La chica sin nombre

20 jul. 2012 - Sarmiento en un solo movimiento y lan- za besos al aire para don Juan Manuel de Rosas. “El Restaurador”, lo llama, ha- ciendo gala de esa ...
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Literatura Cuento

N

o recordaba su nombre. Ni siquiera por qué esa noche estábamos sentados a la misma mesa, cenando. Sí recuerdo que éramos varios, todos militantes del Partido Comunista. Todos, salvo ella. Su rostro también me resultaba confuso. Hice un ejercicio de concentración, trataba de ponerla en foco, de delimitar su geografía. Pero no había caso, la imagen se llenaba de fantasmas. Otros rostros superpuestos iban cubriendo el suyo. Había uno en particular que se acoplaba empecinadamente. Pero ése no era el rostro de ella, ése era un rostro impostor, un rostro infiltrado. No era bonita, de eso estoy seguro. Tampoco necesariamente fea. Regordeta. Sí, eso, era regordeta. Tenía unos mofletes rozagantes. Coloreados. Seguramente, porque era de esas personas a las que el alcohol y la temperatura ambiente le van a dar justamente allí. A los mofletes. Una gordita cachetuda, digamos. Hago un nuevo esfuerzo. La veo. Está sentada frente a mí, ella de espaldas a

la calle Sarmiento. Es tarde, muy tarde. No hay demasiado movimiento a esa hora en Buenos Aires –serán las dos de la madrugada–, aunque los coches siguen pasando con bastante fluidez. (Yo puedo verlos a través de la vidriera, vienen desde Rodríguez Peña, asoman la nariz y luego se reflejan en el espejo gigante de la pared que está de espaldas a Callao.) Hace un calor endemoniado. Entre ella y yo hay un pingüino con vino tinto que emite un aura violácea sobre el rostro mofletudo de la chica sin nombre. Corro el recipiente porque quiero verla: su risa sarcástica produce en mí una mezcla de atracción e incomodidad. Deseo callarla, porque me hiere con sus palabras, pero me gusta que hable, que diga esas cosas que lastiman. Ella se ha ensañado conmigo. No sé por qué razón. Quizá porque ha descubierto la fascinación que producen sus palabras sobre mí, que me duelen. Ahora puedo observarla un poco mejor. Tiene un suéter amarillo sobre los hombros. (No entiendo qué hace ese abrigo sobre sus hombros si el calor es

“Con la mirada me transfiere el sitial del orador. Tengo que defenderme. Debo decir algo. Decir algo es decir que tengo miedo. Que la odio” POR JORGE SIGAL

Jorge Sigal es editor, escritor y periodista, autor de la novela El día que maté a mi padre

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21 Viernes 20 de julio de 2012

La chica sin nombre

agobiante: supongo que será la moda de la época.) Veo también que empiezan a asomar, en los sobacos, sendas manchas de transpiración. A la chica sin nombre, ni el calor ni la humedad parecen preocuparle. Sigue disparando dardos envenenados en dirección a mí. Al hacerlo, gesticula exageradamente, mueve sus brazos como si nadara, flota sobre el aire opaco de ese ambiente cargado de humo de tabaco. Ahora, una gota de sudor corre por su rostro regordete. Pero a ella nada la perturba. Con el puño de la camisa se quita el sudor. Y sigue. Habla de los Montoneros. De Perón y Evita. Se exalta con las hazañas de Güemes y del Chacho Peñaloza. Desintegra a Sarmiento en un solo movimiento y lanza besos al aire para don Juan Manuel de Rosas. “El Restaurador”, lo llama, haciendo gala de esa liviandad que suelen esgrimir los recién llegados a una causa. Está a punto de alcanzar el éxtasis. Tiene un orgasmo de época. Se ha montado al mundo entero. A sus pies, los opresores de la patria piden clemencia. Están ganando la guerra. Esa guerra que no admite tibios. Dice. La están ganando los combatientes montoneros. Con fusiles y machetes. Por otro 17. Está poseída. Parece, incluso, haber olvidado que sigo frente a ella. Los otros comensales, cuatro o quizá cinco, cuyos nombres tampoco puedo recordar, no hablan. Miran azorados a la cachetuda de la Jotapé mientras devoran trozos de carne y beben Bidú cola. Ha terminado el discurso pero nadie aplaude. Ella vuelve a su frente preferido. Vuelve a mí. Creo que ahora soy yo el que tiene los cachetes al rojo vivo. Siento fuego en la cara. Con la mirada me transfiere el sitial del orador. Tengo que defenderme. Debo decir algo. Decir algo es decir que tengo miedo. Que la odio. Decir que tengo miedo y que la odio es decir demasiado. –¡Hablá pecetito! –me lastima. No me salen palabras. Me sale silencio. Silencio de muerte. He perdido el carro de la historia. Ella es la vencedora. Luego supe quién era, aunque no la volví a ver. Hasta ahora. Que la encuentro en una página del diario. Hecha huesos. Unos pocos huesos. Los suficientes como para que el equipo de antropología forense pudiera identificar a aquella chica sin nombre.