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SÁBADO
| Sábado 17 de mayo de 2014
Salidas
EXPERIENCIAs Sebastián A. Ríos
Maniobras de precisión en pista mojada Un cronista participa de la Audi Driving Experience, para descubrir la forma de esquivar curvas y malos recuerdos
“S
uban tres conmigo y les muestro el ejercicio”, dice Andrés González, uno de los instructores, dirigiéndose a la muy reducida audiencia que aquí, en el autódromo Oscar A. Gálvez, bajo una garúa casi imperceptible, espera atenta las instrucciones para subir a los autos prolijamente alineados en la pista y comenzar con el curso de manejo Audi Driving Experience Plus. Sin dudarlo, doy un paso adelante para ser de la primera partida. Me siento detrás del conductor mientras Andrés nos explica la maniobra de esquive a practicar: la consigna es frenar sobre el piso mojado y, sin levantar el pie del freno, girar el volante hacia la derecha para salir de carril y esquivar un eventual auto que se hubiese detenido súbitamente delante nuestro, y luego girar a la izquierda para no despistar. Pero delante no hay ningún auto. Bajo una cortina de lluvia artificial que inunda el asfalto hay sí dos líneas de conos naranjas que en determinado punto fugan hacia la derecha delimitando el sendero esperado de la maniobra. Mientras da arranque al auto, Andrés explica el funcionamiento de sus sistemas de seguridad: siglas como ABS, EDV, EDS y ESP, que para mí, un neófito en lo que respecta a la moderna mecánica automotriz, no dicen mucho. Sí rescato una frase: “Hay que mirar la salida, no el obstáculo”. Entonces arranca, ¡y acelera! En escasos segundos atravesamos los 100 metros que nos separan de los conos a una velocidad inesperada. No llegó a ver qué marca el velocímetro, pero ni en la peor de mis pesadillas me hubiese imaginado dirigiéndome tan rápido hacia un gran charco de agua. Me agarro de donde puedo mientras escucho a Andrés decir con una paz tibetana: “Ahora frenamos y giramos el volante”. Y entonces frena, vira a la derecha y luego hacia la izquierda. El auto responde. La maniobra nos posiciona en un abrir y cerrar de ojos en el carril de al lado, pero el vértigo del esquive me ha dejado helado. Andrés se asoma por sobre su hombro y nos dice: “Ahora les toca a ustedes”. Creo que respondo con algo parecido a una sonrisa. En parejas vamos subiendo a los vehículos. Mi compañero es Tito Cigno, un rosarino de 55 años que tiene bastante claro el manejo del auto y de sus sistemas de seguridad (Tito tiene un A4 y estamos a bordo
La pintura y la cocina se dan la mano en la mesa Los artistas y sus platos favoritos, en el Alvear Art Hotel
RicaRdo pRistupluk
de un A1). Le cedo el primer turno al volante, al tiempo que le confieso que es la primera vez que voy a manejar con cambios automáticos. Con una calma casi paternal, Tito me explica lo sencillo del tema. Llegado nuestro turno, da arranque, acelera y, a una señal de Andrés que está parado a un lado del camino, frena y maniobra. Esta vez no la paso tan mal. Andrés le da a Tito algunos consejos para la próxima pasada y volvemos a la fila. Cuando pasen los autos que nos preceden será mi turno. Cambiamos el mando y en la espera trato de repasar, primero, cómo se maneja con cambios automáticos, para después ensayar mentalmente la maniobra. Listo. Ya no hay autos delante y desde el comienzo de la línea de conos Andrés me hace un gesto de “¡vamos!” Suelto el pedal del freno y el motor despierta; acelero tanto como mi inexperiencia en estos temas me lo permite. A medida que me acerco a la meta, el recorrido propuesto por los conos adquiere profundidad, sigo acelerando y al ingresar en el área mojada, Andrés
me hace un gesto con la mano. Clavo los frenos y maniobro. Cuando el auto termina de detenerse está... donde debería estar. Reconozco que la velocidad que alcancé es mucho menor que la de Andrés, pero, ¡no está mal para mis primeros 100 metros con cambios automáticos y haciendo piruetas bajo la lluvia! Doy media vuelta para volver a la fila, y el instructor me pregunta cómo lo sentí. Hago un gesto de OK, y me dice: “Bueno, en la próxima más rápido, ¿dale?” Déjà-vu Hacemos varias pasadas, cada una en un modelo de auto distinto, y a medida que repetimos el ejercicio voy afinando la maniobra. Es hora de cambiar de ejercicio. Andrés invita a subir al auto para la demostración. “Vamos a hacer la maniobra de esquive pero sin frenar, sólo soltando el acelerador. Pero una vez que hayamos cambiado de carril, enderezamos el volante y volvemos al carril original, enderezamos y volvemos al carril de la izquierda, enderezamos y ahí frenamos.”
