CASTRAR AL GRAN PADRILLO
—¿Quién castró al gran padrillo? En lo secreto, en lo oscuro, ¿quién afi ló de verdad el cuchillo? ¿Por qué midió fuerzas con el pendenciero animal? ¿Quién tumbó al gran borrego padre, orgullo de nuestra pobreza, para que papá aplicara el tajo que le cercenó sus enormes y pestíferas verijas? ¿Han olvidado el rugido de dolor de la mísera bestia? ¿Que ya no recuerdan el aullido del animalaje de los corrales vecinos como si acompañaran con su lamento la herida padecida por el más valiente de los machos y cabrones del pueblo? ¿Santos alguna vez mostró piedad por nadie? ¡Vamos, díganlo! ¡Desmiéntanme! Tú no, Luis, porque siempre fuiste avariento y, más que avariento, holgazán para las palabras. Tampoco tú, Medina, porque no perteneces a nuestra casta. ¿Pero tú, Silvestre? ¿Tuvo misericordia, ya no con la Primorosa, pero al menos con nuestro pobre Inocencio? ¿No flageló a la Primorosa cuando ella retornó a Congará, y ella en su tormento de rencor escupió sobre la tumba de nuestro padre, don Cruz Villar? ¡Contradíceme, Silvestre! ¿Desde churre acaso Santos no fue distinto a nosotros y después a todos los cristianos de esta tierra? A ver, ¿con qué animales le gustaba hallar esparcimiento? ¿Qué cristiano recto iba a criar culebras, pero él no tenía la manía de criar macanches y colambos solo por la maldad de verlos pelear? ¿No fue él quien, siendo todavía una cagarruta así de chiquita, se trepaba en los árboles al nido de los gavilanes y halcones y les arrebataba las crías para luego cruzarlas con los gallos y gallinas de pelea? ¿Es decente unir lo que Dios creó por separado? ¡Dímelo, Silvestre, que ya no demora en aparecer la vieja rematada de Primorosa a cumplir con su juramento! Haz memoria si alguna vez papá se atrevió a castigarlo como nos castigaba a todos: a tu madre, doña Lucero, y a la mía, doña Trinidad, y a sus hijos que éramos nosotros, y a los animales. Si no hablo decente, ¡sácame del error! 13
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¡Dale luz a mi corazón, no a la memoria, que la tengo fresquecita y transparente como el amanecer! ¿Acaso cuando nuestro señor padre se amarraba el trapo rojo a la cabeza y todos guardábamos silencio, Santos acataba el imperio de su ley? Aparte de los cuidados que por ambición tenía por la Primorosa, ¿no era solo a Santos al que él quería? Por eso recuerdo el día que padre capó al gran padrillo. No debo recordarlo, ¿eh, Silvestre? ¿Que me calle, dices? ¿Que respete porque ya está muerto? Ah, hermano, ¡si por eso hablo! Porque él ya no puede oírme ni podrá ejercer imperio sobre mí. ¿O me estás escuchando, Santos? Eh, Santos, ¿me escuchas? Entonces muestra tus poderes y sal del cajón y mándame callar. ¡Desmiénteme si no me arrancaste del corazón de mi padre! Y no creas que lo olvidé en toda esta ruma de años. ¿Olvidarlo? ¡Pero si antes parece que ahora mismo te estoy viendo luchar con el animal bravío para que padre pudiera manejar con virtud el cuchillo de castrar! Ah, cómo siento tu acecido y cómo siento y oigo el mugido lastimero del animal, ah, ah, y qué dolor en mis propios y viejos compañones. ¿No sientes lo mismo, Luis, y tú también, Silvestre? ¡Y cómo olvidar la mirada de querencia y orgullo que te echó el señor don Cruz Villar, nuestro padre! Y escuchen esto, ustedes que son más muchachos: yo entendí lo que esa mirada quería decir. ¿Que ya me han escuchado quinchonales de veces? Pues ahora que él ha muerto y esta allí sin ningún poder lo diré y lo repetiré y recontragritaré durante esta noche y mañana y tras mañana, hasta que Dios, no el diablo, me recoja. ¿Sabes por qué te enfrentaste al padrillo indomable y de altiva y pendejísima mirada? ¿Lo has olvidado, eh, Santos?... Pero, ¡miren!, por allí viene la tormentosa de la Primorosa. Ah, Santos, Santos, hasta vendería mi alma al diablo para que vieras el traje y la figura que se trae la trastornada y loquísima de la hermanita que tanto te adora. Deténganla, muchachos. Sosiéguenla. Serénenla; a ti, Luis, te hará caso. ¿Lo ves, Santos? Cada uno de nosotros tiene una cuenta que arreglar contigo. Hasta el fi nado Isidoro, que por el veneno que sembraste en su corazón murió en la forma que murió. Fusilado y luego colgado. Ah, hermano, hermano, ¿por qué oíste la cruel doctrina de Santos? Por eso no seré yo quien juzgue a Práxedes y Tomás por levantar vuelo y huir de nuestra casa. Por lo que a mí corresponde te diré que hiciste que mi padre me despreciara. Lo leí en su mirada cuando chorreaba la pestilente sangre del animal herido. Capado, humillado, derribado de su alto señorío de macho. 14
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Sí, Santos, lo conseguiste. ¡Maldito seas! Me robaste la primogenitura, me arrancaste de raíz del corazón de papá. Por aquel tiempo, por aquellos años, por esos días, en esa noche y al día siguiente, en estos momentos, en este instante, yo empezaba a saber quién era y tal vez quién sería, luego de haber escuchado durante años de labios de mi mamá, Altemira Flórez, cuáles eran mi nombre y mi apellido, mis dos apellidos, pero entonces lo mismo daba llamarse de este u otro modo y tener esta o cualquier otra filiación. Y en efecto yo me imaginaba con otro nombre, como me soñaba con otro rostro y jugaba a tener otros ojos y deseaba otro cuerpo y otra piel. Sí, me imaginaba con otros nombres, que eran palabras, sonidos, viento insustancial, aire, no fuego, pero ahora comenzaba a adivinar que tener un nombre y un apellido no era cuestión de palabras (aún en esos años no había leído las anotaciones de mi desventurado padre acerca de la naturaleza de las palabras) sino una fatalidad imposible de evadir, del mismo modo como yo no podía despojarme de mi propia sombra aunque me enloqueciese corriendo en todas direcciones y a diversas velocidades porque mi sombra siempre estaba allí, a mi lado, y yo terminaba tirándome sobre la tierra con los ojos enceguecidos y el corazón alborotado. ¿Por qué, por ejemplo, el padre de mi abuelo Santos, es decir, mi bisabuelo Cruz, a quien durante muchos años llamé «mi primer abuelo», aunque después supe que el primer abuelo, el esencial, es decir, mi tatarabuelo, se llamó Miguel, Miguel Francisco; primero, digo, porque él nos confirió no solo el apellido Villar, sino la sangre y el linaje y un destino; decía entonces, por qué, por ejemplo, mi bisabuelo, que entonces, repito, consideraba como mi primer abuelo, se ataba aquel trapo rojo en la cabeza? —En eso que el padre se amarraba un trapo rojo a la cabeza —decía el tío Silvestre—, no miente Catalino. Fue verídico. Caracho, qué silencio tan hondo y macizo se hacía y nadie tenía coraje para hablar y menos meter vicio. Nadie, sobrino. Ni los animales. —¿Tampoco el abuelo Santos? —¡Pero si Santos era el que tenía en más alto la ley de don Cruz Villar! Él era su respeto y su mando... Bah, pero son vejeces, sobrino. Te diré lo que aprendí cuando nos deslomábamos construyéndole al gringo el Canal de Panamá: hay que mirar el ahora y luchar por lo que vendrá. Solo así se curará la llaga. ¿Para qué entonces remover las cenizas? 15
