Podríamos hablar del hombre detrás de la ficción, de

pop, entre el cliché y lo peculiar, entre la espiritualidad y lo mundano, se ubica la obra de Murakami, a la que me aproximaré en estas páginas para analizar algunos de sus aspectos más particulares. Comenzaré con un lugar común murakamiano: la relación estrecha, presente a lo largo de la obra del japonés, entre el ...
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¿De qué hablamos cuando hablamos de Haruki Murakami? Podríamos hablar del hombre detrás de la ficción, de ese japonés tan particular que un día, en medio de un partido de béisbol, decidió de la nada dedicarse a escribir. Anécdota excesivamente murakamiana: en el momento en que un bateador norteamericano conecta un doble, un hombre promedio, un espectador más entre la muchedumbre, siente la urgencia repentina de atravesar el umbral hacia esa otra realidad que es la escritura. ¿Pero realmente importa esto? Dejando de lado el mito, lo que importa es que el capricho que sigue al batazo representa el punto de partida de una de las obras literarias más interesantes de nuestro tiempo. Pocos meses después de ese partido intrascendente, aparecería publicada Hear the wind sing, la primera novela de Murakami, escritor problemático desde sus primeras páginas. Ya desde esta primera novela comienzan las confusiones, las contradicciones y los puntos de vista opuestos; no puede esperarse otra cosa de una obra cuya particularidad es precisamente la tensión entre conceptos antagónicos. Se podría escribir mucho acerca de los problemas y contradicciones que plantea la obra de Murakami; preguntarse si se trata de la obra de un japonés occidentalizado, o de un occidental que escribe en japonés; interrogarse acerca del valor estético de una prosa tan sencilla y tan marcada por la cultura pop y por lo banal; cuestionarse cómo es que un autor ha podido cosechar, al mismo tiempo, un gran prestigio a nivel de crítica y un gran éxito a nivel de ventas, son

todas cuestiones interesantes, pero ¿son realmente importantes? ¿Por qué mejor no acercarse a la obra para tratar de entender desde adentro qué es lo que hace de Murakami un autor tan particular? Todas estas preguntas dejan de tener sentido si comenzamos a plantearnos a Murakami como un autor único, inclasificable, que ha hecho de las contradicciones y de lo inverosímil una marca identitaria. A medio camino entre lo occidental y lo oriental, entre lo culto y lo pop, entre el cliché y lo peculiar, entre la espiritualidad y lo mundano, se ubica la obra de Murakami, a la que me aproximaré en estas páginas para analizar algunos de sus aspectos más particulares. Comenzaré con un lugar común murakamiano: la relación estrecha, presente a lo largo de la obra del japonés, entre el sueño y la vigilia como opuestos que se confunden en un espacio incierto. El lector que se sumerge en el mundo ficcional de Murakami se pierde entre su narrativa hipnótica, y emerge como quien despierta de un sueño especialmente vívido; por unos instantes es imposible distinguir la realidad del sueño, y cuando la confusión se evapora la impresión permanece intacta. Es posible establecer una narrativa del sueño, contar los hechos con cierto orden lógico, pero no hay lenguaje que permita recrear fielmente la impresión de esa irrealidad familiar que es el sueño, ese enrarecimiento de lo conocido que causa confusión y vértigo. El mundo ficcional de Murakami opera con una mecánica similar a la del sueño y el despertar, y se asemeja a ese espacio fronterizo en el que ambos se confunden. La narrativa de Murakami está regida por la incertidumbre. No hay lugar en ella para la estabilidad. Las fronteras se desvanecen y los personajes viven en un espacio en que la cotidianidad, ese mundo que se mueve al compás del tedio, se ve invadida de pronto por la irrupción de ese otro mundo, el de lo extraño y lo inaudito, el mundo de los gatos parlantes, de las prostitutas de la mente, de los lectores de sueños y de los hechos imposibles. Fijar los límites de la realidad resulta entonces una tarea inútil. En términos generales, la novela de Murakami suele ser una oscilación constante entre opuestos. De un momento a otro pasamos de las escenas más mundanas a las más inauditas. Dice acertadamente Rodrigo Fresán que la obra

del japonés plantea «un juego de reglas imprecisas pero firmes. Obliga (…) a una entrega absoluta sin cuestionamientos ni prejuicios. Hay que entrar rindiéndose primero para salir ganando después. Quien se resista se quedará fuera, confundiendo lo raro con lo tonto, irritado e insomne (…) Lo suyo posee la textura imposible pero verosímil de los mejores sueños». Entrar rendido como quien sucumbe ante el sueño, o ¿de qué otra forma es posible aceptar que de un momento a otro pasemos, con la más sutil violencia (inevitable oxímoron) de escenas, descritas de una forma exasperantemente minuciosa, en las que los personajes cocinan, hacen ejercicio o se lavan los dientes, a escenas en las que, por ejemplo, un hombre vestido como Johnnie Walker, el emblema de la marca de whisky, pasea por Tokio asesinando gatos? Sería muy sencillo resistirse a firmar un pacto ficcional cuyo contrato está escrito con la tinta de lo excesivamente inverosímil, pero lo más interesante de Murakami, más allá de su valor como novelista, es que plantea una obra que se mueve entre lo que, se supone, es incompatible, una novela abierta y polisémica, que violenta la escritura hasta un territorio impensado e inhóspito. No es que Murakami se valga de la indeterminación para crear una obra supuestamente interesante; el gran problema –y el gran atractivo– de la obra del japonés es que, al crear un mundo ficcional que funciona como limbo o espacio fronterizo, resulta imposible que exista un sentido fijo dentro de ese la ficción. No se trata de un capricho estilístico del autor: se trata de que el mundo ficcional se vuelve autónomo, escapando de toda interpretación inequívoca, por lo que tanto el lector como el personaje se ven obligados a arrojarse a la interpretación. La idea del mundo como una metáfora en la obra de Murakami, que pretendo plantear a continuación, es solo una de esas múltiples interpretaciones. Para ello, me acercaré de forma panorámica la que es, posiblemente, la novela más emblemática del autor: Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, publicada en 1995. La rutina y la monotonía en la obra de Murakami son vitales para marcar contrastes y entender la idea del mundo ficcional inestable. En las primeras páginas de Crónica que da cuerda al mundo hay un ambiente de aparente

estabilidad: Tooru Okada, arquetipo por excelencia (o por mediocridad) del entrecomillado héroe murakamiano, acaba de dejar su empleo. Junto a su esposa lleva una vida apacible: ella trabaja y él se dedica a las labores domésticas mientras decide qué hacer respecto a su trabajo. Pasa los días cocinando, encargándose de la limpieza, escuchando música y leyendo. Hasta ahora no hay signos de inestabilidad; pero lo cotidiano poco a poco va perdiendo sentido y comienzan a

suceder uno tras otro cambios en su vida. Primero

desaparece su gato; aparecen a su alrededor personajes extraños e inverosímiles. Finalmente es abandonado por su esposa, perdiendo de esta forma su único vínculo con la realidad exterior. En medio del caos, la realidad y la metáfora comienzan a fundirse en ese interminable juego de opuestos. Un

leitmotif importante de la obra es el pájaro-que-da-cuerda, un ave cuyo canto le recuerda a Okada el sonido de un reloj o de un dispositivo de cuerda. El pájaro-

que-da-cuerda es la metáfora del orden y la estabilidad, del tiempo y la normalidad: Okada le atribuye la responsabilidad de poner en marcha el mecanismo del mundo cada día. Cuando el pájaro-que-da-cuerda desaparece, el mundo sufre para Okada un estancamiento; el tiempo parece haberse detenido, o más bien él parece haber quedado fuera del tiempo. Si existe o no el

pájaro-que-da-cuerda es irrelevante: para Tooru Okada la metáfora se funde con la realidad, y no hay nada de fortuito en el hecho de que su mujer lo abandone y al mismo tiempo el pájaro desaparezca, desaparezca su canto, su

dar cuerda. Es en este momento cuando comienzan a aparecer las adivinas estrafalarias, las prostitutas de la mente, las habitaciones de hotel pesadillescas. La realidad parece fragmentarse en dos, se convierte en algo ajeno, y Okada debe caer lo más bajo que se pueda caer: caer al fondo de sí mismo, parafraseando a Huidobro. Más bien, debe bajar al fondo de sí mismo, lo que nos lleva a otra de las metáforas esenciales no solo de Crónica sino también de toda la narrativa murakamiana: el pozo. Tooru Okada, en principio, puede parecer un personaje completamente indiferente ante todo. Podríamos hablar de su incapacidad de luchar, de su inexpresividad ante la realidad abrumadora que lo rechaza y considerarlo una

especie de héroe des-romantizado. En él no existe ningún tipo de declamación, de expresión de una voluntad individual que se oponga al mundo. Es un hombre anodino, que vive cómodamente en la mediocridad, que acepta sin más la voluntad de la realidad ajena. Sin embargo, Okada es un personaje que posee la voluntad de enfrentarse a sí mismo para dar forma al caos y tratar de recuperar su nexo con el mundo. El pozo es la otra metáfora importante presente en la novela, es el lugar al que desciende Tooru Okada para encontrar respuestas sobre la vida que ha llevado hasta ahora, sobre por qué su mujer lo ha abandonado. El pozo es la metáfora de la interioridad, del subsuelo emocional el que están ocultas aquellas cosas que tememos admitir sobre nosotros mismos. El pozo se convierte no solo en el lugar donde se palpa la propia oscuridad interior, sino que se convierte en nexo entre la realidad cotidiana y la realidad metafórica, pues es en el fondo del pozo donde ambos mundos se conectan. El pozo sirve como umbral entre ambos mundos, y estando en el fondo Okada atraviesa hacia la realidad metafórica del hotel, un laberinto de habitaciones marcado por el sentimiento de lo siniestro y lo fantasmagórico de lo vagamente familiar. Es en este hotel de la realidad interior en donde intentará reencontrarse con su esposa. Al igual que con el pájaro-que-da-cuerda, el pozo es a la vez metáfora y realidad. Otra metáfora recurrente en Crónica es la idea del cuerpo como un recipiente que es vaciado y vuelto a llenar constantemente. El cuerpo es la vasija en la que la identidad de los personajes sufre distintas metamorfosis al estar expuestos al mundo caótico. Las experiencias vitales transforman la narrativa del yo, alteran el cauce natural de la individualidad. Dice Tooru Okada desde el fondo del pozo: «Yo no soy más que un simple camino por donde pasa el hombre que yo soy». El cuerpo es un lugar de tránsito el que habita momentáneamente una de las múltiples identidades de los personajes. Es a través de la violencia, del erotismo, del abandono y de la cercanía con la muerte que las puertas que sellan la interioridad se abren, dejando entrar al cuerpo la nueva identidad de los personajes. En Crónica, por ejemplo, la experiencia que marca a Tooru Okada es el abandono, acompañado de la carga de lo erótico y

lo violento; el erotismo viene dado por los encuentros con mujeres misteriosas, encuentros cuyo carácter carnal o metafórico es imposible discernir; la violencia es una constante, ya sea en forma de historias de guerra que le son contadas a Tooru, o trátese de la más cruda violencia física. La violencia y el erotismo son las llaves del kokoro, ese concepto tan japonés que funde en una sola idea el corazón y la mente. De esta forma, puede decirse que el mundo ficcional de Murakami se mueve al ritmo de una danza tanática y erótica que produce personajes que son muchas veces inverosímiles, pero que están vivos dentro de la ficción porque sienten, sufren y cambian, porque sus heridas y placeres, reales o metafóricos, adquieren para ellos un significado y un espesor propio. Lo inverosímil solo es inverosímil en relación con un mundo estable, con unos preceptos fijos; en el mundo de Murakami, donde hay dos espacios que cohabitan y se entrelazan, uno de ellos el de lo concreto, el mundo del cuerpo, el otro el mundo subjetivo e interpretable de la metáfora, la idea de la verosimilitud pierde sentido; al no haber estabilidad no hay manera de discriminar lo que es verosímil de lo que no lo es, lo mismo que ocurre en el territorio de la imaginación y del sueño. El cuerpo termina siendo simplemente el vínculo entre ambas realidades. La realidad pasa a ser una imagen refractada en la que el mundo y la metáfora se intercambian constantemente.. Cuando la realidad exterior se vuelve hostil, caótica e incomprensible, el mundo se convierte en un lugar vaciado de toda significación, como un lenguaje familiar cuyos significados escapan, de repente, de la comprensión del personaje. La realidad y la metáfora se confunden cuando los elementos que conforman el mundo se enrarecen y se convierten en algo incomprensible, un lenguaje que necesita ser reformulado, y para el personaje, desplazado hacia el fondo de sí mismo por un mundo al que es incapaz de comprender, la única manera de sobrevivir es recreando la realidad desde la propia interioridad. Escribe Murakami en Kafka en la orilla: «Lo que existe fuera de ti es una proyección de lo que existe en tu interior, lo que hay dentro de ti es una proyección de lo que existe fuera de ti. Por eso, a veces, puedes hollar el laberinto interior pisando el laberinto exterior. Aunque eso, en la

mayoría de los casos, es muy peligroso». La obra de Murakami representa ese espacio peligroso en el que ya no hay límites entre el interior y el exterior, entre el lenguaje metafórico y la realidad. Cuando ya no es posible mantener fijos los límites que ordenan el mundo –y de ahí la importancia del pájaro-que-da-

cuerda–, el espacio se enmascara, se vuelve negativo, opaco, abierto a la subjetividad. El lenguaje transparente se oscurece y se vuelve metafórico. El mundo como metáfora es el mundo de la negación de una única verdad; la negatividad convierte al mundo en un espacio de posibilidades, donde es posible jugar a la interpretación y donde las cosas cambian de forma bajo una luz distinta, como una imagen que cambia dependiendo de nuestra perspectiva o como ese sueño cuyo recuerdo se vuelve cada vez más impreciso.