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Pluralismo en el catolicismo actual María Teresa Cifuentes T.

Pluralismo y diversidad son dos categorías que se relacionan y se influencian mutuamente. Sin embargo, hablar de pluralismo y diversidad en el catolicismo actual lleva a que se privilegien los análisis sobre la diversidad en la institución religiosa, pues ésta ha sido objeto recurrente de estudios que han mostrado cómo a través de la historia han aparecido corrientes que, sin plantear rupturas internas, expresan tendencias, miradas y maneras de asumir la vivencia cristiana y su relación con la sociedad y los Estados, de donde se podría deducir una mayor apertura y reconocimiento al pluralismo. Ahora bien, al hablar de pluralismo se piensa en sociedades abiertas, en la diversidad de cosmovisiones y en el ejercicio libre de la razón; por eso es complejo hablar de pluralismo en una institución religiosa que expresa, como manifiestan todas las religiones, ser portadora de la verdad. Sin embargo, me referiré en líneas gruesas al pluralismo en el catolicismo actual, teniendo como base lo que considero expresa la institución religiosa a partir de las orientaciones y políticas propuestas por el Vaticano en los últimos años, y la influencia que algunas organizaciones religiosas tienen dentro del catolicismo en el momento actual; y, por supuesto, haré algún énfasis acerca de la situación del pluralismo en el catolicismo latinoamericano. En el lenguaje político, según la propuesta de Bobbio, el pluralismo se asume como “la concepción que propone como modelo de sociedad la compuesta por muchos grupos o centros de poder, aun en conflicto entre ellos, a los cuales se les ha signado la función de limitar, controlar, contrastar e incluso eliminar el centro de poder dominante históricamente

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identificado con el Estado”. (Bobbio et al., 1981: 1184). Más ampliamente, el pluralismo se plantea con una doble acepción: por una parte, la verificación empírica de la existencia dentro de la sociedad de diversos intereses, organizaciones, estructuras sociales, valores y comportamientos que confluyen en el juego del poder político con distintas capacidades de presión; por otra, el pluralismo recoge una visión normativa tolerante de esa realidad social que le otorga a ésta un carácter democrático, en la medida en que la vida en comunidad resulta de la confluencia regulada de diversas visiones sobre ella1. Este tipo de sociedad no sólo no está exenta del conflicto, sino que expresa la puja de intereses de los distintos grupos que la componen.

La existencia de muchas cosmovisiones en oposición con una “única y verdadera cosmovisión”, propia de las religiones, ha generado un largo proceso de tensiones entre las distintas formas de organización política y la institución religiosa, fenómeno que se expresó de manera fundamental a partir de la Ilustración. El reconocimiento paulatino del individuo como ciudadano, al que también se le reconocía el derecho de escoger y practicar una creencia religiosa –sin que esto implicara que el Estado privilegiara la religión de una parte de los ciudadanos, así fuera la de la mayoría, o desconociera la existencia de diversas expresiones minoritarias–, dio paso a Estados pluralistas y neutrales en materia religiosa, y con ello al Estado laico en el que se reclama la autonomía del poder político frente a pretendidas superioridades de las verdades religiosas sobre el poder secular. Esta propuesta ha estado salpicada de múltiples conflictos que ha enfrentado a la institución religiosa con las distintas tendencias políticas que han propugnado por mantener la independencia del Estado con respecto a la religión. América Latina El legado que América Latina recibió en el campo religioso se dio a partir de una doctrina anclada en postulados intransigentes. Esto incidió para que la historia de las relaciones entre el poder civil y el religioso haya sido signada no sólo por la confrontación en algunos países y en momentos 1