Andrés acelera y ya en la línea de conos ejecuta la maniobra que lleva al auto a dibujar una cerrada y prolija S sobre el agua. Ahora nos toca a nosotros. Nuevamente le cedo la delantera a Tito, que con decisión se lanza hacia el sendero de conos. Empieza la coreografía: Tito suelta el acelerador y gira a la derecha, endereza y gira a la izquierda, y vuelve a girar a la derecha, pero entonces el auto se rebela y comienza a deslizarse de costado para despistar y seguir deslizándose en el barro. La trayectoria se me hace interminable y mientras planeamos sobre el pasto mojado me asalta otra imagen, un recuerdo: el escenario es la ruta 11 vista desde mi lugar de conductor, en el que un tremendo crac –una rueda trasera que se desprende– despista mi auto que empieza a dar trompos en la banquina. “No sé qué hice mal”, me dice Tito y me trae de vuelta al autódromo. Todavía tengo la piel de gallina. Volvemos a la pista y nos acercamos a Andrés, que nos explica el error: “Antes de retomar por última vez no enderezaste el volante. Pro-
bá de nuevo.” En la próxima pasada, Tito realiza la maniobra en forma impecable. Me toca ahora a mí, que aún tengo la cabeza dividida entre el autódromo y la ruta 11. Trato de hacer foco en la consigna, pero miro la ondulante S de conos que debo recorrer y se me hace inasible la idea de entrar y salir de carril sucesivamente sobre el asfalto empapado. Y, de nuevo, el recuerdo del paisaje que gira a mi alrededor... “Hay que mirar la salida, no el obstáculo”, pienso. Pero son dos: los conos y el miedo a despistar. Me aferro al volante, suelto el freno y acelero hacia la salida. Con la vista puesta en un cambiante punto de fuga que se abre por entre las zigzagueantes líneas de conos, maniobro instintivamente hasta completar el recorrido. Entonces freno. Unos metros delante nuestro, el fotógrafo del diario levanta las cejas y el pulgar. Después vendrán ejercicios más distendidos, de precisión, en la ruta principal del autódromo. Será todo disfrute y, para mí, la sensación de haberme ahorrado unas cuantas sesiones de diván.ß
Una cena es capaz de muchas cosas, incluso de lograr que un comensal pueda viajar en el tiempo, recrear una atmósfera, un estilo y los sabores preferidos de los más grandes pintores de la historia. ¿Cómo? Arte y gastronomía se entrelazan desde el viernes próximo, a las 20.30, en el restaurante Contraluz, en el Alvear Art Hotel (Suipacha 1036), con el inicio del ciclo de cenas pictóricas “Le diner des artistes”. La apertura de la “muestra gastronómica” dará su primera pincelada con Paul Gauguin, con una mesa dominada por su fascinación por la Polinesia francesa y sus sabores. “Además de su obra y de la belleza de sus pinturas, hay un recorrido gustativo y culinario muy interesante por la vida de Gauguin. Una historia personal que nos atrae tanto desde la gastronomía como desde la historia del arte –dice Ode Vergos, organizadora del ciclo–. Hubo mucha gente que no pudo venir a la última edición del ciclo, por eso decidimos renovarlo.” Detrás de la cocina de Contraluz está el equipo comandado por Daniel Godoy, que reinterpretará los secretos y gustos del gran pintor francés. Pero al chef anfitrión se suma una guía experta en historia del arte, Virginia Cavalli, que también deleitará a los comensales con anécdotas, como la cena a la luz de la luna que Gauguin compartió con sus amigos maoríes, o sobre cómo el artista elogió los manjares servidos por las mujeres bretonas. La segunda cita será el próximo 24 de junio, para develar cómo la Provence influyó en los gustos de Paul Cezanne y en los colores de su obra. Esta vez, aparecerán en escena los recuerdos de la cocinera privada del artista, madame Bremond, que preparaba berenjenas grilladas, sopa de puerros o conejo a la cacerola. Un festival para los sentidos que promete repetirse en agosto, con Rodin; Degas, en octubre, y Berni, en noviembre. Cupos limitados. Reservas en www.dinerdesartistes.com. ar. Cena Gauguin, $ 390, con vinos incluidos.ß Soledad Vallejos.
