INGOLD, Tim (2000): The perception of the environment. Londres. Routledge. Parte I Subsistencia Capítulo Uno CULTURA, NATURALEZA, ENTORNO Pasos para una ecología de la vida Como antropólogo social cuyos intereses se localizan en las regiones circumpolares del norte, quisiera comenzar con una observación tomada de mi propia experiencia de campo sobre el agrupamiento de renos en la Laponia finlandesa. Cuando se persigue a los renos, a menudo se llega a un punto crítico en que un animal en particular advierte tu presencia. Hace entonces una cosa extraña. En lugar de correr se paraliza, vuelve su cabeza y te mira directamente a la cara. Los biólogos han explicado esta conducta como una adaptación a la predación por parte de los lobos. Cuando el reno se detiene, el lobo que lo persigue se detiene también, ambos recuperando el aliento para la fase decisiva final del episodio cuando el reno vuelve a correr y el lobo se apura a alcanzarlo. Dado que es el reno el que toma la iniciativa quebrando el punto muerto, tiene una ligera ventaja, y por cierto un reno adulto saludable puede por lo general aventajar al lobo (Mech 1970: 200-3). Pero la táctica del reno, que le da una superioridad tal sobre los lobos, lo vuelve particularmente vulnerable cuando se encuentra con cazadores humanos equipados con armas de proyectil o armas de fuego. Cuando el animal se vuelve a mirar al cazador, le da a éste una oportunidad perfecta para apuntar y disparar. Para los lobos, los renos son fáciles de encontrar, dado que viajan con el rebaño, pero difíciles de matar; para los humanos, por el contrario, pueden ser difíciles de hallar, pero una vez que estableciste contacto, son bastante fáciles de matar (Ingold 1980: 53, 67). Ahora bien, los pueblos Cree, cazadores nativos del noreste de Canadá, tienen una explicación diferente sobre por qué los renos –o caribúes, como son llamados en Norteaméricason tan fáciles de matar. Dicen que el animal se ofrece a sí mismo, bastante intencionalmente y en un espíritu de buena voluntad o aún amor hacia el cazador. La sustancia temporal del caribú no se toma, se recibe. Y es en el momento del encuentro, cuando el animal se detiene y mira al cazador a los ojos, que se realiza la ofrenda. Como muchos otros pueblos cazadores en todo el mundo, los Cree trazan un paralelo entre la persecución de animales y la seducción de mujeres jóvenes, y equiparan la matanza al intercambio sexual. Bajo esta luz, la caza aparece no como el terminar una vida sino como un acto que es crítico para su regeneración. CIENCIA Y CONOCIMIENTO INDÍGENA Aquí, entonces, tenemos dos relatos –un proveniente de la ciencia biológica, el otro de grupos indígenas- sobre lo que sucede cuando los humanos encuentran renos o caribúes. Mi pregunta inicial es: ¿Cómo debemos entender la relación entre ellos? Los biólogos especializados en vida salvaje están predispuestos a reaccionar a las historias nativas sobre animales presentándose por su propia cuenta con una mezcla de cinismo e incredulidad. La mirada cínica sería que tales historias proporcionan una manera muy cómoda de esquivar cuestiones éticas en torno a la caza y la matanza que causan tanta ansiedad en sociedades occidentales. Para los cazadores, es extremadamente conveniente poder transferir la responsabilidad por la muerte de los animales a los animales mismos. Lo que el científico occidental encuentra difícil de creer es que cualquiera se deje convencer por excusas claramente fantasiosas de este tipo. ¿Podría cualquier persona inteligente pensar seriamente que los animales realmente se ofrecen a sí mismos a los cazadores como se cuenta en las historias de los Cree? ¿La gente que cuenta estas historias está loca, perdida en una bruma de superstición irracional, hablando en forma de alegorías o simplemente tomándonos el pelo? Cualquiera sea la respuesta, la ciencia insiste en que las historias son historias, y como tales no tienen asidero en lo que realmente sucede en el mundo natural.