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históricos particulares, sino para que en la mayoría del continente se haya impuesto, con el aval de los Estados y en grados diferentes, una cosmovisión centrada en la aceptación de supuestos, como la superioridad de órdenes morales y éticos sustentados en creencias religiosas, con los consecuentes efectos en las relaciones sociales, circunstancia que negó o limitó el pluralismo como valor cultural y como acción práctica, con las obvias consecuencias del desconocimiento de la diferencia y, en muchos momentos, generando el enfrentamiento entre las distintas expresiones religiosas y corrientes políticas. Desconocer la validez del pensamiento y de la visión de los otros no ha sido monopolio exclusivo de la institución católica; en general, en las distintas religiones se presentaron o presentan estas manifestaciones de intolerancia, amén de la misma intolerancia entre quienes se reclamaban o reclaman ateos o entre quienes propugnaban la libertad religiosa, el secularismo o el Estado laico. El catolicismo heredado en América Latina estuvo marcado por la impronta de la contrarreforma impulsada por el Concilio de Trento (1545 y 1563) que, entre otras propuestas, pretendía aminorar la expansión del protestantismo con medidas que involucraron a los cristianos en una lucha militante en contra de los seguidores del protestantismo y del judaísmo, expresión de lo cual fue la reimplantación de la Inquisición. Los valores de la modernidad, impregnados de la idea del hombre como sujeto histórico, y del progreso como fruto de acción racional de hombre y la lucha por las libertades tanto individuales como económica y políticas, agravadas con las reformas liberales del siglo XIX que pretendían una mayor secularización de la sociedad, impulsaron reformas políticas que sustrajeron la educación de la tutela de la Iglesia, la implantación del matrimonio civil, la separación de la Iglesia y el Estado y la liberación de funciones que tradicionalmente la Iglesia había desarrollado y que los liberales consideran propias del Estado, como la educación, la beneficencia social y el control del registro de los ciudadanos. En respuesta, la Iglesia afinó mecanismos existentes como la autoridad y el poder del Papa expresados en la constitución Pastor Aeternus, promulgada en el Concilio Vaticano I. En ella se definía la preeminencia y la infalibilidad del Papa. Este Concilio y diversos documentos pontificios, como la Encíclica Quanta Cura, fortalecieron la tendencia intransigente que buscaba restaurar el papel de la Iglesia en la sociedad sobre la premisa “de la incompatibilidad entre el mundo moderno y el cristianismo” (Cevallos, 1993: 3).

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La disputa por el papel de la institución eclesiástica en la vida política y social estimuló la polémica religiosa en el continente, al punto de impulsar el desarrollo de una “vigorosa corriente de pensamiento, de organización en defensa del fundamento sobrenatural de la sociedad, de la intolerancia religiosa, del monopolio eclesiástico de la educación y otras funciones como el registro de personas y la administración de cementerios” (Romero y Romero, 1978). Los seguidores de esta corriente, ubicados, en general, en las filas conservadores, recurrían a reivindicar la unidad religiosa como elemento prioritario para la unidad nacional, y proclamaban la necesidad de mantener la armonía entre las instituciones políticas y los postulados del catolicismo. José Comblin (2000) 2 señala que la tradición cristiana de América Latina se fundamentó en el integrismo católico ya presente en el Concilio de Trento y la contrarreforma, al igual que la romanización y todas las medidas tomadas por el Papa Pío XI. Estos postulados permearon las vivencias religiosas y la cultura social y política del continente, alejando la posibilidad de generar manifestaciones pluralistas y tolerantes. En los vaivenes de reformas y contrarreformas en los países latinoamericanos, se dieron casos como el de Colombia, donde con la Regeneración se apuntaló la institución religiosa y el modelo de sociedad que ella propugnaba, alejando la posibilidad de una sociedad abierta, tolerante y, en general, democrática. En el clima clerical que se impuso en el país por largos años, se consideró que la estabilidad política estaba ligada a la unidad de la fe, y ésta tenía que ser la católica. Entre las muchas consecuencias que tal situación generó estuvo la de privar a la sociedad colombiana de la construcción de una ética pública, de una ética ciudadana que orientara la convivencia de todos, independiente de sus creencias religiosas. Se impusieron los principios católicos y se moldeó la sociedad con prácticas y valores intolerantes, de tal manera que negó la posibilidad de negociar los múltiples intereses de una sociedad diversa y plural. El desmonte del Vaticano II y la defensa de la institución Los vientos renovadores que se dieron el seno del catolicismo al inicio de la segunda mitad del siglo XX con el Concilio Vaticano II no lograron erradicar las tendencias conservadoras e intransigentes de la Iglesia, 2 José Comblin. El cristianismo en el umbral del Tercer Milenio. http:/www.dominicos,org/ cidal/Alternativas/Alt13/revistJ.htm Fecha de acceso, 28 agosto de 2004.

