Notas
Miércoles 27 de junio de 2007
El trabajo infantil, un círculo L vicioso Por Eduardo Mondino Para LA NACION
E
L trabajo infantil no es un hecho natural, sino el emergente de una situación social en la que se entrecruzan condicionantes económicos, políticos, legales y culturales. En nuestro país hay más de 400.000 chicos de entre cinco y trece años que trabajan. Su jornada laboral promedia las siete horas por semana, pero uno de cada cinco trabaja diez horas o más y uno de cada diez trabaja de noche. El trabajo infantil más común en la ciudad es recolectar cartones, limpiar parabrisas, cuidar o lavar autos, mendigar en trenes y subtes. Y, en las zonas rurales, ayudar a sus padres en cosechas, zafras o crías de animales. La mayoría de la veces lo hacen como ayuda a los padres o a otros familiares, pero muchos tienen estas tareas como única fuente de sustento, porque viven en la calle. En la Argentina, uno de cada cuatro chicos trabaja en una situación clara de riesgo personal, en la vía pública y en medios de transporte. Si bien el 97% de estos chicos asiste a la escuela, el 18,7% registra llegadas tardes frecuentes, el 19,8%, inasistencias reiteradas y el 29,7%, repetición de año o grado. El trabajo infantil constituye un impedimiento para el pleno acceso a los derechos fundamentales de los niños, las niñas y los adolescentes y, además, constituye una violación a los derechos reconocidos en la ley. Un relevamiento presentado por la Comisión Nacional para la Erradicación del Trabajo Infantil (Conaeti) muestra que Misiones, Mendoza, Chaco y Tucumán son las provincias en las que más niños son empleados en cosechas. Uno de cada diez niños menores de 13 años que trabaja abandonó la escuela. En el universo de los adolescentes de 14 a 17 años, el 20,1% trabajó y el 11,4% hizo tareas domésticas en forma intensa (15 horas semanales o más). Muchos adolescentes trabajadores no asisten a la escuela. En las zonas rurales, el porcentaje llega al 62%, y en las ciudades al 21%. El 30% de los niños que trabajan repitieron (es el doble de los que no trabajan) y otro tanto hizo el 43% de los jóvenes trabajadores, mientras que entre los adolescentes que no trabajaron sólo repitió el 26%. El 15% de adolescentes de 14 a 17 años trabaja por lo menos 36 horas a la semana y más del 10% de los niños entre 5 a 13 años que trabajan desarrollan actividades durante la noche. Las actividades más comunes que realizan los jóvenes son ayudar en negocios, cuidar niños, personas mayores o enfermos, recolectar papeles y cartones y vender cosas diversas en la vía pública. Los menores de 18 años que están fuera del sistema educativo son aproximadamente 540.000. La educación es uno de los derechos humanos fundamentales, reconocido y garantizado por diversos instrumentos legales nacionales y supranacionales. Es un elemento que permite al ser humano transformarse en sujeto de su historia e insertarse críticamente en la sociedad. Además, constituye la llave de acceso a otros derechos: salud, nutrición, esparcimiento y participación social. Desde el punto de vista del conjunto de una sociedad, un mejor nivel educativo de la población redunda en mayores oportunidades de crecimiento y bienestar para todos. El trabajo infantil afecta, justamente, a ese proceso. Condiciona no sólo el presente de los niños y niñas, sino también su futuro. Existe, inexorablemente, una relación conflictiva entre trabajo infantil y educación. Esta tensión suele resolverse, finalmente, en favor del trabajo. Ante la necesidad de obtener ingresos, las familias, privilegian la participación de los niños en la economía del hogar, Sin embargo, esta visión es de muy corto plazo, ya que no adquirir tempranamente conocimientos y habilidades de lectoescritura hace que las probabilidades de inserción laboral en la etapa adulta sean en actividades de baja o escasa calificación. Por eso afirmamos que el trabajo infantil alimenta el circulo vicioso de la pobreza. © LA NACION El autor es defensor del pueblo de la Nación.
LA NACION/Página 17
La muchedumbre solitaria
AS semblanzas del hombre medio –aquel que no es rico ni pobre, libre ni esclavo– se suceden a lo largo del último siglo. Sus anhelos y pesadillas han ocupado tanto a sociólogos e historiadores como a escritores y artistas. Con la transición del capitalismo de producción al de consumo se fue perfilando y consolidando un nuevo estrato social: la clase media. Y con ella subieron a escena el hombre y la mujer que la conforman. Aman, sufren; creen en algo o deambulan, desconfiados; a veces protestan, otras concuerdan. Pueden ser justos o réprobos. Pero el eje de su vida es el consumo. El marketing y la publicidad tienen el ojo puesto en ellos. En conjunto, gastan y hacen ganar millones. Desde la infancia hasta la vejez se los escudriña y disecciona; sus hábitos, costumbres, necesidades, son cuidadosamente registrados y analizados para adecuar la oferta a la demanda. Y en épocas electorales adquieren relieve fugaz, pues se transforman en el objeto de deseo de los candidatos. Esos votantes distantes y veleidosos, en su mayoría de clase media, eligen los gobiernos. No obstante su importancia, el hombre medio nació apático, como anestesiado. Al
Mirada en perspectiva, la semblanza del hombre medio que evocamos no perdió actualidad. En esencia, rigen hoy condiciones similares para el individuo de clase media: el consumo ocupa su tiempo libre, la televisión lo distrae y le pasa el parte diario sobre los sucesos del país y el mundo; los vaivenes de la economía empañan o aclaran sus planes; la política le resbala; el trabajo lo contractura; la vida familiar, aun con alienaciones, constituye su refugio. Sin embargo, más allá de estas constantes, se han operado transformaciones cruciales. Una es la innovación tecnológica, con su panoplia de artefactos de carisma desechable. Otra ocurre en el mundo del trabajo. Buena parte de la sociedad –y, en particular, la clase media– vive hoy bajo el rigor, paradójico, del capitalismo flexible, cuyo modelo anuló la seguridad en el empleo. La carrera estable y progresiva dejó paso a episodios aislados e inciertos, por donde transcurre la vida laboral de las personas. La ley es el cambio, en lugar de la permanencia; la incertidumbre, antes que la seguridad. En esas condiciones no se construye el carácter, sino que se lo corroe, para usar la expresión del sociólogo Richard Sennett. El otro dato novedoso lo constituye el
Por Eduardo Fidanza Para LA NACION
El “hombre sin atributos” de Musil somos nosotros: antihéroes, con poca originalidad y regidos por el número
La clase media no se pregunta qué hay más allá de la bonanza. Simplemente, disfruta de ella
principio no se lo diferenció del hombre masa, a quien Ortega, entre otros, estigmatizó: “La estupidez es vitalicia y sin poros”, afirmó con ingenio despectivo para referirse al nuevo tipo humano. No era para menos: desde fines del siglo XIX la elite se sintió asediada por la irrupción de un individuo que adquiría identidad en la aglomeración, fuerza en el amontonamiento. El comunismo, el fascismo, el nacionalismo, condujeron a esos hombres y mujeres a la plaza pública, dotándolos de consignas y reivindicaciones amenazantes. La literatura y el ensayo posteriores a la Primera Guerra Mundial comenzaron a deslindar al individuo de la masa. Se atemperó la fobia despectiva: ese sujeto ya no inquietaba más que a sí mismo. El “hombre sin atributos” de Musil somos nosotros: antihéroes, escasos de originalidad y vuelo, sometidos al dictamen de un mundo regido por el número. El personaje que conquistó la realidad y perdió el sueño. A este ser atribulado y gris, Kafka le adosó la pesadilla trágica: un insecto que se revuelve en laberintos infinitos sin conocer jamás el motivo de su tormento. Más cerca de la actualidad, la sociología, la literatura y el arte norteamericanos de mediados del siglo pasado trazaron un retrato magistral de la clase media. La cuna del consumo describió a sus criaturas con certeza insuperable. Una ansiedad difusa, cuyo eco resuena contra la oquedad del cemento y las sombras de los rascacielos; escaparates de bares que dejan ver a seres de traje oscuro, acodados en el mostrador, bebiendo alcohol antes de volver a casa; hoteles anónimos donde se depositan absortos hombres y mujeres de paso, a medio abrir sus valijas, la mirada opaca, el cuerpo abatido; transeúntes, luces de neón, oficinas, restaurantes de mala muerte, rutas perdidas. Las pinturas de Edward Hopper, las fotos de Robert Frank y otros, capturan estas escenas. Y Arthur Miller, como pocos, desentraña el talante emocional que las sostiene. Willy Loman, el protagonista de Muerte de un viajante, está agotado, al cabo de un recorrido interminable, estéril. “Me siento tan solo… sobre todo cuando el negocio va mal y no hay nadie con quien hablar”, le confiesa a la mujer ocasional que lo distrae al borde del camino. La promesa de éxito, de ganar
miedo. O mejor: su difusión inabarcable. La ciudad y el mundo se han convertido en lugares hostiles. La guerra ya no tiene lógica: es una multiplicidad de fragmentos en constante dispersión. El vecindario dejó de ser un lugar al que se puede regresar con alivio; ni poner la llave en la puerta trae paz: la gente, como en la alegoría de Cortázar, teme que la casa haya sido tomada. ¿Y nuestra clase media? Ya no es la que fue, compacta y segura de sí misma. En verdad, funcionó en los últimos años como un acordeón: expandiéndose y contrayéndose al compás maníaco depresivo de la economía. Pertenecer a ella dejó de ser un fenómeno natural, no discutido; devino en un hecho contingente. En 2001, expropiada, se hizo oír. Ahora su destino vacilante vive una nueva diástole, sobre la base de la soja y el dólar alto. En esas condiciones, la clase media rehúye preguntarse qué hay más allá de la bonanza. Simplemente la goza. Su conducta no es original: la diversión siempre doblega a la lucidez, como enseñó hace siglos Pascal. Seamos realistas, sin embargo: al individuo que disfruta las minucias del capitalismo no le cuadra hacerse cargo. No vaya a ser cosa que la responsabilidad obture el consumo. El espectáculo debe continuar. En rigor, ser hombre medio consiste en ocuparse sólo de funciones básicas, nunca sustantivas; en interesarse por la propia quinta, no por el conjunto; en pensar en términos privados antes que públicos; en tener una coartada verosímil cuando suena la hora del coraje cívico. Así como el capitalismo genera y reproduce una masa gigante de consumidores y de ella se alimenta, al sistema político le corresponde, en teoría, equilibrar las cuentas otorgando valor a la esfera pública y estimulando el liderazgo competente. Se trata de un contrapeso clave. Requiere hombres de Estado provistos de brújulas, no demagogos con radares en busca de halagos. De lo contrario, las sociedades carecen de destino. O se tornan oportunistas: todos a la vez optimizando sus ventajas momentáneas, ninguno pensando más allá de sus narices. Hasta que el acordeón vuelve a contraerse. Y cae el espejismo. Y la muchedumbre solitaria desempolva cacerolas.
Los hombres y mujeres orientados por otros constituyen –según Riesman– el núcleo de los sectores medios urbanos. Son los que deciden, semiconscientes, el resultado de las elecciones
amigos para ser feliz y hacer negocios, es esquiva. El dinero se evapora pagando cuotas; la esperanza de ser alguien desfallece entre la incertidumbre y la mediocridad. Por la época que evocamos, en un ensayo considerado ya clásico, titulado La muchedumbre solitaria, el sociólogo norteamericano David Riesman propuso una explicación cautivante del proceso histórico cultural que desemboca en el hombre medio. Es la cara sociológica de la moneda, cuya otra faz iluminan la literatura y el arte. Riesman distingue tres tipos de personalidades, según la dinámica poblacional. Al primero, propio de sociedades de alto potencial de crecimiento demográfico, lo denomina “carácter dirigido por la tradición”; al segundo, inherente a sociedades en equilibrio poblacional, lo llama “carácter autodirigido”, y al tercero –el que aquí nos interesa– lo bautiza “carácter dirigido por los otros”, asimilándolo a sociedades de evolución demográfica declinante. Al hombre movido por la tradición, dirá Riesman, no le incumbe la novedad: su vida está determinada por el parentesco y los rituales. La innovación es desechada por la cultura; por eso el signo distintivo es la lentitud del cambio. El carácter autodirigido representa todo lo contrario: rige
la iniciativa, lo nuevo desbarata a lo viejo, los hombres crean las normas, antes de acatarlas. Es la generación de los padres fundadores, de los abuelos que iniciaron el negocio familiar, de los protagonistas de los libros de historia. Riesman imagina que ellos poseen una “brújula psicológica” a la que consultan para conocer el rumbo correcto, sin importarles la opinión de los demás. Sus descendientes ya no tienen ese atrevimiento ni vienen equipados del mismo modo. Poseen un radar en lugar de una brújula: no se forjan el destino; apenas lo rastrean. Los individuos dirigidos por los otros buscan, ante todo, aprobación; son inseguros y ansiosos, dependen de los medios de comunicación, del horóscopo, de la opinión de sus jefes, de las incitaciones de la moda, de la catarata de bienes y servicios baratos que la sociedad de consumo derrama sobre ellos. Los hombres y mujeres orientados por los demás constituyen –según Riesman– el núcleo de las clases medias urbanas. Son los que deciden, semiconscientes, el resultado de las elecciones e influyen en el rumbo de la producción. Pero no les basta: están insatisfechos y no encuentran consuelo. Ellos –nosotros– conforman la muchedumbre solitaria.
© LA NACION El autor es sociólogo y profesor universitario.
Basta de pueblo ¿Y
si el concepto de pueblo fuera, en sí mismo y desde un principio, una idea alienante, poseedora de un sentido al que correspondería llamar “fascista”, es decir, provocador de sumisiones de todo tipo, despersonalizador, generador de jugadas de bajo valor político –incapaces de reconocer complejidades o diferencias– y promotor de sociedades extraviadas en una falsa idea de justicia? ¿No serán los defensores del pueblo, en definitiva, los que hunden al país, apoyándose en una idea que se supone buena, pero que en realidad empobrece a los individuos tanto como al conjunto nacional? ¿Y si la idea de pueblo fuera siempre un instrumento de la pobreza, de la pobreza que dice querer dejar de serlo, pero realiza acciones y valoraciones que, en realidad, tienden a preservarla, porque la considera una verdad social y no una situación lamentable? ¿No será la idea de pueblo, de pueblo aguerrido, insurgente, verdadero, valioso, infalible, un reflejo de lo monstruoso de las sociedades, de una voraz sed de venganza, una modalidad del resentimiento incapaz de vehiculizar procesos reales de desarrollo y crecimiento? ¿Y si cada vez que un ciudadano se embandera con el concepto de lo popular estuviera, en realidad, enarbolando como símbolo positivo una herramienta de su propio hundimiento y del hundimiento general? ¿No deberíamos tender a juzgar los conceptos por los resultados que producen, más que por su
Por Alejandro Rozitchner Para LA NACION valor abstracto, y captar entonces la forma en que la defensa de lo popular entraña siempre un deterioro de la vida de las personas? ¿Cuál es la moral implícita en la idea de pueblo? ¿Una de responsabilidades que tienden al desarrollo o, más bien, una de simplezas exculpatorias y amenazantes? ¿Qué opción tenemos? ¿De qué otra manera denominar al conjunto de las personas para que la suma de todos no genere una idea equívoca y se transforme en una forma de fomentar como valor lo que tendríamos que desechar