Los antropólogos se inclinan a tomar un camino bastante diferente. Habiéndosele dicho que el éxito de la caza depende del favor de los animales, la primera preocupación del antropólogo no es juzgar la veracidad de la afirmación, sino entender lo que significa, dado el contexto en el que es producida. Por tanto se puede mostrar fácilmente que la idea de los animales ofreciéndose a sí mismos a los cazadores, por bizarra que pueda parecer desde el punto de vista de la ciencia occidental, tiene perfecto sentido si partimos de la premisa (como evidentemente lo hacen los Cree) de que el mundo entero –y no sólo el mundo de las personas humanas- está saturado con poderes de agencia e intencionalidad. En la cosmología Cree, concluye el antropólogo, las relaciones con los animales están modeladas sobre aquellas que prevalecen dentro de la comunidad humana, así como la caza es concebida como un momento en un diálogo interpersonal en proceso (Tañer 1979: 137–8, ver Gudeman 1986: 148–9, y capítulo tres, pp. 48– 52). Esto no significa que la explicación biológica del momento de parálisis entre cazador y caribú en el punto de encuentro, como parte de un mecanismo de respuesta innato diseñado para combatir la predación por parte de los lobos, carezca de interés. Para los antropólogos, sin embargo, explicar la conducta del caribú no es su problema. Su preocupación es más bien mostrar cómo se le da forma y significado a la experiencia directa de los cazadores en estos encuentros con animales, dentro de esos patrones recibidos de imágenes y proposiciones interconectadas que, en jerga antropológica, toman el nombre de “cultura”. Aunque, a partir de lo que acabo de decir, las perspectivas del biólogo especialista en vida salvaje y del antropólogo cultural parecieran incompatibles, son sin embargo perfectamente complementarias, y en verdad abren un punto de observación común, si bien prácticamente inalcanzable. Mientras el biólogo pretender estudiar la naturaleza orgánica “como realmente es”, el antropólogo estudia los diversos modos en que los constituyentes del mundo natural figuran en los mundos imaginados, o así llamados mundos “cognoscitivos”, de sujetos culturales. Hay una cantidad interminable de maneras de marcar esta distinción, pero entre ellas la más notoria, al menos en la literatura antropológica, es aquella entre las así llamadas explicaciones “etic” y “emic”. Derivadas del contraste en lingüística entre fonética y fonémica, la primera se propone ofrecer una descripción completamente neutral, libre de valoraciones, del mundo natural, mientras que la segunda manifiesta los significados culturales específicos que la gente despliega en ella. Quiero señalar dos puntos sobre esta distinción. Primero, sugerir que los seres humanos habitan mundos discursivos de significación culturalmente construida es implicar que ya han dado un paso fuera del mundo de la naturaleza dentro del cual están confinadas las vidas de todas las otras criaturas. El cazador Cree, se supone, narra e interpreta sus experiencias de encuentros con animales en términos de un sistema de creencias cosmológicas, el caribú no. Pero, en segundo lugar, percibir este sistema como una cosmología requiere que nosotros observadores demos un paso más, esta vez fuera de los mundos de la cultura en los cuales se dice que están confinadas las vidas de todos los otros humanos. Lo que el antropólogo llama cosmología es, para la propia gente, un mundo vital. Sólo desde un punto de observación más allá de la cultura es posible mirar la interpretación Cree sobre la relación entre cazadores y caribúes como sólo una construcción, o “modelado”, posible, de una realidad dada independientemente. Pero por eso mismo, sólo desde tal punto de vista es posible aprehender la realidad dada por lo que es, independientemente de cualquier tipo de sesgo cultural. Debería ser claro ahora por qué las ciencias naturales y la antropología cultural convergen en un vértice común. El reclamo antropológico de relativismo perceptual –que las personas de backgrounds culturales distintos perciben la realidad de maneras diferentes puesto que procesan los mismos datos de la experiencia en términos de marcos alternativos de creencias o esquemas representacionales- no debilita sino que refuerza la pretensión de las