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particularmente en América Latina. Tampoco lograron poner en marcha, como era debido y necesario, sus conclusiones y su espíritu renovador y abierto. Fueron, como en el caso de Colombia, reformas que no lograron tocar la esencia de la institucionalidad jerarquizada y cerrada. Los estudiosos del pontificado de Juan Pablo II señalan que con él se fortalecieron las propuestas regresivas en términos de apertura hacia el mundo, y especialmente se apretaron los mecanismos que desmontaron expresiones del catolicismo que buscaban prácticas religiosas y pastorales en consonancia con las realidades de las regiones donde actúa la institución católica. La Teología de la Liberación en América Latina –que al decir de François Houtart (Houtart, 2002), resultó peligrosa tanto para el orden social, como para el eclesiástico, en tanto desarrollaba una espiritualidad y prácticas litúrgicas que expresaban la vida de los pobres y proyectaba una severa mirada sobre una Iglesia muy comprometida a menudo con los poderes opresores–, reconoce que la complejidad de las situaciones sociales contemporáneas exige la mediación del análisis social para dejar establecido su punto de arranque. No se niega que al amparo de la Teología de la Liberación se justificaron algunos excesos, particularmente de carácter político. Sin embargo, como sigue señalando el profesor Houtart, “la reacción romana fue muy dura”. Le fue fácil acusar de marxista a esta corriente por utilizar un análisis que reconoce y señala la existencia de estructuras de clases. Semejante perspectiva, según el cardenal Ratzinger3, responsable de la Congregación de la Doctrina de la Fe, “conducía directamente al ateísmo”. Con tal acusación, los requerimientos, las prohibiciones, las sanciones, el ostracismo fueron puestos a la orden del día contra teólogos, seminarios, publicaciones y organizaciones religiosas y de laicos que intentaron insertarse en la compleja, difícil y multivariada realidad latinoamericana. Para adelantar la retaliación contra la Teología de la Liberación fue vital la selección de los obispos que por el paso del tiempo han venido a remplazar a los pastores que fueron protagonistas durante el Concilio Vaticano II y la Conferencia de obispos del Continente, desarrollada en Medellín en 1968, conocida como la II Conferencia del Celam.

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Joseph Ratzinger era cardenal en la fecha en que se presentó esta ponencia en la Cátedra Manuel Ancízar. Luego de la muerte de Juan Pablo II, fue elegido papa con el nombre de Benedicto XVI el 19 de abril de 2005.

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En la selección de nuevos obispos se pone como condición la subordinación incondicional a todo cuanto emane de Roma, con el propósito de fortalecer el poder y el control de la Curia Romana (Comblin, 2000). De esta manera la necesidad de fortificar la institución religiosa y evitar cualquier manifestación innovadora abierta y comprometida con un mundo plural, informa la acción de Roma y de las iglesias particulares. En el caso de la Iglesia en Colombia, es conocida la presión ejercida para que la Constitución de 1991 se orientara sobre la base del “hecho social católico” en materia de pluralismo religioso y cultural, y mantuviera el reconocimiento y los privilegios que históricamente gozó y aún quedan para la institución católica en el país. Un cambio novedoso recoge el preámbulo de la Carta Política del 91, al afirmar la soberanía del pueblo; esto rompió con la concepción que, desde 1886, invocaba a Dios como fuente suprema de toda autoridad. Obviamente la reacción de algunos católicos sabedores de las discusiones en la Asamblea Nacional Constituyente llevó a que en muchas parroquias se recolectaran firmas en defensa de la Iglesia, pues consideraban que con esta propuesta se atacaba la institución católica. Grupos de laicos organizados en asociaciones como las Hijas de María o la Acción Católica, realizaban brigadas de recolección de firmas y hasta movilizaciones por el centro de Bogotá denunciando una supuesta persecución. Hechos como éstos demuestran el afán de imponer una concepción de sociedad a la totalidad de los colombianos que manifiesta para la actualidad una diversidad ideológica, religiosa y cultural. La mentalidad anclada en privilegios y en el desconocimiento de los cambios ocurridos en el país, con la presencia de otras cada vez más numerosas expresiones religiosas, y en el avance de cambios culturales, hacía ver a sectores del clero y de católicos que hablar de libertad religiosa e igualdad de las diferentes expresiones religiosas era una afrenta a la catolicidad de los colombianos y a su iglesia. Apenas promulgada la Nueva Carta Política, la Conferencia Episcopal se pronunció señalando: “En lo religioso, la Constitución desconoce el hecho católico colombiano y, por tanto, desconoce un elemento constitutivo de la identidad misma del país (...) no es nuestra intención lamentar la desaparición de un supuesto privilegio, sino referirnos al deber que tiene el Estado de respetar y atender un derecho fundamental del hombre, el religioso” (Asamblea Plenaria LVI. 1991). Más adelante, cuando en 1993 la Corte Constitucional puso en entredicho la constitucionalidad del Concordato, la Conferencia Episcopal 368

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esgrimió argumentos jurídicos e históricos para defenderlo, y acudió a la imposibilidad de desconocer pactos internacionales ya ratificados. Aquí se recurre al carácter internacional de la Iglesia representada en el Vaticano. De igual manera, se argumenta que las sanas relaciones entre la Iglesia y el Estado, y con ello la defensa de los derechos de los católicos, supone el mantenimiento del acuerdo concordatario. El gobierno a través de la canciller de la época entró a mediar y a asegurar que el Concordato no sería tocado. (Cifuentes, 2003: 45). Las divergencias en relación con este punto son notorias. No es raro encontrar tendencias en algunos sectores del clero y de los creyentes que invitan a superar este tipo de enfoques para preguntarse, como lo señala el investigador jesuita Fernán González, cuál debe ser la relación IglesiaEstado en una sociedad más pluralista y en proceso de secularización, y por qué no buscar un estilo de presencia más creativa en una sociedad más heterogénea como la que se presenta hoy en el país (González, 1997). El ecumenismo El discurso de la Iglesia en relación con el ecumenismo ha retrocedido en relación con lo señalado en el Concilio Vaticano II, si nos atenemos a la declaración del cardenal Ratzinger, responsable para la Congregación de la Doctrina de la Fe, quien a finales de los años noventa y a través de la declaración Dominus Iesus reafirma la supremacía de la Iglesia católica sobre las demás iglesias y plantea que “la Iglesia de Cristo subsiste únicamente en la Iglesia católica”; de ahí que ella pueda ofrecer la vía de salvación “única, completa y universal” y condena “los supuestos errores fundamentales de las teologías del pluralismo religioso”. En este campo el cardenal Ratzinger criticó el pensamiento relativista como un pensamiento débil, para el cual, “diálogo significa poner en el mismo plano la propia posición y la propia fe y las convicciones de los otros”. Posturas como ésta contradicen discursos y acercamientos del mismo Papa, de sectores de la jerarquía y de muchos católicos en relación con otras expresiones religiosas. En esta contradicción se advierte el sentimiento de superioridad que existe en la jerarquía católica frente a otras religiones, hecho que no permite el reconocimiento de otros credos, ni menos el deseo de unidad que algunas veces manifiestan los católicos en relación con los demás cristianos. Si en materia de doctrina y de defensa de la superioridad de la fe y de la Iglesia católica el cardenal Ratzinger es tajante, en la realidad las circunstancias imponen ciertos acuerdos o acercamientos con otras expresiones Pluralismo en el catolicismo actual María Teresa Cifuentes

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religiosas. En Colombia la profundización del conflicto social y armado, y la crisis humanitaria por la violación constante de los Derechos Humanos, del Derecho Internacional Humanitario y la expansión y profundización de la pobreza, ha hecho que la Conferencia Episcopal, y muchos obispos, sacerdotes y algunos laicos, establezcan relación y mecanismos de cooperación con otras iglesias y denominaciones religiosas para coordinar propuestas de mediación, análisis a la salida negociada del conflicto y acompañamiento a las víctimas. Fortalecimiento de sectores intransigentes del catolicismo Se señala que en la actualidad los movimientos integristas, que son la forma católica de fundamentalismo, están en expansión. Ejemplos de ello, para nombrar solamente dos, son el Opus Dei y los Legionarios de la Virgen (estos últimos muy visibles en Colombia). Para estas organizaciones, la respuesta a la modernidad y posmodernidad se sustenta en la afirmación del aparato institucional de la Iglesia católica: dogmas, preceptos morales y en actos religiosos tradicionales. Para ellos ser cristiano es aplicar rigurosamente todas las leyes eclesiásticas, y la virtud cristiana fundamental es la obediencia (Comblin, 2000). El Opus Dei fue fundado en 1928 por monseñor José María Escrivá de Balaguer, para “ayudar a las personas que viven en el mundo a llevar una vida plenamente cristiana sin modificar su modo normal de vida y de trabajo”. Augusto Isla (2004) señala que el Opus Dei nació y creció en la oscura y larga noche del franquismo, al cual aportó tecnócratas que reformaron las instituciones y modernizaron su economía. Leonardo Boff advierte que el Opus es un tipo de fundamentalismo que trata de restaurar el antiguo orden fundado en el matrimonio entre el poder político y el poder clerical. Por eso son activos en reclutar personajes relevantes en la vida política y económica de los países. A los adherentes les facilitan la pertenencia, que va desde los célibes con opción de ser ordenados sacerdotes hasta los cooperadores; se dice que el actual presidente colombiano Álvaro Uribe, es cooperador de esta congregación. Agusto Isla manifiesta que el Concilio Vaticano II fue para Escrivá “el concilio del diablo, y oraba por la Iglesia a fin de que fuera liberada del reformismo de Juan XXIII” (Isla, 2004). Al poco tiempo de la elección de Juan Pablo II, el Opus Dei adquirió un estatuto de prelatura personal que la sitúa por encima de la jurisdicción de los obispos. Dice François Houtart que muchos de sus miembros han sido nombrados obispos y cardenales. La 370

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influencia del Opus Dei se ha hecho sentir sobre todo en la administración central de la Iglesia, es decir, en la curia vaticana. Monseñor Escrivá fue canonizado en mayo de 1992, apenas 17 años después de su muerte. Esta canonización, como muchas de la larga lista de cristianos hechos santos por el Papa Juan Pablo II, ha generado críticas tanto en el seno de la Iglesia como en otros espacios conocedores de la historia reciente. Es difícil entender las virtudes cristianas en personas que en su actividad social y política pregonaban la exclusión y la condena a otras porque no comulgaban con sus intereses o tenían concepciones y propuestas de organizar la sociedad de manera diferente. Muchos analistas del Vaticano no entienden la actitud del Papa cuando pide perdón por los errores y pecados que pudo cometer la Iglesia en el pasado, pero eleva a los altares a personajes como el obispo de Zagreb, monseñor Stepinac, beatificado en 1998, quien conocedor de los crímenes atroces cometidos por los católicos, entre ellos sacerdotes y religiosos, en contra de los servios ortodoxos durante la Segunda Guerra Mundial, no actuó para defender a este grupo de cristianos (Corwell, 2000). La reconstrucción de un orden moral Con la pretensión de imponer concepciones éticas y morales, sectores de la jerarquía católica desconocen que la aplicación de los derechos humanos no toma al ser humano en abstracto, sino que considera al hombre y a la mujer en la especificidad y concreción de sus diferentes formas de ser en la sociedad, y que en el dinamismo de las demandas de libertad y dignidad, los derechos humanos adquieren rasgos y características distintos en momentos históricos y contextos culturales diferentes (Papacchini, 1997: 71-72). Obviando estos planteamientos, la Iglesia que se proclama experta en humanidad, a través de la Congregación para la Doctrina de la Fe, en “carta dirigida a los obispos de la Iglesia católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo”, se refiere al feminismo, y califica este movimiento como negativo, en tanto promueve, según su apreciación, una rivalidad entre los sexos, donde la identidad y el rol de uno son asumidos en desventaja del otro. Esta corriente de la Iglesia sigue pensando en la mujer ligada al sacrificio y a la maternidad, y rechaza propuestas de mujeres cristianas que luchan por una maternidad responsable y libre, y promueven una nueva Pluralismo en el catolicismo actual María Teresa Cifuentes