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No obstante los consejos de mi tío Silvestre, había muchos porqués. Y ahora que por fi n terminó de morirse el abuelo Santos habría más y más porqués y la vida sería indagar tantos enigmas y vergüenzas y padecimientos hasta descubrir la herida inicial, el hueso y la caída, el traspié del alma y sus desolladuras iridiscentes, triunfales y rencorosas. —¿Y dice usted, maestro Martín, que ninguna campana repicó? No doblaron (recuérdalo) las campanas de Piura cuando murió Santos Villar. No doblaron las campanas de la iglesia de San Sebastián. Ni las de La Merced. Ni las del Carmen, ni las de la Cruz del Norte ni las de la Cruz del Sur. Tampoco las de la iglesia parroquial de Castilla y menos las de la iglesia matriz. Y silenciosas permanecieron las antiquísimas campanas de la iglesia San Francisco, la más antigua de Piura, donde mi abuelo Santos era tesorero de la Cofradía del Señor de la Agonía. Las únicas campanadas fueron las del reloj de la estación del tren a Paita (o viceversa), que continuó dando las horas; el tren hizo como todos los días sus cuatro viajes de Piura a Paita y viceversa. No fluía el Piura por tercer año consecutivo y el cauce estaba reseco y cuarteado, apenas algunos charcos de agua verdosa rodeados de chopos y carrizales tiernos; río avariento, caprichoso, cruel, oh, Heráclito, mejor el viento y los torbellinos de arena y las dunas errantes. Y cuánto deseaba ser yo ahora mayor, por tantas razones como, por ejemplo, poder entrar al cine Variedades que proyectó la película El ocaso de una vida, y morir abaleado como William Holden por Gloria Swanson, cuya belleza en ruinas y locura delirante representadas en la obra no eran del todo diferentes a las de Primorosa Villar, y también me hubiera gustado ver Iván, El Terrible, cinta que pasaron en el Municipal y aburrió al escaso público y la cazuela protestó con sonoros y continuados estallidos de pedos. Empezaba yo a comprender los encalavernados caminos de la vida, pues dejando de lado la chacota y las carcajadas de los espectadores, los pedos, por ejemplo, ¿no constituían las veintitantas salvas sonoras por la muerte de Santos Villar? —Y la vida proseguía, querida, proseguía.
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Los matarifes del camal bebieron la ardiente y ferrosa sangre de las reses sacrificadas, cuyos mugidos no inquietaron a las estrellas. Y aquel día, como cualquier otro, se vocearon por las calles de Piura el Ecos y Noticias, El Tiempo, La Industria y aun el diario socialista El Pueblo, mas ninguno de ellos consignó la noticia de la muerte de Santos Villar, y era jueves, además. Y, como todos los jueves, hubo retreta en la Plaza de Armas por la Banda del BI 31 y la muchachada piurana (como lo haría yo mismo años después), según un oculto pero estricto orden jerárquico, ocupó las bancas de la plaza para contemplar a las hembritas doblemente riquísimas, como que eran hijas de los blancos terratenientes, siempre acompañadas de apuestos cadetes u oficiales de la Marina y la Aviación. —¿Sería yo algún día grande? ¿Moriría? El Piura no fluía, no así la vida, pues doña Filomena y doña Pascualita, dos de las comadronas de las mujeres pobres de Castilla y Piura, respectivamente, cortaron el cordón umbilical de dos ñañitos separándolos para siempre de la caverna maternal y arrojándolos al mundo. Y el doctor Navarro hacía lo mismo pero con una dama de la alta sociedad a quien en secreto el doctor Navarro había deseado, oh, quién como él que gozó de esta oquedad por donde ahora entre pujos y caca asoma su cabecita y sus ojitos una repulsiva criatura como todos los seres de la especie humana. En tanto, una estrella cruzó el firmamento y las tres parturientas, cada quien por su lado, pensaron que un destino venturoso esperaba a su hijo engendrado en el amor o la concupiscencia o el dolor o la traición o el hastío. También observaron la estrella errante los jóvenes descendientes de las familias fundadoras que en el Puente Viejo escuchaban de labios del Ciego Orejuela la interminable saga de la tierra piurana. Y la misma estrella la contempló el doctor Jonjolí, quien después de varios meses de encierro voluntario leyendo enciclopedias, salió a recorrer la avenida Grau y las plazas y plazuelas de Piura para relatar las maravillosas y arriesgadas aventuras de su última travesía alrededor del mundo. ¿Y si la estrella errante anunciaba el advenimiento a mi vida de Deyanira Urribarri? Ya para entonces los parlantes instalados en la Plaza de Armas habían dejado de propalar noticias sobre los avatares de la Segunda Guerra que había concluido dos años atrás y ahora advertían a la 17