ciencias naturales de proporcionar una información autorizada sobre cómo trabaja realmente la naturaleza. Ambos reclamos están fundados en una doble desvinculación del observador del mundo. La primera abre una división entre humanidad y naturaleza; la segunda establece una división, dentro de la Humanidad, entre pueblos “nativos” o “indígenas”, que viven en culturas, y los iluminados occidentales, que no lo hacen. Ambos reclamos también están asegurados por un compromiso que está en el corazón del pensamiento y la ciencia occidentales, hasta el punto de ser su rasgo definitorio. Es el compromiso con la preeminencia de la razón abstracta o universal. Si es que es por la capacidad de razón que la Humanidad, en el discurso occidental, se distingue de la naturaleza, es por el pleno desarrollo de esta capacidad que la ciencia moderna se distingue del conocimiento práctico de pueblos de “otras culturas” cuyo pensamiento se supone que permanece
de alguna manera sujeto por las limitaciones y convenciones de la tradición. En efecto, la perspectiva soberna de la razón abstracta es un producto del compuesto de dos dicotomías: entre humanidad y naturaleza, y entre modernidad y tradición. El resultado no es diferente del producido por una pintura en perspectiva, en la cual se describe una escena desde un punto de vista que en sí mismo es dado independientemente de aquel del espectador que contempla el trabajo terminado. Así como la razón abstracta puede tratar, como objetos de contemplación, distintas cosmovisiones, cada una de las cuales es una construcción específica de una realidad externa (figura 1.1). El antropólogo, mirando el tejido de la variación cultural humana, es como el visitante de una galería de arte –un “observador de observaciones”. Quizás no sea un accidente que ambas, la pintura en perspectiva y la antropología, son productos de la misma trayectoria del pensamiento occidental (Ingold 1993a: 223-4). RAZÓN UNIVERSAL
COSMOVISIÓN 2 COSMOVISIÓN 1
NATURALEZA O “EL MUNDO REAL” Figura 1.1 La perspectiva soberana de la razón abstracta o universal, que trata los mundos vitales de la gente de distintas culturas como construcciones alternativas, cosmologías o “cosmovisiones”, sobreimpuestas sobre la realidad “real” de la naturaleza. Desde esta perspectiva, la antropología se embarca en el estudio comparativo de las cosmovisiones culturales, mientras la ciencia investiga los trabajos de la naturaleza. MENTE Y NATURALEZA: GREGORY BATESON Y CLAUDE LEVI-STRAUSS Hemos alcanzado ahora el punto en el cual puedo introducir los términos que comprenden el título de este capítulo. He observado que la posibilidad de un recuento objetivo de fenómenos naturales tales como la conducta del caribú, así como el reconocimiento de una explicación indígena, tal como la de los Cree, como adecuada dentro de una cosmología particular y específica de una cultura, depende de un movimiento en dos pasos de desvinculación que deja fuera primero a la naturaleza, luego a la cultura, como objetos discretos de atención. Mientras la explicación científica es atribuida a una observación desinteresada y un análisis racional, la explicación indígena es rebajada a la adecuación de la experiencia subjetiva dentro de “creencias” de cuestionable racionalidad. Lo que deseo hacer ahora es rehacer esos dos pasos en la dirección contraria. Sólo así, sostengo, podemos nivelar el rango, implícito en lo que se ha dicho hasta ahora, de las explicaciones científicas por sobre las indígenas. Más aún, creo que es necesario que demos esos dos pasos, que descendamos de las imaginarias alturas de la razón abstracta y nos re situemos en un compromiso activo y en marcha con nuestros entornos, si es que queremos llegar a una ecología capaz de recuperar la realidad del proceso mismo de la vida. En resumen, mi propósito es reemplazar la obsoleta dicotomía de naturaleza y cultura por la dinámica sinergia de organismo y entorno, en orden a recuperar una genuina ecología de la vida. Esta ecología, sin embargo, se verá muy diferente del tipo de la que se nos ha vuelto familiar desde los textos científicos. Porque comprende una clase de conocimiento que es fundamentalmente resistente a la transmisión en una forma textual autorizada, independientemente de los contextos de su instanciación en el mundo.