EsCENAs uRbANAs Diego Spivacow/AFV
Lina Delgado, Alex Nestor, Julián Gondell, Marisel Rodríguez y Marou Rivero, el jueves a la noche, en el 20° aniversario de la peluquería Roho
pequeños grandes temas Miguel Espeche
Los tatuajes y otras marcas de la vida
“T
odo pasa, y todo queda, pero lo nuestro es pasar”, decía el poeta. Y en gran medida tenía razón, salvo por los tatuajes, que quedan en la piel para no irse más. Para muchos, la vida se presenta como un eterno fluir sin caminos, sin Dios y sin puertos, por lo que,
en ese paisaje, los hijos y nietos de quienes décadas atrás disfrutaban la dupla Serrat-Machado, hoy, para compensar realidades perdurables como una “pompa de jabón”, se tatúan… y mucho. Todo hoy parece relativo e inasible, como ese amor líquido del que tanto se habla y que, a la hora de buscar
eternidades, tanta angustia produce por aquello del relativismo posmoderno. Un efecto de lo antedicho es que los consultorios de psicoterapia se llenan de jóvenes que se duelen porque todo se va y nada se queda. Se duelen, y mucho, porque las cosas de la vida parecen ser, tan sólo, “estelas en la mar”. Sienten no poder descansar en una certeza, un valor permanente, un atisbo de lo eterno que permita algún sosiego. Los tatuajes no serán la eternidad, pero se le parecen. La palabra que jura amor eterno es llevada por el viento, junto a las certezas y las grandes causas. Por eso, al menos allí, en la piel, algo perdura y trasciende al tiempo. Salvo que el carísimo láser diga lo contrario, el tatuaje, además de perdurar, marca un antes y un después. Es real que en la piel de quien se tatúa se juega una apuesta de “co-
raje” respecto de una decisión irrevocable. El que se anima a marcar así su piel se juega por eso que lo acompañará el resto de sus días. De alguna manera, quema las naves, en tiempos en los que nadie se juega demasiado porque, en el afán de no perderse nada, tampoco nadie se juega por nada. Quizá no se marque el corazón, ni la ética sea un valor por el cual dar algo de vida, o la especulación termine reemplazando a la espiritualidad… pero la piel… la piel sí, se marca for ever. Madres e hijas pueden compartir el gusto por tener en su epidermis complejos y significativos signos orientales o… corazoncitos. Padres e hijos también tienen lo suyo, y el equipo de sus amores puede marcar con colores su piel y su pertenencia tribal/futbolera. Tinelli, cincuentón y todo, marca tendencia con esos contundentes
dibujos en su cuerpo, los que ya no encuentran más espacio para desplegarse, mientras Icardi nombra a su nuevo y mediático amor en el antebrazo, haciendo que miles de personas se pregunten al unísono: ¿Qué va a hacer cuando se termine ese romance?, porque, digámoslo, cuesta vislumbrar una eternidad en los romances muy tamizados por los medios. El tatuaje, a su vez, es un territorio de batallas familiares. La búsqueda de la libertad de muchos hijos adolescentes, a veces, parece pasar por el hacerse o no el tatuaje. El buen juicio habla de la conveniencia de “no sólo cambiar de amo, sino dejar de ser perro”, es decir: no sirve mucho salir de la “dictadura” parental si, para hacerlo, tan sólo se troca un imperativo por otro… en este caso, el imperativo de la moda. “Bien” y “mal” son categorías po-
bres a la hora de pensar y evaluar la cuestión de una piel tatuada por propia decisión. El sentido que tenga para quien se lo hace, lo que busca o encuentra a través de eso que ubica en su cuerpo, el tipo de eco que desee generar en los otros, si lo hace por sí mismo o para seguir una moda imperativa… son todos elementos que permiten entender si lo que se hace tiene un sustento genuino, perdurable, feliz, o es tan sólo una reacción inmadura o esnob. De cualquier manera, la vida nos va marcando, con tatuajes o sin ellos. Que sea o no con tinta esa marca, tanto da. Mejor vida, mejores marcas. Será cuestión de ver si lo que imprimimos en nuestra piel honra lo mejor de nosotros… o no.ß
@MiguelEspeche
El autor es psicólogo y psicoterapeuta