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relación con el cuerpo en el que el goce de la sexualidad es un elemento importante de la vida humana y no una vía más al pecado y la condenación. Otra Congregación, la de Familia, tiene sus tesis bien particulares sobre el uso de métodos anticonceptivos. Por todos es conocido el análisis que hace monseñor López Trujillo, uno de los dos cardenales colombianos en el Vaticano, acerca del condón, sin importar que el no uso favorezca la propagación del sida y otras enfermedades, y, por supuesto, el aumento de los embarazos no deseados. Ni qué decir de la posición de la Iglesia católica acerca de los homosexuales y las lesbianas. En Colombia hemos sido testigos de las posturas más intransigentes de un grupo de laicos, que con la pretendida defensa de la moral pública se opusieron al proyecto de ley presentado en el Congreso por la senadora Piedad Córdoba, que busca reconocer los efectos patrimoniales y de seguridad social de las parejas homosexuales. Este planteamiento ha sido respaldado por El Catolicismo. Columnistas que allí escriben en una actitud de cruzados descalifican a los congresistas que avalaron el proyecto de ley. Los columnistas de El Catolicismo tienen todo el derecho a oponerse y a manifestarlo públicamente, pero no a señalar y zaherir a quienes impulsaron tal proyecto. El cardenal Pedro Rubiano se refiere al tema diciendo: “No podemos quedarnos indiferentes ante los errores morales, ni por la tolerancia o pluralismo, pretender aceptar lo que va en contra de la naturaleza”4. Es la posición de la Iglesia católica que incluso dentro de su seno encuentra opositores, no sólo porque en ella, y todos los sabemos, son muchas las personas de estas tendencias que viven su sexualidad, sino por la actitud poco cristiana y de exclusión y señalamiento hacia el cada vez más grande grupo de personas homosexuales. Cuesta creer que el cardenal Rubiano tenga argumentos científicos para calificar al homosexualismo como una degeneración, pero además, desconoce que la sociedad colombiana ha cambiado y que hay expresiones y formas de vida que no se rigen por la doctrina de la Iglesia, a las que hay que respetar tanto como se respeta la concepción católica de la vida y del mundo. Por otra parte el Estado, que reconoce la diversidad de culturas y de credos, legisla para todos los ciudadanos y no para grupos particulares, así sean mayoría.

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Monseñor Pedro Rubiano. Saludo a la Asamblea de Obispos, febrero 10 de 2003.

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Se puede concluir que la institución católica está lejos de renunciar a su concepción totalizante y absoluta que la aleja de cualquier forma de pluralismo en sus relaciones con el mundo y con los propios creyentes. El afán de participación en la política de paz, que es reconocida por la sociedad, ha estado acompañada, y he ahí la contradicción, con el desconocimiento de la diversidad dentro del catolicismo, y el señalamiento de formas sociales de desarrollo del afecto, contra el feminismo, contra los homosexuales y contra los métodos de control de la natalidad. ¿Será que puede haber paz cuando se excluye a tantos grupos sociales? Bibliografía Asamblea Plenaria LVI. 1991,.Reflexiones sobre la nueva Constitución, Bogotá, septiembre 16-18. Bobbio, Norberto, Matteucci Nicola y Pasquino Gianfranco, 1981. Diccionario de Política, Madrid: Siglo XXI. Cevallos, Manuel. 1933. El catolicismo social: un tercero en discordia, México: El Colegio. Cifuentes, María Teresa. 2003. “La Iglesia Católica: el camino de la mediación por la paz y la defensa de los derechos humanos”. En: Conjeturas, No. 7. Comblin, José. 2000. El cristianismo en el umbral del Tercer Milenio. En: Selecciones de Teología, No. 156, pp. 345-354. Corwell, John. 2000. El Papa de Hitler. La verdadera historia de Pío XII, Barcelona: Planeta. González, Fernán. 1997. Poderes enfrentados. Iglesia y Estado en Colombia, Bogotá: Cinep. Houtart, François. 2002. “Balance del Pontificado de Juan Pablo II”. En: Le Monde Diplomatique, Edición para Colombia, Año 1, No. 1. Isla, Augusto. 2004. “Perplejidades sobre el Opus Dei”. En: México: www.http/ members.tripod.com/-itzcuintji/indeex.html Papacchini, Angelo. 1994. Filosofía y derechos humanos, Santiago de Cali: Ed. Universidad del Valle. Romero, José Luis y Romero Luis Alberto. 1978. Pensamiento conservador, Caracas: Biblioteca Ayacucho. http:/www.dominicos,org/cidal/Alternativas/Alt13/revistJ.htm www.iidh.ed.cr./siii/index.fl.htm

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