El subtítulo de este capítulo, “pasos hacia una ecología de la vida” está tomado del trabajo de Gregory Bateson (1973). He substituido, sin embargo, “vida” por “mente” tal como aparece en el título de la famosa colección de ensayos de Bateson. Esta sustitución es deliberada. Bateson era un gran desmantelador de oposiciones –entre razón y emoción, interior y exterior, mente y cuerpo. Sin embargo curiosamente, pareció incapaz de desarticular la oposición más fundamental de todas, aquella entre forma y sustancia. Su objeción a la corriente principal dentro de las ciencias naturales radicó en la reducción de éstas de la realidad “real” a pura sustancia, relegando así la forma al mundo ilusorio o epifenoménico de las apariencias. Él vio esto como la consecuencia inevitable de la falsa separación entre mente y naturaleza. Bateson pensaba que la mente debía considerarse inmanente en el sistema total de relaciones organismo-entorno en el cual los humanos están necesariamente inmersos, más que confinados dentro de nuestros cuerpos individuales como opuestos a un mundo natural “ahí afuera”. Como él declaró, en una conferencia dada en 1970, “el mundo mental –la mente- el mundo del procesamiento de información- no está limitado por la piel” (Bateson 1973:429). Sin embargo el ecosistema, tomado en su totalidad, fue considerado como de dos caras. Una cara presenta un área de materia y energía, la otra presenta un área de patrón e información; la primera es toda sustancia sin forma, la segunda es toda forma desprovista de sustancia. Bateson igualó el contraste a uno que trazó Carl Jung, en sus Siete sermones para los muertos, entre los dos mundos del pleroma y la criatura. En el primero hay fuerzas e impactos pero no diferencias; en la segunda hay sólo diferencias, y son esas diferencias las que tienen efectos (Bateson 1973:430.1). Correspondientes a esta dualidad, Bateson reconoció dos ecologías: una ecología de los intercambios de material y energía y una ecología de las ideas. Y fue a esta segunda ecología a la que bautizó como “ecología de la mente”.
Figura 1.2 “Día y noche” (1938), un grabado en madera del artista holandés M.C. Escher, adecuadamente ilustra, de forma visual, la manera en que la mente –de acuerdo a Levi-Strausstrabaja con los datos de la percepción. Tomando una selección de rasgos reconocibles y familiares del entorno, tales como casas, campos, un río, cisnes volando, la mente los coloca en una estructura simétrica de oposiciones y contrastes: día/noche, izquierda/derecha, ciudad/campo, agua/tierra. Para ver la plena significación de la posición de Bateson, es instructivo compararla con la de otro gigante de la antropología del siglo XX, Claude Levi-Strauss. En una conferencia sobre “estructuralismo y ecología” –dada en 1972, justo dos años después de la de Bateson a la que me referí antes- Levi-Strauss igualmente se dedicó a demoler la dicotomía clásica entre mente y
naturaleza. Aunque ninguna de las dos figuras hizo ninguna referencia al trabajo del otro, hay algunas semejanzas superficiales entre sus respectivos argumentos. Para Levi-Strauss, también, la mente es un procesador de información, y la información consiste en patrones de diferencias significativas. A diferencia de Bateson, sin embargo, Levi-Strauss ancla la mente muy firmemente en los trabajos del cerebro humano. Ajustándose de un modo más o menos arbitrario a ciertos elementos o rasgos distintivos que se le presentan en el entorno, la mente actúa más bien como un caleidoscopio, arrojándolos en patrones cuyas oposiciones y simetrías reflejan universales subyacentes de la cognición humana (fig. 1.2). Es por esos patrones interiores que la mente posee conocimientos del mundo exterior. Si, en el análisis final, la distinción entre mente y naturaleza es disuelta, es porque los mecanismos neurológicos que subyacen en la aprehensión del mundo por parte de la mente