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humanidad del peligro que significaría para el porvenir que Stalin poseyera la bomba atómica: este peligro fue conjurado con boleros de Leo Marini y la orquesta de don Américo y sus Caribes, y la voz de Toña La Negra, desde la vitrola del Río Bar, en un extremo del Puente Viejo, entrando a Castilla, estremeció corazones más que cualquier estrella peregrina que rasgara la gran noche piurana. He aquí el amor y la exultante fornicación y el castigo y el sosiego. El padre Azcárate, con un habano prendido, hizo como siempre su largo paseo nocturno por los lindes de los arenales que ciñen la ciudad. No es improbable que pensara en Santos Villar, a quien ungiera con el sacramento de la Extremaunción; tampoco es improbable que escuchara aquí y allí, por entre los arenales, gemidos de lujuria, pasión desesperada no desconocida por él. El padre Azcárate evitó la cercanía de los prostíbulos cuya algarabía le llegaba a través del ulular del viento; eludió del mismo modo pasar por la Plaza de Armas, donde luego de la retreta se enfrentaban los Chivillos sanchezcerristas de la Mangachería con bandas de apristas comandadas por el búfalo Seminariote, quien años atrás habíase evadido de El Frontón: sonaron tiros de revólver y cachiporrazos y vivas y mueras a Víctor Raúl y a Sánchez Cerro y a Luis A. Flores. Odría, entre tanto, calentaba motores. El nuevo obispo de Piura, monseñor Pérez Silva, arrodillado en su reclinatorio de ébano tallado y de terciopelo escarlata el tapiz, y con la esmeralda de su anillo obispal que fulguraba mejor que cualquier estrella, oraba, oraba. Oraba por la memoria del primer obispo de Piura, de prolongada agonía y muerte tan sensible y triste, y mientras elevaba sus plegarias evitó varios eructos que en arcadas llevaban a su paladar el sabor descompuesto y agrio de la cena y el vino. Siguió orando en combate con el demonio que se le manifestaba a través de su gastritis, dispepsia y aerofagia. El señor lo oyó y dejaron de atormentarlo los gases ventrales y aerófagos, e imploró por la doliente humanidad, por la paz del mundo, por la gloria del Señor y la salud del generalísimo Franco. Pero Odría seguía calentando motores. Pronto Vishinsky en las Naciones Unidas anunciaría que la Unión Soviética contaba con el tipo de arma que destruyó Hiroshima y Nagasaki. El señor obispo evitó otro eructo, mas no así el céfiro de una alada ventosidad, perdón, Señor, por esta irreverencia, perdón, Padre Celestial, perdón por el descontrol de mi voluntad, y retomó sus oraciones. 18
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Odría, atacado por el mal de piedra, orinó con dolorosa lentitud, mientras el asesor y secretario le leía la proclama que lanzaría a la nación entera. Nada que hacer, querida mía, el mundo es como es y nada significa la muerte de un hombre, no fluía el Piura, oh, Heráclito, no fluía, de modo que, como me enseñara el maestro Zuriel Mendoza, el planeta, este planeta nuestro, fluyese o no el Piura, caminase o no por sus páramos y dunas Santos Villar, prosiguió girando alrededor de su eje y no tembló la tierra ni se oscureció el cielo, ni conmoción geológica ni eclipse tenebrante, y por tanto los gallinazos de Piura planearon como de costumbre bajo el limpio y celeste cielo piurano, una chiroca cantó, y algún día yo sería grande para evocar, ¿o imaginar?, esta historia, pero entonces acababa de cumplir ocho años y todavía no conocía a Deyanira Urribarri. Ni siquiera presentía su existencia. Y fueron años de orfandad (ahora lo sé) porque no tuve el más ligero, el más remoto pálpito del lugar que Deyanira Urribarri ocuparía en el universo y en mi corazón. Y habrían de pasar siete años para que, en la cabaña de don Asunción Juares, asistiera a su primera anunciación, fugaz, pero defi nitiva, perpetua. Y todavía pasarían a partir de aquella medianoche tres, cuatro años y cuántos meses y semanas y días y noches y minutos y segundos para que por fi n descubriera su rostro (y sus ojos y su piel) por entre la multitud enardecida, allá en Lima, la ciudad solo conocida de nombre (y al principio odiada, odiada), en los años futuros, inconmensurables e infi nitos, Deyanira. ¿Qué sintió el niño cuando le dijeron que su abuelo Santos había muerto? ¿Estaba preparado para recibir la noticia? ¿Tenía ya algún conocimiento de la muerte? El muchacho (el niño, el churre, el churrito), antes de saber y sentir lo que era la vida, tuvo, si no experiencia de la muerte, lo que, como se sabe, es del todo imposible (¿pero será del todo imposible?), tuvo, decíamos, noticias muy cercanas, muy fuertes y, lo que es más digno de remarcarse, reiterativas (machaconas, obsesivas), hasta casi sentir su olor, la ausencia, el silencio y la podredumbre. Y todo ello lo supo, sin que su memoria pueda discernir desde cuándo, de labios de su madre, Altemira Flórez. Por ella supo que su padre (cuya 19
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única herencia material fueron unos cuadernos que años después el muchacho habría de leer, primero con curiosidad y miedo y luego con codicia y veneración y después con ironía y tanta ternura) había muerto cuatro meses después que lo hubiese engendrado. Y antes de que muriera su padre, le contó mamá Altemira, murieron, uno tras otro, los cuatro, ¿o fueron cinco?, hijos que él engendrara en el vientre de Altemira Flórez. Dos de los hijos, más bien los que iban a ser los hijos, murieron antes de haber nacido, perdidos, abortados, y los restantes, a los siete días de su nacimiento, pero no de muerte natural o llevados a su seno por la misericordia de Dios, sino fulminados por el odio del abuelo Santos y la envidia de la ciega Gertrudis, la perversa mujer de Santos Villar, pues los parvulitos habían sacado la piel de Altemira Flórez, que era blanca, muy blanca, pero blanca pobre bajada de las serranías, y en cambio Cruz Villar, el progenitor, era prieto, acholado, casi indio, pero de manos tan finas y la cabeza poblada de ideales y sueños y quimeras. Y antes de que él mismo naciera, cuando yo te llevaba en mi vientre, le decía su madre, el señor obispo agonizaba, con una enfermedad triste y martirizante y fea, por conjura y maldición de los brujos de la región piurana, entre los que se hallaba, si no Santos Villar (¿o acaso también él?), la ciega Gertrudis, a quien apodaban la Verraca por su manía de convertirse en chancha, una chancha furiosa y lasciva y hambrienta de porquería. Por eso uno de los primeros juegos que él recordaba era el de morirse, fi ngirse muerto e imaginar su propio sepelio, como cuando llevaba flores las muchas veces que moría un parvulito, porque en ese barrio era costumbre que se muriesen los niños como que era uno de los barrios más pobres de Piura, levantado a las afueras, separado de los grandes arenales por un enorme basural. Que su abuelo iba a morirse le pasó por la mente (fue un aleteo fugaz y viscoso como de ala de murciélago) antes que de verdad empezara a morirse. Fue la tarde en que tres de los socios de la cofradía (eran los hermanos Sebastián, Lisandro y Vicente Cobeñas, a quienes el abuelo apodaba los Palomos) llegaron cargando el ataúd que como socio y tesorero le correspondía a Santos Villar. El ataúd le pareció enorme (como enormes y desmesurados eran el cuerpo, los humores y el imperio de su abuelo) y años después lo recordaría como de madera humilde, de los que fabricaba el maestro Alcántara para la gente pobre de la ciudad. El féretro, o para decirlo de manera más simple, el cajón del muerto, fue dejado en el que se denominaba 20
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«cuarto de en medio», pues había tres cuartos, con la parte superior apoyada en la pared oriental, de modo que formaba ángulo, y él recuerda la mirada fría y poderosa del abuelo, como si dudara de que este cajón, o cualquier cajón del mundo, fuese capaz de contener la inmensidad de su cuerpo, de sus huesos y su furia. Después, del mismo modo como el abuelo había comprado dos nichos (uno junto al otro, para él y la ciega Gertrudis, en el cementerio San Teodoro), encargó al maestro Alcántara la hechura de otro cajón, esta vez para la ciega, y una mañana apareció el maestro Alcántara, gordo, hinchado, coloradote, resollando, casi bufando, y el churre vio al maestro carpintero tomarle las medidas a la ciega Gertrudis y, semanas o meses después, el maestro Alcántara, con dos operarios, volvió a la casa del abuelo a dejar el encargo y el cajón también fue colocado en el cuarto de en medio junto al del abuelo Santos. Y yo recuerdo a la Gertrudis, evocaría años después el muchacho, con su eterno fustán de tocuyo blanco y la larga cabellera canosa llegándole por debajo de la cintura, palpar, oler y medir con sus manos el cajón donde sus huesos, decía mamá Altemira, habrían de pudrirse. Desde entonces el cuarto de en medio fue el preferido del churrito, porque allí se podía jugar de lo más pije al escondido o al juego de la vida y la muerte, y él escogía el ataúd del abuelo Santos y la Mika, su vecinita, con mucho miedo, el ataúd de la ciega Gertrudis, pero después descubrieron que mejor era morir los dos juntos en un mismo cajón y entonces en el cajón del abuelo Santos se tendían los dos, y una vez descubrieron que más bonito aun era morir y ser enterrados como fundidos en un abrazo, y desde entonces todos los días jugaban el mismo juego, que los llenaba de pena y de goce y de oscuro pánico, pues aprendieron a hacer las cositas que, decían, practicaban los mayores. Nunca, la verdad, pensó de cierto que Santos Villar, el abuelo tremendo y a sus ojos más omnipotente que el propio Dios, tendría que morir algún día. Antes, pensaba, las polillas se comerían la madera, pese a que de tanto en tanto el abuelo Santos limpiaba cuidadosamente el cajón con algodones untados de trementina. Pero un día, de la noche a la mañana (que era un decir del que se echaba mano cuando no se podía explicar el cómo ni el cuándo ni menos el porqué de un suceso), brotaron en el cuello del abuelo unas hinchazones como los bultos de los enfermos de paperas, solo que no eran paperas, parecidos a los borujos de los atacados de bocio, pero tampoco era bocio, ni tampoco escrófulas por inflamación de los 21
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agallones, como pensó al comienzo la ciega Gertrudis, al comprobar que de nada servía que al alba le untase con su saliva en ayunas, pues las protuberancias fueron tornándose cada vez más duras y nudosas. Entonces ella, pensando que don Santos, su marido, había sido víctima de algún daño, por las noches y entre conjuros, empezó a limpiarlo con sus artes malignas. Y cierto día, un día cualquiera, el abuelo estudió con atención los naipes y, al fi n cerrándolos, dijo Ya no hay nada que hacer. Me llegó la hora. Mamá Altemira pensó que se trataba de tumores malignos, no dijo cáncer, pues si este existía como enfermedad todavía no existía como palabra, al menos por esos años y más por estos barrios de pobreza, donde la enfermedad, la muerte y la superstición, para decirlo con palabras del padre del niño, «eran el pan de cada día». Desde entonces, para el churre los días se tornaron lentos, alargados e interminables, mientras que es de suponer que para el abuelo transcurrieron rápidos, febriles e implacables. No es ocasión ahora de hablar con prolijidad de la agonía (dilatada o rauda, según el punto de vista que se adopte) de Santos Villar. Pero el chico tomó conciencia de que el abuelo se moriría de verdad desde la mañana en que dejó de levantarse de la gran cama que compartía con la Gertrudis. Los tumores cada día, cada minuto, lo estrangulan un poquito más, decía mamá Altemira, y pronto ya no podrá respirar ni pasar alimento alguno. Moriría asfi xiado, el pobre mayor. Y hambriento, hambriento. ¿No era terrible la justicia de Dios? Por esos días jugó como nunca con la Mika en el ataúd del abuelo Santos. Quedaban exhaustos, sudorosos; entonces convinieron en que mejor sería morir y ser enterrados desnudos. Comparaban el color de sus cuerpos y se palpaban y se acariciaban las partes en que eran diferentes; luego fi ngían llorar por la muerte de ambos, pero las lágrimas de la Mika eran de verdad. Yo no quiero que te mueras, le decía. No te morirás nunca, ¿ya, Martín? Y en una de esas ocasiones —bueno, es tiempo de decir su nombre—, Martín Villar también rompió a llorar. ¿Lloras por mí? Y Martín Villar mintió: Sí, sí, le dijo. Pero no era por ella por quien lloraba; luego recordó cierto juramento que se había hecho meses atrás de nunca más llorar en la vida. Mientras se secaba las lágrimas se preguntó si era por el abuelo Santos que había llorado. No, no era por él. ¿Merecía acaso alguna lágrima Santos Villar, el cruel hermano de su pobre tía Primorosa? 22
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La tía Primorosa. La pobre, la desdichada, la fatal tía Primorosa. Hasta poco tiempo atrás, para el pequeño Martín, la tía Primorosa era la loquita de la ciudad, era la ex artista de circo, experta en maromas y juegos de ilusión y danzarina de la jota aragonesa y cantante de canciones en francés, y era exquisita y delicada, y no la vieja demente y sucia que todo el mundo veía deambular cargando bajo un brazo un bulto inmundo y bajo el otro un gallo viejísimo de espuela descomunal y tras ella, Montubio, el horrible perro viringo que la vieja con artes y mañas de loca había amaestrado, puaf, qué asco, pero el jodido perro había aprendido a ejecutar la mar de cojudeces, entre ellas pasar el sombrero sostenido entre sus colmillos para que el público depositara alguna moneda luego de que concluía la exhibición que la tía Primorosa efectuaba en el mercado, en la Plaza de Armas, en el Puente Viejo o a la entrada de los dos únicos cine-teatros que por entonces había en Piura. Pero desde la pelea y confrontación que ella tuvo con el abuelo Santos (y al que al churrito por fatalidad y desgracia le tocó asistir), el trastorno y los tormentos parecieron bajársele desde la mente al corazón. Algo pomposamente, años después el muchacho recordaría: Fue el día o la tarde que terminó mi infancia. Pero solo Dios tiene facultad de juzgar, decía mamá Altemira, y cualquier cosa que tu tía haya hecho, recuerda que antes aun de ser mujer se fatalizó su destino. Y ahora, apenas llegó a oídos de la tía demente que su hermano Santos estaba muriéndose, cada día, siempre con sus cachivaches y el gallo bajo el brazo y Montubio acompañándola, se paraba frente a la casa del abuelo y empezaba a carcajearse y proferir maldiciones e improperios y burlas. ¿Así que te estás muriendo, Santos?, gritaba. ¡Te estás pudriendo, Santos! Ay, qué risa que me da. ¡Si supieras la alegría que siento! ¿Sabes, Santos, cómo morirás? ¡Igual, pero qué igual, que el hombre degenerado que nos engendró! Los vecinos y la gente de los alrededores se arremolinaban, algunas mujeres se santiguaban y también algunos hombres maduros o viejos hacían gestos de conmiseración; para la mayoría y para los churres era motivo de risa y jolgorio. Lo mejor de la diversión era cuando, con sus ojos de pescado, la ciega Gertrudis se asomaba a la puerta. Cuando la sentía venir apurada y rabiosa desde el fondo del corral guiándose por las paredes, la Mika abrazaba a Martín y Martín acariciaba el cuerpo desnudo de la Mika y la Mika secaba con su lengua las lágrimas antes de que le brotaran. Y le tapaba con sus manos los oídos para que no oyera, pero Martín ya sabía lo que la ciega Gertrudis le diría a la 23
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tía Primorosa. Lo peor no era que la llamase «loca», «vieja sucia», «asquerosa», «culo pestífero»; lo peor era cuando la llamaba con las mismas palabras que hombres y mujeres usaban para referirse a la Pegada, que era una mujer de la vida. Los sábados, día que daban de alta a los cachaquitos del cuartel Grau, la Pegada, con el cuello envarado, rígido por las repulsivas quemaduras padecidas en circunstancias misteriosas muchos años atrás, llevando un petate enrollado bajo el brazo se dirigía a los arenales y en una hondonada que había no lejos del cuartel, bajo un faique de copa espinuda, extendía el petate y del seno extraía una cajetilla de cigarrillos Nacional y se ponía a fumar esperando la salida de los soldados. Varias veces, junto con otros churres del barrio, Martín había hecho el peregrinaje hasta las cercanías de la hondonada y había visto la larga fila de cachacos esperando su turno. Se divertían y reían mucho escuchando las ocurrencias de los muchachos mayores, los grandes, que, por ejemplo, decían que si se juntaran todas las vergas que le habían metido a la Pegada formarían kilómetros y kilómetros y kilómetros y kilómetros, hasta dar la vuelta al mundo. Y por eso los hombres y las mujeres del barrio decían que la Pegada era meretriz, ramera, mañosa, puta, chuchumeca, y que como no se lavaba ni cuidaba ni se hacía controlar en el dispensario antivenéreo, como lo hacían cada lunes las putas del bulín, debía tener el coño chancroso, el culo ulceriento y las tetas sifilíticas. Y ahora, por más que la Mika le tapase los oídos y cubriera de besos sus ojos y pegara aun más al suyo su cuerpo desnudo, allí en el cajón donde pronto enterrarían al abuelo Santos, Martín sabía que la ciega Gertrudis estaría insultando a la pobre tía Primorosa con parecidas o peores bascosidades que la gente utilizaba para referirse a la Pegada. Y, con todo, Martín tenía esta certeza: que jamás la Gertrudis se atrevería a estigmatizarla con el calificativo de «vieja chancrosa» o «vieja sifilítica». Y este era un saber que el muchacho (el churre, el churrito) había adquirido el día o la tarde en que la reyerta entre la tía Primorosa y el abuelo Santos puso fin a su infancia. Quedaría aún si sintió pena, tristeza o dolor el pequeño Martín el día que por fi n dejó de existir. ¿Lloró? ¿Rompió su juramento de nunca más volver a llorar en su vida? Desde días antes del fallecimiento habían empezado a llegar los hermanos sobrevivientes del abuelo Santos. Pero el primero en hacerse presente no fue ninguno de los hermanos, es decir, los tíos del niño, sino don Domingo Medina que, decía mamá Altemira, había sido el único amigo verdadero 24
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que en toda su vida tuvo Santos Villar. Luego, de Paita como don Domingo, vino el tío Silvestre, el más joven de los Villar sobrevivientes varones y también el más alto y fuerte, pero su tamaño y su fuerza, conjeturaba ya el chiquillo, eran distintos a la grandeza y el poder de Santos Villar. El último en presentarse fue el tío Catalino, el mayor de los Villar, pero no el primogénito; el primogénito no, se repetiría el muchachito sin poder medir el alcance, la magnitud de la palabra. Llegó la víspera de la muerte del abuelo y vino de Talara con un gallo bajo el brazo, pues apenas terminasen los funerales de su hermano quería jugar al animal en el coliseo de gallos de Castilla. Tres días antes había llegado de Tamarindo, caserío donde residía desde hacía muchos años, el tío Luis, el único de los Villar, le contó mamá Altemira, que no fue a trabajar de peón en Guayaquil y Panamá, por quedarse guardando la casa ancestral y para sepultar a sus hermanos Inocencio e Isidoro, el primero, como se enteraría durante el velorio del abuelo, hallado muerto casi devorado por las bestias en medio del monte y el segundo colgado (primero había sido fusilado) de una de las ramas del enorme Zapote de Dos Piernas. El tío Miceno, del linaje materno (y junto con el tío Silvestre, el preferido del chico), solo llegó para el entierro, y de su mano fue que Martín acompañó al cementerio San Teodoro el féretro que llevaba los restos mortales de Santos Villar, es decir, del padre de su padre, aquel padre que murió antes que él naciese y que se llamó Cruz Villar, idéntico al nombre de su bisabuelo, el mismo que en los días de mayor desolación y enojo se amarraba un trapo rojo en la cabeza en señal de que nadie debía dirigirle la palabra. La vez en que mamá Altemira lo estrechó fuertemente y le dijo que al fi n Dios se había compadecido de los horribles padecimientos del abuelo, Martín pensó que ya nunca más podría esconderse con la Mika en el ataúd donde había descubierto una forma amarga, punitiva y desesperada del placer. La noche anterior, o para ser más exactos unos minutos después de que el reloj de la estación hubiera marcado la una y treinta de la madrugada, Martín fue arrebatado de un sueño confuso y desquiciante. Soñaba que continuaba jugando con la Mika, como lo habían hecho por la tarde, el juego de la vida y la muerte en el ataúd del abuelo Santos. Estaban desnudos y él mamaba el botoncito de la Mika, que luego no fue el breve, delicado y tibio broche de la Mika sino el seno opulento de mamá Altemira. Enseguida la Mika le dijo que se pasaran al cajón de la ciega Gertrudis, 25
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porque los de la Cofradía del Señor de la Agonía venían a llevarse el ataúd donde estaban ellos para colocar allí el cuerpo del abuelo Santos que acababa de morir; de modo que cambiaron de cajón, pero a la Mika le daba mucho miedo y asco jugar en el cajón de la ciega Gertrudis, que ya no estaba en el cuarto de en medio, que estaba en la sacristía de la iglesia San Francisco, que estaba en el salón de clase del maestro Zuriel Mendoza, que estaba en el cuarto donde venía muriéndose de hambre y de asfi xia el abuelo Santos. Después él ya no era él sino Santos Villar con el trapo rojo amarrado a la cabeza y la Mika no era la Mika sino la ciega Gertrudis, que no estaba abrazada al abuelo sino a Martín, y Martín distinguía los ojos de pescado, de culebra, de la ciega, que no estaba desnuda sino en fustán, pero él sabía que la ciega no usaba monillo o corpiño como usaban mamá Altemira y la tía Dioselina y las otras mujeres del barrio y un día, mientras sentada en cuclillas la ciega molía maíz en el batán, Lique, un vecino un poco mayor que él, se arrodilló delante de donde estaba la ciega moliendo en el batán y, agachándose, se puso a mirar y le hizo una seña a él y Martín lo imitó y vio que la ciega Gertrudis tampoco llevaba nada en esa parte debajo del fustán y lo que vio fue una cosa peluda, de pelos blancos, canosos. Despertó sudoroso, sediento, galopándole el corazón, y sintió mucha vergüenza y creyó hallarse desnudo cuando mamá Altemira, con un candil en la mano, le dijo pobrecito, ángel mío, has tenido una pesadilla. Luego de serenarlo, de darle a beber unos sorbos del agua de la tinaja y de consolarlo, le dijo que tenía que levantarse. El abuelito Santos, le dijo, reclamaba por él. Pero tranquilízate, mi amor; hay que resignarse, mi ángel, a todos nos ha de llegar el momento. Y añadió que su abuelo, don Santos Villar, deseaba, y este era el último deseo de su corazón, echarle su postrera bendición al único heredero directo de su sangre que quedaba. ¿Me escuchaste, Martín? Todavía desorientado, el niño le dijo que le parecía escuchar música. Música de baile, de fiesta. Es la orquesta de Mi Juan y Felipillo; están de fiesta en la casa de los Coyuscos, gente ordinaria, le dijo mamá Altemira, sin ningún respeto ni consideración por un ser humano que está viviendo sus últimos momentos. No entendió las palabras del moribundo, pero le pareció que ahora el abuelo Santos no era el hombre inmenso y excesivo que conoció desde que guardaba memoria. Lo habían arrodillado al pie de la cama y, antes de que le dijeran que debía inclinar la cabeza para recibir la bendición, vio que mamá Altemira tenía que sostener el 26
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brazo sin fuerza del abuelo para que trazara en el aire dos, tres veces, la Santísima Cruz del Señor. La voz era grumosa y apagada, y las palabras se estiraban y resbalaban como colgajos pastosos e informes. Por el contrario, la voz de Mi Juan, jocunda y gloriosa, rasgaba los presagios de la noche y estremecía los tumores fibrosos del abuelo que formaban como una argolla alrededor del cuello, una argolla de carne petrificada y febril que estrechaba y comprimía, que estaba por terminar de estrangular la garganta del moribundo. Después, durante semanas y meses, casi no habría día en que mamá Altemira no le recordara la bendición del abuelo. ¿Quién habló por él? ¿De qué fuente le brotaron palabras tan elevadas? Qué curas, ni qué doctores. Ni siquiera el padre Azcárate, que cuando estaba en paz con Dios hablaba con fundamento y corazón. Si antes parecían de los filósofos, los sabios con que el iluso de tu padre andaba llenándose la boca. Como cuando naciste y don Santos me ayudó en el parto con doña Betsabé Alburquerque. Levantó tu destino, hijito de mis dolores. Al bendecirte, te pidió que nunca olvidaras la sangre, el linaje al que perteneces. Que jamás renegaras del imperio de la sangre que corre por tus venas. Pero ahora él (Martín Villar) no entendía el balbuceo angustioso y conminativo del abuelo. Los ojos de Santos Villar eran pequeños, pero no su mirada, que punzaba y hería y alcanzaba lo oculto y lo innominado. El abuelo se negó siempre a instalar luz eléctrica en la casa, de modo que la poca luz que había en la habitación —una lámpara a querosene, dos velas que ardían en la mesa de los santos (no eran santos benditos, decía mamá Altemira, y el Niño Jesús de Praga había sido pervertido por las artes malditas de la ciega Gertrudis)—, protegió al niño del fi lo ardiente de aquella mirada. También lo protegieron el recuerdo de la pesadilla que acababa de tener, el deseo de volver a dormirse y la orden que recibió de mantener inclinada la cabeza, ah, y la rotundidad de la voz de Mi Juan y los acordes de la vihuela de Felipillo. Si no entendía el sentido de las palabras, percibió, en cambio, cuál era el olor de la agonía y la muerte. Olió las excrecencias de la vieja carne moribunda. Olor a orines y sudor y babas y esputos sanguinolentos y excrementos y remedios: este era el olor de la muerte. Tuvo ganas de vomitar y de sentarse en el hueco del cajón astillado que servía de excusado al fi nal del corral. Hacer el cuerpo lo llenaba de temor y fascinación. No era un olor nauseabundo el que ascendía del retrete; era un olor fermentado, acre, como de inmundicia lavada; al terminar ponía la cara sobre el 27
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hueco del cajón y allí, muy al fondo, veía borbotar sobre el mantillo montones de gusanos blancuzcos y gordos (cuánta mierda acumulada, sobrino, le decía el tío Miceno, si su peso valiera oro ya serías el hombre más rico del mundo; ¡bah!, no te ilusiones, sobrino, los pobres cagamos menos; por el lado de la porquería los blancos nos aventajan: ellos son más mierdosos que nosotros). No queda más remedio que admitir que el pequeño Martín sentía devota fascinación por los excrementos hirvientes de gusanos y por el indecente olor que ascendía del silo. El silo lo había cavado el propio abuelo poco tiempo después de que él viera la luz de este mundo. Supo que hubo, en tiempos más épicos y gloriosos, otro silo mucho más profundo, cavado también por el abuelo con la ayuda del tío Luis, por el cual se hubiera podido descender al infierno o alcanzar la otra parte del mundo, silo y retrete ahora clausurados y cuya huella rastreaba Martín Villar en el corral con la misma codicia con que su infortunado padre buscara el tesoro del triste bandolero Isidoro Villar. Y este fue uno de los juegos preferidos de su primera infancia (cuando no conocía a la Mika), como el correr vesánico para desprenderse de su sombra. Y ahora que el abuelo no había probado yantar sólido desde hacía tantos días tendría las tripas vaciadas, limpias de materias fecales y los extractos alimenticios que le suministraban con lavativas habrían actuado como bálsamos purgativos aniquilando las impurezas y los elementos de corruptibilidad. ¿Por qué, entonces, el persistente olor a caca, a porquería insepulta? «Perplejidad metafísica», así lo llamó risueñamente el muchacho Villar al recordar este momento mientras leía las reflexiones agustinianas sobre las miserias corporales del ser creado a imagen y semejanza de Dios. La bendición concluyó, pero no la agonía del abuelo ni la fiesta en la casa de los Coyuscos. En la habitación, alrededor de la cama del moribundo, estaban don Domingo Medina, la Gertrudis y mamá Altemira, y el tío Luis, apocado y hermético, se hallaba sentado en una banqueta en uno de los rincones del cuarto. El tío Silvestre caminaba de un extremo a otro de la sala y la directiva en pleno de la Cofradía del Señor de la Agonía esperaba sentada. El tío Catalino dijo que como hermano mayor le correspondía hablar con los Coyuscos para que, por respeto a la agonía de un cristiano, terminasen su fiesta, pero hacía mucho rato que había ido a cumplir la misión y no regresaba aún y la fiesta parecía animarse cada vez más. Luego el enfermo pidió orinar y mamá Altemira con una mano le puso la 28
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bacinica, y con la otra cubierta con un trapo, cogió el miembro, y el chico escuchaba el esfuerzo que hacía el abuelo por arrojar la orina. —Ah, Catalino —dijo tartajosamente—, debes estar valsando en la fiesta celebrando mi muerte. Nunca cambiarás, jodido puñetero. Martín fue a la sala donde el tío Silvestre discutía con dos de los socios de la cofradía: —Es que no me gustan los curas; vayan ustedes nomás, don Vilela; los Villar les quedaremos agradecidos. Luego cogió la mano de Martín y le dijo que lo acompañaría a su cuarto para que terminara de dormir. Cuando volvieron a pasar por la habitación del abuelo, mamá Altemira empezaba a rezarle las oraciones de la buena muerte. —Cuénteme, tío, cómo murió el tío Isidoro. —¿Te gusta la historia de Isidoro? Tuvo una muerte gloriosa, sobrino, como mi hermano Román, allá en Panamá. El tío Silvestre empezó a contarle, una vez más, las aventuras y desventuras del inescrutable bandolero Isidoro Villar, pero al poco rato el chiquillo cayó rendido por el sueño. Despertó ya muy entrada la mañana y lo primero en que reparó fue en que había cesado la música en la casa de los Coyuscos. Ninguna música, silencio, y el gusanito empezó a roerle las entrañas. Pero lo del silencio era un decir, porque sintió voces y ajetreos en la cocina. Se puso los zapatos, se levantó y asomó la cabeza: eran las hermanas de la ciega Gertrudis atareadas en la cocina y en el corral de las aves. Había gran matanza de pichones y gallinas. Le temblaron las piernas y ya no un gusanito sino muchos le mordían las tripas cuando caminó hasta el cuarto de en medio y descubrió lo que había imaginado: el ataúd del abuelo Santos no estaba en su lugar, nunca más estaría allí y a la Mika le daba miedo y asco jugar con él en el cajón de la ciega. No se atrevió a entrar al cuarto del abuelo y esperaría a que mamá Altemira o el tío Silvestre viniesen por él. Pero escuchó la voz contenida de la ciega Gertrudis: —¿Qué les pasa so ociosas de mierda? ¿Por qué han dejado de llorar? Las mujeres replicaron: —Gua, doña Gertrudis, déjenos más que sea un respiro; mientras, llore usted que para eso fue su mujer. —Yo ya terminé de llorarlo —dijo la ciega— y para eso el fi nado las contrató. 29
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Eran las Peladas Sullón, las más famosas lloronas de las afueras de Piura y Martín recordó que el abuelo, antes de caer tumbado en la cama, separó unas pesetas. —Esto es para las lloronas porque nadie llorará por Santos Villar. Pero si las viejas no lloran como es debido jálenlas de las mechas y muélanlas a palos —dijo y se echó a reír. Fue la última vez que vio reír al abuelo. —¿Qué esperan, carajo? —insistió ahora la Gertrudis. Entre tanto, alcanzó a escuchar la voz airada e imprecatoria del tío Catalino. Pero no pudo escuchar bien porque las Peladas Sullón retomaron la plañidera. Ahora no eran gusanos, parecía una culebra la que hundía sus colmillos por la boca del estómago. ¿Qué hora sería? El abuelo y el tío Luis sabían calcular de lo más exacto la hora mirando el cielo. ¿Y a qué hora habría muerto? Entonces se dio cuenta de que estaba conteniendo las ganas de orinar. Dio los buenos días a las mujeres de la cocina y se dirigió al fondo del gran corral. Orinó largo y su orina rutiló en la mañana límpida y transparente. Se sintió aliviado y quiso entrar al corral de los burros, donde solo había una burra y un pollino de ocho meses. Semanas atrás había descubierto que los hijos de los Coyuscos, muchachos más grandes, casi con barba, se pasaban al corral trepando la pared y se montaban a la burra. La primera vez lo amenazaron, lo adularon para que no dijera nada, y luego vio cómo el mayor de ellos se bajaba el pantalón y el calzoncillo y se ponía detrás de la burra, mientras el otro la cogía del pescuezo. La burra arqueó las ancas traseras, corcoveó un poco, luego abrió los belfos, bufó y los ojos se le exorbitaron, pasmados, sorprendidos, indefensos y gozosos. Mejor sería ocuparse en el excusado, pero no tenía deseos; con todo, miró hacia el fondo y vio los gusanos hartándose de la caca y por primera vez se dijo que el abuelo Santos había muerto. Una bandada de negros se posó en las ramas del algarrobo que daba sombra al excusado. Trinaron unos instantes y volvieron a levantar vuelo. En el corral, el corral mayor, había un sampedro rodeado por un cerco de latas oxidadas, un ciruelo macho, estéril, de los que no dan frutos y que por consejo del tío Luis el abuelo regaba con su primer orín matinal hasta que, en efecto, empezó a dar frutos, pero fueron unas ciruelas esmirriadas, ácidas y amargas; había también un papayo, un laurel, una hilera de matas de sábila, plantas de llantén, hinojos, toronjil, menta y flor de reseda, impávidos ante la muerte de quien sembró el huerto, pues el huerto, como este cielo, el 30
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canto de la chiroca, los alacranes de los delirios de la tía Primorosa, los recuerdos de Guayaquil y Panamá y la infancia en Congará y el poder en el bien y en el mal y las inundaciones y pestes que se abatieron sobre el pueblo, y las imprecaciones y las furias, habían muerto para las manos, los ojos, el corazón, la mente y la memoria de Santos Villar, y solo quedaba su cuerpo festinado por la naciente podredumbre y sus excrementos revueltos y confundidos con la caca de Martín Villar y la mierda de la ciega Gertrudis, y nada había perdido el universo, pensaría tiempo después, era nada más que la recuperación de una carne vieja a la implacable sabiduría del humus del ser total. Sería bueno jugar con la Mika, pero ahora ella estaría en la escuela de las señoritas Morante. Cerró los ojos y con la mente empezó a decirse: mi abuelo muerto, mi abuelo muerto, mi abuelo muerto, luego desde adentro la voz le subió sigilosa, mi abuelo muerto, mi abuelo muerto, mi abuelo muerto, y después su voz estalló incontenible y elevada, mi abuelo muerto, mi abuelo muerto, mi abuelo muerto, mi abuelo muerto, y las palabras fueron despojándose de sentido, mi abuelo, mi abuelo, era la sola emisión de sonidos, viento, aire, muerto, muerto, muerto, y los gusanos dejaron de roerle las entrañas y la culebra escondió sus colmillos, y un sentimiento desconocido, no de dicha, porque muy al fondo había pena, sino de liberación, como si eliminaran ataduras de sus manos y sus piernas, nunca más la mirada implacable, la voz que todo lo ordenaba habíase callado para siempre, mi abuelo muerto, no más servidumbre ni temor ni pánico, muerto Santos Villar, por fin muerto, tía Primorosa, muerto el padre de mi padre; se le escaparon algunas lágrimas, pero nunca supo si fueron por el abuelo Santos o por la muerte del padre que no llegó a conocer o porque ya nunca más podría hacer cositas con la Mika en el ataúd donde ahora yacía Santos Villar. —¡Tú no tienes potestad para hablar, Medina! —¿Por qué alzas tanto la habladera, viejo? —¿Viejo? ¿Tú me llamas «viejo»? ¡Pues si mis ojos conservan algo de su virtud, viejos-viejos somos todos, hasta Silvestre, que es el más muchacho! —Ah, este Catalino: hermano, tú nunca llegarás a viejo, ¿hablo correcto, Luis? —Qué Luis ni Luis. ¿Acaso alguna vez dio razón de nada? ¡Si hasta me cuesta recordar la sazón de su voz! —Lo que yo te preguntaba, Catalino... 31
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—¡Pero qué caracho de hombre es este! ¿Cuántas veces tengo que repetirte, Domingo Medina, que no te reconozco imperio para hablar? Esto concierne a los de nuestra sangre y que yo sepa tú eres un Medina, no un Villar. ¿O acaso el canalla de Santos no te dijo qué gran hombre fue el fundador de la casta de los Villar? En cuanto a lo que dijiste antes, Silvestre, adivino que fue por chacota, no por elogio. Viejo en carnes y años lo soy, pero no en corazón ni en agallas. Y si dudas, ponme una mujer por delante, aunque sea una mechosa clinuda pero, eso sí, muchacha, cuarentona, no una vieja de tetas caídas, flacuchas y exprimidas de tanto recontrarrechupárselas. —Ah, tú y tus mañas, Catalino, como bien decía el finado Santos. —Lo que quiero que me respondas... —Qué respondas ni qué nada. ¡Ningún derecho te asiste!... —¿Catalino?... —No por fatales perdimos nuestro orgullo. ¡Los Villar somos los Villar, qué caracho!... —¿Catalino?... —Medina, ¿sabes quién fue don Miguel Francisco Villar? —Vejeces, solo vejeces hemos oído. En Panamá, con el finado Román aprendimos... —¡No me vengan con el cuento de Panamá ni de Guayaquil! ¿Has olvidado que yo fui el primero que marchó a esos mundos a agachar los lomos y padecer privaciones? —Lo que yo recuerdo, Catalino, es que fuiste el primero en huir de la peste y no esperaste a enterrar a nuestros padres. ¿Miento, Catalino? —¡Mientes, mientes! Y no imaginaba, Silvestre, que fueras tan bellaco, igual y conforme que el hermano malvado cuya ánima debe estar desgalgándose a los quintos infiernos. ¡Y no huí! ¡No huí, cojones, y lo juraré ante todos los crucifijos de la tierra! Yo, yo... bueno, lo que hice yo fue marchar por orden paterna tras la emputecida hermana que trajo fatalidad a nuestra casa. —Vamos, ¡sosiégate!, ¡sosiéguense, hombres! No está en mi temple remover llagas. Lo único que quiero es que me saquen de esta duda... —¡Y vuelves con la cantaleta! ¡Tú aquí no tienes arbitrio!... —¿Catalino?... —Pero, ¿no fue verídico lo que dije? Verdad que terminó de mañosa, pero no fue por su voluntad que se entregó al blanco Benalcázar. 32
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