El sol se va a dormir todos los días detrás de la «Montaña del Poniente». Sus luces naranjas van descontando el tiempo de pedir deseos con la plena esperanza de que se cumplan. —¡Sí! ¡No! ¡Sí! ¡No! ¡Sí! ¡No! ¡Sííííí! —dice Alipio y siempre hace coincidir el «¡Sí!» con el último rayito de luz… —¡Tu deseo se hará realidad! —le dice el Sol, y Alipio lo escucha complacido, esperando a la noche sentado al abrigo del «Árbol del Misterio» junto a su amigo el búho Sabiondo. Asoma la luna, que apenas se ve como una pincelada, como una rajita de manzana. El búho Sabiondo la señala y, como siempre, rimbombando y repitiendo las primeras palabras de cada frase, dice: —¡Esa es la luna naciente! ¡Esa es la luna naciente! Como si fuera una gran letra C. La menguante parece una D. Entonces, Alipio la asocia con la C de crecer; la dibuja en el aire e imagina a la luna agrandándose, hasta tener la cara redonda coronada por su halo de escarcha. Hace lo mismo con
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la D de disminuir; la adivina menguándose día tras día hasta perderse. —Cuando hay luna naciente, cuando hay luna naciente, como ahora, es tiempo de podar para obtener el rebrote perfecto. Es tiempo de sembrar, de empezar algo grande y prodigioso —vaticina solemne el búho Sabiondo. De pronto, abre los ojos, más redondos que nunca, y dice: —¡Mira, Alipio! ¡Mira, Alipio! En el horizonte hay cinco estrellas brillantes ordenadas casi en fila. ¡Nunca he observado nada parecido! Alipio y el búho contemplan los cinco astros al amparo de la noche. No saben qué significa esta visión extraordinaria, que no les permite despegar sus miradas del cielo. Y se quedan un tiempo muy largo, hasta que el sueño gana a Alipio y sus bostezos procuran que Sabiondo le diga: —¡Vamos a dormir, Alipio! ¡Vamos a dormir, Alipio! ¡Se ha hecho muy, pero muy tarde! —Pero yo quiero seguir mirando las estrellas. ¡Un ratito más! —le responde. —Es tarde, es tarde. ¡Vamos a dormir! —insiste el búho. —¡Qué curiosidad! ¿Qué estrellas serán? Mañana le preguntaremos a mi Tataramamabuela. Ella nos podrá dar la respuesta. Solo ella —dice Alipio muy seguro. —¡Efectivamente! ¡Efectivamente! Solo ella, la Tataramamabuela, que sabe y maneja los misterios de los cielos y de la tierra —asevera Sabiondo, y emprenden el regreso a casa.
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La Tataramamabuela
La Tataramamabuela vive en la cima del «Apu de los Mil Ojos». Su casa, hecha de piedras, está techada con rústicas tejas. Tiene, en el medio de la sala, una teatina que mira al cielo y, en las paredes, orientadas hacia los puntos cardinales, se abren cuatro ventanas que le regalan la tierra entera. Desde allí se divisan los vastos enigmas del universo. La Tataramamabuela nunca se ha cortado el pelo, tiene un par de trenzas plateadas que se las recoge a manera de moño. Dicen que su cabellera suelta se enreda entre las galaxias. Su tez cetrina, orgullo de su linaje, está muy, pero muy arrugada. Sus ojos de obsidiana miran, escuchan, hablan. ¡Nadie sabe su edad! Tiene una cantidad infinita de años que amalgaman la energía que muchos jóvenes desearían para emprender cada jornada. La Tataramamabuela aguarda en la puerta con una sonrisa en toda su cara. —¡Sabía que vendrían! ¡Yo tengo la respuesta que les hace falta! —les dice muy segura. Y besa a Alipio con ternura en los
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cachetes y le brinda una caricia a Sabiondo, el búho, alisando sus plumas encrespadas… —Pero ¿qué pasó, Alipio?… ¡Estás empapado! —le dice sorprendida la Tataramamabuela. —¡Te lo advertí, Alipio! ¡Te lo advertí, Alipio! —reniega Sabiondo—. Te pedí que al cruzar el río tengas cuidado. ¡Te caíste y estás hecho una sopa! Alipio, travieso como siempre, se mata de la risa, mientras se quita las ojotas y se desviste atolondrado. La Tataramamabuela le trae una manta roja y un pantalón corto de lana. —¡Abrígate con esto! Extiende tu ropa junto a la cocina, pronto secará. ¡Vengan a la mesa! ¡Sírvanse!… leche recién ordeñada, pan calientito, canchita tostada, queso de cabra… Alipio extiende los brazos como si fuera a volar con su manta roja y se sienta a desayunar. —Como dije al recibirlos, sé a lo que han venido. La respuesta a vuestra pregunta, que me llegó por el viento, la tengo muy clara. Sé que les intriga lo que vieron anoche en el cielo. Casi nadie se ha dado cuenta. No son estrellas lo que han visto; son planetas. Han tenido la suerte de ver alineados a los cinco planetas más cercanos al Sol —explica. —¡Qué increíble! ¿Y cómo así? ¿Podemos verlos otra vez? —dice Alipio saltando de su silla. —¡Claro que sí! Durante las seis noches siguientes. —Cuéntanos más, Tatamama, ¿cómo es que están allí alineados? —pregunta Alipio intrigadísimo, esperando de ella, como siempre, la mejor y más interesante de las respuestas.
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—Los astrónomos tenían previsto este hecho y lo esperaban con ansias. La alineación de Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno se repite en este hemisferio cada cuarenta años, y han tenido ustedes el enorme privilegio de espectarlos… Alipio la escucha fascinado. Sabiondo, el búho, entorna los ojos y hace cálculos, preguntándose en voz alta: —¿Qué edad tendré? ¿Qué edad tendré? La próxima vez que se alineen, ¿qué edad tendré? —Tatamama, cuéntanos más de los planetas —reclama Alipio y se levanta nuevamente de su silla de un salto. —Les cuento que, si tú, Alipio, te quedas quieto, terminas tu desayuno y no te levantas más de la silla, entonces… Inmediatamente, Alipio se sienta, apoya los codos en la mesa sosteniendo su cara con las manos y esboza una sonrisa. —Terminaré mi desayuno, Tatamama, y me quedaré como una estatua. Te escucharé muy atento, porque ese tema me encanta. —Entonces, empezaré contándoles acerca del Sistema Planetario Solar. El sistema al que pertenece nuestro querido planeta… —¡La Tierra! —interrumpe Alipio. —Y se llama así, Sistema Planetario Solar, porque todos los planetas giran alrededor del Sol —dice entrometiéndose el búho Sabiondo, jactándose de sus conocimientos. —Muy bien, les cuento entonces —propone la Tataramamabuela.
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El Sistema Planetario Solar
—Se le ha denominado Sistema Planetario Solar porque desde su formación, hace cinco mil millones de años, el Sol, el astro rey, es el padre, el eje y el centro de este maravilloso sistema que ocupa un sector muy pequeño dentro de la enormidad de la Vía Láctea, nuestra galaxia. Los científicos están de acuerdo en sostener que recién estamos en la mitad de la vida del Sol y del Sistema Planetario Solar. —¡Uy, nos quedan! ¡Uy, nos quedan! ¡Cinco mil millones de años más! —exclama Sabiondo, interrumpiéndola de nuevo con cara de concentración, elucubrando conclusiones. —¡Asssu! ¡Tanto tiempo! ¡Qué interesante! —dice Alipio levantándose una vez más de la mesa. —Alipio, muéstrame que puedes quedarte quieto aunque sea por un minuto —le pide la Tataramamabuela. Entonces Alipio se sienta y nuevamente apoya los codos sobre la mesa, tratando de quedarse lo más tranquilo posible… Le alegra saber de la vida inmensa que le queda por vivir a su amigo, el Sol. Se lo imagina resplandeciente en las auroras,
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ataviado de todos los colores. Evoca sus divertidos juegos, con la proyección huidiza de su luz y de sus sombras, y los atardeceres, cuando conversa con él antes de que desaparezca sumergido en la noche. Desde su sitio en la mesa, observa por las cuatro ventanas el panorama de su caserío. De repente se le atraviesa la idea de «¿Cómo sería la vida sin sol?». Cierra los ojos, la oscuridad lo invade y un escalofrío le eriza la piel, no quiere ni pensar. «¡Terrible! ¡Sería terrible la vida sin él!». Ha pasado un minuto y Alipio, reposado, continúa inmerso en sus pensamientos. La Tataramamabuela lo saca de su abstracción al continuar con su relato, pasándole la palma de la mano derecha sobre su cabeza. —El Sol, con su inmensa gravedad, atrae todos los cuerpos del Sistema Planetario Solar, invitándolos a que giren a su alrededor en un mismo plano, como si estuvieran sobre un inmenso plato tendido. Esta ronda se realiza de manera incesante y exacta. Cada planeta le da la vuelta al Sol a diferentes velocidades, respetando siempre su órbita y girando a la vez sobre su eje, la mayoría de Este a Oeste. Y bueno, como casi todo en la naturaleza, hay por ahí algunos planetas que giran al revés, como si quisieran dar la contra. Alipio, entusiasmado, salta de su sitio, y girando como un trompo da una vuelta alrededor de la mesa exclamando: —¡Miren, así giran los planetas alrededor del Sol! —Así es, Alipio. Así giran, a su cadencia y a su ritmo, a sus velocidades y en sus órbitas. Ningún sistema creado por el hombre igualaría jamás a la maravilla del Sistema Planetario 14
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