¿No deberíamos tender a juzgar los conceptos por los resultados que producen más que por su valor abstracto? como conducta social? ¿Lo que puede crecer y desarrollarse es en realidad un pueblo o, tal vez, más bien un país, una comunidad, una sociedad? ¿No hay que elegir el concepto que permita el crecimiento deseado, para aludir al conjunto de personas que desean ese resultado, el concepto que realmente actúe como catalizador de esas fuerzas que deben realizar el trabajo de una transformación social que se expanda en vitalidad y bienestar? ¿Será que San Martín representaba
un anhelo popular, que era el pueblo el que luchaba en su ejército liberador, o que hemos creído en ese concepto de una manera excesiva, privándonos de ver otros fenómenos más precisos de su época, ajenos al englobador concepto “pueblo”, que no podemos fácilmente pensar pero que revelarían otras formas y otras motivaciones? ¿Fue el pueblo el que luchó, o eran personas? ¿No es importante para poner en juego esa fuerza concebirla apropiadamente, dar en el clavo de la pasión por vivir, que es la fundamental generadora de cambios y de apuestas riesgosas y necesarias? ¿A qué convocaba Perón cuando aludía al pueblo? ¿A una multitud de adoradores, de personas que disfrutaban volviéndose hijas de un líder bueno, que les daba, por un lado, mejoras notorias, pero al mismo tiempo las despojaba, como las ha despojado desde siempre el peronismo, de importantes capacidades productivas y vitales, amasando con las individualidades un conjunto manipulable y que no ha sabido –son hechos, no opiniones– sacar el país adelante a lo largo de décadas? ¿No es nuestro pueblo, el pueblo peronista, en el fondo y desde siempre, un objeto mussoliniano, creado o recreado por ese artista del poder mediante cuya observación Perón construyó su propio arte de conductor de masas? ¿Y el pueblo de la izquierda, esa entelequia, ese
pueblo invocado que no responde al llamado del que supuestamente es su movimiento representativo, tal vez porque hay tanta falsedad en tal visión del mundo que no siente que le estén hablando, porque el pueblo en realidad no existe, porque las personas sólo aceptan volverse pueblo un rato y para determinados fines concretos que la política no tanto encarna sino que crea, inventa, en una invención más nociva que beneficiosa? ¿No es correcto pensar de nuevo, atreverse a nuevas visiones, al uso de nuevos conceptos, atreverse a
¿Para qué estamos? ¿Para ser muchos que se juntan de cualquier modo o para ser personas plenas y creadoras? la sospecha de que nuestro hábito mental puede, en realidad, estar traicionándonos, ser inadecuado, necesitar cambios profundos? ¿Por qué seguir incuestionadamente utilizando ideas que, como la de pueblo, nos orientan hacia efectos no deseados ni convenientes para el gran número de habitantes, cuando podrían funcionar mejor conceptos como personas, comunidad, sociedad, gente, nosotros? ¿No es importante captar el sentido de estar juntos de manera tal
que podamos expresar la riqueza del intercambio y la diferencia, más que buscar hacer un rejunte tosco de voluntades, necesidades y deseos en el también tosco concepto de pueblo? ¿Será que la idea de pueblo fue útil en su momento, en otras etapas de la historia, pero que en las nuevas circunstancias un país, incluso un país con dificultades como el nuestro, debe poder pensarse de otra forma para poder acceder a logros más significativos? ¿No es, en definitiva, el mecanismo democrático precisamente, más que la expresión del pueblo, la expresión personalísima y secreta de las personas, de los individuos que formulan su preferencia en circunstancias protegidas, lejanas del grito público y agresivo con visos mafiosos y prepotentes, que caracteriza precisamente al llamado pueblo? ¿Para qué estamos? ¿Para ser muchos que se juntan de cualquier modo y al amucharse se distorsionan, o para ser personas capaces de vida íntima, determinada, concreta, plena, posible y creadora? ¿Acaso a la pregunta por la identidad debe responderse con contenidos populares o más bien con realidades personales, más reales que las imposturas reivindicativas que fomentan en realidad la sumisión? ¿No debe nuestro país ir por fin más allá de las retóricas para adentrarse en las realidades, y ajustar entonces las ideas para que tal cosa sea posible? © LA NACION La dirección electrónica de Rozitchner es www.100volando.net.