PIAGET, Jean (1968). Educación e Instrucción. Buenos Aires: Proteo.

Facultad de Filosofía y Letras. Cátedra: Teorías ... propiedades de universalidad y de autonomía: una verdad matemática no atañe a contingencias de la ...
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Facultad de Filosofía y Letras Cátedra: Teorías Psicológicas

PIAGET, Jean (1968). Educación e Instrucción. Buenos Aires: Proteo.

CAPÍTULO II: LOS PROGRESOS DE LA PSICOLOGÍA DEL NIÑO Y DEL ADLESCENTE

INTRODUCCIÓN El tomo XV de la Encyclopédie française contienen un capítulo nuestro, escrito hace más de treinta años, acerca de lo que la psicología del niño puede ofrecerle al educador. Al comparar esas páginas con las que escribiera Henri Wallon en el tomo VIII, dedicado a la “Vida mental”, Lucien Febvre creía distinguir cierta divergencia capaz de interesar a la pedagogía, pues Wallon insistía, sobre todo, en la gradual incorporación de los niños a la vida social organizada por el adulto, y nosotros subrayábamos, en especial, los aspectos espontáneos y relativamente autónomos del desarrollo de las estructuras intelectuales. Si la psicología de Wallon y la nuestra terminaron por hacerse complementarias mucho más que adversas –porque su análisis del pensamiento deslinda, sobre todo, los aspectos figurativos, y el nuestro lo hace con los aspectos operativos (que es lo que traté de demostrar, a raíz de un “Homenaje a Henri Wallon”, en un breve artículo, acerca del cual aquel querido y llorado amigo alcanzó a comunicarme que aprobaba nuestra “conciliación dialéctica”)-, en cambio el problema que formula Lucien Febvre subsiste, aún hoy, plenamente, pero se plantea en términos que un conjunto bastante considerable de hechos descubiertos desde entonces ha renovado. Este problema, fundamental para la elección de los métodos de enseñanza, se plantea, de modo concreto, en los siguientes términos. Hay materias, como la historia de Francia o la ortografía, cuyo contenido ha sido elaborado o incluso inventado por el adulto y cuya transmisión sólo suscita problemas de mejor o peor técnica de información. Por el contrario, hay otras materias cuyo característico modo de verdad no depende de acontecimientos más o menos particulares derivados de múltiples decisiones individuales, sino de una investigación y de descubrimientos en cuyo trascurso la inteligencia humana se afirma con sus propiedades de universalidad y de autonomía: una verdad matemática no atañe a contingencias de la sociedad de los adultos, sino a una construcción accesible a toda inteligencia sana; una verdad física elemental es verificable gracias a un

proceso experimental que tampoco atañe a opiniones colectivas, sino a un criterio racional a un tiempo inductivo y deductivo, igualmente accesible a esa inteligencia. El problema estriba, pues –por lo que compete a verdades de este tipo-, en decidir si tales verdades se conquistan mejor por una transmisión educativa análoga a la que resulta más o menos exitosa en el caso de los conocimientos del primer tipo, o si una verdad sólo es realmente asimilada, como verdad, en la medida en que ha sido reconstruida o redescubierta por medio de una actividad adecuada. Tal era en 1935 –y tal es, cada vez más- el problema cardinal de la pedagogía contemporánea. Si se desea formar individuos aptos para la invención y capaces de impulsar el progreso de la sociedad de mañana, de acuerdo con la necesidad que día a día se hace sentir con más fuerza, está claro que una educación del descubrimiento activo de lo verdadero es superior a una educación que sólo consista en amaestrar los individuos para que deseen de acuerdo con una voluntad consumada y para que sepan de acuerdo con verdades simplemente aceptadas. Pero hasta cuando se propone la finalidad de formar espíritus conformistas que vayan por el camino ya trazado de las verdades adquiridas, aun entonces subsiste el problema de determinar si la transmisión de las verdades establecidas se efectúa mejor por procedimientos de simple reiteración antes que por una asimilación más activa. Ahora bien, este es el problema al que la psicología del niño, ampliamente desarrollada desde 1935, responde hoy –sin habérselo propuesto- de manera mucho más completa que antes. Responde, en particular, acerca de tres puntos, que son de decisiva importancia para la elección de los métodos didácticos y hasta para la elaboración de los programas de enseñanza: la naturaleza de la inteligencia o del conocimiento (7 a 9 años), el papel de la experiencia en la formación de las nociones (10 a 11) y el mecanismo de las transmisiones sociales o lingüísticas del adulto al niño (12).

LA FORMACIÓN DE LA INTELIGENCIA Y LA NATURALEZA ACTIVA DE LOS CONOCIMIENTOS En un reciente artículo de la Enciclopedia Británica, R.M. Hutchins declara que la finalidad principal de la enseñanza estriba en desarrollar la inteligencia en sí y, sobre todo, en enseñar a desarrollarla “durante tanto tiempo como ella sea

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capaz de progresar”, vale decir, mucho más allá de la terminación de la vida escolar. Que los fines, declarados o secretos, asignados a la educación, consistan en subordinar el individuo a la sociedad tal cual es, o en preparar una sociedad mejor, no habrá quien no acepte, sin duda, la fórmula de Hutchins. Pero no es menos claro que todavía no significa mayor cosa en tanto no se precise en qué consiste la inteligencia, puesto que si las ideas del sentido común a este respecto son tan uniformes como inexactas, las de los teóricos varían lo suficiente como para inspirar las más divergentes pedagogía. Resulta, pues, indispensable consultar los hechos para saber qué es la inteligencia; la experiencia psicológica sólo podría responder a esta pregunta si caracterizara la inteligencia por su modo de formación y de desarrollo. Y en este campo es donde la psicología del niño ha suministrado el mayor número de resultados nuevos desde 1935. Las funciones esenciales de la inteligencia consisten en comprender y en inventar; dicho de otra manera, en construir estructuras al estructurar lo real. Día a día parece más cierto, en efecto, que estas dos funciones son indisociables, puesto que para comprender un fenómeno o un acontecimiento hay que reconstruir las transformaciones cuya resultante son, y para reconstruirlas hay que, haber elaborado una estructura de transformaciones, lo cual supone una parte de invención o de reinvención. Ahora bien, si las antiguas teorías de la inteligencia (empirismo asociacionista, etc.) sólo acentuaban sobre la comprensión (asimilándola incluso a una reducción de lo complejo a lo simple por un modelo atomístico en el que la sensación, la imagen y la asociación desempeñaban los papeles fundamentales) y consideraban la invención como el simple descubrimiento de realidades ya existentes, en cambio las nuevas teorías, cada vez más controladas por los hechos, subordinan, por el contrario, la comprensión a la invención y consideran ésta como la expresión de una continua construcción de estructuras de conjunto. El problema de la inteligencia –y, con él, el problema central de la pedagogía de la enseñanza- ha terminado, pues, por aparecer como vinculado al problema epistemológico fundamental de la naturaleza de los conocimientos: ¿los conocimientos constituyen copias de la realidad o al contrario, asimilaciones de lo real a estructuras de transformación? Las concepciones del conocimiento-copia no han sido abandonadas; lejos de ello, continúan inspirando, muchos métodos educativos, con frecuencia hasta esos métodos intuitivos en los que la imagen y las presentaciones audiovisuales desempeñan un papel que algunos se ven in-

ducidos a considerar como la etapa suprema de los progresos pedagógicos. En psicología del niño, muchos autores insisten en pensar que la formación de la inteligencia obedece a las leyes del “aprendizaje”, y se guían por el modelo de ciertas teorías anglosajonas del learning, como la de Hull: respuestas repetidas del organismo a estímulos exteriores, consolidación de las repeticiones por reforzamientos externos, constitución de cadenas de asociaciones, o de “jerarquía de hábitos”, que suministran una “copia funcional” de las secuencias regulares de la realidad, etc. Pero el hecho esencial que contradice estas sobrevivencias del empirismo asociacionista y cuyo establecimiento ha renovado nuestras concepciones de la inteligencia, es el de que los conocimientos derivan de la acción, no en un sentido de meras respuestas asociativas, sino en un sentido mucho más profundo, cual es el de la asimilación de lo real a las necesarias y generales coordinaciones de la acción. Conocer un objeto es actuar sobre él y transformarlo, para captar los mecanismos de esta transformación en vinculación con las acciones transformadoras mismas. Conocer es, pues, asimilar lo real a estructuras de transformaciones, que son las estructuras que elabora la inteligencia como prolongación directa de la acción. Que la inteligencia deriva de la acción es una interpretación conforme a la línea de la psicología de lengua francesa desde hace décadas y desemboca, por consiguiente, en esta fundamental consecuencia: hasta en sus manifestaciones superiores, donde ya solamente procede gracias a los instrumentos del pensamiento, la inteligencia consiste, además, en ejecutar y en coordinar acciones, pero en una forma interiorizada y reflexiva. Las acciones interiorizadas –que siempre son, por tanto, acciones en la medida en que son procesos de transformación- no son otra cosa que las “operaciones” lógicas o matemáticas, motores de todo juicio o de todo razonamiento. Pero estas operaciones no son sólo acciones interiorizadas cualesquiera; presentan, además, como expresión de las coordinaciones más generales de la acción, el doble carácter de ser reversibles (toda operación implica una operación inversa, como la adición y la sustracción, o una recíproca, etc.) y, por consiguiente, de coordinarse en estructuras de conjunto (una clasificación, la serie de los números enteros, etc.). De lo cual se desprende que en todos los niveles la inteligencia es una asimilación de lo dado a estructuras de transformaciones, de las estructuras de acciones elementales a

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las estructuras operatorias superiores, y que estas estructuraciones consisten en organizar lo real, en acto o en pensamiento, y no simplemente copiarlo.

EL DESARROLLO DE LAS OPERACIONES Ese continuo desarrollo, que conduce de las acciones sensorio-motrices iniciales a las más abstractas operaciones, es lo que la psicología del niño ha procurado describir en los últimos treinta años, y los hechos obtenidos en gran número de países, así como sus interpretaciones cada vez más convergentes, suministran hoy por hoy, a los educadores que desean valerse de ellos, elementos de referencia suficientemente consistentes. El punto de partida de las operaciones intelectuales debe, pues, buscarse hasta en un primer período del desarrollo, caracterizado por las acciones y la inteligencia sensorio-motriz. Utilizando como instrumentos sólo las percepciones y los movimientos, sin ser aún capaz de representación o de pensamiento, esta inteligencia, completamente práctica, no por ello deja de testimoniar, en el curso de los primeros años de la existencia, un esfuerzo de comprensión de las situaciones. Desemboca, en efecto, en la construcción de esquemas de acción que han de servir de subestructuras a las estructuras operatorias y nocionales posteriores. Ya en ese nivel se observa, por ejemplo, la construcción de un esquema fundamental de conservación, cual es el de la permanencia de los objetos sólidos, buscados desde los 9-10 meses (después de las fases esencialmente negativas a este respecto) detrás de las pantallas que los separan de todo campo perceptivo actual. Correlativamente se observa la formación de estructuras ya casi reversibles, como la organización de los desplazamientos y de las posiciones en un “grupo” caracterizado por la posibilidad de regresos y de desvíos (movilidad reversible). Se asiste a la constitución de relaciones causales, primero ligadas a las meras acciones propias y luego progresivamente objetivadas y espacializadas en vinculación con la construcción del objeto, del espacio y del tiempo. La importancia de este esquematismo sensorio-motor para la formación de las futuras operaciones se verifica, entre otras cosas, por el hecho de que en los ciegos de nacimiento, estudiados a este respecto por Y. Hatwell, la insuficiencia de los esquemas de partida entraña hasta la adolescencia un atraso de 34 años y más en la constitución de las operaciones más generales, mientras que los que se vuelven ciegos no presentan un retraso tan considerable.

Hacia los 2 años da comienzo un segundo período, que dura hasta los 7 u 8 y cuya aparición se advierte por la formación de la función simbólica o semiótica. Ésta permite representar objetos o acontecimientos no actualmente perceptibles, al evocarlos por medio de símbolos o de signos diferenciados; tales son el juego simbólico, la limitación diferida, la imagen mental, el dibujo, etc., y, sobre todo, el lenguaje mismo. La función simbólica permite, pues, que la inteligencia sensorio-motriz se prolongue en pensamiento; pero, por el contrario, dos circunstancias retardan la formación de las operaciones propiamente dichas (en el sentido definido en el capítulo VII), de manera tal, que durante todo este segundo período el pensamiento inteligente sigue siendo preoperatorio. La primera de esas circunstancias es la de que se necesita tiempo para interiorizar las acciones en pensamiento, pues es mucho más difícil representarse el desenvolvimiento de una acción y sus resultados en términos de pensamiento que limitarse a una ejecución material; por ejemplo, imprimir en pensamiento una rotación a un cuadrado, representándose, a cada uno de los 90º, la posición de los lados distintamente coloreados, es algo muy diferente de hacer girar materialmente el cuadrado y comprobar los efectos. La interiorización de las acciones supone, así, su reconstrucción en un nuevo plano, y esta reconstrucción puede pasar por las mismas fases, pero con un mayor desajuste que la reconstrucción anterior de la acción misma. En segundo lugar, esta reconstrucción supone una descentración continua mucho más amplia que al nivel sensorio-motor. Durante los dos primeros años del desarrollo (período sensorio-motriz) el niño ya ha sido obligado a realizar en pequeño una especie de revolución copernicana: al principio, como se le alcanza todo, ha terminado por constituir un universo espacio-temporal y causal, de tal modo que su cuerpo sólo es considerado como un objeto entre los demás objetos en una inmensa red de relaciones que lo superan. En el plano de las reconstrucciones en pensamiento ocurre otro tanto, pero a una escala mucho más amplia y con una dificultad por añadidura: se trata de ubicarse con relación al conjunto de las cosas, pero también con relación al conjunto de las personas, lo cual supone una descentración a un tiempo relacional y social y, por lo tanto, un paso del egocentrismo a las dos formas de coordinaciones, fuentes de la reversibilidad operatoria (inversiones y reciprocidades). Por falta de operaciones, el niño no logra, en el curso del segundo período, constituir las nociones más elementales de conservaciones, condiciones de la

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deductibilidad lógica. Se imagina, así, que una decena de bolitas alineadas dan un número mayor cuando están espaciadas; que una colección dividida en dos aumenta en cantidad con respecto al todo inicial; que una línea recta representa un camino más largo si se la quiebra; que la distancia entre A y B no es necesariamente la misma que entre B y A (sobre todo en pendiente); que un líquido en un vaso A ve aumentar su cantidad si se lo vierte en un vaso B más angosto, etc. Hacia los 7-8 años da comienzo, por el contrario, un tercer período en el que estos problemas y muchos otros son fácilmente resueltos por el hecho de las interiorizaciones, coordinaciones y descentraciones crecientes, que desembocan en esa forma general de equilibrio que constituye la reversibilidad operatoria (inversiones y reciprocidades). En otros términos, se asiste a la formación de las operaciones: reuniones y disociaciones de clases, fuentes de la clasificación; encadenamiento de relaciones A