son parte del mismo mundo que es aprehendido. Y este mundo, de acuerdo a Levi-Strauss, es estructurado de punta a punta, desde el nivel más bajo de átomos y moléculas, pasando por los niveles intermedios de percepción sensorial, a los niveles más altos de funcionamiento intelectual. “Cuando la mente procesa los datos empíricos que recibe previamente procesados por los órganos sensoriales, concluyó Levi-Strauss, “sigue trabajando estructuralmente en lo que desde el principio ya era estructural. Y sólo puede hacerlo en tanto la mente, el cuerpo al que la mente pertenece y las cosas que el cuerpo y la mente perciben, son parte de una y misma realidad” (1974:21). En todos estos aspectos, la posición de Bateson no podría haber sido más diferente. Para Levi-Strauss ecología significaba “el mundo exterior”, mente significaba “el cerebro”; para Bateson Tanto la mente como la ecología estaban situadas en las relaciones entre el cerebro y el entorno circundante (Fig.1.3). LEVI-STRAUSS
ECOLOGÍA MENTE
(=MUNDO)
(=CEREBRO)
MUNDO BATESON CEREBRO
ECOLOGÍA DE LA MENTE
Figura 1.3 Comparación esquemática de las ideas de Levi-Strauss y Bateson sobre mente y ecología. Para Levi-Strauss, el perceptor sólo podría tener conocimiento del mundo en virtud de un pasaje de información a través del límite entre el exterior y el interior, implicando pasos sucesivos de codificación y decodificación por los órganos sensoriales y el cerebro, y resultando en una representación mental interna. Para Bateson la idea de un límite tal era absurda, un punto que ilustró con el ejemplo de bastón del ciego (1973:434). ¿Trazamos el límite alrededor de su cabeza, en la empuñadura del bastón, en la punta del mismo, o a medio camino con el pavimento? Si preguntamos dónde está la mente, la respuesta no sería “en la cabeza más que afuera en el mundo”. Sería más apropiado considerar a la mente como extendida hacia afuera, al entorno junto con múltiples caminos sensoriales de los cuales el bastón, en manos del ciego, es sólo uno. Por tanto mientras Bateson compartió con Levi-Strauss la noción de mente como procesador de información, no consideró el procesamiento como un refinamiento o rearmado de datos sensoriales ya recibidos, sino más bien como el despliegue de todo el sistema de relaciones constituido por el compromiso multisensorial del perceptor en su entorno.
Continuando con el ejemplo del ciego, es como si su procesamiento de información fuera equivalente a su propio movimiento –esto es, a su propio procesamiento a través del mundo. El punto sobre el movimiento es crítico. Para Levi-Strauss, tanto la mente como el mundo permanecen fijos e inmutables, mientras la información pasa a través de la interface entre ellos. En el esquema de Bateson, por el contrario, la información existe sólo gracias al movimiento del perceptor en relación a su entorno. Bateson enfatizaba constantemente que los rasgos estables del mundo permanecen imperceptibles a menos que nos movamos en relación a ellos: si el ciego recoge rasgos de la superficie del suelo moviendo el bastón de lado a lado, la gente con visión normal hace lo mismo con sus ojos. Mediante este movimiento de escaneo marcamos diferencias, no en el sentido de representarlas gráficamente, sino de “hacerlas aparecer”. Mientras LeviStrauss a menudo escribe como si el mundo estuviera mandando mensajes codificados al cerebro, el cual luego los recupera mediante una operación de decodificación, para Bateson el mundo se abre a la mente mediante un proceso de revelación. Esta distinción, entre decodificación y revelación, es crítica para mi argumento, y volveré a ella brevemente. Primero, sin embargo, se necesitan algunas palabras sobre el tema de la vida. LA ECOLOGÍA DE LA VIDA Mi pregunta guía es una de la cual también partió Bateson. “¿Qué clase de cosa es esta”, preguntó, “a la que llamamos `organismo más entorno´?” (Bateson 1973: 423). