de áreas consideradas como tradicionales por los indígenas; el manejo de las transferencias indígenas por parte del gobierno local; y la exención del pago de impuestos prediales para áreas de resguardo, entre otros (ver más en Bocarejo 2009). La complejidad de este escenario y las disputas por adquirir tierra y por delimitar el sentido de lo que significa el lugar de la Sierra, tanto para indígenas como para campesinos, explican algunos de los cambios en la “geometría social del poder y la significación” en la Sierra Nevada de Santa Marta (Massey 1994, 3). Esta nueva geometría social del poder se articula y consolida a través de las políticas multiculturales y de desarrollo dirigidas a la Sierra Nevada de Santa Marta. Ambas han construido y reproducido constantemente un discurso simplista de oposiciones binarias entre campesinos e indígenas, que ha llevado a que el Estado local, las ONG y los gremios económicos eviten al máximo la negociación de acuerdos políticos entre indígenas y campesinos. Con el pretexto del respeto a la diferencia cultural, las numerosas ONG que trabajan en el área con dinero de cooperación internacional deciden silenciar completamente a la población campesina, así esta viva en los mismos poblados indígenas. Pero muchas otras formas de intervención estatal y gremial en el área también han hecho su parte y han preferido en muchos casos discutir con organizaciones campesinas y evitar el diálogo con las organizaciones indígenas. Las ideas de atraso y de pereza se entremezclan abiertamente con el racismo y la discriminación de la población indígena, que el multiculturalismo tampoco ha logrado eliminar. Este discurso binario contrapone dos ideales de lugar de la Sierra, uno que promulga la conservación ambiental indígena, y otro, el desarrollo agrícola campesino. Dependiendo de los intereses de los diferentes agentes, se valora una u otra construcción, lo que simplifica las demandas y las prácticas de cada uno de estos grupos.
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De esta forma, se siguen utilizando gradaciones entre quienes tienen más o menos relación con el lugar, quienes tienen más o menos cultura, quienes están más o menos arraigados y quienes son más sedentarios, con el propósito de justificar el silenciamiento de comunidades enteras, mientras se desconocen las diferentes asociaciones culturales y sociales que tienen tanto indígenas como campesinos con su lugar de habitación. Como afirma Kosek (2006), la noción de que los sujetos se constituyen más allá de sus cuerpos y residen en un paisaje particular, no es el resultado de una relación intrínseca por el hecho de ser “nativos”, sino por el transcurrir de historias y asociaciones particulares con el lugar. Las fronteras, según lo señaló hace ya algún tiempo Barth (2000), son tanto simbólicas como reales, y en el caso de la Sierra se han construido en un contexto de violencia paramilitar, en donde el desplazamiento campesino es silenciado con el espejismo de una utopía medioambiental y multicultural. Esta es otra de las articulaciones políticas que se deben analizar para lograr entender la práctica multicultural en Colombia. En efecto, es de amplio conocimiento que la violencia propia de los enfrentamientos entre el ejército, la guerrilla y los paramilitares, y más aún la hiperestabilidad paramilitar en el área en las últimas décadas, influyen en la regulación multicultural. Al enfatizar y dirigir el posicionamiento territorial indígena con nociones ambientales, también se silencia el esfuerzo político indígena para actuar en medio de tan complejo escenario. Esta retórica se ha generalizado en muchos otros contextos en los que organizarse alrededor de la preservación de la tradición y del medioambiente es aceptable, mientras que hacerlo a través de nociones de clase social y movilización política frente a la guerra en Colombia es poco fructífero. Entonces cada grupo, indígenas y campesinos por separado, realiza sus reclamos y movilizaciones políticas desde un único lugar: tenemos así “comunidades con cultura” y otras “sin cultura”, unas que pueden hacer reclamos sobre ancestralidad y sobre apego a la tierra y otras que no, unas que pueden hacer reclamos relacionados con la clase social y la pobreza y otras que no. Esta desarticulación política no solo simplifica los problemas sociales de la Sierra Nevada y la forma como en la práctica se entrecruzan diferentes formas de subordinación social, que incluyen construcciones locales sobre racismo, clase
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social, diferencia regional y religiosa y partidismo político, sino que restringe las posibilidades de articulación política local y nacional entre indígenas y campesinos. Además de los nuevos lugares de frontera indígena y campesina creados por la compra de tierra por parte de los arhuacos en las partes bajas de la Sierra, uno de los casos más complejos e interesantes en la reconfiguración espacial de este lugar es el de la construcción de pueblos talanquera. Estos pueblos hacen parte de una política gubernamental dirigida a indígenas de la Sierra, llevada a cabo por la Agencia Presidencial para la Acción Social y la Cooperación Internacional (Acción Social). Los objetivos de esta política son: “Detener el avance colonizador hacia la parte alta de la Sierra Nevada”, “concentrar e irradiar la acción social del Estado hacia la parte alta de la Sierra Nevada de Santa Marta”, “facilitar el encuentro tradicional y cultural de los indígenas kogi, wiwa, kankuamos y arhuacos que habitan en esta zona”, “fortalecer la estrategia de consolidación territorial a través de la ampliación y saneamiento del resguardo y el acceso y manejo de los sitios sagrados” y “perpetuar la riqueza humana, cultural y ecológica de los cuatro pueblos indígenas” (Colombia, Agencia Presidencial para la Acción Social y la Cooperación Internacional 2007). En el caso de los pueblos talanquera no solo hay una relación implícita entre el medioambiente y los indígenas, sino una política ecosocial que une fines ambientales y sociales en una misma estrategia, a través de la creación de un cordón ambiental y tradicional en la Sierra Nevada de Santa Marta. Uno de los problemas de los pueblos talanquera, al igual que de otras políticas multiculturales, consiste en que diferentes instituciones estatales tienen discursos encontrados y ambiguos sobre las proyecciones territoriales de los indígenas de la Sierra. Por una parte, Pueblos Talanquera es una continuación de la política de expansión territorial indígena en la zona. Y de esta forma, las dos palabras que más se utilizan son las de ampliación y saneamiento territorial (dos palabras bastante violentas, por cierto). El problema radica en que la zona delimitada por los indígenas como su territorio en la Sierra Nevada se basa en la construcción de una noción territorial denominada línea negra, una delimitación espacial que incluye toda la Sierra Nevada de Santa Marta (partes bajas, medias y altas). Las compras de tierra realizadas por las autoridades arhuacas no se han realizado al
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borde del límite del resguardo, sino en diferentes poblaciones de las partes bajas y medias que son primordialmente campesinas. Como afirma uno de los líderes de la Confederación Indígena Tayrona: “La intención de nosotros no es que el resguardo sea un parchecito, sino que el resguardo baje hasta allá. Pero eso se va a tomar mucho tiempo y no hay afán” (entrevista personal, Santa Marta, 25 de junio de 2009). Los campesinos, por su lado, se preguntan si sus tierras están en proceso de convertirse en resguardos, o si el Gobierno “lo que busca es asentar a los indígenas en los pueblos campesinos” (entrevista personal con líderes campesinos, La Mesa, 19 de junio de 2009), pero los diferentes estamentos públicos no han adoptado una posición clara. Aunque en algunos de los acuerdos realizados entre indígenas y campesinos para la construcción de pueblos talanquera, con la intermediación de Acción Social, se reitera que no se piensa convertirlos en áreas de resguardos, muchos líderes arhuacos no lo ven de esta manera y hablan de tratar de incluir algunas áreas en zonas de ampliación, bajo la forma legal del resguardo discontinuo. Este problema se debate constantemente, y no es extraño, en muchas áreas de la Sierra, que los indígenas instalen vallas para delimitar zonas de resguardo en corregimientos campesinos. Por ejemplo, la misma organización indígena tuvo que emitir un comunicado que explicaba cómo […] el día viernes 9 de enero de 2009 un indígena arhuaco, miembro de nuestra comunidad a título personal, y no por instrucción de las autoridades, instaló una valla donde se menciona que ese territorio es resguardo arhuaco, dicho acto indispuso y alteró los ánimos de los habitantes del Corregimiento de Azúcar Buena La Mesa, por tal motivo ofrecemos formalmente disculpas a toda la comunidad campesina por este acto no autorizado, para lo cual se tomarán las medidas pertinentes [en] la comunidad.
Sin embargo, en muchos otros documentos se encuentran posiciones ambiguas al respecto, en las que Acción Social se compromete a apoyar procesos de expansión y saneamiento territorial, y los líderes indígenas constantemente abogan por ello, tomando en cuenta los límites de la línea negra. Otro problema reside en que en la construcción de los pueblos talanquera participa una gran cantidad de agentes, tanto en la compra de predios como en la financiación de las obras y dotaciones. Algunas de las instituciones que oficialmente apoyan la
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compra de predios son Resguardo Arhuaco, la Gobernación del Magdalena, Cormagdalena, Corpoguajira y la Fundación ProSierra. Entre las instituciones que financian las obras y las ejecutan y aquellas que dan dotaciones a los pueblos talanquera, se encuentran Acción Social, el Banco Agrario, el Grupo Militar de la Embajada de los Estados Unidos, la Oficina del Alto Comisionado para la Paz, el Ministerio de Protección Social, la Fundación TOMA, la Unión Europea y la Operación Prolongada de Socorro y Recuperación, entre otras. En el marco de la participación de tantos agentes estatales, campesinos e indígenas se preguntan constantemente: ¿cuál es el paisaje proyectado para el área, cuáles son las proyecciones de las partes medias y bajas de la Sierra Nevada? Por una parte, como afirma uno de los líderes arhuacos, “estamos frente a una nueva situación. No hay una política del Gobierno para el tema de tierra para indígenas, en este momento con lo único que se cuenta es con transferencias, y las transferencias son muy limitadas, para ampliar el territorio. Entonces hay que empezar a buscar, a implementar otros mecanismos” (entrevista personal con un líder de la Confederación Indígena Tayrona, Valledupar, 21 de junio de 2009). Uno de estos mecanismos es el de los pueblos talanquera. Por otra parte, como afirma uno de los líderes campesinos que vive en cercanías de uno de estos pueblos: “En mucha de esta área se entregaron tierras para desplazados y paras reinsertados, y ¿al mismo tiempo se piensa que en algún momento se conviertan en resguardo? Eso no es claro ni con los indígenas ni con nosotros” (entrevista personal con un líder campesino de La Mesa, Valledupar, 22 de junio de 2009). Es por esto que en uno de los eventos realizados con motivo de la inauguración de uno de los pueblos talanquera, el 20 de diciembre de 2008, un grupo de campesinos emitió un comunicado para pedirle al entonces presidente Álvaro Uribe claridad sobre sus políticas para la zona. Ellos afirmaron: Con gran sorpresa vemos que desconociendo la representatividad de la población civil campesina, de la noche a la mañana se nos construye un pueblo tradicional indígena, aduciendo que nos encontramos dentro de un territorio que dizque antes perteneció a ellos, cosa que nuestras escrituras, títulos y certificados de libertad y tradición, pedidos por las entidades que para tal fin tiene el estado, demuestran el origen de nuestras propiedades. (Líderes de Azúcar Buena La Mesa, carta a Álvaro Uribe Vélez, 2008)
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De esta forma, hoy en día existe una desordenada superposición de formas de legibilidad estatal, es decir, de formas como el Estado ha manejado “gradualmente a sus sujetos y a su medio ambiente”: parques nacionales, resguardos, tierras indígenas que no hacen parte del resguardo, mapas sobre zonas de ampliación avaladas por estamentos estatales, tierras entregadas a desplazados y a reinsertados, proyectos productivos para paramilitares reinsertados, entre otras. Y en este complejo marco de acción los habitantes indígenas y campesinos piden mayor claridad en las acciones del Estado colombiano. Por ejemplo, la situación no tiende a mejorar con solo dejar que unos pocos campesinos utilicen algunos de los servicios otorgados a los indígenas en los pueblos talanquera, ni con arreglar una escuela campesina que ha debido arreglarse hace décadas; hace falta crear espacios de encuentro reales, en donde se acuerden compromisos y articulaciones políticas entre comunidades que coexisten diariamente. Así pues, quiero recalcar que aunque hoy en día exista una mayor visibilización de los indígenas, persiste el círculo vicioso en el que se evita al máximo entablar negociaciones y hacer consensos entre indígenas y campesinos. Incluso corriendo el riesgo de abogar por una teoría de la “conspiración”, considero que en el caso de la Sierra persiste la célebre idea de divide y vencerás. Considero que las diversas organizaciones estatales y no estatales evitan propiciar escenarios de concertación, y si llegan a sentar juntos a indígenas y campesinos, esta consulta es más un requisito de “socialización” que de negociación. De esta forma, las políticas multiculturales, así como lo han hecho en años pasados las políticas de desarrollo, han generado imaginarios estáticos sobre los usos y las proyecciones territoriales de campesinos e indígenas.
CONCLUSIÓN
E
l análisis político del multiculturalismo en sus diversas articulaciones en complejos contextos de disputa nos permite dar luces sobre una faceta crucial de la práctica multicultural en Colombia. Esta aproximación se aleja del punto de partida tan común entre los teóricos multiculturales y sus seguidores en el mundo (ver Habermas 1994; Kymlicka 1995; Taylor y Gutmann 1994; Tully 2001), quienes estudian las premisas teóricas del liberalismo
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y analizan los códigos legales y las clasificaciones de los diferentes tipos de multiculturalismos liberales. Emprender el estudio político del multiculturalismo a partir del conflicto permite entender la manera en la que diversas esferas de autoridad regulan y definen el alcance de la ley. De esta forma, como ha debatido por décadas la antropología política y legal, las políticas públicas, en este caso las multiculturales, no pueden estudiarse como un campo aislado y autocontenido, sino como un arreglo político amplio, que se regula a partir de las prácticas de una gran variedad de agentes que no son únicamente, ni primordialmente, estatales. En este artículo quise mostrar cómo el silenciamiento del conflicto en el análisis de la práctica multicultural ha creado estigmatizaciones rígidas, que no responden a la complejidad de la práctica de las políticas multiculturales en Colombia. Los dos ejemplos que presenté dan cuenta de la manera como se disputan algunos de los imaginarios legales, así como de la fuerza que estos tienen para (re)definir las condiciones de posibilidad de la movilización política para indígenas y para campesinos. De esta forma, la configuración legal del multiculturalismo no dicta ni determina su carácter “emancipatorio” ni “transformador”. El potencial político del multiculturalismo no debe analizarse únicamente en el nivel de las políticas culturales, sino también en el de la cultura política. Es decir, no es suficiente estudiar las formas en que se utiliza la cultura como una política, también se debe entender cómo se rearticula “la construcción social peculiar de aquello que cuenta como político en toda sociedad” (Escobar, Álvarez y Dagnino 2001). La utilización de opuestos o binarios en la construcción de qué es o no étnico, quién es o no ambiental, cuál es el paisaje indígena (en contraposición con uno campesino o urbano) no ha permitido superar una política esencialista y aislacionista que se traduce de forma violenta y represiva tanto en el discurso como en la práctica. La etnicidad queda entonces atrapada en la lógica de las prebendas de las políticas culturales, y pierde así la posibilidad de facilitar una articulación política entre diversos grupos sociales, a nivel local y nacional. Para finalizar esta corta reflexión sobre la práctica multicultural en Colombia, deseo recalcar la importancia de dos aproximaciones analíticas con implicaciones teóricas y metodológicas. La primera enfatiza la necesidad de entender el multiculturalismo como una práctica política contingente cuyas concreciones
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locales, regionales y nacionales deben tomarse en cuenta para entender su significado social y su alcance político. De esta forma, coexisten una gran variedad de actores que debemos involucrar en el diseño metodológico de nuestros análisis, entre ellos se incluyen los grupos étnicos, los campesinos, los misioneros, los funcionarios públicos, las ONG y los grupos económicos, entre otros, con sus propias facciones y divisiones internas. La segunda aproximación procura, específicamente, entender cómo a partir de dichas articulaciones el multiculturalismo se ha insertado en y ha construido una cultura política particular. Considero entonces que las consecuencias inesperadas del multiculturalismo nos deben llevar a demandar un cambio en sus principios y en sus políticas, basado en un análisis serio de los dos niveles discutidos anteriormente, y en general en una reconceptualización de lo que entendemos por multi y por culturalismo. Este último punto no es un simple juego de palabras, es una reflexión fundamental en la creación de nuevas apuestas sobre la consolidación de derechos diferenciales en Colombia y también en el mundo. Al hablar del multi del multiculturalismo, aludo a una serie de trabajos que en las últimas décadas han tratado de enfatizar la falta de las condiciones sociales y políticas necesarias para el reconocimiento real de la multiculturalidad en un Estado-nación, y que han buscado nuevas terminologías para llamar la atención sobre este punto, utilizando nuevos prefijos como intra, inter o transculturalidad. Quisiera destacar la necesidad de reconceptualizar los objetivos del multiculturalismo y de abogar por una noción más incluyente y realista de las diferencias en el seno mismo de los grupos étnicos, y de la gran multiplicidad de actores que también determinan la práctica multicultural, aunque no sean beneficiarios de derechos diferenciales (campesinos, ONG, grupos religiosos y económicos, etc.). No pienso en este diálogo como una utopía política carente de antagonismos; por el contrario, lo pienso como una práctica necesaria si tenemos la más mínima intención de afianzar concesiones políticas, aunque estas no sean consensos. ¿Es esta posibilidad viable? Tal y como se ha planteado en Colombia y como se ha llevado a la práctica, creo que el mayor problema es el culturalismo del multiculturalismo. Es decir, considero que la forma en que se ha utilizado el lenguaje de cuidado, rescate y preservación de la cultura ha sido el principal enemigo de la creación de otras formas de movilización política que puedan
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generar nuevas opciones de entender, de crear significados y posibilidades de interacción política en la vida de diversos grupos sociales en Colombia. Como afirma Michel Rolph Trouillot (2003, 99), el concepto de cultura está cargado de una “agenda” esencialista y racista; “la trayectoria de la cultura es la de un concepto que se distanció a sí mismo del contexto de su práctica”. ¿Es posible que el multiculturalismo pueda escapar de esta crítica? Creo que no, y aunque no es el tema de esta reflexión ,deseo terminar argumentando que cualquier cambio o propuesta para reconfigurar el multiculturalismo en Colombia o analizar sus articulaciones políticas y sus consecuencias sociales debe partir de una reformulación del significado del culturalismo en la práctica multicultural.
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LAS
JERARQUÍAS ÉTNICAS Y LA RETÓRICA DEL
MULTICULTURALISMO ESTATAL
en San José del Guaviare CARLOS DEL CAIRO M.SC. EN ANTROPOLOGÍA, UNIVERSIDAD DE MONTREAL CANDIDATO A PH.D. EN ANTROPOLOGÍA, UNIVERSIDAD DE ARIZONA PROFESOR DEL DEPARTAMENTO DE ANTROPOLOGÍA, PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA
[email protected]
Resumen
E
ste artículo analiza las tensiones entre las jerarquías étnicas en San José del Guaviare y la valoración positiva de la diversidad cultural que introdujo la retórica del multiculturalismo estatal. En particular, describe la posición diferencial que ocupa la gente jiw, tucano y nukak de acuerdo con las jerarquías elaboradas por los “blancos” del pueblo, los tucanos y los funcionarios estatales. Las características de estas jerarquías permiten cuestionar tres reduccionismos constitutivos del multiculturalismo estatal colombiano, a saber: la presunción de la unidad en la diversidad étnica, la esencialización de la diferencia cultural y la reificación de la comunidad. El artículo destaca la importancia de analizar las percepciones sobre la diferencia cultural en procesos que van más allá de la formalidad multicultural que exaltan las instituciones estatales. PALABRAS CLAVE: multiculturalismo, etnicidad, jerarquías étnicas, Guaviare, Amazonia.
ETHNIC HIERARCHIES AND STATE MULTICULTURAL RHETORIC IN SAN JOSÉ DEL GUAVIARE Abstract
T
his article examines the tensions between the ethnic hierarchies in San José del Guaviare and the positive valuation of cultural diversity introduced by the State rhetoric of multiculturalism. Specifically, it analyzes the differential positions that the Jiw, Tucano and Nukak communities occupy according to the hierarchies conceived by “white” people in San José, the Tucano indigenous communities, and state officials. The characteristics of those hierarchies serve to discuss three reductionist moves constitutive of State multiculturalism in Colombia: the assumption of unity in ethnic diversity, the essentialization of cultural difference, and the reification of a community. The article also highlights the importance of analyzing the perceptions of cultural difference in processes that go beyond the multicultural formality exulted by official institutions. KEY WORDS: multiculturalism, ethnicity, ethnic hierarchies, Guaviare, Amazon region. Revista Colombiana de Antropología Volumen 47 (2), julio-diciembre 2011, pp. 123-149
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Carlos del Cairo Las jerarquías étnicas y la retórica del multiculturalismo estatal en San José del Guaviare
INTRODUCCIÓN1
L
ejos de estar condenadas a la uniformidad, las experiencias contemporáneas en torno a la etnicidad muestran una significativa diversidad de procesos en América Latina (De la Cadena 2007; De la Cadena y Starn 2010; Forte 2006a; Greene 2009; Gros 2010; Jackson y Warren 2005; Martínez 2006, 2009; Warren 2001; Warren y Jackson 2002). Tal diversidad obedece, entre otras razones, a la capacidad de agencia de los sectores étnicos y a las múltiples estrategias de implementación del multiculturalismo, el cual, lejos de ser un concepto unificado y monolítico, “[d]escribe una variedad de estrategias y procesos políticos que están inconclusos en todas partes” (Hall 2010, 584). Algunos hablan, por ejemplo, de multiculturalismo transformativo (Dietz 2003), liberal (Kymlicka 2007), neoliberal (Hale 2006), e incluso del posmulticulturalismo (Postero 2007). En este artículo me referiré al multiculturalismo estatal como la estrategia de intervención política sobre la definición, clasificación y tratamiento de las minorías étnicas, que, en el caso colombiano, asumió perfiles culturalistas y esencialistas para prescribir un modelo de alteridad étnica radical que actúa como rasero para el reconocimiento de derechos a las minorías. En particular, me interesa explorar los impactos 1. Agradezco los agudos comentarios y sugerencias de Diana Ojeda, Álvaro Santoyo, Felipe que en las jerarquías étnicas Cabrera y los dos evaluadores anónimos de la produce una idea tan sencilla revista. El encuentro entre los autores de este número temático de la RCA que propiciaron como poderosa del multicullos editores invitados me permitió poner en turalismo estatal: la valoración una perspectiva comparativa el argumento de positiva de la diversidad cultueste artículo. Este trabajo resume parte de los resultados de la investigación doctoral en Antroral —entendida según el modelo pología —actualmente en fase de escritura—, enunciado—. Esta idea tiene una titulada provisionalmente “Esencializando la indianidad: una etnografía comparativa sobre las intencionalidad transformativa jerarquías étnicas en la Amazonia colombiana”, profunda que no se concreta ni cuyo trabajo de campo llevé a cabo entre los opera del mismo modo en todos meses de octubre de 2009 y octubre de 2010, con el apoyo parcial del Graduate Student Tralos lugares, más aún cuando el vel Scholarship Fund, William & Nancy Sullivan Estado colombiano se caracterizó Scholarship Fund, Stanley R. Grant Scholarship hasta poco antes de 1991 por desFund, Bureau of Applied Research in Anthropology Graduate Research Award —concedido por plegar políticas integracionistas la Escuela de Antropología de la Universidad de y asimilacionistas para articular Arizona—, y del programa Russell E. Train del World Wildlife Fund, canalizado a través de la a las minorías étnicas en el proFundación Erigaie. yecto nacional (cfr. Gros 2000).
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Considerando la importancia de las aproximaciones etnográficas para dar cuenta de la multiplicidad de contingencias que enfrenta la difusión de las retóricas del multiculturalismo estatal en un contexto como el colombiano (cfr. entre otros, Chaves 2002; Chaves y Zambrano 2009; Jackson 1998; Laurent 2005; Losonczy 1997, 2006; Rappaport 2008), este artículo se ocupa de describir la posición diferencial que ocupan los segmentos de población jiw, nukak y tucano oriental2, que convergen asiduamente en San 2. Este nombre refiere a una familia lingüística que abarca alrededor de trece grupos étnicos (Correa José del Guaviare, desde tres pers- 1997), entre los que sobresalen en la región de pectivas: la de los “blancos”3 del estudio, por su peso demográfico, los tucanos propiamente dichos, los desanos, los piratapuyos pueblo, la de los tucanos y la de y los sirianos. Por razones puramente expositivas, los funcionarios públicos. Estas en adelante me referiré genéricamente a ellos jerarquías étnicas evidencian como tucanos. Esta es una categoría de autoadscripción muy una gradación de la etnicidad 3.poderosa con la que se identifica la mayoría de la de lo salvaje a lo civilizado, que gente no indígena, y que también es utilizada por pasa por lo considerado genuina- los indígenas para referirse a aquellos. Esta construcción responde en buena medida a la herencia mente étnico. Luego de exponer colonial y a la condición de frontera interna la relación entre etnicidad y que configuró a esta región; en ella se parte la supuesta superioridad cultural del colono jerarquía, el artículo describe de frente a los indígenas, y esa diferencia se marca brevemente la articulación de las destacando un rasgo fenotípico, como el color jerarquías étnicas en cada una de de piel. Utilizo esta categoría en mi análisis por ser de uso extendido en el contexto etnográfico las perspectivas mencionadas y de estudio. concluye indicando la manera en que este contexto etnográfico aporta al cuestionamiento de tres reduccionismos subyacentes al multiculturalismo estatal colombiano: la presunción de la unidad en la diversidad étnica, las percepciones esencializadas de la diferencia cultural y la reificación de las comunidades indígenas como entidades coherentes, compactas y homogéneas.
ETNICIDAD
Y JERARQUÍA
L
a jerarquía y la diferenciación son aspectos nodales de la etnicidad, ya que esta no se puede pensar por fuera de procesos históricos marcados por el disenso y las relaciones de poder entre facciones sociales (Cardoso de Oliveira 1992/2007; Comaroff y Comaroff 1992). Esta perspectiva indica la importancia de contextualizar las trayectorias, los recursos en juego y las valo-
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raciones estereotipadas sobre la diferencia cultural en contextos en los que diferentes grupos sociales recurren a rasgos diacríticos de la identidad para establecer fronteras de exclusión y esferas de pertenencia. De este modo, uno de los retos al analizar experiencias de la etnicidad consiste en identificar cómo se configuran las jerarquías étnicas en escenarios multiétnicos marcados por la asimetría, y cómo estas se reformulan cuando entran en juego nuevos discursos y recursos legales relacionados con la diferencia cultural. El multiculturalismo estatal es uno de los discursos que buscan transformar la manera en que los miembros de la sociedad nacional piensan y se relacionan con aquellos segmentos que clasifican como minorías étnicas, acudiendo a la retórica de la valoración positiva como la estrategia para disolver la exclusión histórica de la que han sido objeto, integrarlas a la ciudadanía sin imponer prerrequisitos de conversión cultural o estimular la tolerancia como pauta moral para derruir los cimientos de jerarquías que alientan múltiples formas de discriminación. Sin embargo, en escenarios como el que nos ocupa, en contra de su espíritu, la retórica multicultural no solo no disuelve las jerarquías étnicas sino que coexiste, entra en fricción y dinamiza algunas de ellas. De ese modo, la percepción de las minorías étnicas desde la óptica de la no discriminación y de la exaltación pública confronta las representaciones sociales sobre la diferencia cultural alimentadas, entre otros factores, por la historia de las relaciones interculturales y la economía política de la diferencia cultural. Las jerarquías se construyen desde diversas ópticas. En el espacio social, una comunidad indígena puede ocupar simultáneamente una posición privilegiada y otra subordinada, dependiendo de los criterios mismos de la jerarquía, los capitales, los recursos en juego y las reglas del campo étnico; y en este escenario, donde impera la lógica de la diferencia (Bourdieu 2003, 237), la pertenencia étnica opera como un marcador para la distinción social. Por lo tanto, el valor posicional de cada grupo étnico define sentidos de inclusión y exclusión que disuelven buena parte de las atribuciones genéricas de las comunidades indígenas que subyacen en las reformas multiculturales de 1991, entre las cuales se destacan su concepción como alteridades radicales —el otro-étnico del que habla Restrepo (2004)—, la indisoluble vinculación de la identidad étnica a territorios considerados como “tradicionales” (cfr. Bocarejo 2009), su ruralidad y marginalidad espacial (Sánchez 2010) y su proclividad innata
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a cuidar de la madre Tierra (Ulloa 2004). En otras palabras, así la retórica multicultural estatal proyecte conceptualmente a los indígenas como una unidad, en el terreno local las jerarquías revelan que los grupos étnicos ocupan distintas posiciones que se traducen, entre otras cosas, en el acceso diferencial a los derechos especiales asignados a las minorías culturales. Para ilustrar la configuración de las jerarquías étnicas desde la óptica de los blancos del pueblo, los tucanos y los funcionarios públicos —que obviamente no agota las múltiples maneras de pensar y clasificar la diversidad étnica regional—, es preciso comenzar por caracterizar la inserción de estos grupos en San José del Guaviare, población localizada en la ribera sur del río Guaviare, zona de transición entre la Orinoquia y la Amazonia. Allí habitan unas 35.000 personas, y se ha convertido en uno de los centros urbanos y polos de colonización más dinámicos del territorio llamado Amazonia occidental, que, además del Guaviare, abarca los departamentos de Caquetá y Putumayo (Ariza, Ramírez y Vega 1998; Domínguez 2005). En San José tienen sede las instituciones estatales, que están en manos de blancos. Estos mantienen el control político y económico del departamento, al tiempo que son la población mayoritaria4. Algunos de ellos llegaron en años recientes al Guaviare y otros, la mayor parte, son colonos o hijos de colonos que se volcaron a colonizar las tierras bajas del oriente del país, desde la época de la Violencia, a mediados del siglo pasado, o bien con la esperanza de redimirse de la pobreza participando de la economía cocalera que experimentó su primera y más significativa bonanza a mediados de la década de 1980. Mientras que 4. Los datos oficiales más recientes indican que la población total del departamento es de 101.794 muchos volvieron al interior del habitantes, de los cuales 9.450 (9,3%) son indígepaís con las manos vacías y las nas (Departamento del Guaviare, Gobernación esperanzas frustradas, algunos se del Guaviare 2009). 5. Aunque el proceso que llevó a los líderes quedaron en el Guaviare en me- guayaberos a retomar el etnónimo jiw (que, ( dio de la depresión económica que siguió a la bonanza. Sin embargo, muy pocos lograron una prosperidad económica que les permitiera consolidar fundos agrícolas y ganaderos o invertir sus capitales en el comercio local. En San José convergen asiduamente gente jiw —conocidos hasta hace poco como guayaberos5—, que vive en el resguardo de Barrancón; gente tucano, que habita en los resguardos de
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Panuré y El Refugio; y gente nukak, originalmente localizada en el resguardo Nukak, que desde mediados de la década de 2000 llega temporalmente a la 6. Durante un buen tiempo, otros grupos locales finca Aguabonita, de propiedad nukaks desplazados en San José se ubicaron en de la Alcaldía municipal, que la inmediaciones del resguardo de Barrancón. En la actualidad, en ese lugar solo permanece una utiliza como solución temporal familia nukak. al problema de habitación de los nukaks en situación de desplazamiento forzado6, o a los albergues indígenas del pueblo, cuando se trata de recibir atención médica. Datos censales recientes indican que los jiws del resguardo de Barrancón (2.500 hectáreas) suman cerca de 450 individuos (en los sectores de Capitanía, Escuela y Morichera), mientras que los tucanos de Panuré (303 hectáreas) son 312 personas y los habitantes de El Refugio (12 hectáreas más una ampliación reciente en el sector conocido como Villa Leonor, con 366 hectáreas adicionales) llegan a los 110 habitantes (Del Cairo et ál. 2010). La población nukak que llega a San José procede de las cercanías del resguardo Nukak (950.000 hectáreas), y el número de personas desplazadas ha variado mucho desde los primeros desplazamientos forzados, registrados en 2004; sin embargo, en el punto más crítico del desplazamiento hasta el momento, se contabilizaron alrededor de 190 personas en el asentamiento temporal de Aguabonita. Los resguardos de Barrancón, Panuré y El Refugio no son los únicos que están poblados por indígenas jiws o tucanos, respectivamente. Existen más resguardos titulados a nombre de estos grupos étnicos en otros lugares del municipio de San José y del departamento del Guaviare, pero la asiduidad de sus visitas a la capital se ve limitada por la lejanía de sus asentamientos y las restricciones de movilidad que impone el conflicto armado. Algo similar ocurre con otros grupos étnicos, como los curripacos, piaroas, puinaves, carijonas y sikuanis, cuyos resguardos están localizados lejos de la capital departamental. Los nukaks, en cambio, solo cuentan con el resguardo Nukak, aunque en la actualidad la mayoría de los grupos locales habita fuera de él, ya que este es escenario del conflicto armado entre los paramilitares, la guerrilla y el Ejército, y, además, de problemas ocasionados por la expansión de los cultivos de coca, las fumigaciones, la
( literalmente, significa gente) se viene gestando desde hace varios años, solamente tuvo una resonancia política de cierto alcance local con la creación, a mediados de 2010, de Naxaem, la asociación de autoridades tradicionales del pueblo jiw.
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colonización espontánea en tierras indígenas y la explotación ilegal de los recursos naturales. La vida de los tucanos, jiws y nukaks asentados en esos resguardos está indisolublemente ligada a la oferta institucional, de mercado y de servicios que encuentran en San José. En este contexto, la percepción de los blancos sobre los indígenas es muy importante, porque aquellos son la mayoría y detentan las posiciones privilegiadas de la jerarquía social regional; esa percepción afecta la inserción de los indígenas en un sistema de relaciones de poder en el que se definen, entre muchas otras cosas, la inversión de recursos públicos en los resguardos, los programas asistenciales para las comunidades indígenas y las posibilidades de empleo. Buena parte de los blancos de San José reconocen hoy a los jiws como la población originaria del lugar, identifican a los nukaks como “desplazados” y a los tucanos como indígenas migrantes del Vaupés7. Sin embargo, estas percepciones no siempre han sido las mismas; de hecho, aunque el lugar de los indígenas en los imaginarios de los blancos de la región está claramente influido por la condición histórica del Guaviare como zona de frontera, varios procesos paralelos han dinamizado esos imaginarios, como describiré a continuación.
Los blancos y lo genuinamente étnico
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urante décadas, el Guaviare fue objeto de estrategias de articulación económica y social marcadas por las economías extractivas y la colonización. 7. Varias familias de tucanos llegaron a San En ese proceso, los colonos ubi- José del Guaviare desde mediados de la décaron a los indígenas de la región cada de 1960, algunas buscando desmarcarse de la tutela de los misioneros católicos en sus en las márgenes del proyecto tierras ancestrales del Vaupés (Santoyo 2010), civilizatorio, al clasificarlos co- otras para engancharse como mano de obra la construcción de la carretera Granadamo salvajes; de esta manera, los en San José-Calamar, proyectada para facilitar colonos se convertían en civi- la exportación de caucho durante el auge de lizadores de tierras indómitas este producto en la segunda mitad del siglo XX. y en redentores, en los planos 8. Este es un proceso relativamente reciente, toda vez que San José tiene menos de cien años económico, político, espiritual de fundada y la colonización masiva de estas y cultural, de gentes bravías8. En tierras se acentuó tan solo hasta finales de la década de 1950 —motivada por los conflictos efecto, desde la estructuración agrarios en el interior del país— y luego con la de incipientes redes sociales expansión de los cultivos de coca, a finales de en los frentes de colonización a los años setenta.
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mediados del siglo pasado, hizo carrera la idea de que esta era una sociedad compuesta por colonias, en virtud de la diversidad de orígenes de los colonos, a pesar de que llevaban una vida en común en el Guaviare. Con la autonomía que otorgó la nueva Constitución a los antiguos territorios nacionales9, entre los que estaba el Guaviare, a las élites y funcionarios locales les resultó necesario, con mayor intensidad que antes, elaborar un discurso persuasivo sobre la identidad regional guaviarense. Aunque esta necesidad no es el resultado exclusivo ni directo de las reformas multiculturales, las sensibilidades acerca de la diversidad cultural que estas han despertado —por lo menos en el nivel formal— sí inciden en la revaloración del lugar de los indígenas en la elaboración de los discursos sobre la identidad regional. Hasta hace poco, el lugar marginal de lo indígena resulta9. Históricamente, estos territorios ubicados en ba ser el común denominador la periferia geográfica del país mantuvieron en los diferentes proyectos de una relación de tutelaje político y dependencia identidad regional en disputa, económica respecto del Gobierno central colombiano, por medio del Departamento Admique hacían parte de iniciativas nistrativo de Intendencias y Comisarías (Dainco). agenciadas por instancias tan Las reformas orientadas a la autonomía y a la descentralización político-administrativa de las diversas como el otrora Instituto regiones que incorporó la Constitución de 1991 Colombiano de Cultura (Colculimplicaron, entre otras cosas, la disolución de tura), la Secretaría de Educación Dainco y la elección popular de gobernadores y parlamentarios para estos nuevos departamenDepartamental y la labor de algutos, con lo cual se establecieron las condiciones nos activistas y gestores culturapara la consolidación de la clase política local les que copaban con sus muestras y regional. 10. Estos escenarios son los festivales deparculturales los escenarios públicos tamentales, las ferias municipales y los actos de celebración de la identidad culturales escolares, entre otros. En ellos, los regional guaviarense10. proyectos sobre qué es la identidad guaviarense fluctúan entre reivindicar los signos diacríticos Sin embargo, desde hace alasociados con la “cultura llanera” como gunos años empezó a destacarse distintivos de la identidad guaviarense y reconocer que esta identidad debe ser el resultado el “aporte” indígena en la consambiguo, y difícilmente asible, de la suma de los trucción de la identidad regiolegados culturales que caracterizan a las colonias de origen de sus actuales habitantes. Ejemplos de nal. Además, a muchos sectores estos extremos son, respectivamente, el Festival regionales interesados en proInternacional Yuruparí de Oro —cuyo nombre mover la inserción del Guaviare apela, curiosamente, a una práctica ritual central para los grupos indígenas del noroeste en la economía nacional, como amazónico— y el Festival de Colonias. destino turístico, les resultó estratégico enfatizar el aporte cultural indígena al departamento. Sin embargo, en ese proceso lo indígena no se representa como un mosaico compuesto por las diversas comunidades étnicas que
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viven allí, sino que se proyecta la 11. Esta expresión es sumamente recurrente en imagen de los nukaks. Sin lugar el imaginario que las instituciones y los blancos construido sobre los nukaks. Se evoca como a dudas, el lugar privilegiado que han cliché en diversos escenarios y obedece al título de se les asigna a las personas de este un influyente documental etnográfico lanzado en grupo en los nuevos discursos 1993 (Rendón y Lamy 1993). Incluso, recientemente —en noviembre de 2010— un político blanco local de la identidad regional guavia- interpuso una tutela para garantizar el derecho rense obedece a los imaginarios al retorno de los grupos locales nukaks despor fuera del resguardo, que llevaba populares que sobre ellos tiene plazados por título “Nukak Makú, los últimos nómadas la sociedad blanca del depar- de América” (Javela 2010), sin duda haciendo tamento. En efecto, el revuelo alusión al título de aquel documental. que produjo la “aparición” de 12. En la región de los Llanos Orientales y el norte amazónico, muchos blancos usaban los nukaks en 1988 —a quienes la hasta hace pocas décadas el verbo guahibiar prensa nacional describió como para describir la práctica de cazar indígenas Este verbo se asocia al de cuiviar, o “misterio antropológico” o “tribu guahibos. cazar indígenas cuivas, actividad que fue dramáde muy incipiente desarrollo, ticamente descrita por el periodista colombiano sobreviviente del paleolítico” Germán Castro Caycedo en su crónica acerca de la masacre de La Rubiera, un hato ganadero (Serje 2005, 241-245)—, despertó ubicado en los llanos de Arauca (Castro 1986). una sensibilidad muy particular Otras masacres han ocurrido en la región y como denominador común la justificación en el imaginario de los blancos: tienen en la condición de animalidad o salvajismo que ideas en torno a la inocencia, la se les atribuye a los indígenas, como en el caso desnudez, la nobleza y la doci- de Planas, en 1970, contra gente guahiba (Pérez 1971), y de Charras, en 1965, contra gente nukak lidad emergieron como marcas (Cabrera, Mahecha y Franky 1999). Estos eventos indelebles de su alteridad radical sirven como epítome de la violencia intercultural la zona de transición de los Llanos y la Amay se instituyeron como valores en zonia colombiana. Sobre la representación del característicos de “los últimos guahibo en la literatura véase Ortiz (2006); por nómadas verdes”11; así se en- su parte, Gómez (1991) propone un análisis de los conflictos interétnicos entre colonos e indígenas fatizaba, además, la extinción en esta región del país. como una marca que condensa los deseos occidentales sobre la autenticidad y aboriginalidad de las minorías, que se añoran y se reifican (Forte 2006b). Tal proceso contribuyó a la transformación de las visiones sobre los indígenas que por entonces prevalecían, que cobijaban bajo el término derogatorio de guahibos a todos los indígenas de la región. Este término se vincula con los genocidios indígenas que en algún momento caracterizaron las relaciones interétnicas en esta parte del país12. La disolución de las visiones genéricas sobre los indígenas dio paso a la estructuración de estereotipos acerca de las particularidades de los diferentes grupos que llegaban o vivían en los alrededores de San José; estos estereotipos utilizan como parámetro el carácter “genuino” de la etnicidad que empezó a atribuírseles a los nukaks. De tal modo que a partir de
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las interacciones entre blancos e indígenas en ámbitos políticos, en la vida cotidiana o en las transacciones económicas del comercio local, las visiones románticas sobre los nukaks pronto los convirtieron en la quintaesencia de la alteridad étnica13, al tiempo que se consolidó el estereotipo de los jiws como indios salvajes, ladrones, borrachos, mendigos, dañinos y violentos, mientras que a los tucanos los blancos les imputaron una condición étnica espuria, toda vez que es frecuente escucharles que “ya están civilizados”. El lugar privilegiado que les atribuyen los blancos a los nukaks funciona de modo análogo a las buenas etnicidades de las que habla Hale (2004, 2006), es decir, aquellas que sirven para reproducir el capital. La percepción 13. Estas visiones no actúan solo en el ámbito de los nukaks se ha potenciado local; se llegó a declarar Bien de Interés Cultural en la representación mediática de Carácter Nacional “el conocimiento de la naturaleza y la tradición oral de los Nukak-Makú” del departamento y juega un en 2004 (Colombia, Ministerio de Cultura, Resopapel central en la construcción lución 1473 del 2 de noviembre de 2004, Diario competitiva del Guaviare como Oficial n.° 45734 del 16 de noviembre de 2004). Así, la patrimonialización se convirtió en un destino ecoturístico14. En ella, nuevo dispositivo de articulación de los nukaks el Guaviare se presenta como por la vía del esencialismo cultural, que aunque en teoría visibiliza en los ámbitos nacional e un escenario privilegiado donde internacional los problemas que ellos padecen, convergen la diversidad natural y hasta hoy poco ha aportado para resolverlos. la alteridad cultural, y se proyec14. Aquí es preciso mencionar que si bien la ta por medio de eslóganes como promoción estratégica de los nukaks como un sello indeleble de lo guaviarense reivindica los “destino turístico y ruta segura valores más esenciales asociados a este grupo del llano a la selva”, “paraíso étnico, la recurrencia de sectores nukaks en situación de desplazamiento que deambulan ecológico”, “capital de la espepor las calles o los alrededores del pueblo ha ranza” o “destino ecoturístico del ocasionado que esa imagen idílica se esté difuturo”. La iconografía nukak se solviendo en algunos sectores sociales. Un buen ejemplo de esta situación son las percepciones evoca en diseños que resaltan el de los colonos que habitan las fincas aledañas exotismo que ofrece el Guaviare al asentamiento de Aguabonita, donde interpara sus visitantes. Este exotismo mitentemente se albergan familias nukaks en situación de desplazamiento, que han entrado tiene eco en los nombres y los en conflicto con aquellos por el manejo de decorados de restaurantes, cafés, recursos como las fuentes de agua, y a quienes se les recriminan conductas inapropiadas como tiendas, murales, afiches, prorobos, amenazas y agresiones físicas (véase una ductos alimenticios y almacenes descripción detallada de esta situación en Franky de zapatos, que convierten a los y Mahecha 2010, 132-137). nukaks en una marca indeleble de una etnicidad que vende porque se ajusta perfectamente a las visiones nostálgicas e idílicas que equiparan la indianidad con pureza, ahistoricidad y tradicionalismo y que, al mismo tiempo,
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se utilizan como atractivo para 15. Ejemplo de esto fue la promoción, hace un turistas ansiosos por conocer este par de años, de una línea de vajilla decorada motivos nukaks en la cadena de almacenes tipo de alteridades radicales en con Carrefour del país: el diseño de las vajillas su “ambiente natural”. En otras apelaba al exotismo de esta comunidad y fue palabras, los nukaks son someti- promocionado como un diseño exclusivo “a beneficio de los nukak-makú”, tal y como se dos a una especie de “economía leía en la contramarca de las vajillas, pero en política de la tradición” (Forte realidad estos nunca recibieron ningún beneficio de tal comercialización. Una entidad del 2006b, 340), en la cual se crean directo Estado intervino para solicitar el retiro de esa unos valores de rentabilidad en mercancía a los administradores de la cadena torno a su identidad esencializa- de almacenes, toda vez que se estaba utilizando la imagen de los nukaks sin retribuirles nada da, aunque los réditos económi- a cambio; finalmente las vajillas salieron del cos estén lejos de beneficiarlos15. mercado (funcionaria estatal, comunicación personal, 2010). Esta iniciativa se le atribuye a un De hecho, la inclusión de los renombrado diseñador de modas de San José, nukaks para fines de promoción que solía exhibir sus diseños con una modelo, Nukak, quien resaltaba estéticamente su turística en esas narrativas de Francis exotismo afeitando sus cejas de forma semejante la alteridad étnica ocurre en un a como suelen hacerlo los nukaks. plano puramente discursivo, ya que ellos mismos no han emprendido ninguna iniciativa en tal sentido; en cambio, los jiws y los tucanos están planeando o ya han adelantado algunos “proyectos” para recibir turistas, al tiempo que “revitalizan” su cultura por medio de acciones directas, como la edificación de malocas tradicionales y la creación de rutas turísticas dentro de sus resguardos, o de acciones indirectas, como la realización de los inventarios de patrimonio inmaterial; esto porque los inventarios se inscriben en las políticas de patrimonialización cultural promovidas por el Ministerio de Cultura, en las cuales se advierte una clara articulación de la idea de patrimonio con la competitividad en términos de mercado (Chaves, Montenegro y Zambrano 2010). Lo más llamativo de este asunto es que, de acuerdo con los funcionarios y líderes indígenas con los que hablé sobre estos temas, aunque hoy el flujo de turistas al Guaviare sea significativamente escaso, muchos aspiran a que se incremente en el mediano y largo plazo, por lo que deben estar preparados.
Los tucanos como indígenas civilizados
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unque los imaginarios de los blancos acerca de los indígenas asignan un lugar preeminente a los nukaks como el tipo de etnicidad apropiada para la promoción turística, desde el punto
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de vista de los tucanos los nukaks ocupan un lugar bastante marginal en la jerarquía étnica regional. La posición subordinada de los grupos nómadas clasificados genéricamente como makús con respecto a los tucanos orientales ha sido un tema de particular atención en los estudios etnológicos sobre el noroeste amazónico (Correa 1996; Hugh-Jones 1979; Koch-Grünberg 1909/1995; ReichelDolmatoff 1986). Jackson ofrece una aproximación detallada a las relaciones cotidianas entre los tucanos y los makús en el Vaupés. Según este autor, los tucanos caracterizaban su actitud hacia los makús en términos de burla, desprecio o temor. Sugiere, además, que es en el terreno simbólico donde se establece una distinción significativa entre esos grupos: los tucanos solían invocar prescripciones mitológicas para justificar su superioridad, en las que los makús simbolizaban “lo que la ‘gente verdadera’ no debe hacer”; eran los “prototipos de la posición más baja en cualquier jerarquía” y encarnaban el “ejemplo de la relación amo-sirviente” (1983, 159) 16. Esta estrategia de 16. Aunque la literatura antropológica haya afirmación de la superioridad caracterizado desde hace tiempo la relación jede los tucanos aún se rastrea en rárquica entre los tucanos y los nukaks como de San José, donde varios miembros esclavitud, es necesario cuestionar la pertinencia de esa categoría, dado que “actualmente no se de los resguardos de Panuré y El presentan relaciones de servidumbre, [aunque] Refugio me contaban que su mino se puede negar que aún se mantiene la martología prescribe que los makús ginación por parte de los indígenas ribereños y también de los blancos con quienes [los nukaks] son la servidumbre. Incluso en comparten sus territorios” (Cabrera, Mahecha reuniones de gente tucano escuy Franky 1999, 44). A este respecto, P. van Emst (1966/2010, 51) argumenta que nociones como ché a algunos referirse a aquellos sumisión o sometimiento voluntario reflejan como los macucitos, denominamejor la realidad de esas interacciones. En la ción que connota la condición de misma línea, R. Athias (2010) propone que lo que caracteriza este tipo particular de relaciones inocencia e inferioridad que les interétnicas es el intercambio diferenciado no atribuyen. coercitivo. 17. En este escrito utilizo pseudónimos para De otra parte, aunque los tureferenciar a las personas con quienes conversé, canos no tienen prescripciones con el fin de preservar su anonimato. míticas sobre los jiws, toda vez que no están establecidos dentro de los límites de su geografía mítica, identifican en ellos las mismas características culturales que determinan la inferioridad de los nukaks: la ausencia de una clara vocación agrícola y un pasado reciente móvil, “nómada”. A estos rasgos se suman los estereotipos que los migrantes tucanos tejieron sobre los jiws durante los primeros años de su llegada a San José, en la década de 1960. Algunos se referían a los jiws como peligrosos caníbales. Doña Eloísa Mejía17, una anciana tucano
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de El Refugio, me comentaba que en esa época “los guayaberos mataban a los vaupesinos18 y se los comían. Luego se civilizaron. Ellos andaban como animales de monte. Luego nos saludamos, nos presentamos y quedamos bien […] En esa época ellos estaban comiendo crudo, medio cocinado. ¡Pobre gente! Pero ellos ya no comen gente. Se civilizaron” (El Refugio, junio de 2010). De manera interesante, la oposición civilizado/incivilizado resulta ser el criterio central para explicar la subordinación de los makús, ya no en el terreno mitológico sino en el cotidiano. De allí que los tucanos se consideren a sí mismos los indígenas más civilizados de la región; sus relaciones con las misiones en las tierras del Vaupés, que inculcaron en ellos sentidos cristianos de responsabilidad, moral y trabajo (véase al respecto Cabrera 2002), actúan como evidencia clara de Esto refiere al origen regional de los tucanos su superioridad con respecto 18. provenientes del Vaupés. a los jiws y a los nukaks, y se 19. De hecho, muchos de ellos son bachilleres suman a su vida sedentaria, sus y algunos son profesionales, y la inmensa macasas de ladrillo y cemento, sus yoría de los indígenas vinculados laboralmente con las instituciones públicas del departamento escuelas, sus habilidades agrí- son tucanos. colas y su notable integración 20. El argumento recurrente para justificar la cultural y económica a la vida idea de ser indígenas-colonos pasa por la condición migratoria de los tucanos, que los llevó urbana de San José19. Incluso al- a luchar por tierras en el Guaviare y a fundarse gunos líderes tucanos se reivin- en ellas, en un sentido similar al imaginario de territorial que los colonos recrean en dican como indígenas-colonos marcación su fundo (Del Cairo 1998). en ámbitos públicos y privados, aspecto singularmente relevante, toda vez que en las dinámicas sociales regionales amazónicas el colono —es decir, el blanco migrante del interior del país— detenta una posición privilegiada que justifica y legitima su labor civilizadora de tierras y gentes indígenas (Serje 2005; Taussig 1987)20. La posición privilegiada que se atribuyen los tucanos se proyecta en otros escenarios, como el político, ya que, sin lugar a dudas, son los indígenas de la región que mejor modulan su discurso —en su contenido y, sobre todo, en su forma—, con fórmulas que buscan resaltar su autenticidad y pureza y que se orientan a potenciar su eficacia ante audiencias externas, principalmente en escenarios políticos e institucionales (Graham 2002). En efecto, históricamente el Consejo Regional Indígena del Guaviare (Crigua II) ha sido la instancia política representativa de los indígenas del departamento, y su dirección ha sido monopolizada por los tucanos. Muchos de sus líderes son curtidos en
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las lides de la burocracia indígena y han hecho parte de órganos ejecutivos de organizaciones regionales y nacionales, como la Organización de los Pueblos Indígenas de la Amazonia Colombiana (Opiac), mientras que la participación de representantes jiws en el Crigua II ha sido marginal, y la de los nukaks, nula. La inconformidad con el tutelaje político que los tucanos ejercían sobre los jiws a través del Crigua II fue uno de los motivos que llevó a estos últimos a crear Naxaem, su propia asociación de autoridades tradicionales. A diferencia del Crigua II, cuya agenda política es convergente con la de la Opiac, Naxaem está más cerca de la Organización Indígena de Colombia (ONIC). El “despertar” de la conciencia étnica jiw, que llevó entre otras cosas a retomar este etnónimo para dejar atrás la nominación de guayaberos y a crear Naxaem, también se inspiró parcialmente en la presencia de algunos funcionarios afrodescendientes vinculados con instituciones estatales de orden regional y nacional, y con agencias de cooperación internacional que trabajaron con gente del resguardo. Esto porque los jiws consideran que, al igual que ellos, los afrodescendientes son una minoría étnica objeto de discriminación por parte de la sociedad blanca; verlos en posiciones de decisión motivó a algunos líderes jiws a potenciar su discurso étnico y a identificar la educación formal como una estrategia efectiva para el empoderamiento de la comunidad (Felipe Cabrera, comunicación personal, 2011). A pesar del surgimiento de nuevas organizaciones indígenas, los dirigentes del Crigua II persisten en afirmar públicamente que su organización representa genuina y efectivamente los intereses de 21. Otra muestra de la agencia política de los tucanos frente a las transformaciones constantes todos los paisanos del Guaviade las dinámicas políticas indígenas en el Guare21. Paisano es una categoría de viare es la reciente creación de Asopamurimajsa, una asociación de autoridades tradicionales de uso extendido entre los tucanos los tucanos orientales del Guaviare reconocida para referirse a todos los indígepor el Ministerio del Interior y de Justicia en abril nas de la región, sin importar de 2011, que es claramente una estrategia para hacerle contrapeso a Naxaem, la nueva organisu filiación étnica. De hecho, zación jiw que reivindica el carácter “tradicional” tomar la vocería de los nukaks de sus autoridades. ha resultado estratégico para los líderes políticos tucanos, porque aquellos concentran la atención mediática y buena parte de los esfuerzos institucionales. También se ha creado una suerte de mito alrededor de los recursos de transferencia que tienen acumulados desde la creación del resguardo Nukak, en 1993: en muchas instancias públicas de
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San José no es extraño escuchar que hay “mucha plata” para los nukaks; y, en efecto, a comienzos de 2011 la cifra oficial de recursos de transferencias acumuladas para los nukaks era cercana a los 1.900 millones de pesos. Este dinero representa un verdadero botín para más de uno: dirigentes políticos regionales blancos, algunos funcionarios públicos y uno que otro dirigente político indígena, que hablan de esos recursos con particular deseo y proponen diversas estrategias para destrabar su desembolso con el ánimo de invertirlos en mejorar la situación de los nukaks. En vista de la participación marginal de los nukaks en las organizaciones políticas indígenas regionales, los tucanos reivindican su vocería legítima. Algunos de sus líderes dicen que, a diferencia de los blancos, ellos en su condición de indígenas sí saben interpretar adecuadamente el sentir y las expectativas del pueblo nukak. Y aquí se identifica una paradoja central: aunque la condición étnica de los tucanos sea cuestionada por varios sectores sociales e institucionales, por considerarlos insuficientemente étnicos —ya que no se equiparan con el otro étnico esencial que prescribe el imaginario regional sobre lo genuinamente étnico—, son ellos, precisamente, los que gestionan y reivindican sus de- 22. Cabrera, Mahecha y Franky (1999) explican la organización política tradicional de los rechos étnicos de manera más que nukaks está formada por grupos locales vincueficaz. A la inversa, los nukaks, lados con un territorio específico, que abarca que son los que mejor se ajustan varios grupos domésticos, es decir, “las unidades básicas de producción y consumo en la sociedad al estereotipo étnico esencializa- nukak”. A su vez, cada grupo doméstico contiene do que subyace en la legislación uno o varios grupos de fogón. Cada grupo local un líder y cada grupo doméstico tiene una multicultural de nuestro país, y tiene cabeza de grupo; sin embargo, es significativa que incluso sirven como ejemplo la autonomía que mantiene el grupo doméstico radical para reflexionar sobre los con respecto al grupo local al que pertenece (1999, 101-103). Este tipo de organización política límites normativos del multicul- y la considerable movilidad que aún se observa turalismo estatal colombiano en algunos grupos domésticos hacen que la política genuina y eficaz de todos (cfr. Bonilla 2006, 21-22), son los representación los nukaks en un individuo, como supondría en que más inconvenientes tienen la teoría la figura del capitán, resulte ser muy para hacer valer sus derechos, difícil de consolidar en el corto plazo. entre otras razones porque no 23. En cambio, algunos jóvenes bilingües fungen como líderes, entronados en esa posición cuentan con la representación por muchos funcionarios que, urgidos por la política centralizada elegida necesidad de tratar con personas que asuman papel de representantes “legítimos” para “democráticamente” (capita- el la negociación de su acción institucional, han 22 nía) , porque ninguno de sus visto en ellos la única posibilidad de articulación líderes consuetudinarios es relativamente efectiva entre la lógica institucional y el mundo nukak. hispanohablante23 y, de manera
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general, porque sus formas culturales divergen sensiblemente del paradigma naturalizado en las convenciones legales del multiculturalismo estatal colombiano. Sobre este punto volveré más adelante.
Los funcionarios y la jerarquía étnica
L
a acción institucional, es decir, el conjunto de actividades que llevan a cabo las instituciones estatales a través de sus funcionarios para cumplir con su misión, se caracteriza por enfrentar el desafío de atender a comunidades que mantienen significativas diferencias culturales y sociales entre sí a través del enfoque diferencial. Este es un criterio para orientar la acción institucional introducido por la Ley 387 de 1997, que subraya que el desplazamiento forzado afecta de manera sensiblemente distinta a las minorías étnicas. Con el tiempo, este enfoque se fue ampliando a otros grupos “vulnerables”, como las mujeres, los niños o los discapacitados en situación de desplazamiento, al tiempo que ha sido incorporado en otras políticas diferentes a la atención humanitaria para atender la situación de desplazamiento forzado. Varias instituciones oficiales, entre ellas el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), el Ministerio de Cultura y Acción Social, y organismos multilaterales como el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), recientemente han desarrollado manuales de políticas de atención diferencial para guiar su acción institucional. A pesar de enmarcarse en los buenos propósitos que persigue el enfoque diferencial, la acción institucional muchas veces está mediada por las presunciones y juicios de valor que ciertos funcionarios tienen acerca de los grupos indígenas con los que trabajan. Desde luego, los funcionarios son los agentes clave en la acción institucional; sus percepciones determinan con claridad un horizonte de indagación etnográfica para conocer de cerca los dilemas que enfrenta la retórica multicultural en contexto. Las conversaciones que sostuve con varios funcionarios del orden local y regional que tenían a su cargo implementar programas de atención y proyectos entre comunidades indígenas, permiten identificar la gradación de estas comunidades según el parámetro de cómo sus diferencias culturales facilitan u obstaculizan la acción institucional.
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La mayoría de los funcionarios coincide en caracterizar el trabajo con los tucanos como el más sencillo, así tengan que lidiar con sus apetencias burocráticas. Es común, me decían varios de ellos, que todo proyecto deba ser discutido con sus dirigentes políticos, y que los funcionarios tengan que soportar reclamos sobre el control de los recursos, al tiempo que los tucanos demandan la contratación de indígenas en su ejecución. Esto constituye un desafío inusitado para muchos funcionarios que no ven con buenos ojos que los indígenas “pidan puestos” en las instituciones, así los políticos de turno hayan prometido dádivas a cambio de votos indígenas en épocas de elecciones. Desde su lógica, pareciera que las relaciones clientelistas no deberían tener lugar entre los indígenas, pues consideran que por su condición étnica —por más civilizados que parezcan— deberían quedar al margen del juego burocrático y conformarse con recibir la atención paternalista del Estado, sin pretender “igualarse” con los políticos y funcionarios blancos a través de una negociación burocrática. Este problema tiene una importancia particular en una localidad como San José, donde la mayor parte de las posibilidades de trabajo proviene del aparato burocrático y la cultura política está marcada por el clientelismo, y donde se percibe, además, una corrupción generalizada. Sin embargo, varios funcionarios coinciden en aseverar que si se sortea este escollo de negociación, los tucanos se interesarán por sacar adelante los proyectos y participarán activamente en ellos. En el caso de los jiws, en cambio, uno de los retos más significativos que enfrentan los funcionarios consiste en hacer que se comprometan efectivamente con las actividades y “contrapartidas” que demandan los proyectos institucionales en el resguardo de Barrancón. Un funcionario argüía que hacer un proyecto con los jiws siempre era “empezar de cero” y que su hostilidad hacia los proyectos de desarrollo y bienestar era un obstáculo difícil de superar. Otra funcionaria me decía que “con los jiw se pierde la plata porque nunca responden por nada”. Del mismo modo, se percibe en varios funcionarios locales y regionales que trabajar con población jiw es frustrante, entre otras cosas, porque tienen un modo de vida que confronta ciertos valores de los funcionarios blancos. Es común escuchar que los jiws “son sucios”, “huelen mal”, “viven en la miseria”, “son borrachos” y “violentos”. Desde una perspectiva comparativa, otra funcionaria me decía: “Le confieso algo, yo prefiero trabajar con cien nukak
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que con diez guayaberos [jiws]. Es demasiado complicado con los guayaberos. Con los tucano su visión ya es mucho más amplia, ya están civilizados, pero con los guayaberos ha sido demasiado difícil” (María Parrado, San José del Guaviare, agosto de 2010). Un funcionario colombiano de un organismo multilateral afirmaba que la acción institucional con los jiws estaba “racializada”. Al preguntarle qué quería decir con ello, me respondió que era la manera de describir cómo los funcionarios estatales eran incapaces de ver a los jiws como iguales, sino “como salvajes”, y que esto acentuaba su convicción del paternalismo con el que debían tratarlos y la cautela con la que debían relacionarse con ellos. Por su parte, el trabajo con los nukaks depara a muchos funcionarios el reto de la traducción —toda vez que pocos nukaks hablan con fluidez el español y prácticamente ningún funcionario local es competente en su idioma— y encierra la dificultad de identificar la “autoridad” adecuada para concertar las acciones, ya que, como dije anteriormente, la representación entre los nukaks no asume la forma visible del capitán, como ocurre entre los jiws y los tucanos. La ausencia de ese liderazgo centralizado implica un reto serio para los funcionarios estatales, que tienen que resolver permanentemente quién debe ser el líder con el que concertarán las iniciativas gubernamentales que se dirigen no solo a un grupo doméstico o a un grupo local nukak, sino al conjunto de personas de este pueblo, o aquellas medidas que afectan algunas de las 950.000 hectáreas de su resguardo. El conjunto de estos aspectos sugiere una paradoja significativa: para acceder a ciertos derechos, los nukaks tendrían que transformar sus estructuras de organización política, dejar atrás sus pautas de movilidad y adecuarse a las prescripciones normativas sobre cómo deben organizarse las comunidades indígenas en los términos prescritos por el multiculturalismo estatal colombiano. La situación podría resumirse en que los nukaks tendrían que “ser modernos para ser diferentes”, afirmación que va en el sentido contrario a la de “ser diferente para ser moderno”, con la que Christian Gros describió la paradoja central de lo que llamó el neoindigenismo estatal colombiano (2000, 97-115). A pesar de las dificultades de la traducción y de la ausencia de un liderazgo visible y unificado, muchos funcionarios ven a los nukaks como gentes dóciles, que poco o nada discuten las iniciativas institucionales para atenderlos y que, en general, confirman su percepción esencializada de una comunidad noble, agradecida
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y de fácil trato. Esta percepción también se traduce en la creación de diferentes escenarios institucionales para atender la situación humanitaria de los nukaks, que, sin lugar a dudas, responden en buena medida a las presiones externas (nacionales e internacionales) a favor de este pueblo y que hacen que en San José algunos 24. Es importante aclarar que tanto los nukaks los jiws han sido objeto de violaciones funcionarios públicos y líderes como de sus derechos humanos (Codhes 2011), y que indígenas hablen de la nukaki- también lo han sido los tucanos, especialmente aquellos que viven en los resguardos localización del tema indígena24. zados en otros municipios del departamento; Aunque existen los estereoti- sin embargo el caso nukak recibe una presión y tiene mayor resonancia mediática a pos descritos que aplican a cada singular nivel nacional e internacional, en parte porque uno de estos grupos, he recono- las violaciones de sus derechos humanos son cido en los funcionarios una per- consideradas la principal causa de la amenaza de “extinción” que pesa sobre los “últimos cepción generalizada que abarca a nómadas verdes”. los tres grupos étnicos: la reificación de “la” comunidad indígena como un cuerpo social compacto y totalmente coherente, que carece de fisuras y fraccionamientos en su interior. Este modo de percibir la comunidad equivale, incluso, a atribuirle una condición anticapitalista que la opone a la idea de sociedad (Joseph 2002, 2), o, de manera más general, que la hace antimoderna (Warren 2001, 173). En el mismo sentido, Creed (2006) señala que en la economía política neoliberal, en la que el Estado se sustrae, las ideas homogeneizadoras acerca de la comunidad son necesarias al propio Estado para empoderar su gobernabilidad en la escala local. A muchos funcionarios les resulta por lo menos inconveniente que una comunidad tenga fisuras en su interior, entre otras razones, porque esto obstaculiza significativamente su labor. La percepción que compartió conmigo Gabriela Fernández, una funcionaria local, permite ilustrar este punto; ella cuestionaba con evidente preocupación: “¿Qué tanto de lo que dice el capitán de Barrancón representa a toda la comunidad? Allá en Barrancón hay divisiones, y si se quiere hacer algo, se tiene que hacer con cada sector de la comunidad. Si uno le dice al capitán que se haga una sola reunión, él dice que no y toca hacer una reunión con cada sector” (San José del Guaviare, abril de 2010). Que en un resguardo como Barrancón —que “debería” funcionar como una comunidad— existan divisiones internas, hace que algunos funcionarios vean a sus habitantes como menos ajustados a las prescripciones de lo genuinamente indígena, es
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decir, como un grupo que no se comporta de manera uniforme y consistente, como sí lo haría una “verdadera comunidad indígena”. De hecho, en ciertos ámbitos institucionales es común la percepción de los resguardos como espacios contenedores de comunidades indígenas alineadas irrestricta y férreamente con los principios comunitarios, principios que, vale la pena resaltar, por definición deberían ser unitarios. Esta concepción desconoce los procesos históricos de estructuración de los resguardos, las dinámicas internas de las comunidades y los procesos de cambio y de división en fracciones por los que atraviesan muchas de ellas.
CONCLUSIONES
S
an José del Guaviare es un contexto marcado por relaciones históricas singulares entre los blancos y los indígenas, donde apenas hasta décadas recientes comenzó a disolverse la percepción genérica de estos últimos como guahibos y empezaron a naturalizarse estereotipos particulares en torno a los jiws, los tucanos y los nukaks. De allí la importancia de pensar cómo las retóricas multiculturales estatales —y las acciones afirmativas que reivindican— entran en fricción con las sensibilidades preexistentes en torno a qué valoran o desprecian los blancos de los indígenas, en un sistema de jerarquías étnicas donde aquellos están a cargo de implementar las políticas de atención diferencial para las comunidades indígenas. Sin embargo, estas comunidades no permanecen pasivas frente a los estereotipos. Aunque la mitología de los tucanos les asigne un lugar marginal a los nukaks, los líderes políticos de los primeros se invisten de cierto capital simbólico al ejercer la vocería de los nukaks en los escenarios institucionales, y contrarrestan de ese modo la condición étnica espuria que muchos les atribuyen a los tucanos por considerarlos demasiado civilizados para ser indígenas. Para los jiws, en cambio, los estereotipos fuertemente enraizados en el pensamiento de los blancos del pueblo, que los hacen objeto de discriminaciones subrepticias porque los equiparan con una etnicidad negativa que reproduce los rasgos más censurables del salvaje, dificultan la acción institucional que no sea del tipo asistencialista o de emergencia. Sin embargo, ellos intentan empoderarse en los escenarios políticos e institucionales a través de la formalización
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de sus autoridades tradicionales para que los representen, al tiempo que buscan concretar su propia agenda deslindándose de la tutela política que por un buen tiempo los tucanos han ejercido sobre ellos. Por su parte, los nukaks ocupan un lugar estratégico en los discursos que promocionan al Guaviare como un paraíso ecoturístico, pero se trata tan solo de “concesiones retóricas” (Alonso 2006, 171), ya que no tienen un impacto real en el mejoramiento de su calidad de vida ni en la resolución de la violación de sus derechos, mientras que algunos sectores sociales empiezan ya a endilgarles comportamientos negativos y nocivos. Los nukaks enfrentan, además, el reto de unificar y formalizar su representación política de acuerdo con las prescripciones legales, o de agenciar formas alternas de liderazgo que satisfagan de algún modo las expectativas legales e institucionales al respecto, antes de que otros actores, étnicos o no, se posicionen como sus voceros legítimos y los priven de agenciar sus propios intereses ante las instancias gubernamentales. Estas dinámicas aportan al cuestionamiento de ciertas ideas reduccionistas que se advierten en las retóricas del multiculturalismo estatal colombiano: primero, las jerarquías étnicas disuelven el ideal de la unidad en la diversidad étnica que subyace en las políticas multiculturales (cfr. Wade 2004). Lejos de constituir un otro étnico unificado y consistente, en contextos locales y regionales los grupos indígenas se piensan y son pensados como distintos, a pesar de los esfuerzos de ciertos líderes por posicionar un discurso panétnico de igualdad, y a pesar de la insensibilidad a la diferencia que caracteriza las políticas públicas para las minorías, que solamente hasta años recientes empezó a ser cuestionada por medio de los esfuerzos por implementar el enfoque diferencial. Además, las jerarquías étnicas que operan entre las mismas comunidades cuestionan la legitimidad de la representación que reivindican las organizaciones políticas étnicas, y llaman la atención sobre la pertinencia de indagar por los recursos políticos, económicos y simbólicos que están en juego en escenarios concretos. Segundo, la garantía de ciertos derechos por la vía de la esencialización de la diferencia cultural difícilmente se hace operativa en la realidad. En efecto, las comunidades que mejor encajan en esa percepción esencializada son las que más dificultades tienen para hacerse a esos derechos. De allí que esta esencialización opere en un plano discursivo, al tiempo que hace de la performatividad de las identidades étnicas
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un recurso estratégico al que deben recurrir ciertas comunidades para acercarse de algún modo a las formas de ser étnico que el Estado legitima y avala. Y, finalmente, las percepciones románticas de la comunidad indígena como un todo compacto, consistente y coherente difícilmente tienen un correlato en la realidad, ya que los procesos de disenso interno, cambio cultural y faccionalización están a la orden del día. Esta consideración resulta más destacable cuando los funcionarios estatales reducen el grupo étnico o el resguardo a una comunidad. El conjunto de estos procesos indica la utilidad de caracterizar las jerarquías étnicas en contextos específicos que, como en San José del Guaviare, están mediados por relaciones históricas, capitales simbólicos y materiales en juego, y por un acceso restringido a derechos básicos para amplios sectores de población. En estas condiciones concretas, los significados de pertenecer a una minoría étnica se ven reformulados, y la etnicidad resulta inscrita en un campo de tensiones que subvierte las sensibilidades frente a la diferencia que reivindica el multiculturalismo estatal.
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Recibido: 10 de enereo de 2011 Aprobado: 15 de julio de 2011
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REPARACIONES INDÍGENAS “GIRO MULTICULTURAL”
Y EL GIRO DEL
en La Guajira, Colombia PABLO JARAMILLO DOCTOR EN ANTROPOLOGÍA SOCIAL, UNIVERSIDAD DE MANCHESTER PROFESOR ASISTENTE, UNIVERSIDAD DE LOS ANDES
[email protected]
Resumen
A
unque la victimización de los pueblos indígenas en Colombia ha durado siglos, nunca antes las condiciones de víctimas y vulnerables habían tenido tanta importancia institucional como en los últimos diez años. Este artículo analiza de qué manera los discursos de la victimización y la vulnerabilidad han afectado las formas de concebir la ciudadanía y la subjetividad étnica. Aunque el multiculturalismo sigue jugando un papel fundamental, la autodeterminación se transforma, en el proceso de visibilización e inclusión en la política social de las víctimas indígenas del conflicto armado, en formas de sumisión al Estado. Este artículo se sustenta en el trabajo de campo etnográfico realizado con una organización de mujeres indígenas wayuus en el norte de Colombia, entre los años 2007 y 2008. PALABRAS CLAVE: multiculturalismo, reparaciones, política social, etnicidad, wayuus.
INDIGENOUS REPARATIONS AND THE TURN OF THE “MULTICULTURAL TURN” AT LA GUAJIRA, COLOMBIA Abstract
A
lthough violent victimizations of indigenous peoples in Colombia have remained constant over centuries, never before have the conditions of being “victims” and “vulnerable” had such an institutional place as in the last ten years. This paper analyzes the ways in which discourses on victimhood and vulnerability resulting from the armed conflict in La Guajira have affected the shaping of citizenship and ethnic subjectivities. Although multiculturalism retains a preeminent role, self-determination turns into forms of submission to the State in the process of visibilization and inclusion within the social policies aimed at the indigenous victims of the armed conflict. The paper is based on ethnographic fieldwork carried out with an organization of Wayúu women in Northern Colombia, between 2007 and 2008. KEY WORDS: multiculturalism, reparations, social policy, ethnicity, Wayuu.
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INTRODUCCIÓN
S
i hay algo común que atraviese la muy heterogénea literatura que apunta a comprender las transformaciones de las identificaciones étnicas y raciales durante las últimas dos décadas en América Latina, sería la idea de que estas son parte esencial de proyectos hegemónicos y relaciones de poder local, nacional y transnacional (Sieder 2002)1. Más allá de este acuerdo general, la diversidad de los análisis es 1 Una versión preliminar de este artículo fue intimidante. Una tendencia de presentada en la Society for Latin American Studies 2009 Conference, en Leeds, Reino Unido. análisis se ha ocupado de la tenAgradezco especialmente a Peter Wade, John sión entre identidades indígenas Gledhill y Doreen Gordon por su aguda y útil retroalimentación. El apoyo, las iniciativa y los y nacionales, mediadas por la imcomentarios de Diana Bocarejo fueron centrales plementación de políticas dirigien el proceso de escritura y edición de este das a la autodeterminación (Cojti artículo. También agradezco a la Dra. Lucy Taylor por sus interesantes comentarios durante Cuxili 1997; Stephen 1997; Warren la presentación pública del documento y a los 1998). El papel protagónico de la árbitros anónimos de la Revista Colombiana de Antropología, cuyos desafiantes comentarios me autodeterminación, resultante de llevaron a nuevas preguntas. La investigación políticas multiculturales (y de su que hizo posible este análisis fue apoyada por contexto global), ha politizado el Programa AlGan, el Programa de la Unión Europea de Becas de Estudio de Alto Nivel para en extremo la indigenidad y ha América Latina. catalizado el siempre problemático asunto de la autenticidad (Warren, 2001) y la legitimidad de determinadas identificaciones (Hale 2004; Padilla 1996). Adicionalmente, las pertenencias y afiliaciones problemáticas que se articulan en torno a la tradición y la importancia de la presentación pública han generado una línea de análisis —casi una industria— interesada en el performance y los medios de comunicación (Conklin 1997; Goldstein 1998, 2004; Gow y Rappaport 2002; Graham 2002; Guss 2000, 2006; Turner 2002). Un aspecto que generalmente aqueja los análisis es la tendencia a adoptar el lenguaje mismo del multiculturalismo (e. g., políticas de la identidad o autodeterminación) o, peor aún, a asumir como dada su principal bandera: que su implementación implicó, en efecto, un “reinicio en frío” de las relaciones entre poblaciones indígenas y poderes hegemónicos. La distinción realizada por Donna Lee van Cott (2000) entre coyuntura constitucional (las condiciones que llevaron al constitucionalismo como solución a una crisis de representación política), una fase creativa (en la que se hicieron las reformas en formato de Cons-
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titución) y una fase de implementación (en la cual se realizan las acciones ejecutivas, administrativas, legislativas y judiciales encaminadas a convertir el texto en políticas, leyes estatutarias e instituciones), resulta clave. De hecho, en su análisis sobre las políticas de la identidad en la Constitución de 1991 en Colombia resulta evidente que el Estado tuvo el monopolio de la coordinación de esta última fase, y lo que se argumenta en este artículo es que la tendencia se ha radicalizado aún más en la última década, en parte, por los momentos de crisis de los movimientos indígenas durante los noventa (Padilla 1996) y, en parte, por la consolidación de la paraestatalidad durante la última década (Gill 2009). Parece que nos “perdimos la revolución” una vez más (cf. Starn 1991) y ahora tenemos que buscar nuevos términos, esquemas y explicaciones para un contexto donde la política ha sido reducida al derecho y a programas que tienden a transformar lo que significa ser indígena en América Latina después de una hegemonía del discurso multicultural (French 2009; Postero 2007). Este artículo busca explorar empíricamente estas transformaciones a través de la cristalización de la victimización y la vulnerabilidad como formas de agencia del sujeto étnico en la coyuntura de violencia de la última década. El multiculturalismo no aparece en este argumento como una política coherente, y el análisis se limita a las prácticas administrativas (Navaro-Yashin 2007) usadas en su nombre para marcar y organizar poblaciones etnicizadas y racializadas. En este artículo analizo de qué manera la victimización producida por el conflicto armado en Colombia y la reparación de las víctimas, propuesta por el Estado y otros actores, han emergido como tropo central para comprender formas contemporáneas de indigenidad en el país. A la vez, muestro cómo las prácticas administrativas que emergieron en torno a las reparaciones (en las que incluyo el accionar tanto de organizaciones gubernamentales como no gubernamentales [ONG]) refiguraron elementos constitutivos de la implementación de políticas multiculturales. La victimización tiene una doble importancia en el análisis que se encuentra a continuación: en primer término, ayuda a entender las naturalezas de las relaciones emergentes entre pueblos indígenas y otros poderes, establecidas en movilizaciones sociales motivadas por violaciones de los derechos humanos; y, en segundo término, hace particularmente visible de qué forma la indigenidad es (re)articulada en el proceso. Como argumentaré
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a continuación, aunque el proceso de refiguración de la indigenidad referido ocurre en varias escalas de manera simultánea, se manifiesta con particular intensidad en las demandas de protección y cuidado enunciadas por las “víctimas indígenas”. Aunque existen autores que argumentan que el multiculturalismo es victimizante tout court (cf. Brown 1995), busco explorar la naturaleza de esta conexión (en principio contingente). El contexto inmediato de mi análisis es el proceso de paz entre organizaciones paramilitares y el Estado iniciado en el año 2005 en virtud de la Ley 975 de 2005 (Colombia, Congreso de la República, Diario Oficial n.° 45980), que dio lugar a la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (CNRR) y que paulatinamente se interconectó con formas de inclusión de poblaciones vulnerables durante la última década. En el caso de La Guajira, la región situada al extremo norte de Colombia a la cual haré referencia, la victimización de poblaciones indígenas fue perpetrada por escuadrones de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), con la cercana colaboración de agentes del Estado. Aunque el Bloque Norte de las AUC, que operaba en la zona, se desmovilizó oficialmente, la estructura armada que directamente causó la mayor parte de la violencia (Frente Contrainsurgencia Wayuu) continuó operando (Grupo de Memoria Histórica 2010). Aun así, el proceso de reparación de víctimas tomó el formato más popular para el propósito: comisiones de la verdad y reconciliación que, aunque tienden a reconocer el papel del Estado en el conflicto, lo naturalizan como legítimo impartidor de reparación y cuidado (cf. Hayner 2001; Wilson 2001, 2003). Con base en datos derivados del trabajo de campo etnográfico realizado, entre los años 2007 y 2008, con una organización de mujeres indígenas wayuus cuyo principal interés era (y sigue siendo) representar a sus comunidades en el clamor por justicia posterior a su victimización, llevo a cabo un análisis en el que la agencia no se concentra en una sola organización, institución, persona u objeto físico; por el contrario, su localización se encuentra en constante disputa. Los discursos sobre la agencia indígena no solo son enunciados desde múltiples instancias (Rowse 2008) y se encuentran diferencialmente distribuidos en diversas escalas (Merlan 2009), sino que se valen de redes institucionales e intermediarios materiales que determinan su naturaleza. Este tipo de análisis permite aproximarse a uno de los rasgos más interesantes de la refiguración de la indigenidad a través de la
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victimización, a saber: que en última instancia los objetos y sujetos se vuelven indiferenciables como agentes de la ciudadanía indígena (cf. Latour 1993/2007). Mi análisis toma como punto de partida los mecanismos y estrategias de visibilización centrales en la mencionada organización indígena, conocida en wayuunaiki (literalmente, la lengua de la gente) como Sütsüin Jieyuu Wayuu, o, en español, Fuerza de Mujeres Wayuu (en adelante FMW o la Fuerza). Me concentraré particularmente en una misión de verificación en la cual confluyeron múltiples actores. En segunda instancia, analizaré las sucesivas articulaciones de los discursos de la victimización indígena a nuevas formas de política social orientadas a indígenas de La Guajira.
LLEGAR
A SER UNA
“VÍCTIMA
INDÍGENA”
E
l uso de metáforas e ideas relacionadas con la victimización no es nuevo con respecto a la negociación de la inclusión política y social de pueblos indígenas en Colombia. El reconocimiento del sujeto indígena por parte de Bartolomé de las Casas (1552/2006) ya estaba empapado del lenguaje de la victimización. Esta victimización debe ser vista, al menos, en dos instancias: por un lado, como el proceso de violencia que deja tras de sí muerte, heridas y vulnerabilidad; por otro, como el proceso de apropiación o atribución de la categoría de víctima. No existe un fin predeterminado para lo segundo, pero puede incluir la legitimación por parte del Estado como administrador de cuidado; la demanda, por parte de personas que han padecido la violencia, de derechos especiales; o la configuración de un espacio humanitario donde organizaciones no gubernamentales y agencias multilaterales maniobran (cf. Redfield 2008), entre otros. Por supuesto, estos posibles usos no se excluyen mutuamente. Así, por ejemplo, en su estudio sobre el activismo indígena en el siglo XIX, Sanders (2003) muestra que la representación de poblaciones enteras como víctimas, por parte de los mismos indígenas o de sus emisarios, fue un mecanismo poderoso para pedir protección del Estado, y, así, llegó a ser central en el pleno reconocimiento de su ciudadanía, sin que dejaran de ser representados como indígenas. En sus comunicaciones con el Gobierno, los indígenas (o sus abogados) emplearon a menudo el lenguaje
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de la autodenigración y enfatizaron estereotipos que les dieron una posición especial frente a los mestizos2. De manera aún más significativa, al declararse como víctimas, las peticiones ayudaron a sedimentar importantes 2 El mestizaje, en Colombia, alude a la mezcla distinciones y contrastes: como en términos raciales y culturales. indígenas civilizados, merecían prelación sobre los esclavos, los indios salvajes y, por supuesto, sus propias mujeres (Sanders 2003 64-65). Más recientemente, el despliegue de discursos sobre la victimización indígena ha jugado un papel significativo en la constitución de la causa indígena contemporánea. En una crítica del énfasis en agencias autoconstructivas en los análisis sobre la constitución de la categoría indígena, Rowse da particular importancia al proceso como “un efecto de acciones llevadas a cabo por diversos actores diferenciados” (2008, 408), mediados por discursos sobre la vulnerabilidad —que, aunque distintos de los que versan sobre la victimización, son políticamente indiferenciables, como se mostrará más adelante—. Con el fin de perfilar a una persona o población indígena como sujeto de derechos, estos últimos deben ser concebidos como un conjunto de vulnerabilidades, que los hace objetos susceptibles de políticas de cuidado estatal y de desarrollo. En el caso de La Guajira, personas que se reconocen a sí mismas como wayuus consideran inequívocamente la península como su territorio tradicional —aunque el registro arqueológico y la evidencia lingüística los conectan con la cuenca amazónica (Ardila 1996, 2010)—. Este territorio fue uno de los últimos lugares penetrados por las AUC en el país. El interés de esta organización se concentró en el despojo del negocio del contrabando, que estaba en manos de los wayuus desde, al menos, el siglo XVII (Guerra Curvelo 2007), representado en rutas y puertos de salida. El contrabando había garantizado una autonomía territorial y política considerable, y esto produjo que en La Guajira, a diferencia de otros lugares de Colombia, la incursión de grupos paramilitares encontrara resistencia armada. El resultado final, sin embargo, no fue diferente: masacres, asesinatos selectivos y desplazamientos forzados. Aunque el espacio es insuficiente para consignar detalles, es importante notar que la violencia se concentró en familias cuya indigenidad era materia de controversia (por ser consideradas mestizas) para algunas instituciones del Estado y personas no familiarizadas con la génesis de las élites
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locales —que surgieron de matrimonios entre mujeres wayuus y alijunas (extranjeros), como formas de alianza, sin que esto necesariamente implicara mes3 Debido a ciertas nociones matrilineales sobre tizaje3—. Para la población local, la descendencia, los hijos de uniones entre por el contrario, las familias hombres wayuus y mujeres alijuna eran (y son que fueron blanco inicial de la todavía) más comúnmente categorizados como mestizos (véase Wade 2005, para un análisis de violencia paramilitar, aunque nociones alternas de mestizaje). estaban marcadas por la mezcla racial, tenían vínculos parentales y rituales que no los segregaban étnicamente de los que se consideraban más paisanos, es decir, más tradicionales a sus ojos. La Fuerza de Mujeres Wayuu emergió como resultado de las denuncias políticas y legales llevadas a cabo por algunos líderes de La Guajira, después de 2004, cuando se llegó al pico de la violencia paramilitar. En parte a causa de conceptos locales sobre posiciones de género y autoridad, y en parte porque el proceso de paz y los consensos internacionales que lo sostuvieron enfatizaban la figura de la mujer como más representativa y, por ende, representante legítima de las víctimas (Bouris 2007; Dal Secco 2008; Walsh 2008), la organización se encuentra compuesta mayoritariamente por mujeres. Esto no excluye la participación activa de hombres en su estructura, y las mujeres no ven la organización como centrada en el género ni, menos aún, en los derechos de la mujer. Visibilizar la victimización fue una labor principal de la organización desde su origen. En este sentido, sus líderes sitúan la fundación de la organización en una misión de verificación internacional, realizada en 2006, en la cual diversas ONG, agencias multilaterales y otras organizaciones indígenas participaron para verificar el cumplimiento de las recomendaciones del Relator Especial para Cuestiones Indígenas de las Naciones Unidas (Stavenhagen 2004). Esto se debe, en cierta medida, a que la misión reunió una multiplicidad de actores que reconocieron a la organización públicamente. Entre estos actores se encontraba una asociación de izquierda italiana, brazo del partido Rifondazione Comunista, y la Misión de Apoyo al Proceso de Paz en Colombia de la Organización de Estados Americanos (MAPP-OEA). El apoyo emanado de la misión de 2006 fue resultado directo de la manera en que los líderes de la FMW habían usado otro tipo de visibilidad: la de los números y las estadísticas (cf. Fermé 1998).
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Como la mayoría de los líderes de la organización participaron en denuncias de los crímenes de los paramilitares, habían tenido la oportunidad de recolectar información sobre el número y las características de la victimización de comunidades enteras, en forma de hojas de cálculo y declaraciones que circulaban entre distintos actores, por medio del correo electrónico y de presentaciones públicas. Esta fue una circunstancia fundamental para enfatizar la indigenidad de las víctimas. A este respecto, es importante anotar que las víctimas fueron contadas y presentadas como wayuus en un contexto donde los motivos involucrados en las acciones violentas estaban menos relacionados con la etnicidad que con la actividad económica de familias específicas. En cualquier caso, la identificación de un individuo en La Guajira se encuentra ligada a su familia (apushi). La organización de izquierda italiana mostró un particular entusiasmo al proveer apoyo financiero y logístico a la Fuerza. En uno de los numerosos viajes de los líderes a Europa para hacer contactos y lobby, la organización italiana concretó su apoyo en tres formas: darían el dinero para construir una sede de la organización (concretamente, una casa); publicarían un libro compilatorio sobre las denuncias, que reproduciría la lista de víctimas recolectada por los líderes; y, finalmente, realizarían una misión de verificación para crear más visibilidad en el contexto nacional e internacional a través de medios diversos: documentales, comunicados de prensa, declaraciones. La misión propuesta adquirió una importancia enorme en el proyecto de consolidar la organización. En primer lugar, fue la oportunidad de crear nuevas formas de hacer tangibles y volver objeto de intervención a las víctimas en el trabajo práctico de construir alianzas. Un ejemplo de esto fue la negociación de la participación de una agencia de la Organización de Naciones Unidas (ONU) en la misión. En una reunión previa a la misión, que tuvo lugar en Bogotá, entre el representante de la ONU y algunos líderes, estos últimos le preguntaron de qué forma el organismo “daría apoyo y visibilidad a la crisis humanitaria que el pueblo wayuu sufre”. La pregunta es interesante no solo porque implicaba una crisis humanitaria que legitimaba intervenciones subsecuentes, sino también porque daba a entender que se trataba de un pueblo indígena, lo cual, al menos para el caso de “los wayuu”, es materia de muchas disputas. Lo que me interesa en este punto es en qué formas la preparación de la
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misión se convirtió en un espacio para establecer supuestos y condiciones implícitas respecto del sujeto de la victimización, y la relación con otros actores para hacerlo visible. Este proceso implica una objetivización que remueve la agencia del declarado sujeto y, por tanto, lo reduce a un potencial objeto de cuidado. El proceso en La Guajira fue similar. Los líderes prepararon a sus familias para expresar sus experiencias con la violencia y dar cuenta de la respuesta de las instituciones en forma adecuada. Tal como lo percibí, la gente de las comunidades no fue instruida para actuar como vulnerable, sino, de una forma más sutil, para enmarcar su presentación durante la misión en un lenguaje instrumentalista propio de las agencias y organizaciones en apoyo a la Fuerza de Mujeres Wayuu. En otras palabras, la vulnerabilidad juega el papel de iniciar y catalizar relaciones de demanda. La misión, llevada a cabo en septiembre de 2007, duró cinco días y consistió en reuniones con “comunidades” a lo largo y ancho de La Guajira, en las cuales las gentes aportaron “testimonios” que darían lugar a la verificación. Los observadores permanentes de la misión eran cinco personas de la organización donante de los recursos: una senadora italiana, el presidente de la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC), un par de periodistas y tres líderes de la Fuerza. Yo fui parte de la misión, no como observador, sino como colaborador de la FMW, y por ello tuve una participación cercana, del lado de la organización, en las discusiones cerradas, mas no en los actos públicos. Como lo recuerda Beverley (2004), los testimonios no son simplemente una versión de la realidad, sino una forma de agencia del subalterno. Para este autor, el testimonio implica una interpelación para que se haga algo, en los términos de la denuncia o la narración. En casos como los que narro es, sin embargo, una forma de agencia paradójicamente subalternizante. Mi argumento es que no se puede dar cuenta de la agencia del testimonio sin analizar el contexto de enunciación. En la misión, el testimonio estaba asociado a algo así como una oportunidad de hablar, aunque la FMW hubiera realizado la propuesta inicial y hubiera trabajado intensamente para hacerla realidad. En otras palabras, la misión funcionó, en la práctica, menos como la enunciación de una denuncia valiente que como una demanda de cuidado y protección. En este sentido, la mayoría de los testimonios fueron articulados por mujeres, quienes llegaron a
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constituirse como las principales constructoras de verdad en relación con la experiencia de ser víctimas. Además de llegar a ser representantes legítimas de las víctimas (doble o triplemente victimizadas, como son representadas con frecuencia dentro y fuera de la academia), las mujeres son también consideradas, en eventos similares a la misión, como peticionarias desinteresadas y prepolíticas, encarnación misma del “bien común”. Los hombres, que en su mayoría motivaron a las mujeres a hablar frente a instituciones en representación de sus familias, prefirieron mantener una posición (espacial y verbalmente) marginal, y aparecieron como espectadores pasivos de los testimonios de las mujeres. La misión constituyó un espacio en el cual la indigenidad de las víctimas fue motivo de preocupación central y se cristalizó y valoró a través de dos interrogantes implícitos: primero, ¿hasta qué punto son “los wayuus” objetos-sujetos de protección, atención, ayuda y cuidado (para tomar prestados los términos institucionales)? Y, segundo, ¿quién hace el trabajo de representar el mejor interés de un sujeto-objeto nebuloso como lo son “los wayuus”? Definir los contornos del objeto-sujeto en cuestión y las relaciones potenciales que puede establecer con otras instancias, es fundamental para permitir o prohibir, promover o desalentar nociones de agencia e identificaciones específicas —en este caso, la de un sujeto étnico cuya agencia se limita a demandar cuidado—. Quiero dejar en claro en este punto que mi argumento no es que los discursos sobre lo indígena surgieron de la nada en la misión; por el contrario, se actualizaron de tal forma que se convirtieron en el eje de relaciones potenciales entre la población etnicizada/racializada y otros actores. En últimas, las identificaciones étnico-raciales y políticas dependen de la forma en que demandas reales crean potenciales relaciones —en este caso, de cuidado, atención y ayuda—. Así, además de algunos testimonios que narraron las circunstancias de la victimización, la mayoría sirvieron para enfatizar aspectos más generales acerca de la inclusión y la protección y, en últimas, sobre las identidades étnicas y la agencia de las víctimas. Por ejemplo, el testimonio de una mujer interpelaba a los observadores: “¿Saben por qué les digo esto? […] porque el presidente [de Colombia, Álvaro Uribe, en su momento] dice que aquí no hay muertos de bala, no hay masacres […]; porque
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dicen que los paisanos [personas reconocidas como indígenas por su fenotipo] les gusta pelear entre ellos. Que un paisano viene con la flecha y el otro con la brasa. Esto lo dicen porque no nos quieren ayudar”. Por eso, la mujer continuaba, ellos “nos han obligado a pedir ayuda, porque somos pobres, somos humildes pobrecitos y tenemos que mendigar”. Las alusiones de la mujer son interesantes. Paisano es un término utilizado para referirse a wayuus pobres. Lleva consigo connotaciones raciales: cuando alguien luce fenotípicamente indígena, es referido como paisano-paisano. Si a esto se le suma el lenguaje autodenigratorio usado hacia el final, el testimonio termina por ser un claro intento de cuestionar el estereotipo de los indígenas de La Guajira como gente violenta e indómita, como eran descritos por los capuchinos a principios del siglo XX (Barranquilla 1953). Este es un estereotipo que la población ha disfrutado y sufrido en partes iguales (cf. Orsini Aaron 2007), y que la mujer busca objetar recurriendo a la imagen del indígena bueno y vulnerable que merece ser cuidado, imagen no muy diferente a la identificada por Hale (2004) en Guatemala. Esto es incluso más significativo si se trae a la luz que el reconocimiento como víctimas que recibieron las familias incluidas en la FMW, fue inicialmente discutido por instancias como la CNRR, con el argumento de la violencia legendaria de los habitantes de La Guajira. Lo mismo sucedió allí en otros casos de violencia paramilitar (Grupo de Memoria Histórica 2010). Un patrón común en la emergencia de ideas concretas sobre la indigenidad wayuu en la misión fue que las nociones de victimización actuaron como articuladores de un conjunto de estereotipos sobre lo wayuu. Así, por ejemplo, se atrajo constantemente la atención sobre el liderazgo de las mujeres, asociado con la triple discriminación; esto implica una necesaria exclusión en el pasado, y además no se hicieron las preguntas que ameritaba el caso. La práctica masculina de alternar varias residencias y trabajos se caracterizó como desplazamiento en los testimonios, y, más significativamente, la autonomía territorial se reescribió en términos de “abandono del Estado”. Estas declaraciones dieron lugar a manifestaciones, por parte de los observadores, sobre su voluntad de cuidar de las víctimas. Pero las cosas no son sencillas al proclamar la representación y propiedad sobre las víctimas indígenas. La misma misión daría
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evidencia de esto. Una reunión interinstitucional fue programada como clausura de la misión, con el fin de socializar los resultados. Esta fue la oportunidad para que miembros de distintas instituciones fueran sermoneados y amenazados con denuncias internacionales por los miembros de la asociación italiana. Con distintos grados de agresividad en sus respuestas, los cuerpos gubernamentales argumentaron que en realidad ya estaban atendiendo a las víctimas, aunque de una manera ligeramente distinta a la planteada por los miembros de la misión. La opción que ofrecían era la de brindar programas a determinadas familias en áreas tradicionales de las políticas sociales. Así, a las víctimas de la violencia que habían sido desplazadas de su territorio se las había reubicado en resguardos, desde los que emprendían el proceso para convertirse en beneficiarias del programa de transferencia condicionada de dinero en efectivo llamado Familias en Acción, administrado por Acción Social, el cuerpo gubernamental de bienestar social para los más pobres. Volveré a referirme a este programa en la siguiente sección. En suma, la objetivización de las víctimas es un proceso que opera simultáneamente en diversas escalas, y en el que se realiza una permanente actualización de ideas sobre el sujeto indígena como inevitable objeto de cuidado. Estas ideas comprenden desde sutiles pretensiones de representar a las víctimas indígenas hasta abiertas declaraciones de propiedad y cuidado de ellas como constituyente automático de algunos cuerpos estatales. Hasta aquí, he puesto en evidencia cómo los discursos de la victimización perfilan la indigenidad a través de formas ambivalentes de agencia (el indígena se convierte en agente solamente en la medida de su potencial solicitud del cuidado de otros). La pregunta siguiente es cómo estos discursos han llevado a refigurar las estrategias multiculturales, basadas en la retórica de la autodeterminación y la pluralidad.
CONEXIONES
IMPROBABLES: INDIGENIDAD EN
ACCIÓN
U
na vez autodeclaradas víctimas, las familias pasaron por un proceso notablemente tecnocrático de inclusión, liderado por el Estado. Dos años después de la misión, y transcurrido un
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interminable periodo de espera por las reparaciones monetarias propuestas para las víctimas en el marco del proceso de desmovilización de los paramilitares (que no han sido entregadas a la fecha de escritura de este artículo), se empezó a implementar en toda La Guajira el programa Familias en Acción, que incluía a las familias de los líderes más activos de la FMW. Este programa realiza transferencias de dinero en efectivo condicionado a escala nacional (Colombia, Agencia Presidencial para la Acción Social y la Cooperación Internacional [Acción Social] 2008). Es importante no perder de vista que el despliegue de discursos sobre la victimización indígena está en permanente tensión y dependencia con el riesgo real de perder la vida misma, sea a través de las balas o del crónico y progresivo debilitamiento de la subsistencia. Este juego entre desplegar la victimización discursivamente y el hambre y el desarraigo producidos por la violencia son determinantes para comprender cómo se refigura el multiculturalismo como estrategia de articulación política de los pueblos indígenas y, más ampliamente, como nodo central en la transformación de toda identificación (Butler 2004, 2009). En esta transformación confluyen dos procesos: el primero implica el uso programático de la vulnerabilidad producida por la violencia en la operación de herramientas multiculturales; y el segundo implica la articulación de la ciudadanía como elemento constitutivo de la indigenidad. En otras palabras, la vulnerabilidad producida por la violencia arrastra a las personas a hacerse parte de estrategias de inclusión altamente reguladas por el Estado, cuyo criterio inicial es la etnicidad de los beneficiarios. Ciudadanía, indigenidad y vulnerabilidad terminan por ser indivisibles en la práctica. En realidad, la vulnerabilización de la población indígena de La Guajira es el último en una serie de movimientos que han erosionado la autonomía local. Las políticas comerciales neoliberales y las reformas multiculturales fueron importantes antecedentes en el proceso de establecimiento del Estado en la región. En particular, las políticas multiculturales fueron implementadas a través de organizaciones semioficiales llamadas Asociaciones de Autoridades Tradicionales (Colombia, Presidencia de la Republica, Decreto 1088 de 1993, Diario Oficial n.° 40914), que iniciaron una pugna entre comunidades y familias por la adquisición de recursos públicos. En apariencia, esas asociaciones fueron desplazadas por
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estrategias como Familias en Acción y por las mismas promesas de reparación. Sin embargo, las asociaciones se invistieron de una nueva importancia y, en mi opinión, es imposible entender aisladamente estos tres tipos de articulaciones políticas de la indigenidad. Mi argumento último es que la confluencia de las tres sirve para caracterizar regímenes emergentes diferenciables del multiculturalismo tal como se ha entendido hasta el presente. La primera conexión, cuya exploración es fundamental, es la que existe entre las reparaciones y las formas emergentes de política social orientadas a poblaciones indígenas. De forma paralela a la CNRR, el Gobierno colombiano implementó un inmenso programa de transferencia de dinero efectivo condicionado (TEC) desde 2005. Las TEC, generalmente (cf. Inter-American Development Bank [IDB] 2007), consisten en subsidios monetarios que se entregan a madres para que los empleen en la educación y la alimentación de sus hijos. En el año 2005, Familias en Acción se constituyó en el primer ejemplo de TEC en Colombia. Acción Social, el cuerpo estatal del cual depende, emergió de la fusión de dos agencias: la primera, la Agencia Colombiana de Cooperación Internacional (ACCI), gestionaba y administraba recursos de cooperación internacional; la segunda, conocida como Red de Solidaridad Social (RSS), estaba a cargo de la atención humanitaria a víctimas del conflicto antes del proceso de paz iniciado por la Ley 795 del 2005. Aunque la CNRR asumió algunas de las responsabilidades de la RSS, Acción Social fue la directa heredera del marco legal para atender a las víctimas del conflicto (concretamente, la Ley de Atención a las Víctimas de 1999). Estas conexiones han hecho cada vez más borrosas las fronteras entre Acción Social y la reparación de víctimas, pues es con esta agencia estatal, y no con la CNRR, con la que directamente tienen contacto las personas que han sido violentadas o que están en riesgo de serlo. Familias en Acción es un programa nacional, pero su componente específicamente indígena estaba siendo probado en La Guajira en el momento de mi trabajo de campo. Aquello que se suponía hacía indígena a este programa no era una aproximación étnica al complejo problema del bienestar; era sencillamente que funcionaba a través de las Asociaciones de Autoridades Tradicionales, las organizaciones semioficiales, multiculturales por excelencia, anteriormente mencionadas. Quiero subrayar que aquí es que se impone un triple condicionamiento a la inclusión ciudadana: personas y comunidades
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enteras deben declararse, a través de prácticas administrativas, simultáneamente como víctimas, vulnerables e indígenas. El condicionamiento práctico de las reparaciones y de otro tipo de “ayudas” se inicia en el conteo de los potenciales beneficiarios de provisiones estatales (que pueden ir desde mercados que valen unos pocos pesos, hasta proyectos de cientos de millones). En la medida en que comunidades, familias y líderes son permanentemente interpelados para que demuestren responsabilidad en la propia mejoría de sus condiciones de vida (que en todo caso solo puede ser ejercida como solicitud de ayuda, con lo que se vuelve en círculo sobre los argumentos de la sección anterior), el oficial de Familias en Acción Indígena entrega a los líderes un formato para llevar a cabo los censos de las comunidades respectivas. La encuesta requiere información sobre edad, sexo, escolaridad, dominio del wayuunaiki y, de manera significativa, el número del documento de identidad (cédula o registro civil de nacimiento) de cada uno de los miembros de la unidad doméstica de referencia. Ahora, si bien las cédulas son normalmente expedidas por la Registraduría Nacional del Estado Civil (en adelante, Registraduría), debido a la difícil movilización por el territorio las Asociaciones de Autoridades Tradicionales actúan como intermediarios para adquirir estos documentos. Para la mayoría de la población resulta entonces imposible obtener una cédula sin pertenecer antes a una asociación indígena, y esto representa en la práctica un filtro etnicizante del reconocimiento ciudadano. Existe algo fundamentalmente paradójico, si no abiertamente circular, en el acceso a las provisiones estatales que las cédulas objetivizan: con el fin de llegar a ser ciudadano en pleno sentido, un individuo debe ser inicialmente marcado en la práctica como indígena, de acuerdo con formas oficialmente reguladas de afiliación étnica. Lo último no es, por supuesto, totalmente nuevo. Lo que emerge aquí es indudablemente una estrategia individualizada, cualitativamente distinta de la que ha aplicado el Estado a comunidades o resguardos. Para completar la imagen, es importante notar que la lógica se replica en términos del acceso que tienen los ciudadanos indígenas a servicios orientados a indígenas por medio del mismo objeto: la cédula. Las Asociaciones de Autoridades Tradicionales progresivamente dependen de tecnologías de identificación personal para sostener su poder; así, requieren de listas con números de cédulas y huellas dactilares como prueba de su base social al
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momento de ser constituidas legalmente. Además, dependen de recursos girados por el Gobierno nacional o local para subsistir, pero estos dineros están condicionados a la entrega de listas de beneficiarios acompañadas de sus respectivos números de cédula. Nótese, de paso, que la dependencia de los recursos estatales ha hecho de estas asociaciones unos bastiones electorales para algunos sectores de la derecha que detentan el poder, tanto a nivel local y nacional, y que precisamente han sido negligentes con el paramilitarismo. Finalmente, tener una cédula y pertenecer a una asociación son requisitos indispensables para adquirir un certificado expedido por las oficinas locales de asuntos indígenas, que declaran la indigenidad de una persona ante distintos cuerpos del Estado, como las universidades públicas y el Ejército. El círculo se puede entender, más esquemáticamente, de la siguiente manera: 1) las personas vulneradas por la violencia acuden a estrategias en las que la inclusión y la reparación aparecen como indistintas; 2) dichas estrategias requieren testificar la ciudadanía, que, en la práctica, no puede adquirirse sino con la intermediación de organizaciones oficiales étnicamente específicas; y 3) las organizaciones necesitan, para funcionar, producir ciudadanos indígenas que respalden sus acciones. De esta forma, el acceso a las cédulas y su correlativo condicionamiento a la membresía en una Asociación de Autoridades Tradicionales ilustran muy bien la paradójica configuración de la ciudadanía indígena, sujeta a formas altamente normativas de etnicidad —vulnerables y victimizadas por defecto—.
CONCLUSIONES
L
as formas contemporáneas de articular la ciudadanía indígena en La Guajira pueden ser interpretadas a través de dos vectores complementarios. Primero, las reparaciones funcionan como un espacio para articular nuevas políticas sociales y para radicalizar los discursos sobre la ciudadanía como elemento constitutivo de la experiencia indígena. En este último sentido, brindan la oportunidad de consolidar formas de agencia contradictorias, que solo pueden ser desplegadas en forma de demandas de protección y ayuda. En segundo lugar, la radicalización de los discursos sobre la ciudadanía, que se manifiesta en las solicitudes de protección,
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depende de organizaciones surgidas del marco multicultural, como las Asociaciones de Autoridades Tradicionales. Así, la inclusión se manifiesta en un triple y simultáneo condicionamiento a ser vulnerable, víctima e indígena. Estos dos vectores sirven de marco para (re)imaginar las nociones de la indigenidad, y como arena donde se disputa la inscripción de una agencia paradójica en comunidades, familias e individuos. El punto no es si existe o no algo cualitativamente distinto al multiculturalismo en la articulación de sus organizaciones, sus estrategias nuevas de política social y su despliegue de nociones de vulnerabilidad y victimización desde y los indígenas y hacia ellos. La retórica multicultural tiene la misma fuerza que hace una década, pero las relaciones sociales a las que da pie están sufriendo un cambio de naturaleza que apenas se empieza a perfilar. En estas condiciones, resulta más valioso analizar de qué manera dicha retórica se transforma en objetos, formas de agencia y subjetividades a través de las relaciones sociales. Mi propio análisis es que existe un proceso de identificación progresiva entre la condición de víctima indígena y las prácticas administrativas que dictan lo pensable y lo impensable en las formas de ser indígena en la Colombia contemporánea. Esta conexión, en principio contingente, termina siendo ineludible en la práctica de la inclusión indígena, que se configura, de esta manera, como un aparato de producción de dependencia.
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GOBERNAR(SE)
EN NOMBRE DE LA CULTURA.
Interculturalidad y educación para grupos étnicos en Colombia AXEL ROJAS UNIVERSIDAD DEL CAUCA
[email protected]
Resumen
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l objetivo de este artículo es mostrar el despliegue de la interculturalidad en Colombia, particularmente el proceso en el cual se produce su articulación con programas de educación para grupos étnicos. Basado en la noción de gubernamentalidad, argumentaré que, más que como una alternativa al multiculturalismo, la interculturalidad opera como una de sus tecnologías de gobierno de la alteridad. Es decir, como un conjunto de dispositivos encaminados a la orientación de la conducta de ciertas poblaciones e individuos, en este caso en nombre de su diferencia cultural. PALABRAS CLAVE: multiculturalismo, interculturalidad, educación para grupos étnicos, gubernamentalidad.
(SELF)-GOVERNMENT IN THE NAME OF CULTURE: INTERCULTURALITY AND ETHNIC GROUP EDUCATION IN COLOMBIA Abstract
T
he purpose of this article is to trace the rise of interculturality in Colombia by focusing on the process by which it has become articulated to education programs aimed at ethnic groups. Working from the concept of governmentality, I will argue that instead of being an alternative to multiculturalism, interculturality rather operates as one of its technologies of governing alterity. So to speak, it operates as a series of devices aimed at the orientation of the conduct of certain populations and individuals, in this case, on behalf of their cultural difference. KEY WORDS: multiculturalism, interculturalism, ethno-education, governmentality.
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INTRODUCCIÓN1
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obre la cultura recae hoy en día una atención inusual, que se expresa tanto en las formas más aceptadas y extendidas de pensar el momento histórico como en las características de muchas de sus disputas; podríamos decir, con Trouillot, que “ahora la cultura explica todo” (2011, 176). Como parte de esta visibilización creciente de la cultura —o las culturas— han surgido novedosos problemas: 1 El presente artículo es resultado de una investinuevos objetos de atención e ingación realizada para optar al título de magíster tervención política y académica. en Estudios Culturales de la Universidad Javeriana. Una parte de los argumentos presentados Uno de los más destacados en el ahora se encuentran en la tesis elaborada con momento es la cuestión multital propósito. cultural, la creciente certeza de habitar un mundo poblado por distintos grupos culturales; y junto a este, el problema de las relaciones entre dichos grupos (relaciones interculturales). Se trata de un problema que ha llegado a dispersarse de tal forma que abarca hoy en día ámbitos cada vez más amplios de la vida social, como la salud, el derecho, la economía y la filosofía, para mencionar solo algunos. Con el fin de comprender la manera en que las relaciones entre culturas han adquirido tal relieve en las preocupaciones de nuestro tiempo, analizaré los programas de educación indígena y etnoeducación en Colombia. Me centraré aquí en el problema de las relaciones entre culturas, que en Colombia tuvo su emergencia en la primera mitad del siglo XX, en el marco de las políticas indigenistas promovidas por organismos como la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco), agencias de cooperación internacional en asocio con entidades estatales y, con frecuencia, organizaciones sociales. Estos proyectos tuvieron un primer momento de institucionalización en la década de los cuarenta, luego de la realización del Primer Congreso Indigenista Interamericano (1941) en Pátzcuaro (Ballesteros y Ulloa 1961); en ese primer momento, la interculturalidad era empleada como una categoría descriptiva, que hacía referencia a los espacios y relaciones de contacto entre poblaciones indígenas y poblaciones mestizas (Aguirre Beltrán 1957). Progresivamente, el concepto de interculturalidad se irá haciendo más prescriptivo, y entonces las trayectorias de la educación indígena y de la etnoeducación adquieren especial relevancia
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para comprender el despliegue de programas y proyectos que se proponen como alternativas para modificar las relaciones históricas de subordinación entre grupos que conviven en espacios multiculturales. Con el paso del tiempo, la interculturalidad comenzará a ser conceptualizada como proyecto; no como algo existente, sino como algo por alcanzar. Los programas que empiezan a ser calificados como interculturales (educación intercultural, epidemiología intercultural, filosofía intercultural, etc.), o sustentados en principios entre los que se incluye la interculturalidad, son presentados como proyectos dirigidos a la transformación de las formas históricas de sometimiento de poblaciones y de imposición de saberes, de tal manera que las relaciones jerarquizadas sean remplazadas por otras de tipo horizontal. Simultáneamente, a medida que se consolida esta enunciación de la interculturalidad como proyecto, se produce un nuevo giro en los debates académicos, que la empiezan a plantear como una alternativa al multiculturalismo. En tal sentido, en este artículo me propongo mostrar cómo, más que una alternativa al multiculturalismo, la interculturalidad opera como tecnología de gobierno de la alteridad: como un programa que define la manera en que deberán comportarse quienes son pensados como los otros de la nación. Con este propósito, analizo las políticas de educación para indígenas y afrodescendientes que han sido promovidas por el Estado, organismos multilaterales, sectores de la academia y organizaciones sociales, hace ya casi un siglo. Una de las características de estas políticas es haber logrado presentarse como resultado de una aspiración ancestral y como componente esencial de las políticas étnicas. Sin embargo, mostraré cómo emergen en las entrañas de la burocracia estatal —nacional y transnacional—, ligadas a las políticas de la academia y en un momento histórico particular. En esta perspectiva, tomo distancia de posturas más comunes en Colombia y América Latina, que han entendido la interculturalidad como parte de un proyecto político y epistémico que recogería la voz o los principios ideológicos de organizaciones sociales, indígenas y afrodescendientes (Bolaños et ál. 2004; Rappaport 2008; Walsh 2004, 2009); es decir, aquellas que la entienden como un proyecto alternativo agenciado por los grupos étnicos de acuerdo con sus intereses, y que desconocen su orígenes y trayectorias.
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Ahora bien, elaborar una crítica del multiculturalismo no supone desconocer su potencial democratizante. Es indudable que pensar en términos culturalistas ha posibilitado poner en cuestión los proyectos imperiales de subalternización de poblaciones y saberes, lo cual ha potenciado novedosas expresiones de la política. Al hacer énfasis en los riesgos y contradicciones de proyectos como el de la interculturalidad, lo que se intenta es proponer nuevos elementos para la discusión y hacer visibles algunos procesos en los que se produce la sedimentación del culturalismo, que es el nuevo sentido común de la época en que vivimos. Un sentido común que clausura amplias posibilidades de lo político, incluso cuando promueve la idea de estar ampliando sus horizontes.
EL
MULTICULTURALISMO COMO
GUBERNAMENTALIZACIÓN DE LA CULTURA
D
e manera semejante a como durante los siglos XIX y XX se produjo un proceso de gubernamentalización, que consistió en la progresiva multiplicación de las formas de gobierno de los seres humanos y en la creciente capacidad del Estado para gobernar y ser demandado como aparato de gobierno (Foucault 2006), durante las décadas finales del siglo XX y lo que va corrido del presente se ha producido un proceso ascendente de gubernamentalización de la cultura. La noción de gubernamentalidad permite ver cómo operan las estrategias, tácticas y autoridades que se plantean como propósito el bienestar de individuos y poblaciones, o la eliminación de los conflictos que los afectan, y que en consecuencia procuran conducirlos a la adopción de mejores prácticas de vida o, en general, a la alteración de su conducta (Inda 2008). Desde esta perspectiva podemos analizar con mayor complejidad los entramados de relaciones de saber-poder en los que individuos y poblaciones llegan a orientar sus acciones de acuerdo con ciertos principios y conceptos cuya autoridad aparece como incuestionable, y podemos también rastrear la manera en que dichos conceptos se enraízan en prácticas y se hacen objeto de programación de la conducta de estas poblaciones, tanto por otros como por sí mismas. Es decir, comprenderemos a la vez cómo son gobernadas ciertas poblaciones y cómo se gobiernan
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a sí mismas, y que ciertos proyectos que fueron concebidos inicialmente como técnicas de integración son reclamados hoy como alternativas y expresiones de resistencia. Según plantea Foucault, la gubernamentalidad está relacionada con un tipo de poder que tiene como blanco a la población2; se trata de la preeminencia de un tipo particular de poder que puede ser llamado gobierno, y de un proceso mediante el cual el Estado ha sido progresivamente gubernamentalizado (Foucault 2006, 2 La noción de población es capital en el trabajo de Foucault, quien la desarrolló, entre otras, 136). Así, resulta indispensable en las clases del Collège de France del mes de comprender que el gobierno no enero de 1978 (2006, 15-108). es algo que el Estado despliega 3 Valga mencionar que nociones como diversidad o incluso multiculturalidad operan como sobre los ciudadanos, sino una cultural formas de nombrar la alteridad: refieren a la exisforma de poder ejercida por di- tencia de grupos humanos que ocupan un ( versas entidades, organizaciones e individuos, a quienes se les reconoce la autoridad para intervenir sobre la conducta de los seres humanos. El gobierno es un tipo de poder ejercido incluso por aquellos que en apariencia son ajenos a él, como pueden ser los maestros, los indígenas, los afrodescendientes, los activistas y los académicos, entre otros. Su blanco principal son las poblaciones, lo cual implica que las autoridades políticas y de otra índole buscan intervenir sobre aspectos específicos de la conducta humana con el propósito de mejorar su seguridad, longevidad, salud, prosperidad y felicidad (Inda 2008, 6). Así pues, cuando hablo de gubernamentalización de la cultura me refiero al proceso en que unas formas particulares de gobierno de individuos y poblaciones han llegado a estar sustentadas en razones culturalistas, es decir, a formas de gobierno que se caracterizan y se sustentan en la proliferación de saberes expertos que describen, analizan y prescriben las formas adecuadas de comprensión y conducción de las sociedades que son concebidas y se conciben como multiculturales. Este proceso está relacionado con la progresiva certeza de nuestro tiempo de habitar un mundo compuesto por grupos culturales, en el que las formas de entender lo social están marcadas por nociones como cultura y diversidad cultural, por saberes como la antropología y el derecho, y por la presunción de que ciertas expresiones de la política y ciertos sujetos tienen mayores posibilidades y legitimidad en sus intervenciones para transformar el mundo3. A este proceso, que llamo gubernamentalización de la cultura, lo conocemos
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como multiculturalismo: un proyecto de gobierno de individuos y poblaciones sustentado en razones culturales. Junto a él, y como uno de sus elementos constitutivos, emerge el problema de las relaciones entre culturas o interculturalidad, la cual es una tecnología del multiculturalismo y por eso se la encuentra comúnmente ligada a ciertos proyectos como una razón política. Con el objetivo de analizar históricamente cómo ha operado 4 Para un análisis más completo de estas probleel multiculturalismo en Colommáticas, resultaría interesante estudiar también cómo la interculturalidad fue progresivamente inbia, resulta especialmente esclacorporada en las demandas políticas de organirecedor estudiar la manera en zaciones sociales, en las conceptualizaciones de que las relaciones entre culturas los intelectuales indígenas y afrodescendientes y en los proyectos curriculares realizados por ellos han sido objeto de atención e mismos. Aunque esto sería objeto de otro texto. intervención de las políticas de 5 Jonathan Inda, basado en el trabajo de FouEstado4. Desde inicios del siglo cault, propone una analítica de lo moderno en la que considera tres dimensiones del gobierno. XX, es posible observar cómo la “En primera instancia están las razones de ( interculturalidad se encuentra ligada a programas o proyectos dirigidos a las poblaciones que son pensadas como los otros de los proyectos nacionales a lo largo y ancho del planeta (Montalto 1978; Redden y Ryan 1951; Walsh 1973). La interculturalidad opera como objeto de atención académica y como principio o meta de programas políticos, educativos, epidemiológicos, administrativos o filosóficos, referidos a poblaciones indígenas, afrodescendientes y migrantes, principalmente. Para comprender cómo ha sucedido este proceso, es necesario analizar la manera en que la cultura ha llegado a ser un argumento en nombre del cual se busca conducir la conducta de individuos y poblaciones: es decir, el proceso mediante el cual se constituye en razón de gobierno. De otro lado, es necesario analizar las tecnologías, que son la forma pragmática que adquieren dichas razones (Inda 2008), y que se materializan en documentos, dispositivos, declaraciones, políticas y proyectos, en los que se expresan las voces de instituciones y expertos autorizados para definir y prescribir las conductas requeridas5. ( lugar de otredad en relación con aquel o aquellos grupos que ocupan el lugar de mismidad, en un momento determinado, en una formación social específica. Es así como, en los países históricamente sometidos a la colonización hispana, la multiculturalidad ha venido siendo entendida como sinónimo de plurietnicidad; y la etnicidad, como equivalente a la presencia de poblaciones sometidas en el marco de la experiencia colonial (indígenas y afrodescendientes, epecíficamente), mientras que en países como Estados Unidos y algunos de Europa, la etnicidad se refiere a la presencia de poblaciones de inmigrantes. Es decir, la multiculturalidad no es un hecho objetivo, siempre igual en todos los momentos y lugares, sino que adquiere expresiones particulares según los contextos.
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En este sentido, analizo cómo opera la interculturalidad entendida como tecnología, a través de un proyecto concreto, que es el de la etnoeducación; un proyecto que define quiénes son considerados otros, en qué circunstancias, de acuerdo con qué atributos; y al mismo tiempo, cómo deben relacionarse con la cultura, los conocimientos y las políticas en relación con los cuales son considerados otros6. Aunque no es la única tecnología del multiculturalismo, sus trayectorias, objetivos, conceptualizaciones e institucionalidades, así como las poblaciones que son objeto de su accionar, permiten comprender cómo opera el proceso de gubernamentalización de la cultura.
EL
DESPLIEGUE DE
UNA TECNOLOGÍA
A
( gobierno; esta dimensión reúne todas aquellas formas de conocimiento, de experticia y de cálculo que hacen posible que pensemos a los seres humanos como susceptibles de programación política. En segundo lugar están las técnicas de gobierno; al dominio de lo técnico pertenecen los mecanismos prácticos, los instrumentos y los programas por medio de los cuales autoridades de distintos tipos buscan dar forma e instrumentalizar la conducta humana. Finalmente están los sujetos de gobierno; esta dimensión cubre los diversos tipos de identidad individual y colectiva que emergen a partir de, y al mismo tiempo sustentan, la actividad gubernamental” (2008, 2). 6 El interés por la cultura en este artículo no tiene que ver con la validez o exactitud de una definición empleada por quienes hablan de la interculturalidad, o cualesquiera otros; lo que me interesa es ver cómo ella opera como principio de inteligibilidad de lo social y cómo se produce su inserción en entramados de saber-poder. Cuando me refiero a la palabra cultura, lo que me interesa es cómo en su nombre se diseñan y ejecutan programas de gobierno de poblaciones; programas que pueden ser y son con frecuencia requeridos y dirigidos por aquellos grupos objeto de gobierno. Es decir, mi objetivo es comprender cómo individuos y poblaciones son gobernados y se gobiernan a sí mismos en nombre de la cultura. 7 En Colombia, grupos étnicos es una categoría de uso social y académico que hace referencia a poblaciones indígenas, afrodescendientes y gitanas. Aunque de manera bastante distinta en cada caso, estos tres grupos encarnan de manera predominante lo que se entiende como diferencia cultural.
partir de la década de 1980, la preocupación por las relaciones entre culturas comenzó a hacer parte de ciertas disputas políticas y académicas promovidas por grupos étnicos7 o en nombre de ellos. Las condiciones que hicieron posible la emergencia y despliegue de la interculturalidad tuvieron que ver, inicialmente, con el indigenismo —ligado a la institucionalización de políticas de Estado y de programas académicos de Antropología, principalmente—, así como con la globalización de los derechos humanos y los derechos culturales en el periodo de posguerra, y con las críticas al colonialismo (Anaya 2005; Díaz-Polanco et ál. 1979/1987). No menos importantes fueron la presencia de intelectuales que reclamaron su autoridad para hablar por (o desde) estas poblaciones y sus intereses; y la definición, desde
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el Estado, de mecanismos oficiales de interlocución, de las formas aceptadas de reconocimiento y de los criterios que al final establecerían cuáles voces serían escuchadas al hablar por la diferencia. A la par de estos procesos de tipo institucional se dio la internacionalización de redes de organizaciones sociales, que constituyeron múltiples formas de intercambio y apoyo mutuo, además de lenguajes y perspectivas compartidas para expresar sus demandas y plantear vías de solución (Bonfil 1979; Cunin en prensa; Escobar 2010, 289-298; Santamaría 2008; Wade 2007). Esta conjunción de factores contribuyó a dar forma a proyectos en los que la interculturalidad aparece como un fin asociado a la transformación de las relaciones históricas entre grupos humanos con culturas diferentes. Un ejemplo de ello son los programas de etnoeducación que, sustentados en saberes como los de la antropología, la lingüística y el derecho, definen los rasgos que deben caracterizar la educación que reciban o adelanten por sí mismos los indígenas y los afrodescendientes; un rasgo de esta tecnología particular es la centralidad que adquiere en ella la noción de cultura. Como veremos a continuación, los proyectos de etnoeducación son también un mecanismo de difusión de la interculturalidad, a la que se enuncia como un principio en nombre del cual se realizan los programas de educación para grupos étnicos. Hoy en día es común que la etnoeducación sea reclamada o presentada como un derecho étnico, tanto por organizaciones sociales como por académicos y funcionarios. Ello pareciera significar que este tipo de proyectos educativos son esenciales para la preservación de la vida de aquellas poblaciones que se reconocen y son reconocidas como grupos étnicos; de hecho, es común que se argumente que este derecho es fundamental para la preservación de sus culturas. Pero, ¿cómo es que un derecho tan importante solamente llegó a adquirir tal importancia en las últimas décadas? Si analizamos un poco la historia, veremos que la preocupación por la educación de los indígenas y los afrodescendientes no es nueva, aunque comúnmente fue pensada como mecanismo de nivelación de estos grupos a los estándares de civilización del momento. Es decir, no se trató de la preservación de sus culturas, sino más bien de su borramiento y de la adecuación de su comportamiento a formas de ver el mundo propias de las élites de cada época. Vale preguntarse entonces,
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¿hasta dónde estas nuevas educaciones son distintas a las anteriores? ¿La etnoeducación y la interculturalidad son alternativas o inherentes al nuevo proyecto civilizatorio? Desde mi punto de vista, la interculturalidad y la etnoeducación solo son posibles en el actual momento histórico, y son una de sus más depuradas expresiones, muestran la manera concreta como se materializa el multiculturalismo en Colombia. En 1982, el Ministerio de Educación Nacional de Colombia dio un cambio a su política de educación indígena, que a partir de entonces sería conocida bajo la conceptualización de etnoeducación. Según la coordinadora del programa en ese momento, a partir de entonces “[…] empiezan a generarse a lo largo y ancho del país, experiencias educativas encaminadas a la elaboración de programas bilingües-interculturales” (Bodnar 1986, ii). Unos años después, en octubre de 1986, la política de etnoeducación sería caracterizada con tres rasgos fundamentales: ser participativa, bilingüe e intercultural (94). Estos tres rasgos expresan claramente el sentido de la política; los dos primeros eran una muestra de la pervivencia de las políticas indigenistas de integración iniciadas a finales de la primera mitad del siglo XX: la participación buscaba que el indígena aprendiera a gobernarse a sí mismo, y el bilingüismo, entendido como mecanismo de castellanización, apuntaba a que los indígenas La lingüística es uno de los saberes acadéaprendieran el idioma nacional8. 8micos que constantemente estarán presentes Aunque para los ochenta las en el trabajo educativo dirigido a poblaciones políticas indigenistas estaban indígenas, en parte debido al peso que se les otorgó a las lenguas indígenas en la transmisión en proceso de transformación y y reproducción de la cultura, un atributo que se desde diferentes frentes se ha- tornaría infaltable en los discursos de sí y de la diferencia, producidos en nombre de los grupos bía llamado la atención acerca indígenas y —en menor medida, de los afrodesde su carácter homogeneizan- cendientes— vinculados a este tipo de iniciativas. te, también es cierto que para entonces dichas políticas habían conseguido un alto grado de institucionalización, e incluso de legitimidad y demanda social. En otras palabras, aunque se cuestionaba al indigenismo, en las nuevas políticas permanecían muchas de sus lógicas y de sus técnicas de intervención. Lo que podría considerarse más novedoso en las políticas de etnoeducación es la presencia de dos aspectos ausentes de los proyectos de educación indígena anteriores. Por un lado, el planteamiento del problema en términos políticos, asociado a
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la formación de sujetos para la construcción de autonomía, que resultaba del vínculo conceptual con la noción de etnodesarrollo, propuesta en el Grupo de Barbados. Así lo menciona la misma autora: “[…] el diseño de la política y del marco conceptual para la educación indígena expresada en los ‘Lineamientos’, se enmarcan dentro del concepto de etnodesarrollo, teoría elaborada por el profesor mexicano Guillermo Bonfil Batalla […]” (Bodnar 1986, 92, énfasis del original)9. El segundo aspecto novedoso en las políticas de etnoeducación fue la inclusión de la interculturalidad como una de sus características y horizontes, que significaba plantear la dimensión política del conocimiento, también en concordancia con el proyecto del etnodesarrollo. En este primer momento, la interculturalidad aparece ligada a la capacidad del grupo para tomar decisiones de manera reflexiva; se entiende que “la interculturalidad permite apropiarse (o rechazar) de manera reflexiva y crítica, aquellos elementos de otras culturas que constituyan [sic] al mejoramiento de las condiciones de vida de una población” (Bodnar 1986, 95). Aunque este es el momento de emergencia de la etnoeducación, la educación para indígenas era objeto de preocupación desde tiempo atrás, pero en términos bastante distintos. El indigenismo interamericano había avanzado significativamente en la institucionalización de programas de aculturación orientados a la integración de los indígenas a la nación, de los que hacían parte los proyectos de educación indígena (Ballesteros y Ulloa 1961). Estas políticas se implementaron en los diferentes países de la región con distintos niveles de institucionalización a lo largo de varias décadas. Fue así que en 1972 se realizó en Bogotá la Primera Reunión de Trabajo sobre Educación Bilingüe en los Grupos Indígenas, convocada por la Dirección General de Integración y Desarrollo de la Comunidad, del Ministerio de Gobierno, uno de cuyos objetivos era: “Difundir y facilitar el análisis de la filosofía y técnica de la utilización de las lenguas
9 En diciembre de 1981, en una reunión de expertos realizada en Costa Rica, se definía el etnodesarrollo en los siguientes términos: “Entendemos por etnodesarrollo la ampliación y consolidación de los ámbitos de cultura propia, mediante el fortalecimiento de la capacidad autónoma de decisión de una sociedad culturalmente diferenciada para guiar su propio desarrollo y el ejercicio de la autodeterminación, cualquiera que sea el nivel que considere, e implican una organización equitativa y propia del poder. Esto significa que el grupo étnico es [una] unidad político-administrativa con autoridad sobre su propio territorio y capacidad de decisión en los ámbitos que constituyen su proyecto de desarrollo dentro de un proceso de creciente autonomía y autogestión” (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura [Unesco] y Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales [Flacso] 1981). La conceptualización más elaborada de etnodesarrollo se encuentra en Bonfil (1982, 131-145).
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vernáculas como medio de aprendizaje del castellano entre los grupos nativos para lograr al máximo el desarrollo social, cultural y económico de las comunidades indígenas” (Colombia, Ministerio de Gobierno 1972, 4). Como puede verse, la orientación de estos programas correspondía al talante del indigenismo que predominó hasta los años setenta; desde el propio nombre de la oficina encargada: Dirección de Integración y Desarrollo, hasta el planteamiento explícito de emplear el castellano como vía de integración, haciendo uso para ello de las lenguas vernáculas en un proceso de transición; en otras palabras, se trataba de un espacio para el diseño de una tecnología específica dirigida a la integración de los indígenas. Sin embargo, la educación indígena y bilingüe, al igual que las discusiones, los proyectos y las experiencias de alfabetización ligadas al trabajo de investigación lingüística no nacieron en este momento, ni como resultado de una política estatal colombiana; ni mucho menos como un proyecto emergido de las organizaciones indígenas. A manera de ejemplo podemos referir cómo, en el mismo año, la revista Cultura Nariñense publicó una entrevista realizada por fray Javier Montoya a un “profesor indígena bilingüe” acerca de su labor en Sibundoy (Putumayo), entre los kamsás (Montoya 1972), en la cual se muestra que para entonces la noción de educación indígena y bilingüe ya era empleada en la relación entre indígenas y misioneros. De hecho, es posible encontrarla mucho antes. En 1941, en el “Acta final del Primer Congreso Indigenista Interamericano”, en el punto VI, se proponía: “Que los especialistas y Gobiernos trabajen por el perfeccionamiento y la uniformidad de los métodos y las normas de investigación y educación” (en Ballesteros y Ulloa 1961, 281). Posteriormente se la encontrará en las memorias de congresos indigenistas (cf. Instituto Interamericano Indigenista 1968, 85-125), en diversos números de la revista América Indígena (Arana 1976; Bairon 1952; Nahmad 1982; Paulston 1970; Vargas y Loewen 1963) y en algunos balances sobre el indigenismo (Marroquín 1972, 105110; Rubio 1957, 39, 66). Como podemos ver, la aparición de una política de etnoeducación a comienzos de los ochenta no es del todo novedosa. A pesar de que el nombre pueda evocar hoy en día una idea más amplia que la de educación indígena, no fue así en su nacimiento. De hecho, la etnoeducación fue sinónimo de educación
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indígena, al menos hasta mediados de los noventa. Sin embargo, la etnoeducación sí es un hito importante en relación con la problematización de las relaciones entre culturas, y a partir de mediados de los ochenta se constituye en herramienta clave para la difusión de un nuevo sentido de la interculturalidad. Con la etnoeducación la interculturalidad deja de ser una categoría descriptiva empleada para nombrar espacios y relaciones de contacto entre indígenas y otras poblaciones, y se constituye en principio orientador de los proyectos educativos de los indígenas y para ellos: es decir, la interculturalidad da un giro y se hace una categoría prescriptiva.
INSTITUCIONALIZACIONES, CONCEPTUALIZACIONES, APROPIACIONES
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un cuando la educación haya estado ligada históricamente a proyectos que hoy pueden considerarse como opresores, también es cierto que en diferentes momentos lo ha estado a proyectos liberadores o democratizantes. Durante los años setenta y ochenta la educación fue objeto de amplios debates y de propuestas vinculadas a proyectos de transformación social que alcanzaron gran fuerza en América Latina y tuvieron repercusión en otras latitudes (Freire 2000; Torres 1986; Giroux 2004); la educación popular es solo una de las muestras más visibles y de mayor influencia. Ligada a proyectos escolarizados y a otros que tuvieron su lugar fuera de las aulas, incidió con fuerza en la aparición de experiencias educativas locales, gran parte de ellas ligadas a procesos de organización social. Para finales de los setenta y durante la década de los ochenta, estos proyectos eran el foco de discusión acerca de problemáticas locales diversas, como el acceso a servicios públicos, las estructuras de tenencia de la tierra o las historias locales y las trayectorias políticas de los sectores populares (Bonilla et ál. 1972; Fals Borda 1985). Cuando la etnoeducación surgió en el escenario nacional, diversos sectores indígenas, organizaciones sociales y grupos de maestros de comunidades negras contaban con experiencias en el campo educativo, en muchos casos vinculadas a sus particulares proyectos políticos. Por ejemplo, mientras organizaciones como el Movimiento Cimarrón luchaban contra el racismo hacia los
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negros y denunciaban el papel de la educación en su reproducción (Mosquera 1986), otras, como el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), crearon sus programas de educación y avanzaron en la formación de maestros, en el diseño de materiales y en la gestión de proyectos educativos (Bolaños et ál. 2004). De otra parte, este fue un momento clave para la conceptualización de la educación como derecho, algo que tendría especial eco en las demandas indígenas y en la forma en que se concebirían las nuevas políticas de educación indígena. A comienzos de los ochenta, empezó el proceso de institucionalización de la etnoeducación como política estatal, inicialmente mediante la creación de espacios institucionales en el Ministerio de Educación y la producción de documentos de política, y luego mediante un juicioso ejercicio de difusión del nuevo proyecto. Así, en agosto de 1985 se realizó el Primer Seminario de Etnoeducación, convocado conjuntamente por el Ministerio de Educación y la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC), con el patrocinio de la Interamerican Foundation. El documento de memorias incluye un apartado de conclusiones y recomendaciones (Colombia, MEN y ONIC 1986, 135-139), entre ellas la consolidación del equipo del Ministerio en el tema, la ampliación de la participación indígena en las decisiones sobre la política y diversos aspectos relativos a la situación educativa de algunos grupos indígenas a nivel local y regional, en un claro ejemplo de la manera en que se diseñan las técnicas de gobierno de los indígenas en el campo educativo, frecuentemente con el aval de las mismas poblaciones involucradas. Como parte del proceso de difusión del proyecto, el Ministerio realizó un conjunto de seminarios regionales de etnoeducación, en los que participaron maestros, funcionarios, organizaciones indígenas y autoridades tradicionales. Entre 1987 y 1988 se realizaron talleres en Caquetá, Meta, Guaviare, Guainía y Amazonas, entre otros (Bodnar y Carrioni 1987a, 1987b, 1988a, 1988b, 1988c). Para la misma época, el Ministerio publicó el libro Educación bilingüe: comunidad, escuela y currículo (Colombia, MEN s.f.), que era una adaptación de un texto publicado por la Unesco en Chile, en el que se ofrecía una guía de trabajo para maestros, que incluía orientaciones acerca de contenidos y metodologías que deberían emplearse en el trabajo en las aulas. Mientras tanto, algunas organizaciones continuaban su trabajo de diseño de materiales
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educativos, en ocasiones por su propia cuenta o con cooperación internacional, y en otras con el apoyo profesional y financiero del Ministerio. También se avanzó en la formación de maestros que trabajaban en escuelas de población indígena, proceso que dio lugar a los programas de profesionalización de docentes y a la posterior titulación de estos como bachilleres pedagógicos; más adelante estos programas servirían como referente para la creación de programas universitarios de etnoeducación (Caicedo y Castillo 2008). A lo largo de todo este proceso el Ministerio de Educación mantuvo una política bastante irregular en cuanto a la conformación de sus equipos de trabajo, aunque hubo un aspecto que fue objeto de constante requerimiento por parte de algunas organizaciones sociales: la contratación de activistas e intelectuales indígenas y negros para que se desempeñaran como funcionarios en el diseño y la ejecución de las políticas estatales; fue así como algunos intelectuales provenientes de procesos organizativos regionales o nacionales se posicionaron como expertos en etnoeducación. Valga mencionar que un número importante de ellos se desempeñan aún como funcionarios públicos en instituciones del sector educativo, y gestionan proyectos de cooperación internacional en etnoeducación, o como maestros en instituciones educativas locales, de modo que constituyen un importante sector de la intelectualidad étnica en el país. Para comienzos de la década de los noventa, en apenas diez años, la etnoeducación abandonó el énfasis en la construcción de autonomía que se expresaba en las primeras formulaciones de la política, a la luz del concepto de etnodesarrollo, para concentrarse en la dimensión culturalista de conservación y recuperación de tradiciones, como puede observarse en las memorias del II Seminario de Etnoeducación sobre Diseño Curricular y I de Profesionalización, realizado en 1993 (Colombia, MEN 1998), en el que el énfasis en aspectos pedagógicos y de diseño de política pública también es notorio. El seminario tiene, además, implicaciones en otros planos, ya que es uno de los primeros documentos en que se registra participación de población afrocolombiana y se hace referencia a ella como un grupo étnico. Se menciona incluso que, dado el reciente reconocimiento de esta población como grupo étnico, aún es difícil para los participantes referirse a sí mismos en estos términos:
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Dicen que, a partir de la Constitución de 1991, son reconocidos como etnia; por lo tanto, no tienen unos fundamentos como tales; también expresan que hay una diferencia entre raizales y afrocolombianos, pero que tienen puntos comunes en algunos términos, lingüísticos. Se ha venido trabajando por fundamentos educativos en algunas comunidades de manera muy particular como en Palenque, Buenaventura, Chocó y otros pueblos afrocolombianos. (Colombia, MEN 1998, 31)
A los afrocolombianos y raizales les resultaba difícil expresarse en términos que se correspondieran con su nueva condición de grupo étnico, situación que ilustra una de las paradojas de la etnicidad: se supone que estos grupos son reconocidos como étnicos en tanto ya lo eran pero no se les incluía en tal categoría; no obstante, la etnicidad es una categoría académica, jurídica y política llena de contenidos específicos a la que ellos deberán amoldarse. Esta dificultad se observa en la mención que se hace de las experiencias educativas realizadas en comunidades negras hasta ese momento, cuyo lenguaje y objetivos eran distintos de los que para la fecha se habían institucionalizado entre los indígenas (Colombia, MEN 1998, 31). Lo mismo sucedió cuando, en 1993, el Ministerio de Educación realizó en Cartagena el Primer Seminario Taller de Etnoeducación para Comunidades Afrocolombianas (Colombia, MEN El artículo 1.° de la Ley 70 de 1993 reza: “La 1994), en respuesta a uno de los 10 presente ley tiene por objeto reconocer a las compromisos fijados en el taller comunidades negras que han venido ocupando anterior; allí se presentaron como tierras baldías en las zonas rurales ribereñas de los ríos de la Cuenca del Pacífico, de acuerdo experiencias etnoeducativas con sus prácticas tradicionales de producción, el diversos proyectos que se adelan- derecho a la propiedad colectiva, de conformicon lo dispuesto en los artículos siguientes. taban desde mucho antes de que dad Así mismo tiene como propósito establecer existiera tal denominación. Uno mecanismos para la protección de la identidad y otro caso ilustran la manera en cultural y de los derechos de las comunidades negras de Colombia como grupo étnico, y el que opera la violencia epistémica fomento de su desarrollo económico y social, de estas políticas. El hecho de con el fin de garantizar que estas comunidades condiciones reales de igualdad de que a partir del cambio constitu- obtengan oportunidades frente al resto de la sociedad cional de 1991, y específicamente colombiana”. desde la promulgación de la Ley 70 de 199310, se reconozca a las comunidades negras como grupo étnico, tiene efectos significativos tanto en el tratamiento que el Estado da a las poblaciones que empiezan a reclamar este estatus, como en la manera en que son concebidos los proyectos educativos que se venían ejecutando. En este contexto, la noción de
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grupo étnico, además de productora de alteridad, se basaba —y aún hoy lo sigue haciendo— en un molde indígena. Esto significa que no solo produce la idea de otredad, sino que lo hace a partir de un referente particular desde el cual se piensa la diferencia. En 1996 el Ministerio presentó unos nuevos lineamientos de etnoeducación. En ese año la política de etnoeducación, que desde 1986 era concebida como política educativa indígena (Bodnar 1986), expresó de manera más clara un cambio formal, con el título de La etnoeducación. Realidad y esperanza de los pueblos indígenas y afrocolombianos (Colombia, MEN 1996a), y vino acompañada de un documento de Lineamientos generales para la educación en las comunidades afrocolombianas (Colombia, MEN 1996b)11. No obstante, si bien la Ley 70 de 1993 había establecido la Cátedra de Estudios Afroco11 Resulta por lo menos curioso que en la carálombianos (artículo 39), esta no tula del documento el título haga referencia a se reglamentó sino hasta 1998 educación, mientras en su contenido se habla (Decreto 1122), y solo se publicó de etnoeducación. una primera propuesta en 2001 (Colombia, MEN 2001); dilaciones que expresan las distintas lógicas de pensamiento sobre la alteridad que han definido el lugar de la indianidad y la negridad en el país. Esta situación talvez ayude a entender por qué la interculturalidad ha ocupado un lugar marginal en los proyectos dirigidos a las poblaciones negras: su lugar en la producción académica acerca de lo cultural, en la legislación internacional y en las políticas de Estado ha sido distinto del lugar de quienes han sido la representación oficial de la otredad, los indígenas. Desde el inicio de su institucionalización, en 1982, la difusión de la etnoeducación ha sido objeto de atención compartida por parte de indígenas y funcionarios estatales, al tiempo que se creó una amplia legislación relativa al tema, se produjeron documentos de orientación curricular y materiales didácticos y se abrieron programas de formación de maestros en al menos siete universidades. Aun así, y aunque con frecuencia han reclamado del Estado el cumplimiento de la legislación, las organizaciones sociales y algunos intelectuales indígenas y afrodescendientes han manifestado insistentemente su distancia frente a las políticas de Estado, y en muchos casos se han resistido a emplear el término etnoeducación para referirse a sus propios proyectos educativos (Bolaños et ál. 2004, 62). Al respecto, Abadio Green,
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uno de los intelectuales indígenas más destacados en el país, ha planteado que: Los pueblos indígenas debimos aceptar y promover, incluso con una insistencia digna de mejores causas, la educación intercultural bilingüe EIB o etnoeducación. Pero las razones para que ello ocurriera no fueron la aceptación de sus fundamentos y ni siquiera el reconocimiento de sus éxitos, sino su avance frente a la educación evangelizadora e integracionista que había. Obviamente ello condujo a que las propias organizaciones indígenas promovieran la concepción de etnoeducación y considero que otro tanto ocurrió con la EIB […]. (Citado en Regalsky 2002)
Estas tensiones también se expresan en algunas conceptualizaciones elaboradas por el intelectual afrocolombiano Jorge García, para quien el proyecto educativo de las poblaciones negras y afrocolombianas se distancia de aquel que representa un proyecto de nacionalidad homogénea y los intereses de las élites nacionales: El concepto de etnoeducación que se ha filtrado entre líneas del lenguaje institucional, revela la presencia de un pensamiento que busca la reafirmación de lo afro hacia dentro, en un intento por perfilar una propuesta educativa anclada en los intereses colectivos y no tanto en el interés ciudadano. Esta posibilidad de construir educación desde las raíces, en franca relación con los elementos de la identidad y fundamentalmente con el proyecto político-organizativo, es lo que llamamos etnoeducación en una perspectiva endógena. (García 2009, 28)
Como se puede observar, luego de casi tres décadas, ni los programas de etnoeducación ni las entidades y organizaciones que los promueven son homogéneos, ni lo son sus propósitos, ámbitos y estrategias de acción. Sin embargo, habría que analizar hasta dónde estas diferencias expresan una distancia real entre los proyectos etnoeducativos que son promovidos por el Estado y los que son propuestos por intelectuales con actitudes críticas respecto de los primeros. En concreto, habría que analizar cuán distintos son los proyectos políticos y las formas de entender la alteridad que constituyen a unos y otros, y habría que preguntarse si no constituyen dos expresiones de un mismo proyecto.
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MODO DE CIERRE: PEDAGOGÍAS DE LA
ALTERIDAD
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n un contexto en que la cultura adquiere centralidad en tantos y tan diversos frentes, hay un asunto que los atraviesa a todos: la tensión entre unidad y diferencia, la relación entre mismidad y alteridad. Los debates académicos, las políticas estatales, los organismos multilaterales y las organizaciones sociales se refieren de alguna manera al problema de cómo afrontar el hecho de que en cada sociedad, y en las relaciones entre diferentes sociedades, existan trayectorias históricas y circunstancias presentes mediadas por relaciones desiguales de poder. La idea de cultura parece ocultar este hecho a fuerza de hacerlo visible; supone con bastante frecuencia que las diferencias son ontológicas, no construidas en relaciones históricas. Desconoce que la diferencia es relación, asume la otredad como substancia. Esta es una de las paradojas del reconocimiento multicultural: otorga derechos mientras ello no altere el orden establecido.
Pedagogías de la alteridad
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a etnoeducación no es solo una política pública de educación para grupos étnicos, ha sido también una política de producción y de gobierno de la alteridad. Desde sus inicios ha estado ligada a la problematización de las relaciones entre grupos culturales y ha sido espacio de conceptualización de la multiculturalidad y de definición de los mecanismos para administrarla. La etnoeducación no solo es un derecho de los grupos étnicos, entre otras razones porque ella define quiénes son los grupos étnicos, cómo deben educarse y el tipo de relación que deben establecer con los conocimientos y poblaciones que son considerados como no étnicos. Sus currículos están diseñados de tal forma que los sujetos que en ella se educan actúen de acuerdo con una condición de radical alteridad respecto de las sociedades de las que hacen parte; es decir, para que se gobiernen a sí mismos en nombre de la cultura y la diferencia. Tanto en la academia como en las instituciones del Estado y las organizaciones sociales, la etnoeducación es concebida y demandada como educación los grupos étnicos y para ellos:
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busca diseñar y poner en práctica programas de educación que fortalezcan las identidades y culturas de estos grupos. Como proyecto pedagógico, promueve una formación centrada en un conjunto de aspectos definidos principalmente por la antropología —y por otras disciplinas, como la lingüística—, que se supone encarnan las culturas de indígenas y afrodescendientes12; en la mayoría de los casos se trata de atributos escasamente presentes en la vida cotidiana de los grupos o en su conocimiento local, por lo que resulta común que se recurra a nociones como las de recuperación y fortalecimiento cultural. En casi todos los casos, aquellos rasgos que se consideran como propios están definidos por una idea particular de cultura, marcada por lo que se podría llamar el deber de la diferencia cultural. Los grupos étnicos están en la obligación de hacer visible, recuperar, y fortalecer su cultura, a la que se presenta como inconmensurable y siempre en aparente oposición con la que se considera la cultura dominante, moderna, occidental, eurocéntrica o universal; es decir, una cultura subalterna, tradicional, no occidental, no eurocéntrica y local. Como todo proyecto pedagógico, la etnoeducación busca formar un tipo particular de sujetos, en este caso, sujetos étnicos. Es una pedagogía para la producción de alteridades, un proyecto educativo de otrerización. Una característica frecuente de los proyectos de etnoeducación es la denuncia de los procesos de sometimiento e imposición cultural; sin embargo, la mayoría de estos proyectos carecen de un análisis crítico acerca de los efectos de esta historia, y tampoco mencionan las formas concretas en que se expresa en el presente13. En consecuencia, es 12 Es frecuente encontrar referencias a la ancesposible encontrar que se recla- tralidad, las autoridades tradicionales, la lengua men como propias instituciones indígena, la existencia de mitos y leyendas, la tradicional, las formas tradicionales coloniales, como el uso de cas- medicina de producción y la relación armónica con el tigos físicos para ejercer justicia ambiente, entre las más comunes. (cepo, fuete), el cabildo como 13 Talvez la mayor excepción se encuentra en forma de gobierno, las unidades los aspectos lingüísticos, en los que se hace hincapié en la pérdida de la lengua y en el de medida de origen colonial impacto de la imposición del castellano. (castellano, ración) o las fiestas religiosas católicas (fiestas dedicadas a los patronos), entre otras. De esta manera, al ser incorporadas en los proyectos educativos, estas particulares formas de entender la historia promueven la idea de un sujeto esencialmente definido por su exterioridad con respecto a la formación social de la que participa. Es decir,
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proyectan la idea de grupos que constituyeron sus instituciones políticas, definieron sus prácticas jurídicas, adoptaron prácticas religiosas o llegaron a ser hablantes de un idioma por fuera de las relaciones sociales. Esto resulta bastante problemático, sobre todo si se quiere cuestionar la historia del colonialismo. En este contexto, la interculturalidad se ocupa de hacer conmensurable la alteridad, en un proyecto ambiguo que, al tiempo que produce la alteridad, busca integrarla. Opera como fin o principio en nombre del cual se busca evitar que aquellos sujetos de la otredad permanezcan al margen del proyecto de nación: gestiona un particular diagrama de mismidades y diferencias, para el que traza unos contornos bien definidos. Al promover el diálogo entre culturas, propende por que los otros no aprendan solo el conocimiento propio, sino que aprendan también el universal. Dado que es un proyecto dirigido únicamente a quienes se reconozcan y sean reconocidos como sujetos étnicos, más que de interculturalidad se trata de intraculturalidad: solamente afecta a aquellos que se gobiernan en nombre de la cultura. La interculturalidad opera como principio de ordenamiento de lo social, marcando, clasificando, incluyendo y excluyendo expresiones de la diferencia que ella misma produce. No se trata pues de que las diferencias culturales estén allí y de que los proyectos interculturales sean una forma de llegar a tramitar las relaciones entre ellas; de hecho, muchas diferencias culturales no son objeto de ningún tipo de atención intercultural. Estos proyectos intervienen sobre producciones específicas de la diferencia, en particular, sobre aquellas en las que la diferencia opera como alteridad y es clasificada como cultural. No se trata entonces de problematizar cualquier tipo de diferencia, sino un tipo particular en nombre del cual se argumenta la supuesta necesidad de intervenir y transformar las relaciones entre grupos humanos. A ello hay que sumar que la problematización de las relaciones entre culturas no produce los mismos efectos para los distintos polos de la relación. Las poblaciones “mayoritarias” son con frecuencia ignoradas en los programas de gobierno intercultural. De tal manera, se produce primero un régimen particular desde el cual se piensa la diferencia y se problematiza la historia, o la situación actual de su relación con los sectores de la sociedad que encarnan el proyecto de mismidad. Desde este proyecto se enuncian las diferencias, y desde ese lugar se interviene sobre el polo ubicado como alteridad en la relación.
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La etnoeducación llegó a ser posible en un momento en el que la cultura adquiría su centralidad y se dispersaba de manera insospechada en los más diversos ámbitos académicos y políticos, como producto de un proceso histórico en el que se cruzaron múltiples líneas de fuerza, entre ellas, la problematización de la existencia de grupos étnicos dentro de las sociedades nacionales; los cuestionamientos a la noción de raza, que adquirieron su fuerza decisiva luego de la segunda guerra mundial y que se relacionan estrechamente con la institucionalización de la antropología y los debates sobre el racismo en los Estados Unidos (Grimson 2008; Trouillot 2011); los debates propuestos por movimientos intelectuales como el de la negritud, que resultarían esenciales en las luchas anticoloniales y en la transformación de los imaginarios coloniales de la negridad (Césaire 2006); la constitución de un sistema interestatal de derecho internacional, que incluyó los derechos humanos y los derechos sociales y culturales; la creación de instancias para la lucha en contra de las diferentes formas de discriminación y racismo (Anaya 2005); los cuestionamientos al colonialismo, particularmente en la segunda posguerra, que resultaron cruciales en discusiones como las de la autodeterminación de los pueblos y en la emergencia de los “indígenas” como sujetos de derecho (Anaya 2005; Morales 2001)14; la 14 En este contexto, la noción de indígena aparepara nombrar a los pueblos nativos de aqueconsolidación de un sistema ins- ce llos territorios que padecieron la colonización. titucional interestatal orientado a la integración de los indígenas a las sociedades nacionales y al desarrollo (Ballesteros y Ulloa 1961; Unesco 1996); y la creación y consolidación de organizaciones sociales indígenas (Bonfil 1979; Gros 2000), entre las líneas más visibles. Es así que las luchas y proyectos contemporáneos marcados por la diferencia cultural y la etnicidad no pueden ser entendidos como mera resistencia u oposición a un poder por fuera del cual se encontrarían. Al contrario, los términos de las luchas son definidos de acuerdo con las formas de poder propias del momento histórico. Más que como un término o un concepto en sí mismo, la interculturalidad resulta relevante como proyecto político que participa de la producción y gestión de la alteridad; un proyecto que debe ser comprendido en su complejidad, si es que se quiere hacerle resistencia. Los planteamientos que afirman que la etnoeducación es un derecho étnico por el que se debe luchar, en tanto expresa
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las aspiraciones y proyectos políticos de indígenas y afrodescendientes, o aquellos que sostienen que la interculturalidad es un proyecto político y epistémico alternativo nacido en las organizaciones sociales, son, en el mejor de los casos, ingenuos: desconocen la complejidad de los procesos en que se inserta la experiencia contemporánea del multiculturalismo. Si se quiere aportar a la construcción de proyectos políticos alternativos con capacidad real para transformar las relaciones de poder vigentes, es necesario develar cómo opera ese poder en formaciones sociales concretas y en momentos particulares. Para ello es crucial comenzar por comprender las formas en que la diferencia es articulada a formas de gobierno que sostienen, reproducen y legitiman la desigualdad, sobre todo en aquellos casos en que esto implica ir en contravía de las certezas propias del sentido común de la época.
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Recibido: 22 de febrero de 2011 Aprobado: 29 de julio de 2011
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DELHI LECTURE1 La política de los gobernados PARTHA CHATTERJEE DEPARTAMENTO DE ANTROPOLOGÍA UNIVERSIDAD DE COLUMBIA
Nota introductoria y traducción del inglés MARGARITA CHAVES Y JUAN FELIPE HOYOS, GRUPO DE ANTROPOLOGÍA SOCIAL DEL ICANH
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n su Delhi Lecture, el politólogo y antropólogo indio Partha Chatterjee expone las ideas más provocativas de su libro The Politics of the Governed (2004), 1 La Delhi Lecture fue la conferencia inaugural a propósito de la tensión entre el que presentó Partha Chatterjee en la Universidad proyecto de ciudadanía univer- de Columbia. compilación de artículos del mismo autor sal y las demandas de recono- 2fueEsta dirigida por el crítico literario peruano Víctor cimiento y atención diferencial Vich, y recoge los capítulos más significativos de de las poblaciones, de acuerdo The Politics of the Governed, junto con otros artículos destacados de su producción académica. con sus pertenencias étnicas y sociales. Pese a que parte de este libro fue llevado al castellano en la compilación titulada La nación en tiempo heterogéneo (2008)2, traducimos esta conferencia porque introduce novedosos puntos de vista sobre la participación política de las poblaciones gobernadas en sociedades de ciudadanías precarias, que permiten reflexionar sobre los avances en materia de reconocimiento multicultural alcanzados por la nueva Constitución Política de Colombia a veinte años de su promulgación. Partha Chatterjee nació en India, y allí es profesor de Antropología y Ciencias Políticas en las universidades de Calcuta y Jadavpur; también es profesor de la Universidad de Columbia, en los Estados Unidos. Es miembro fundador del grupo de Estudios Subalternos, y fue su editor en los años 1993 y 2000. Sus investigaciones giran Revista Colombiana de Antropología Volumen 47 (2), julio-diciembre 2011, pp. 199-231
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alrededor de las formas de conciencia política y participación subalternas en los procesos de formación de la nación india, con un interés especial en el campesinado y las mujeres. Ha llevado a cabo una relectura de la historiografía tradicional sobre la nación, la ciudadanía y los saberes que han intervenido en la producción de las identidades de la India colonial y poscolonial. Además de su producción académica, Chatterjee también es conocido por sus aportes al teatro indio como autor y actor, por su actividad como compositor de piezas musicales y por algunas apariciones en el cine. Continuando una larga discusión con Benedict Anderson3, en su ponencia Chatterjee afirma que la nación, la ciudadanía y, más en general, la modernidad, no se desenvuelven en una temporalidad ni en torno a un imaginario homo3 Que comenzó con el artículo de Chatterjee géneos que coexistirían diferentitulado “Whose Imagined Community?” (1991), ciados con otras temporalidades e traducido como el capítulo 3 del libro La nación en tiempo heterogéneo (Chatterjee 2008, 89-106). imaginarios premodernos. Al con4 Aunque la palabra estado comúnmente se trario, para Chatterjee la moderescribe con mayúscula, hay toda una línea de nidad se desenvuelve en tiempos estudios sobre el estado, de ciencia política, e imaginarios heterogéneos, que sociología y antropología principalmente, que ha propuesto abandonar esa práctica por conimplican que la diferencia cultusiderar que hace parte de las estrategias por las ral y, si es el caso, la ancestralidad cuales se reproduce la creencia en su existencia sustancial, en que es una entidad real, autónoma de las poblaciones étnicas que la de las interacciones cotidianas entre sujetos. Lo encarnan no son la exterioridad mismo sucede con la palabra gobierno, que de la modernidad sino otro de sus escribimos con inicial minúscula como signo de un cambio de mirada sobre esta noción; así productos. Sin embargo, anota el indicamos que la tratamos de forma diferente. autor, el que la diferencia cultural 5 Foucault analizó el surgimiento, entre los siglos sea consustancial a la moderniXVI y XVIII, de la gubernamentalidad como una forma de gobierno que hace ya no de la soberanía dad no niega que “buena parte de territorial sino de las poblaciones el objeto privila gente en el mundo” participe legiado de administración, poblaciones que son de forma desigual en los grandes construidas con el recurso a saberes especializados y son controladas por medio de dispositivos relatos del estado-nación4, sobre de seguridad. Los saberes llamados a construir todo los referidos a la ciudadanía las poblaciones son, entre otros, la estadística, la medicina, la etnografía (Foucault 1991, 1999). universal. Más bien, la realización Otros autores, como Rose (1997), han analizado de esta ciudadanía es una forma la forma que ha tomado la gubernamentalidad de vida restringida a unos pocos, en las democracias liberales contemporáneas. mientras que “buena parte de la gente en el mundo” —como se refiere Chatterjee a los subalternos— participa de lo político no como sociedad civil sino como sociedad política, es decir, como parte de la red de relaciones entre personas mediada por su agencia en cuanto sujetos de políticas de la gubernamentalidad5. En otras palabras, la sociedad política, según
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Chatterjee, recupera en su centro la creatividad de los subalternos, frente a quienes les prometen su “bienestar” sin garantizar el goce efectivo de derechos civiles y políticos. La celebración de los veinte años de la reforma constitucional en nuestro país ha suscitado reflexiones y debates sobre los logros y las promesas incumplidas de la Carta Magna. Respecto de estas últimas, la articulación de diversos procesos económicos y políticos internacionales y nacionales aparece como la causa del estancamiento de la realización del nuevo consenso social que la Constitución pretendía fundar. Entre tales procesos se destacan, por un lado, el auge de una economía global jalonada por el neoliberalismo y, por el otro, la persistencia del conflicto armado interno colombiano. Sin duda, estas dos fuerzas han determinado el detrimento de la garantía efectiva de los derechos y de la implementación de las políticas de atención a los grupos históricamente marginados de la protección del estado. Para nadie es una novedad que la hegemonía neoliberal redujo tanto los recursos públicos como los espacios políticos que prometían garantizar el acceso de las clases y los grupos sociales marginados —y no solo de los grupos étnicos— a los derechos ciudadanos. Derechos básicos como la salud y la educación, convertidos ahora en mercancías que deben ser adquiridas en el mercado, siguen distantes de las mayorías. El recrudecimiento y la diversificación de los escenarios de la guerra plantean, por su parte, la necesidad de desviar recursos públicos para sostener la guerra y, además, para atender a esos mismos sectores sociales marginados, que además de derechos básicos requieren garantías mínimas para su supervivencia en medio del conflicto. En este sentido, no podemos dejar de señalar que uno de los efectos de la Constitución de 1991 fue el de establecer lineamientos básicos para el desarrollo del enfoque diferencial que clasifica poblaciones para decidir a cuáles se les otorgan derechos y para focalizar las políticas públicas. Por ello, los análisis de los alcances de la Constitución deben estar atentos a las nuevas articulaciones de políticas gubernamentales y no gubernamentales, nacionales e internacionales, que empujan esquemas de gubernamentalidad transnacionales. Este es el caso de las agendas globales para el desarrollo y la superación de la pobreza, como la política de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y sus objetivos del 6 Se puede consultar el discurso oficial sobre milenio6, o de las políticas para esos objetivos del milenio en la página www. un-ngls.org afrontar los efectos del conflicto
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armado en el escenario nacional, como en el caso de las sentencias y autos de la Corte Constitucional que declararon el “estado de cosas inconstitucional respecto del desplazamiento forzado”, y demandaron del ejecutivo la atención inmediata y diferencial de los grupos más vulnerados, 7 Desde el año 2003 la Corte había señalado la entre ellos, una vez más, los grunecesidad de que la población desplazada fuera pos marcados por la diferencia atendida por medio de “acciones afirmativas y en enfoques diferenciales sensibles al género, a étnica, de género, generación y la generación, a la etnia, a la discapacidad y a la discapacidad7. opción sexual” (Sentencia T- 602 de 2003). Pero solo hasta el año 2008, con el Auto 092 para La propuesta de Chatterjee de mujeres y el 251 para niños víctimas del conflicto repensar la agencia política de poarmado, y en el 2009, con los autos 004, 005 y 006 dirigidos a población indígena, afrocolombiana blaciones marginales —ilegales, y discapacitada víctima del desplazamiento, el sin derechos garantizados, étnienfoque diferencial dejó de ser lineamiento camente múltiples y, en últimas, metodológico de políticas públicas y se elevó a obligación constitucional del estado, con efectos no partícipes del imaginario unilegales sobre los responsables de su aplicación versalista de la sociedad civil— es en caso de incumplimiento sugestiva para analizar el lugar que ellas tienen en la articulación de las redes que las conectan con los espacios de la formulación y aplicación de las políticas públicas. Su análisis en los contextos contemporáneos de la gubernamentalidad revela relaciones inestables entre poblaciones y funcionarios, públicos y privados, encargados de la ejecución de políticas públicas alejadas del ejercicio de la ciudadanía, pero efectivas para satisfacer las demandas concretas de estas poblaciones. En las optimistas palabras del autor, de este modo los subalternos “están decidiendo la forma en que quieren ser gobernados”. La política de los gobernados invita a poner en perspectiva los logros de los grupos sociales ante los reconocimientos que son producto de la Constitución de 1991, no tanto en términos de si han sido suficientes, o conceptual y jurídicamente bien concebidos, sino en la forma en que han sido ejecutados por parte del estado y en que han respondido sus sujetos.
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i tema es la política popular. Cuando digo popular, no necesariamente presumo una forma institucional o proceso político particular. Sugiero, más bien, que gran parte de la política que describo está condicionada por las funciones y actividades de los sistemas gubernamentales modernos que han entrado a formar parte de las funciones que se espera que estos cumplan en todas partes. Argumentaré que estas expectativas y actividades han producido ciertas relaciones entre los gobiernos y las poblaciones. La política popular que voy a describir crece y toma forma en esas relaciones. Los conceptos familiares de la teoría social que necesitaré revisar en esta conferencia son los de sociedad civil y estado, ciudadanía y derechos, afiliaciones universales e identidades particulares. Puesto que examinaré la política popular, también debo considerar la cuestión de la democracia. Muchos de estos conceptos no resultarán familiares después de que ponga mis lentes y los persuada de mirar a través de ellos. La sociedad civil, por ejemplo, aparecerá como la asociación de grupos de élite modernos, encerrada y aislada de la vida popular más amplia de las comunidades, amurallada en enclaves de libertad cívica y racionalidad normativa. La ciudadanía tomará dos formas diferentes —la formal y la efectiva—. Y, a diferencia de la vieja manera en que conocimos hablar de los soberanos y los súbditos, desde los griegos a Maquiavelo y de este a Marx, los invito a pensar en aquellos que gobiernan y los gobernados. La gobernanza, esa nueva palabra de moda en los estudios políticos, es, como lo voy a sugerir, el cuerpo de conocimientos y el conjunto de técnicas utilizadas por aquellos que gobiernan o en nombre de ellos. La democracia hoy, insistiré, no es el gobierno de, por y para el pueblo. Antes bien, debe ser visto como la política de los gobernados. Aclararé y explicaré mis argumentos conceptuales más adelante en esta conferencia. Para introducir mi discusión sobre la
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política popular, permítanme comenzar presentándoles un conflicto que se encuentra en el corazón de la política moderna en la mayor parte del mundo. Es la oposición entre el ideal universal del nacionalismo cívico, basado en las libertades individuales y la igualdad de derechos independientemente de distinciones de religión, raza, idioma o cultura, y las demandas particulares de la identidad cultural que reclaman el tratamiento diferenciado de determinados grupos por motivos de vulnerabilidad, atraso o injusticia histórica, entre muchos otros motivos. La oposición, argumentaré, es sintomática de la transición que ocurrió en la política moderna en el curso del siglo XX desde una concepción de la política democrática basada en la idea de la soberanía popular, a una en la cual la política democrática es moldeada por la gubernamentalidad. El ideal universal del nacionalismo cívico fue capturado correctamente por Benedict Anderson cuando afirmó, en su ya clásico libro Imagined Communities, que la nación vive en un tiempo homogéneo vacío (1983, 1993). En este libro él seguía, de hecho, la corriente dominante del pensamiento histórico moderno, que imagina el espacio social de la modernidad distribuido en el tiempo homogéneo vacío. Un marxista podría llamar a este el tiempo del capitalismo. Anderson adopta explícitamente la formulación de Walter Benjamin y la usa para mostrar con un efecto brillante las posibilidades materiales de las grandes sociabilidades anónimas que han sido formadas por la experiencia simultánea de la lectura diaria de la prensa, o por seguir la vida privada de los personajes populares de la ficción o, él podría haber añadido, por apoyar al equipo nacional de fútbol o de cricket. Es la misma simultaneidad experimentada en un tiempo homogéneo vacío la que nos permite hablar de la realidad de las categorías de la economía política, como precios, salarios, mercados, y así sucesivamente. El tiempo vacío homogéneo es el tiempo del capitalismo. Dentro de su dominio, el capital no permite ninguna resistencia a su libre circulación. Cuando encuentra un obstáculo, se piensa que ha encontrado otro tiempo —precapitalista, que pertenece a la era premoderna—. Estas resistencias al capitalismo (o a la modernidad) son por lo tanto entendidas como resultado del pasado de la humanidad, algo que la gente debería haber dejado atrás pero que por alguna razón no lo ha hecho. Sin embargo, al imaginar el capitalismo (o la modernidad) como un atributo del tiempo mismo, esta visión tiene éxito no solo en etiquetar las
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resistencias a él como arcaicas y atrasadas, sino en garantizar al mismo tiempo el triunfo final del capitalismo y la modernidad, independientemente de lo que algunos puedan creer y de sus esperanzas, porque después de todo, como todos lo sabemos, el tiempo no se detiene. En su reciente libro The Spectre of Comparisons, Anderson (1998) ha seguido el análisis iniciado en Imagined Communities y hace una diferenciación entre el nacionalismo y la política de la 8 Unbound seriality, en el original. El concepto de serialidad fue introducido por Jean-Paul Sartre, etnicidad. Para ello identifica dos en su libro Crítica de la razón dialéctica, para tipos de series producidas por analizar el carácter colectivo de las acciones en el mundo moderno, al discutir la los imaginarios modernos de la individuales noción de clase social. Así lo explica Troncoso: comunidad. Una es la serialidad “Sartre llama serialidad a la condición de coexisabierta8 de los universales coti- tencia y soledad de una multiplicidad de seres humanos que, por su indiferenciación, resultan dianos del pensamiento social perfectamente intercambiables entre sí; esto es, moderno: naciones, ciudadanos, en la condición serial cada uno es idéntico a los revolucionarios, burócratas, tra- demás, pero no en tanto conciencia, libertad, sino en calidad de ‘cosa’. Un claro ejemplo bajadores, intelectuales, y así proporcionado por Sartre —y ampliamente sucesivamente. La otra es la se- citado— es el de la fila que un conjunto de hace esperando el autobús, situación rialidad cerrada9 de la guberna- personas en que esas personas constituyen una pluralidad mentalidad: los totales finitos de de soledades pero no un grupo propiamente clases enumerables de la pobla- tal” (Troncoso 2004, 310). Ese concepto ha sido retomado por otros filósofos, teóricos sociales ción, producidos por los censos y psicólogos sociales para discutir la dinámiy los sistemas electorales mo- ca de la formación de grupos humanos y los de abstracción de estos en categorías dernos. Las serialidades abiertas procesos pensables y administrables, como es el caso de suelen ser imaginadas y narradas Anderson. Para una discusión del concepto en por medio de los instrumentos otros usos actuales, ver Johanssen (2004) (nota de los traductores). clásicos del capitalismo impreso, 9 En el original, bound seriality (nota de los principalmente el periódico y la traductores). novela. Estos ofrecen la oportunidad para que las personas se imaginen a sí mismas como miembros de solidaridades cara a cara más amplias, de elegir actuar en nombre de aquellas solidaridades y de trascender por un acto de imaginación política los límites impuestos por las prácticas tradicionales. Las serialidades cerradas, por el contrario, pueden operar solamente con números enteros. Esto implica que para cada categoría de clasificación, cualquier individuo puede contar solamente como uno o cero, nunca como una fracción, lo cual a su vez significa que todas las afiliaciones parciales o mezcladas en una categoría quedan por fuera. Uno solamente puede ser negro o no negro, musulmán o no musulmán, tribal o no tribal,
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nunca ser apenas parcialmente o contextualmente de ese modo. Las series cerradas, sugiere Anderson, son constrictivas y quizás inherentemente conflictivas. Ellas producen las herramientas de la política étnica. Anderson utiliza esta distinción entre serialidades cerradas y abiertas para construir su argumentación acerca de la bondad residual del nacionalismo y la maldad inherente de las políticas de la etnicidad. Está interesado en preservar lo que es genuinamente ético y noble en el pensamiento crítico universalista característico de la Ilustración. Anderson, en la tradición de buena parte del pensamiento historiográfico progresista del siglo xx, ve la política del universalismo como algo que pertenece al carácter mismo de la modernidad. Estoy en desacuerdo. Creo que este punto de vista de la modernidad, o incluso del capitalismo, es errado porque es unilateral. Se fija solamente en una dimensión del espacio-tiempo de la vida moderna. La gente solo puede imaginarse a sí misma en el tiempo vacío homogéneo; no vive en él. El tiempo vacío homogéneo es el tiempo utópico del capitalismo. Linealmente conecta el pasado, el presente y el futuro, y crea la posibilidad para todas esas imaginaciones historicistas de la identidad, la nacionalidad, el progreso, etc. con las que Anderson, junto con muchos otros, nos han familiarizado. Pero el tiempo vacío homogéneo no se encuentra ubicado en ninguna parte, en un espacio real —es utópico—. El tiempo-espacio real de la vida moderna es heterogéneo, desigualmente denso. Aquí, incluso los trabajadores industriales no internalizan del todo la disciplina del trabajo del capitalismo, y curiosamente, incluso cuando lo hacen, no lo hacen de la misma manera. La política aquí no significa lo mismo para todas las personas. Hacer caso omiso de esto, en mi opinión, es descartar lo real por lo utópico. Es posible citar muchos ejemplos desde el mundo poscolonial que sugieren la presencia de un tiempo denso y heterogéneo. En aquellos lugares, uno puede ver a capitalistas industriales que postergan el cierre de un negocio porque no han consultado con sus respectivos astrólogos, o trabajadores industriales que no tocan una nueva máquina hasta que haya sido consagrada con los correspondientes ritos religiosos, o votantes que se prenden fuego a sí mismos para hacer el duelo tras la derrota de su líder favorito, o ministros que abiertamente se jactan de haber obte-
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nido más puestos de trabajo para la gente de su propio clan y haber mantenido a los de otros fuera. Llamar a esto la presencia simultánea de tiempos diversos —el tiempo de la modernidad y los tiempos de lo premoderno— es solo ratificar el utopismo de la modernidad occidental. Muchos trabajos etnográficos recientes han demostrado que estos “otros” tiempos no son meras supervivencias de un pasado premoderno: son productos nuevos del encuentro con la modernidad misma. Por consiguiente, hay que llamarlos el tiempo heterogéneo de la modernidad.
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a forma moderna de la nación es a la vez universal y particular. La dimensión universal está representada, en primer lugar, por la idea del pueblo como el locus original de la soberanía en el estado moderno, y en segundo lugar, por la idea de que todos los seres humanos son portadores de derechos. Si esto fuera una verdad universal, ¿cómo se llevó a efecto? Por medio de la consagración de los derechos específicos de ciudadanos en un estado constituido por un pueblo en particular, a saber, una nación. Así, la nación-estado se convirtió en la forma particular y normal del estado moderno. El marco básico de los derechos en el estado moderno fue definido por las ideas emparejadas de libertad e igualdad. Pero la libertad y la igualdad con frecuencia tiran en direcciones opuestas. Las dos, por lo tanto, tienen que estar mediadas, como lo ha señalado atinadamente Étienne Balibar (1994), por dos conceptos más: los de propiedad y comunidad. Con el de propiedad se intentó resolver las contradicciones entre libertad e igualdad en el plano de la relación del individuo con otros individuos. Con el de comunidad se intentó resolver las contradicciones a nivel de la fraternidad como un todo. Con la dimensión de la propiedad, las resoluciones podían ser más o menos liberales; con la dimensión de la comunidad, podían ser más o menos comunitaristas. Pero se esperaba que fuera en el interior de la forma específica del estado-nación soberano y homogéneo donde los ideales universales de la ciudadanía moderna se realizaran. Usando un atajo teórico, podríamos decir que la propiedad y la comunidad definieron los parámetros conceptuales dentro de
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los cuales el discurso político del capitalismo, que proclamaba la libertad y la igualdad, pudo prosperar. Las ideas de libertad e igualdad que les dieron forma a los derechos universales del ciudadano fueron cruciales no solo en la lucha contra los regímenes políticos absolutistas, sino también para socavar las prácticas precapitalistas que restringían la movilidad individual y privilegiaban los límites tradicionales definidos por nacimiento y estatus. Pero ellas también fueron cruciales, como el joven Karl Marx señaló, en separar el dominio abstracto del derecho del dominio real de la vida en la sociedad civil10. En la teoría jurídico-política los derechos del ciudadano no eran restringidos por motivos de raza, religión, etnicidad o clase (a principios del siglo XX, los mismos derechos estarían incluso disponibles para las mujeres), pero esto no significó la abolición de las distinciones reales entre hombres (y mujeres) en la sociedad civil. Por el contrario, el universalismo de la teoría de los derechos presuponía y posibilitaba un nuevo ordenamiento de las relaciones de poder en la sociedad basado precisamente en esas distinciones de clase, raza, religión, género, etc. Al mismo tiempo, la promesa emancipatoria celebrada por el 10 Especialmente en Sobre la cuestión judía (Marx ideal de los derechos universa1843/2004). Edición inglesa en Marx y Engels (1975, 146-174). les de igualdad también actuó 11 Al respecto, véase Marx (1954). Traducción al como una fuente constante de español en Marx (2000). crítica teórica a la sociedad civil propiamente dicha. Esa promesa, en los últimos dos siglos, ha impulsado numerosas luchas en todo el mundo para cambiar las desiguales e injustas relaciones sociales que se originan en las diferencias de raza, religión, casta, clase o género. Los marxistas, en general, han creído que el dominio del capitalismo sobre la comunidad tradicional fue señal inevitable del progreso histórico. Ciertamente, hay un profundo sentido de ambigüedad en este juicio. Si la comunidad era la forma social de unidad del trabajo con los medios de producción, entonces la destrucción de la unidad causada por la llamada acumulación primitiva del capital produjo a un trabajador nuevo que no era libre solamente para vender su trabajo como una mercancía, sino libre de todo gravamen de bienes, excepto su fuerza de trabajo. Marx escribió con amarga ironía acerca de esta “doble libertad” del trabajador asalariado libre de los lazos de la comunidad precapitalista11. Pero, a pesar del persistente escepticismo y de la ironía, los marxistas del siglo XX, en general, les dieron la
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bienvenida al debilitamiento de la propiedad precapitalista y a la creación de grandes unidades políticas homogéneas, como los estados-nación. Cuando el capitalismo se veía ejecutando la tarea histórica de la transición a formas más desarrolladas y modernas de producción social, recibió la aprobación, si bien a regañadientes y ambivalente, de la teoría histórica marxista. Cuando se habla de igualdad, libertad, propiedad y comunidad en relación con el estado moderno, en realidad estamos hablando de la historia política del capitalismo. El debate en la filosofía política angloestadounidense entre liberales y comunitaristas me parece que ha confirmado el rol crucial en la historia política de los dos conceptos mediadores de la propiedad y la comunidad, en determinar el rango de posibilidades institucionales dentro del ámbito constituido por la libertad y la igualdad. Los comunitaristas no podían rechazar el valor de la libertad personal, puesto que si hacían demasiado hincapié en las reivindicaciones de la identidad comunal estaban abiertos a la acusación de negar el derecho individual básico de las personas para elegir, poseer, usar e intercambiar mercancías a su voluntad. Por otra parte, los liberales tampoco negaron que la identificación con la comunidad pudiera ser una fuente importante de significado moral para las vidas individuales. Su preocupación era que, al socavar el sistema liberal de derechos y la política liberal de neutralidad en las cuestiones del bien común, los comunitaristas estaban abriendo la puerta a una intolerancia de las mayorías, la perpetuación de las prácticas conservadoras y una insistencia potencialmente tiránica en el conformismo. Pocos niegan el hecho empírico de que la mayoría de los individuos, incluso en las democracias liberales avanzadas, conducen sus vidas dentro de una red heredada de lazos sociales que podrían ser descritos como comunidad. Pero había un fuerte sentimiento de que no todas las comunidades eran dignas de aprobación en la vida política moderna. En particular, los lazos que parecían enfatizar lo heredado, lo primordial, lo parroquial o lo tradicional eran vistos por la mayoría de los teóricos como prácticas conservadoras e intolerantes y, por lo tanto, contrarias a los valores de la ciudadanía moderna. La comunidad política que parecía lograr el mayor grado de aprobación era la nación moderna que garantizaba la igualdad y la libertad a todos los ciudadanos, 12 Dos compilaciones que dan cuenta de estos independientemente de las dife- argumentos son Sandel (1984) y Avineri y DeShalit (1992). rencias biológicas o culturales12.
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Esta zona del discurso político legítimo, definida por los parámetros de la propiedad y de la comunidad, está enfatizada aún más por la nueva doctrina filosófica que se llama a sí misma republicanismo y que pretende sustituir el debate liberalcomunitarista. Siguiendo las investigaciones históricas de John Pocock, esta doctrina ha avanzado de manera más elocuente en las obras de Quentin Skinner (1997) y Philip Pettit (1997). En lugar de la comprensión liberal habitual de la libertad como libertad negativa, es decir, como la libertad del individuo de la intervención [del estado]13, el 13 Adición de los traductores. objetivo del republicanismo es invocar el momento de la lucha contra el absolutismo y reclamar que la libertad es la libertad de la dominación. Este objetivo instaría a los amantes de la libertad a luchar —a diferencia de lo que los liberales defenderían— en contra de todas las formas de dominación, aun cuando estas fueran benignas y normalmente no implicaran una intervención. También permitiría a los amantes de la libertad apoyar formas de injerencia que no se equipararan a la dominación. Por lo tanto, el republicano estaría a favor de las medidas gubernamentales que aseguraran una mayor igualdad y permitieran alcanzar los valores morales de la comunidad, siempre y cuando no implicaran un poder arbitrario de dominación. De esta manera, los teóricos del republicanismo señalan tanto la falta de atractivo de un régimen liberal de no interferencia limitado de manera estrecha, como los peligros del populismo comunitario rampante que podrían evitarse. Las estructuras de propiedad no se verían amenazadas, mientras que la comunidad en sus formas potables y palatables podría florecer. No quiero aquí entrar en la cuestión de si la demanda republicana conduce de hecho a conclusiones que son sustancialmente diferentes de las de la teoría liberal del gobierno. En cambio, me gustaría centrar nuestra atención en los supuestos institucionales que la doctrina del republicanismo comparte con la del liberalismo. Ya sean individualistas, comunitaristas o republicanos, todos coinciden en que las instituciones políticas deseadas no pueden llegar a trabajar eficazmente con solo traerlas a la existencia por medio de la legislación. Deben, como Philip Pettit lo dice de manera graciosa, “ganar un lugar en los hábitos de los corazones de la gente” (1997, 241). Deben, en otras palabras, anidar en una red de normas de la sociedad civil que prevalece de manera independiente del estado y que es consistente con sus
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leyes. Solo una sociedad civil tal proporcionaría, para usar una vieja fraseología, la base social para la democracia capitalista. Este fue el gran tema de prácticamente todas las teorías sociológicas en Europa durante el siglo XIX. En el siglo XX, cuando se planteó la posibilidad de la transición capitalista en el mundo no occidental, el mismo presupuesto sentó las bases para la teoría de la modernización, bien fuera en su versión marxista o weberiana. El argumento, para decirlo de manera simple, era que sin una transformación de las instituciones y las prácticas de la sociedad civil, llevada a cabo desde arriba o desde abajo, era imposible crear o mantener la libertad y la igualdad en el ámbito político. Para tener comunidades políticas modernas y libres, primero hay que contar con personas que sean ciudadanos, no súbditos. Para muchos, esta manera de ver las cosas proporcionaba la base ética de un proyecto de modernización del mundo no occidental: transformar sujetos, que hasta el momento no estaban familiarizados con las posibilidades de igualdad y libertad, en ciudadanos modernos.
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in embargo, mientras que las discusiones filosóficas sobre los derechos de los ciudadanos en el estado moderno giraban en torno a los conceptos de libertad y de comunidad, el surgimiento de las democracias de masas en los países industriales avanzados de Occidente en el siglo XX produjo una distinción totalmente nueva. Esta es una distinción entre ciudadanos y poblaciones. Los ciudadanos habitan en el dominio de la teoría; las poblaciones, en el dominio de la política. A diferencia del concepto de ciudadano, el concepto de población es totalmente descriptivo y empírico, no lleva un peso normativo. Las poblaciones son identificables, clasificables y descriptibles según criterios empíricos o comportamentales y son susceptibles de que se les apliquen técnicas estadísticas tales como censos y encuestas por muestreo. A diferencia del concepto de ciudadano, que conlleva la connotación ética de la participación en la soberanía del estado, el concepto de población pone a disposición de los funcionarios del gobierno un conjunto de instrumentos racionalmente manipulables para llegar a una gran proporción de los habitantes de un país como objetivos de sus “políticas” —política económica,
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política administrativa, la ley e incluso la movilización política—. En efecto, como Michel Foucault ha señalado, una de las principales características del régimen contemporáneo de poder es una cierta “gubernamentalización del estado”14. Este régimen garantiza la legitimidad no por medio de la participación de los ciudadanos en los asuntos del estado, sino por pretender brindar bienestar a la población. 14 Véase, en particular, Foucault (1991, 1999). Su modo de razonamiento no es 15 Véase en particular: Rose (1999), Miller y Rose deliberativo y abierto, sino más (1995) y Osborne (1998). bien una noción instrumental de costos y beneficios. Su aparato no es la asamblea republicana, sino una elaborada red de vigilancia a través de la cual se recoge información sobre cada uno de los aspectos de la vida de la población que debe ser cuidada. No es de extrañar que en el curso del siglo XX las ideas de la ciudadanía participativa, que fueron una parte tan importante de la noción de política de la Ilustración, hayan sido rápidamente abandonadas ante el avance triunfal de las tecnologías gubernamentales que han prometido entregar mayor bienestar a más personas a un costo menor. De hecho, se podría decir que la verdadera historia política del capitalismo desde hace mucho tiempo desbordó los límites normativos de la teoría política liberal para salir y conquistar el mundo a través de sus tecnologías de gobierno. Gran parte de la carga emocional de la crítica comunitaria o republicana de la vida política occidental contemporánea parece fluir de la conciencia de que los asuntos de gobierno han sido vaciados de todo compromiso serio con la política. Esto aparece de manera más obvia en la caída gradual de la participación electoral en todas las democracias occidentales y en el pánico reciente de los círculos de izquierda liberal en Europa ante el inesperado éxito de los populistas de derecha. ¿Qué efecto tuvo la enumeración y clasificación de los grupos de población para los propósitos de las políticas de administración de bienestar en los procesos democráticos en los países capitalistas avanzados? Muchos escritores que trabajan en campos muy diversos han arrojado luz sobre esta cuestión durante los últimos años, desde el filósofo Ian Hacking (1990) hasta la historiadora de la literatura Mary Poovey (1995). Más relevante para nosotros es el relato de sociólogos británicos como Nikolas Rose, Peter Miller o Thomas Osborne acerca del funcionamiento real de la gubernamentalidad en Gran Bretaña y los Estados Unidos15. Ellos han examinado el surgimiento de lo que se ha denominado
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“el gobierno desde el punto de vista social”, específicamente en las áreas del empleo, la educación y la salud, en los siglos XIX y XX. Hallaron, por ejemplo, el surgimiento de los sistemas de seguridad social para minimizar el impacto incierto de la economía en los diversos grupos e individuos. La constitución de la familia como tema de numerosos discursos pedagógicos, médicos, económicos y éticos devino en un tópico de la gubernamentalidad. Hubo una proliferación de censos y encuestas demográficas que hicieron del trabajo de la gubernamentalidad un asunto confiable en términos numéricos, y que condujeron a la vez a patentar la idea de la representación de los casos en proporciones numéricas. El manejo de la migración, el crimen, la guerra y la enfermedad hizo de la identidad personal un problema de seguridad y, por lo tanto, sujeto al registro y a la verificación constante. (La cuestión, repentinamente, ha tomado gran preponderancia en los Estados Unidos y Gran Bretaña a raíz del reciente pánico al terrorismo; sin embargo, ambos países han tenido durante décadas una plétora de agencias, estatales y no estatales, que registran, verifican y validan detalles biológicos, sociales y culturales de la identidad personal). Todo esto hizo del gobierno una cuestión menos de política y más de administración, un asunto de expertos antes que de representantes políticos. Más aún, mientras que la fraternidad política de los ciudadanos tuvo que afirmarse constantemente como una e indivisible, no hubo una sola entidad de los gobernados. Siempre había una multiplicidad de grupos de población que eran objeto de la gubernamentalidad —múltiples objetivos con múltiples características que requerían múltiples técnicas de administración—. Podríamos entonces decir, en pocas palabras, que donde quiera que la idea clásica de la soberanía popular, expresada en los hechos jurídico-políticos de la ciudadanía igualitaria, produjo la construcción homogénea de la nación, las actividades de la gubernamentalidad requirieron múltiples, transversales y cambiantes clasificaciones de la población como objetivos de múltiples políticas, que dieron lugar a una construcción necesariamente heterogénea de lo social. Aquí, entonces, tenemos la antinomia entre el majestuoso imaginario político de la soberanía popular y la realidad mundana de la gubernamentalidad administrativa: es la antinomia entre lo nacional homogéneo y lo social heterogéneo. Yo podría anotar de paso que cuando T. H. Marshall hizo su clásica recapitulación de la historia de la expansión de la ciudadanía
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en 1949, desde los derechos cívicos a los políticos, y de estos a los sociales, fue culpable de la que ahora puede ser considerada una confusión categorial. Acogiendo con beneplácito el progreso del estado de bienestar en Gran Bretaña, Marshall pensó que estaba presenciando el avance de la soberanía popular y de la igualdad de los ciudadanos. En realidad se trataba de la proliferación sin precedentes de una gubernamentalidad que conducía a la aparición de una intrincada heterogeneidad social (Marshall 1949/1992, 3-51). Pero en el trazado cronológico de su historia, Marshall no estaba equivocado. La historia de la ciudadanía en el Occidente moderno se mueve de la institución de los derechos cívicos en la sociedad civil a los derechos políticos en los estados-nación completamente desarrollados. Solo entonces se puede entrar en la fase relativamente reciente en la que “el gobierno desde el punto de vista social” parece tomar el relevo. En los países de Asia y África, sin embargo, la secuencia cronológica es bastante diferente. Allí, la carrera del estado moderno ha sido comprimida. Las tecnologías de la gubernamentalidad con frecuencia anteceden al estado-nación, sobre todo cuando ha habido una experiencia relativamente larga de dominación colonial europea. En el sur de Asia, por ejemplo, la clasificación, descripción y enumeración de grupos de población como los objetos de la política relativa a la ocupación de tierras, los impuestos, el reclutamiento para el ejército, la prevención del crimen, la salud pública, el manejo de las hambrunas y las sequías, la regulación de los lugares religiosos, la moral pública, la educación, y una serie de funciones de gobierno, tienen una historia de por lo menos un siglo y medio antes de que los estados-nación independientes de India, Pakistán y Ceilán hubieran nacido. El estado colonial era lo que Nicholas Dirks ha llamado un estado etnográfico (2001). Las poblaciones tenían la condición de súbditos, no de ciudadanos. Obviamente, el gobierno colonial no reconocía la soberanía popular. Ese fue un concepto que encendió la imaginación de los revolucionarios nacionalistas. Las ideas de la ciudadanía republicana a menudo acompañaron los movimientos de liberación nacional. Pero, sin excepción —y esto es crucial para nuestra historia acerca de la política en la mayor parte del mundo—, fueron sobrepasados por el estado desarrollista, que prometió acabar con la pobreza y el atraso mediante la adopción de políticas apropiadas de crecimiento económico y reforma social. Con diversos grados de éxito, y en algunos casos con desastrosos fracasos, los
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estados poscoloniales desplegaron las últimas tecnologías de gobierno para promover el bienestar de sus poblaciones, a menudo inducidos y apoyados por organizaciones internacionales y no gubernamentales. Al adoptar estas estrategias técnicas de modernización y desarrollo, los más viejos conceptos etnográficos con frecuencia entraron en el campo del conocimiento sobre las poblaciones —como categorías convenientemente descriptivas para la clasificación de grupos de personas en objetivos adecuados para las políticas administrativas, legales, económicas o electorales—. En muchos casos, los criterios de clasificación utilizados por los regímenes gubernamentales coloniales continuaron hasta la era poscolonial y les dieron forma tanto a las demandas políticas como a las políticas de desarrollo. Así, la casta y la religión en la India, los grupos étnicos en el sudeste asiático y las tribus en África siguen siendo criterios dominantes para identificar comunidades entre las poblaciones que son objetos de las políticas. He descrito entonces dos conjuntos de conexiones conceptuales. Uno es la línea que conecta a la sociedad civil con el estado-nación, basada en la soberanía popular y en la concesión de igualdad de derechos para los ciudadanos. El otro conjunto es la línea que conecta a las poblaciones con agencias gubernamentales que persiguen múltiples políticas de seguridad y bienestar. La primera línea apunta hacia el dominio de la política descrito con gran detalle en la teoría política democrática en los últimos dos siglos. ¿Apunta la segunda línea a un dominio diferente de la política? Creo que sí. Para distinguirlo de las formas clásicas de asociación de la sociedad civil, lo denomino sociedad política. En una serie de artículos recientes he tratado de esbozar este campo conceptual en el contexto de la política democrática en la India (Chatterjee 1998a, 1998b, 2000a). He preferido retener la vieja idea de la sociedad civil como sociedad burguesa, en el sentido que le dan Hegel y Marx, y utilizarla en el contexto indio como una arena de las instituciones y prácticas habitadas por un sector relativamente pequeño de la gente cuyas ubicaciones sociales pueden ser identificadas con un alto grado de precisión en el contexto real. En términos de la estructura formal del estado que proponen la Constitución y las leyes, toda la sociedad es sociedad civil; cada uno de los individuos es un ciudadano con iguales derechos y por lo tanto debe ser considerado como un miembro
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de la sociedad civil. En el proceso político los órganos del estado interactúan con los miembros de la sociedad civil a título individual o como miembros de asociaciones. En realidad, las cosas no funcionan de esta manera. La mayoría de los habitantes de la India son solo tenuemente, e incluso, ambigua y contextualmente, portadores de derechos ciudadanos en el sentido imaginado por la Constitución. No son, por consiguiente, propiamente miembros de la sociedad civil y no son considerados como tales por las instituciones del estado. Pero esto no quiere decir que ellos estén por fuera del alcance del estado o incluso excluidos del ámbito de la política. Como poblaciones ubicadas dentro de la jurisdicción territorial del estado, ellos tienen que ser a la vez atendidos y controlados por diversas agencias gubernamentales. Estas actividades ponen a estas poblaciones en una cierta relación política con el estado. Pero esta relación no siempre se ajusta a la prevista en la representación constitucional entre el estado y los miembros de la sociedad civil. Sin embargo, esa relación política puede haber adquirido, en determinados contextos históricamente definidos, un carácter sistemático ampliamente reconocido, y quizás ciertas normas éticas convencionalmente aceptadas, incluso si están sujetas a diversos grados de disputa. ¿Cómo vamos a empezar a entender estos procesos? Frente a problemas similares, algunos analistas han privilegiado la utilización creciente de la idea de sociedad civil para incluir prácticamente a todas las instituciones sociales existentes que se encuentran fuera del dominio estricto del estado16. Esta práctica se ha vuelto endémica en la retórica reciente de las instituciones financieras internacionales, las 16 Para conocer algunos argumentos en esta agencias de cooperación y las dirección, véase Cohen y Arato (1992). organizaciones no gubernamentales. Entre estas, la propagación de una ideología neoliberal ha favorecido la consagración de las organizaciones no estatales como la flor preciosa de los esfuerzos asociativos de miembros libres de la sociedad civil. He preferido resistir inescrupulosamente a estos gestos teóricos caritativos, sobre todo porque me parece importante no perder de vista el proyecto vital y continuamente activo que aún les da forma a muchas de las instituciones estatales en países como India para transformar a las autoridades y las prácticas sociales tradicionales en formas modulares de la sociedad civil burguesa. La sociedad civil como un ideal continúa dinamizando un proyecto político intervencionista. Sin embargo,
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como una forma realmente existente es demográficamente limitada. Ambos hechos deben ser tenidos en cuenta cuando se considera la relación entre modernidad y democracia en países como la India. Algunos de ustedes recordarán un marco utilizado en la fase temprana del proyecto de estudios subalternos, en el que hablábamos acerca de la división del ámbito de la política entre el dominio de una élite organizada y el dominio de subalternos desorganizados (Guha 1982). La idea de la división, por supuesto, estaba orientada a marcar una fisura en la arena de la política nacionalista en las tres décadas anteriores a la independencia, durante las cuales las masas indias, especialmente el campesinado, se vieron envueltas en movimientos políticos organizados, y sin embargo permanecieron distanciadas de las formas evolucionadas del estado poscolonial. Decir que hubo una división en el dominio de la política era rechazar la noción, común a las historiografías liberal y marxista, de que los campesinos vivían en alguna etapa “prepolítica” de la acción colectiva. Era como decir que los campesinos en sus acciones colectivas también eran políticos, excepto que eran políticos de una manera diferente a la de la élite. Teniendo en cuenta aquellas experiencias tempranas de la imbricación de la política de élite y subalterna en el contexto de los movimientos anticoloniales, el proceso democrático de la India ha recorrido un largo camino hasta traer bajo su influencia la vida de las clases subalternas. Para comprender estas formas relativamente recientes del enmarañamiento de la política de élite y subalterna, propongo la idea de una sociedad política.
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ara ilustrar lo que quiero decir con sociedad política y cómo funciona, voy a describir brevemente los resultados de algunos estudios etnográficos sobre Bengala Occidental, con los que he estado directa o indirectamente involucrado, para mostrar el surgimiento de una política que emerge de las políticas desarrollistas de gobierno orientadas a grupos específicos de la población. Muchos de estos grupos, organizados en asociaciones, transgreden las líneas estrictas de la legalidad al luchar por vivir y trabajar. Pueden vivir en asentamientos que constituyen
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invasiones ilegales, hacen uso ilícito de las instalaciones de agua o electricidad, o viajan sin tiquetes en el transporte público. Al lidiar con ellos, las autoridades no pueden tratarlos en pie de igualdad con otras asociaciones cívicas que ejercen actividades sociales más legítimas. Sin embargo, las agencias estatales y las organizaciones no gubernamentales no pueden ignorarlos, ya que están entre las miles de asociaciones similares que representan a grupos de la población cuya subsistencia o habitación incluyen la violación de la ley. Estas agencias, por lo tanto, tratan con estas asociaciones no como cuerpos de ciudadanos, sino como instrumentos convenientes para la administración de la asistencia social a grupos de población marginales y desfavorecidos. Estos grupos, por su parte, aceptan que sus actividades son a menudo ilegales y contrarias a un buen comportamiento cívico, pero piden a cambio vivienda y condiciones de vida como una cuestión de derechos. Por ejemplo, muestran su disposición a abandonar la ocupación si se les garantizan alternativas adecuadas para el reasentamiento. Las agencias del estado reconocen que estos grupos de población demandan del gobierno programas de bienestar, pero esos reclamos no podrían considerarse como derechos justiciables, ya que el estado no tiene los medios para entregar esos beneficios a toda la población del país. Tratar esos reclamos como derechos solamente invitaría a ir más allá en la violación de la propiedad pública y de las leyes civiles. ¿Qué ocurre entonces si una negociación de este tipo de reclamos sucede en un terreno político en el que, por una parte, los organismos gubernamentales tienen una obligación pública de velar por los pobres y los desfavorecidos y, por la otra, grupos particulares de la población reciben atención de esas agencias de acuerdo con los cálculos de la conveniencia política? Los grupos de la sociedad política tienen que escoger su camino a través de este terreno incierto haciendo una gran variedad de conexiones fuera de sí mismos —con otros grupos en situaciones similares, con grupos más privilegiados e influyentes, con funcionarios del gobierno, talvez con líderes y partidos políticos—. Con frecuencia hacen uso instrumental del hecho de que pueden votar en las elecciones, de tal modo que el ámbito de la ciudadanía, hasta cierto punto, se superpone con el de la gubernamentalidad. Pero el uso instrumental del voto únicamente es posible en un campo de política estratégica. Esta es la materia de la política
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democrática que se lleva a cabo sobre el terreno en la India, y que involucra lo que parece ser un constante cambio de compromiso entre los valores normativos de la modernidad y la afirmación moral de las demandas populares. La sociedad civil, entonces, limitada a una pequeña porción de ciudadanos culturalmente equipados, representa en países como la India la cumbre de la modernidad, al igual que el modelo constitucional del estado. Pero en la práctica, los organismos gubernamentales deben descender de la cumbre al terreno de la sociedad política, con el fin de renovar su legitimidad como proveedores de bienestar y allí confrontar todo lo que sea la configuración actual de las demandas políticamente movilizadas. En el proceso, ser responsable de escuchar las quejas de los protagonistas de la sociedad civil y del estado de derecho hace que la modernidad se enfrente a un rival inesperado que toma la forma de la democracia. Permítanme ilustrar este punto. Mi primer caso es un grupo de ocupantes ilegales asentados a lo largo de una línea de tren suburbana en el sur de Calcuta, estudiado por Asok Sen entre 1991 y 1992. El asentamiento había surgido desde la década de 1940 y se componía de migrantes del sur de Bengala y de Pakistán oriental. No había vínculos preexistentes de parentesco, casta o localidad que los hubieran reunido. Los primeros pobladores construyeron casuchas que alquilaban, a pesar de que estaban en terrenos ferroviarios ocupados ilegalmente. Hasta la década de 1960, los ocupantes fueron liderados por un hombre que poseía más de doscientos de estos ranchos —conocido como el zamindar de la colonia del ferrocarril—. Él y algunos otros líderes locales desarrollaron conexiones con el Partido Comunista, que por entonces estaba organi17 Se conoce como Emergencia India el periodo zando la lucha de los refugiados de veintiún meses comprendido entre el 25 de de Pakistán oriental, para que se junio de 1975 y el 21 de marzo de 1977, cuando presidente Fakhruddin Ali Ahmed, siguiendo el les permitiera establecerse per- el consejo de la primera ministra, Indira Gandhi, manentemente en las colonias declaró el estado de emergencia que le otorgó de refugiados regadas por los poder efectivo para gobernar por decreto, suspender las elecciones y las libertades civiles. suburbios de Calcuta. Durante los Es considerado uno de los periodos más conaños sesenta, y especialmente du- troversiales en la historia india posterior a la independencia (nota de los traductores). rante la Emergencia de 1975-197617, hubo intentos de las autoridades ferroviarias para desalojar a los invasores. Los intentos fueron frustrados por una combinación
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de resistencia física y la intervención de destacados líderes comunistas. Desde inicios de la década de 1980, sin embargo, se desarrolló una nueva organización en la colonia del ferrocarril, que tomó la forma de una asociación de bienestar social. Comenzó con un centro médico y una biblioteca. Los miembros de la asociación se acercaron con regularidad a los funcionarios locales municipales, a los líderes políticos del partido, a los agentes de la estación local de policía y a prominentes residentes de clase media de los bloques de apartamentos vecinos, con el fin de recaudar fondos para la asociación e involucrarlos en sus actividades. El Sistema Integrado de Desarrollo Infantil (DAI) abrió una unidad de cuidado de niños en las oficinas de la asociación. Desde finales de 1980, la colonia obtuvo una conexión de electricidad legal a través de seis medidores comunales instalados por la asociación, y a partir de 1996 los residentes cuentan con conexiones individuales de electricidad. La autoridad municipal también los provee de agua y servicios sanitarios, todo esto, por supuesto, en terrenos públicos ocupados de forma ilegal y a menos de un metro de distancia de las líneas de ferrocarril. Cuando los miembros principales de la asociación hablan sobre la colonia y sus luchas, no mencionan, sin embargo, los intereses comunes de los miembros de una asociación. Más bien, describen la comunidad en los términos más convincentes de un parentesco común. “Todos somos una sola familia”, dijo un líder. “No hacemos distinción entre los refugiados de Bengala del este y los de las aldeas de Bengala Occidental. No tenemos otro lugar para construir nuestras casas. Hemos ocupado colectivamente estas tierras desde hace muchos años. Esta es la base de la reivindicación de nuestros propios hogares”. No hay ningún principio biológico o incluso afinidad cultural que defina a esta familia. Más bien, es una ocupación colectiva de un pedazo de tierra —un territorio claramente definido en el tiempo y el espacio y que está bajo amenaza—. Es notable cómo los residentes definen claramente los límites de la llamada familia por los límites territoriales de la “colonia”. Un dirigente explicó: “El otro lado del puente es otro vecindario. Esa zona debe dejarse a los hombres de ese barrio. No cruzamos los límites”. Esos límites son a menudo cruciales en la determinación de los reclamos sobre quién puede convertirse en miembro de la asociación, quién debe contribuir a las
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festividades colectivas o quién puede exigir puestos de trabajo como servicio doméstico o guardia de seguridad en los bloques de apartamentos de clase media del vecindario. Esta asociación de bienestar no es una asociación de la sociedad civil. Brota de una violación colectiva de las leyes de la propiedad y de las regulaciones cívicas. El estado no puede reconocer que tenga la misma legitimidad que otras asociaciones cívicas que persiguen objetivos más legítimos. Los ocupantes ilegales, por su parte, admiten que la ocupación de terrenos públicos es ilegal y contraria a la vida cívica correcta, pero reclaman vivienda y condiciones de vida como una cuestión de derecho y usan su asociación como el principal instrumento colectivo para realizar dichas reclamaciones. En una de sus peticiones a las autoridades ferroviarias, la asociación escribió: “Entre nosotros hay antiguos refugiados de Pakistán oriental y campesinos sin tierra del sur de Bengala. Después de haber perdido todo —medios de subsistencia, tierra e incluso nuestras casas— tuvimos que venir a Calcuta para ganarnos la vida y buscar refugio… Somos principalmente jornaleros y empleadas domésticas que vivimos por debajo del umbral de pobreza”. Los refugiados, los sin tierra, jornaleros, colonos, por debajo del umbral de la pobreza, todas son categorías demográficas de la gubernamentalidad. Este es el terreno en el cual ellos definen tanto su identidad como sus reclamos. Estos reclamos son irreductiblemente políticos. Solo es posible hacerlos en un terreno político, donde las reglas pueden ser torcidas o distorsionadas, y no en el terreno de la ley establecida o del procedimiento administrativo. El éxito de estas demandas depende enteramente de la capacidad de los grupos de población para movilizar el apoyo e influir en la implementación de la política gubernamental a su favor. Pero este éxito es necesariamente temporal y contextual. El equilibrio estratégico de las fuerzas políticas podría cambiar y las reglas ya no podrían ser torcidas como en el pasado. Como he dicho antes, la gubernamentalidad siempre opera en un campo heterogéneo, sobre múltiples grupos de población y con múltiples estrategias. Aquí no hay un ejercicio igual y uniforme de los derechos de la ciudadanía. Así, es muy posible que se dé un cambio lo suficientemente amplio en el equilibrio de la política estratégica como para que estos ocupantes ilegales sean desalojados al día siguiente. De hecho, en los últimos meses, un grupo de ciudadanos emprendió con éxito un litigio de interés
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público ante el Tribunal Superior de Calcuta para exigir el desalojo de la colonia del ferrocarril, ya que estaba contaminando las aguas del lago Rabindra Sarobar, al sur de Calcuta. Una parte sustancial de los ocupantes tuvieron, mientras tanto, que cambiar su lealtad del Frente de Izquierda al Congreso de Trinamul. A principios de marzo, se las arreglaron para vencer físicamente de nuevo a la policía enviada por el gobierno para ejecutar la orden de la corte. Ahora, esperanzados contra toda esperanza, esperan que su líder del partido sea nombrado nuevamente como ministro del ferrocarril en Delhi; así podrían conseguir la rehabilitación antes de ser desalojados por la fuerza. Tal es la lógica endeble de la política estratégica en la sociedad política. No todo grupo de población es capaz de operar con éxito en la sociedad política. Un ejemplo de esto proviene de un estudio sobre la industria de encuadernación de libros en el área de la College Street de Calcuta, realizado por Asok Sen en 1990. Hay muchos y diferentes tipos de talleres y trabajadores de encuadernación, que conviven en su mayoría en los límites extremos de la viabilidad y frecuentemente en competencia entre ellos. La gran mayoría de los talleres son de tamaño mediano o pequeño, sus dueños también son trabajadores y en ellos no suele haber más de dos o tres empleados. El ingreso promedio de los trabajadores masculinos calificados en 1990 era alrededor de 500 rupias al mes, y el de las mujeres trabajadoras no calificadas, alrededor de 400 rupias. También hay niños empleados como “muchachos” (sin distinción de género, todos ellos son “niños” aquí), que son ayudantes en todo tipo de oficios, desde servir el té hasta cargar y descargar pilas de libros. Ellos pueden ganar alrededor de 150 rupias al mes si se les paga en efectivo, porque con frecuencia lo único que consiguen es comida, ropa y un lugar donde dormir. Estos ingresos son muy bajos para los estándares del empleo industrial en la India, pero esta es una industria no organizada que reposa en lo más profundo de lo que se conoce como el sector informal. Hubo intentos concertados, en las décadas de los setenta y de los ochenta, de sindicalización de los trabajadores de la encuadernación, y hubo negociaciones con los propietarios para conseguir mejores salarios. Los activistas del Partido Comunista lideraron este proceso, sobre todo después de que su partido encabezó el gobierno en 1977. En 1990 hubo una huelga de los encuadernadores de Daftaripara que duró tres días. La forma de la huelga y sus
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resultados son instructivos. Los trabajadores exigían un aumento salarial de 100 rupias al mes. Pero el 90% de los encuadernadores eran talleres cuyos propietarios eran los propios trabajadores. Todo el mundo sabía que la mayoría de los propietarios nunca sería capaz de pagar un salario mayor. Durante la huelga, toda la industria de Daftaripara —los propietarios y trabajadores juntos— intentó presionar a las editoriales para que pagaran mejor por los trabajos de encuadernación. Las editoriales más grandes amenazaron con emplear otros talleres de la ciudad, o incluso de fuera del estado. Al final, cuando un puñado de grandes talleres de encuadernación en Daftaripara acordó incrementar los salarios en 75 rupias al mes, los huelguistas declararon una gran victoria y pusieron fin a la agitación. Después de la huelga, las actividades sindicales en Daftaripara decrecieron una vez más. A diferencia de lo que vimos en la colonia del ferrocarril, en Daftaripara hay muy poco sentido de una identidad colectiva entre los encuadernadores. Aquí hay cuatro mil personas en el mismo negocio en un pequeño vecindario. La mayoría de los hombres duermen en sus talleres en la noche y vuelven a su casa en sus pueblos los fines de semana y días festivos. Los trabajadores de Daftaripara votan generalmente por los partidos de izquierda, pero ellos saben acerca de la política por sus conexiones rurales, no porque sus vidas como trabajadores los conduzcan a ella. En cambio, hablan de los lazos de lealtad entre el propietario y el trabajador, de actos de bondad mutua, del cuidado paternal. No hay compromiso aquí con los aparatos de la gubernamentalidad. Los encuadernadores de Daftaripara no han hecho su camino hacia la sociedad política. Su ejemplo demuestra una vez más las dificultades de la organización de clase en el llamado sector informal del trabajo, en el que el capitalismo y el modo de producción simple de mercancías se entrelazan en una maraña que los refuerza mutuamente. A pesar de los esfuerzos sinceros de muchos activistas, las estrategias leninistas de organización de la clase obrera han fracasado aquí. Mientras, los líderes políticos de la izquierda giran su atención hacia otros lugares, como la sociedad política de las zonas rurales de Bengala, donde han tenido mayor éxito. Hay muchos ejemplos que podría mencionar sobre las negociaciones estratégicas en la sociedad política rural en Bengala Occidental. Permítanme enfocarme en tres casos de reasentamiento que estudié hace dos años (Chatterjee 2000b).
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El primer caso se refiere a una mina de carbón en el pueblo de Raniganj, donde el aire circula pesado con el humo y por la noche se puede ver, a distancia, el fuego ardiendo en el campo. Grandes áreas habitadas, incluidas las zonas urbanas densamente pobladas, son propensas a los incendios y hundimientos de la superficie a causa de décadas de minería indiscriminada. A raíz de varios desastres menores y no tan menores, los esfuerzos se han dirigido a estabilizar la superficie y a prevenir los incendios. Sin embargo, los métodos son técnicamente difíciles, lentos y extremadamente costosos. La alternativa consiste en reubicar a la población en lugares más seguros. Tras un debate prolongado y cierta agitación local, el gobierno de la India decidió en 1996 que más de 34.000 viviendas en 151 localidades se encontraban en áreas críticamente inestables. El costo del reasentamiento de cerca de 300.000 personas sería de 20.000 millones de rupias. La decisión fue comenzar el reasentamiento de inmediato, sin esperar a que los mecanismos institucionales estuvieran funcionando. Al parecer, el trabajo de reasentamiento estaba todavía en progreso, pero nadie en la zona me pudo mostrar signos visibles de ello y la mayoría no parecía saber nada al respecto. La gente tenía una vaga sensación de la posibilidad de un desastre a gran escala, pero ahí habían vivido con este peligro por décadas y no parecían estar muy preocupados. El reasentamiento no estaba ligado allí con un proyecto de desarrollo nuevo o con nuevas oportunidades económicas. Si el gobierno y los organismos del sector público entendían que el reasentamiento debía llevarse a cabo como un medio de prevenir una catástrofe repentina y masiva, no había urgencia en este sentido entre la población. Tampoco parecía haber ninguna evidencia de un movimiento “voluntario” para el reasentamiento. Aquí, la sociedad política no se había movilizado para beneficio de la gente. Mi segundo caso se refiere al puerto y nueva ciudad industrial de Haldia, al otro lado del río de Calcuta. El reasentamiento de Haldia se llevó a cabo en dos fases, con dos proyectos muy diferentes. El contraste entre las dos experiencias es instructivo. En primer lugar, la tierra fue adquirida para la construcción del puerto de Haldia desde 1963 hasta 1984. El proceso de adquisición y reasentamiento fue largo y lento, y estuvo marcado por numerosas dificultades, incluidas muchas disputas que terminaron en los tribunales. A comienzos de la década de los noventa,
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con el rápido aumento de los precios de la tierra después de la urbanización de Haldia, hubo una avalancha de solicitudes de parcelas de reasentamiento, algunas de personas (o de sus hijos e hijas) que habían sido desplazadas veinticinco años atrás. A partir de 2002, veinte años después de que sus tierras fueran expropiadas, más de 1.400 de las 2.600 familias originales que calificaban para ser reasentadas aún permanecían allí. La siguiente fase de la adquisición de tierras llegó con la nueva industrialización de Haldia, entre 1988 y 1991, y dio lugar a una considerable agitación organizada que exigía el reasentamiento. En 1995 se decidió que los casos de rehabilitación podían ser negociados con base en las recomendaciones del Comité Consultivo de Rehabilitación. El comité estaría integrado por dos administradores, dos oficiales de adquisición de tierras y cuatro políticos representantes del gobierno central y de los partidos de oposición. Todo el procesamiento de las solicitudes de reasentamiento, las audiencias de los casos, las adjudicaciones y el manejo de las disputas serían realizados por este comité. La impresión general entre los administradores, los líderes políticos y las personas afectadas era que iba a ser un procedimiento exitoso. La idea era que, en las circunstancias locales imperantes, la tarea de formular normas específicas, adecuar las parcelas e identificar los casos genuinos que merecían la rehabilitación debía hacerse sobre la base de un acuerdo fundamentado y realista entre los representantes políticos. Puesto que el acuerdo involucraría tanto al partido de gobierno como al de la oposición, se podría asumir que este representaría un consenso local efectivo. Una vez que se alcanzó un acuerdo a este nivel, la tarea de la administración era simplemente llevar a cabo las decisiones. El supuesto importante aquí es, obviamente, que los partidos políticos cubren efectivamente toda la gama de intereses y opiniones. Dada la naturaleza altamente politizada, organizada y polarizada de la sociedad rural en la mayor parte de Bengala Occidental hoy en día, esto no resulta una suposición injustificada. Si había en la zona una tercera fuerza política organizada que también representaba un conjunto distinto de voces, tendría que haberse acomodado dentro de ese comité para ser efectiva. El comité decidió, por ejemplo, que las familias con un mayor número de dependientes conseguirían parcelas más grandes, que
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nadie podía obtener dinero en efectivo en lugar de las parcelas de rehabilitación, que los que poseían casas en otro lugar no calificarían, que los que habían construido estructuras en sus hogares antes de que las tierras se adquieran tampoco reunirían los requisitos, etc. Todos estos asuntos se decidieron sobre la base de las investigaciones locales, y la sensación era que si los dos partidos políticos estaban representados, no había manera de que los criterios de calificación pudieran ser mal aplicados. Mirando a través de las decisiones tomadas por el comité, incluso encontré casos en los que se revirtieron sus decisiones anteriores a la luz de nuevos datos puestos en su conocimiento por los representantes políticos, y un caso en el que a una mujer se le dio una parcela de rehabilitación por razones humanitarias, a pesar de que no cumplía con las normas estipuladas. Mi tercer caso de reasentamiento viene de Rajarhat, en el noreste de Calcuta, donde una nueva ciudad está surgiendo. En el curso de pocos años, se ha transformando de una zona rural agrícola en una prolongación de la ciudad de Calcuta. Como resultado, los precios del suelo en la zona se han disparado. Tan pronto como se difundió la noticia del proyecto Nueva Ciudad, los promotores inmobiliarios y los especuladores de tierras se abalanzaron sobre los pequeños propietarios y trataron de comprarles antes de que el proceso de adquisición de tierras comenzara. Aparte de la rápida alza de precios de la tierra, otro problema es que los valores de venta en las zonas urbanas y semiurbanas son habitualmente avaluados a menor precio en el registro catastral, con el fin de evitar los impuestos. La decisión oficial fue la de fomentar el reasentamiento voluntario ofreciendo precios de mercado. Pero si los precios de mercado iban a estar determinados por los registros legales de la venta de tierras en el área, nadie sería inducido a desprenderse de sus tierras de forma voluntaria. Se tomó la decisión de adquirir la tierra a precios “negociados”. El Comité para la Obtención de Tierras se creó para negociar un precio aceptable con las personas afectadas. Como era de esperar, el Comité incluyó representantes locales del gobierno, así como de los partidos políticos de oposición. El resultado, según se dice, fue una adquisición prácticamente sin problemas, con pocos casos decididos en los tribunales. A los propietarios se les pagaba la indemnización en los tres meses siguientes (ya que no existe un procedimiento oficial de fijación de precios), lo cual fue un logro en todos los sentidos. El costo de adquisición fue sin
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duda más elevado de lo que hubiera sido si se hubiera utilizado el procedimiento legal normal, pero entonces el proyecto se hubiera retrasado. Y como el objetivo del proyecto era desarrollar nuevo suelo urbano para la venta, el sobrecosto sería absorbido en los precios cobrados a quienes recibieran las tierras adecuadas. Esta es la sociedad política en una relación activa con los procedimientos de la gubernamentalidad, la cual ha encontrado un lugar en la cultura política general. Aquí, la gente no desconoce sus posibles compensaciones18 ni ignora los medios para hacerse escuchar. Antes bien, ha reconocido formalmente a representantes políticos que puede utilizar para mediar a nombre suyo. Sin embargo, el procedimiento solamente funciona si todos tienen un interés en el éxito del proyecto 18 Entitlement, en el original (nota de los particular; de lo contrario, al- ductores). gunos mediadores arruinarán el consenso. Además, esta fórmula solo funcionará si la autoridad gubernamental sigue las recomendaciones de los representantes políticos pero se mantiene por fuera del ámbito de la política electoral. Es decir, el organismo gubernamental y el cuerpo político deben mantenerse separados, pero en una relación en la que el último puede influir sobre el primero. La distinción entre lo gubernamental y lo político debe mantenerse clara. Las decisiones registradas por las autoridades gubernamentales ocultaron las negociaciones que debieron haber tenido lugar en la sociedad política. No se nos informó sobre los criterios específicos que los representantes políticos finalmente acordaron para elaborar la lista de beneficiarios. Es muy posible que las negociaciones sobre el terreno no respetaran los principios de la racionalidad burocrática o incluso las disposiciones legales. En Rajarhat, sabemos, por otras fuentes, que el consenso local incluyó la comprensión de que una parte de la indemnización que debía pagarse a los propietarios de la tierra se distribuiría a los arrendatarios y trabajadores que perdieron sus medios de subsistencia. Este consenso estuvo completamente por fuera del ámbito de lo que la autoridad gubernamental debía reconocer, o incluso conocer, pero lo presupuso al aceptar las recomendaciones de los representantes políticos. Hay que recordar también que el consenso local entre representantes políticos rivales muy seguramente iba a reflejar los intereses y valores dominantes localmente. Sería eficaz garantizar
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las demandas de aquellos que eran capaces de encontrar el apoyo político organizado, pero se podían pasar por alto e incluso suprimir las exigencias de los intereses locales marginales. Pero no olvidemos que también es probable que el consenso político local hubiera sido socialmente conservador y pudiera ser particularmente insensible a, por ejemplo, las cuestiones de género o a los problemas de las minorías. Como he mencionado antes, la sociedad política activaría en los pasillos y corredores del poder lo miserable, violento y feo de la vida popular. Pero si uno valora verdaderamente la libertad y la igualdad que promete la democracia, entonces no puede apresarlas dentro de la fortaleza aséptica de la sociedad civil. En esta conferencia no he hablado del lado oscuro de la sociedad política, no porque no sea consciente de su existencia, sino porque no puedo pretender comprender plenamente cómo la delincuencia o la violencia están ligadas a las formas en que diferentes grupos de población socialmente desaventajados deben luchar para reclamar la atención del gobierno. Creo que he dicho lo suficiente acerca de la sociedad política como para sugerir que en el campo de la práctica democrática popular el crimen y la violencia no son categorías legales fijas, en blanco-ynegro, y que en cambio podrían dar lugar a un amplio margen de negociación política. Es un hecho, por ejemplo, que en los últimos quince años ha habido un claro estallido público y político de la violencia de castas en la India, justo en un periodo que ha visto la más rápida expansión de la afirmación democrática entre estas castas hasta ahora oprimidas. También tenemos numerosos ejemplos en los que movimientos violentos de grupos minoritarios regionales, tribales o de otro tipo, despojados de condiciones mínimas de vida, se han visto seguidos por una rápida y generosa inclusión en el ámbito de la gubernamentalidad. ¿Encontramos en este caso un uso estratégico de la ilegalidad y la violencia? Un estudio reciente sobre esta cuestión es el de Thomas Blom Hansen sobre los Shiv Sena en Bombay, al que los remito por el momento (Hansen 2001, 221-254). Ahora debo concluir. Permítanme hacerlo recordándonos el momento fundacional de la teoría política de la democracia en la antigua Grecia. Siglos antes de que la sociedad civil o el liberalismo fueran inventados, Aristóteles llegó a la conclusión de que no todas las personas estaban en condiciones de formar parte de la clase gobernante, porque no todas tenían la sabiduría
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práctica o la virtud ética necesarias. Pero su sagaz mente empírica no descartó la posibilidad de que en algunas sociedades, para algunos tipos de personas, y bajo ciertas condiciones, la democracia podría ser una buena forma de gobierno. La teoría política de hoy no acepta los criterios de Aristóteles sobre la constitución ideal, aunque nuestras prácticas gubernamentales actuales todavía se basan en la premisa de que no todos pueden gobernar. Lo que he tratado de demostrar es que, en paralelo con la promesa abstracta de la soberanía popular, la gente en la mayor parte del mundo está ideando nuevas formas en las que pueden elegir cómo deben ser gobernados. Muchas de las formas de la sociedad política que he descrito, sospecho, no coinciden con la aprobación de Aristóteles, porque este consideraría que les permitirían a los líderes populares prevalecer sobre la ley. Podríamos, sin embargo, ser capaces de persuadirlo de que de esta manera las personas están aprendiendo y obligando a sus gobernantes a aprender la forma en que ellos preferirían ser gobernados. Que el sabio griego pudiera estar de acuerdo, es una buena justificación ética para la democracia.
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artículos deben tener una extensión entre veinticinco y treinta páginas, que incluyen citas, notas a pie de página, tablas, leyendas de figuras y referencias bibliográficas. Todas las páginas deben estar numeradas en orden consecutivo, empezando por la primera. La primera página debe incluir: título del artículo; resumen (no debe exceder las 125 palabras); palabras clave (máximo cuatro) en español e inglés; el nombre del autor, su correo electrónico y una breve nota sobre los estudios realizados y su filiación institucional (máximo tres líneas).
2. Material gráfico Todo el material gráfico (mapas, figuras, ilustraciones, gráficas y fotografías) debe indicarse en el texto de modo directo o entre paréntesis. Debe estar numerado consecutivamente (figura 1, mapa 1, cuadro 1, etc.) e incluir la fuente y el título. Las imágenes deben enviarse incluidas en el texto y en formato de JPG, BMP, TIF, GIF o abierto en Corel Draw (CD), DWG, DFX (AutoCAD). La revista publica ilustraciones en una tinta (300 dpi de resolución) y ajustadas en tamaño y escala al formato de la revista (15 x 23 cm).
3. Notas a pie de página y citas Las notas a pie de página servirán para comentar, complementar o profundizar información importante del texto. No deben ser notas bibliográficas y no deben exceder las diez líneas. Las citas textuales de más de cuatro líneas o que deban destacarse se escribirán en párrafo aparte, con sangría a la izquierda. Las que se incluyan dentro del texto irán entre comillas. Las citas bibliográficas se harán dentro del texto, de acuerdo con el manual de estilo de la Universidad de Chicago (The Chicago Manual of Style), 16.ª edición (se puede consultar la página web www.chicagomanualofstyle.org). Incluirán el apellido del autor, el año y —de ser necesario— el número o números de las
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páginas, así: (Rodríguez 1978, 424-427). Si el texto citado tiene dos autores, los apellidos se separan con una y: (López y Arango 1970, 33); si se cita un documento escrito por tres autores, se escriben los tres apellidos: (Sánchez, Martínez y Ortiz); si se trata de cuatro o más autores, se escribe el apellido del primero seguido de “et ál.” (sin cursiva; nótese que “ál.” se escribe con tilde y con punto al final): (Pinzón et ál. 1993). Si hay más de dos obras de un mismo autor y del mismo año, se agregan al año letras en orden alfabético, comenzando por la a: (Díaz 1998a, 1998b). Si en un mismo paréntesis se citan obras de varios autores, hay que organizarlos por orden alfabético y separarlos por medio de punto y coma: (López y Arango 1970, 33; Rodríguez 1978; Uribe et ál. 1997).
4. Referencias Las referencias deben incluirse al final de todos los trabajos, en estricto orden alfabético y de acuerdo con las normas del manual de estilo de la Universidad de Chicago. A continuación se presentan algunos ejemplos.
LIBROS AISENSON, AIDA. 1989. Corporalidad y persona. México, D. F.: Fondo de Cultura Económica. BONFIL, GUILLERMO, comp. 1976a. Etnocidio y desarrollo en América Latina. México, D. F.: Flacso. BONFIL, GUILLERMO. 1976b. México profundo. México, D. F.: Grijalbo. COLOMBIA, MINISTERIO DEL INTERIOR. 1998. Situación actual de los indígenas colombianos. Bogotá: Ministerio del Interior. GIFFORD, DOUGLAS Y PAULINE HOGARTH. 1976. Carnival and Coca Leaf: Some Traditions of the Peruvian Quechua Ayllu. Nueva York: St. Martin’s Press. LÉVINAS, EMMANUEL. 1994. Dios, la muerte y el tiempo, 2.ª ed. Madrid: Cátedra. MATIENZO, JUAN DE. 1567/1967. Gobierno del Perú. Lima: Institut Français d’Études Andines. MENESES, LINO Y GLADYS GORDONES, eds. 2001. La arqueología venezolana en el nuevo milenio. Mérida: Universidad de los Andes.
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Normas para la presentación de originales
SANOJA, MARIO, CÉSAR BENCOMO Y TOMÁS AGUILA. 1996. La microhistoria del bajo Caroní. Informe final. Ciudad Guayana: Edelca. URIBE, CARLOS, JIMENA ROJAS, ALBERTO CUENCA, PATRICIA SEVILLA, ÓSCAR QUINTERO, ANDRÉS HERNÁNDEZ, CECILIA SALGAR, TERESA LOAYZA Y RENÉ CUESTAS. 2008. “Proyecto investigativo para la Ruta de la Marimba”. Cali: Fundación Valle e Instituto de Estudios Regionales. Inédito.
CAPÍTULOS
Y SECCIONES DE LIBROS
CHAUMEIL, JEAN-PIERRE. 1991. “El poder vegetal”. En Rituales y fiestas de las Américas, editado por Elizabeth Reichel, 246-253. Bogotá: Universidad de los Andes. RANERE, ANTHONY Y RICHARD COOKE. 1996. “Stone Tools and Cultural Boundaries in Prehistoric Panamá: An Initial Assessment”. En Paths to Central America Prehistory, editado por Fred Lange, 49-78. Boulder: University of Colorado Press.
ARTÍCULOS
DE REVISTAS Y PUBLICACIONES PERIÓDICAS
LE MOUËL, JACQUES. 1997. “Lo eficaz es justo”. Cuadernos de Economía 16 (26): 107-129. MAHECHA, DANY Y CARLOS FRANKY. 1997. “Los makú del noroeste amazónico”. Revista Colombiana de Antropología 35: 85-133. O’NEILL, MOLLY. 1998. “Food”. New York Times Magazine, 18 de octubre, p. 8. MORA, ANA SABRINA. 2009. “El cuerpo investigador, el cuerpo investigado. Una aproximación fenomenológica a la experiencia del puerperio”. Revista Colombiana de Antropología 45 (1). En prensa.
PONENCIAS
PRESENTADAS EN EVENTOS ACADÉMICOS
GONZÁLEZ, ÓMAR. 2004. “Relaciones lingüísticas entre los idiomas andinos originarios y los de las tierras bajas (lenguas arawakas y otras familias)”. Ponencia presentada en el coloquio Relaciones Prehispánicas en la Región Andina, Museo de Bellas Artes, Caracas, 4-6 de mayo.
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TESIS
Y TRABAJOS DE GRADO
HARDY, ELLEN. 1992. “The Mortuary Behavior of Guanacaste-Nicoya: An Analysis of Precolumbian Social Structure”. Tesis doctoral, Department of Anthropology, University of California, Los Ángeles. VALERIO, WILSON. 1987. “Análisis funcional y estratigráfico de Sf-9 (Carabalí), un abrigo rocoso en la región central de Panamá”. Tesis de licenciatura, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Costa Rica, San José.
FUENTES
ELECTRÓNICAS
OXFAM INTERNATIONAL. 2011. “Tratado Internacional sobre el Comercio de Armas: preguntas y respuestas”. Recuperado el 30 de octubre de 2011, http://oxf.am/Zaw POSTON, TED. 2010. “Foundationalism”. Internet Encyclopedia of Philosophy. Recuperado el 2 de julio de 2011, http://www.iep.utm.edu/ found-ep/ MORENO LEGUIZAMÓN, CARLOS. 2006. “Salud-enfermedad y cuerpo-mente en la medicina ayurvédica de la India y en la biomedicina contemporánea”. Antípoda 3: 91-121. Recuperado el 3 de noviembre de 2010, http://antipoda.uniandes.edu.co/index.php#12 PALACIOS, MARCO Y FRANK SAFFORD. 2002. Colombia. País fragmentado, sociedad dividida: su historia. Bogotá: Norma. Recuperado el 11 de marzo de 2008, http://books.google.com/books?id=ETh7T9ax6ekC& pg=PA397&dq=colombia:+pais+fragmentado&hl=es&sig=T33WYp pQDXLvK4akLIrfjmGfthM#PPP1,M1
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40 Bogotá - Colombia
agosto 2011
Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de los Andes / Fundación Social
ISSN 0123-885X
http://res.uniandes.edu.co
Psicología y Cultura Presentación Jorge Larreamendy – Universidad de los Andes, Colombia. Martin Packer – Duquesne University, Estados Unidos; Universidad de los Andes, Colombia.
Dossier Hacia una ontología social del aprendizaje 6 )1 5 '$!*-)$)$1 -.$/3 -& ' 3 ./*.)$*.; 6-/$)& -50,0 .) )$1 -.$/3 ./*.)$*. Universidad de los Andes, Colombia. Reinventando las prácticas educativas del pasado para lograr el éxito pedagógico del futuro 0$# ' *' 5 '$!*-)$)$1 -.$/3)$ "* ./*.)$*. Aprendizaje como reconfiguración de agencia 6*-" -- ( )35)$1 -.$ '*.) . *'*($
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Mundo sin centro: cultura, construcción de la identidad y cognición en la era digital 61$ - *-- *-5)$1 -.$$*)' *'*($; 67.-0( -/*$)4;)5)$1 -.$$*)' *'*($; 6*.- '0 -- -*5 0)$;))/ -)$*)' "*"9 *) +/0'' -/* -)$ Colombia. Escolaridad generalizada: ¿inclusión social o pérdida de la identidad cultural? 0-9 -$./$) )*-$*5)$1 -.$ ''' *'*($ De la “Verdad” y otras quimeras 0)/#*)3(+.*)5)$1 -.$ ''' *'*($
Otras Voces Trauma psicosocial y memoria: diseño de un dispositivo biográfico para investigar el impacto de la Comisión de Prisión Política y Tortura en Chile 6-$ '#-$(5*)/$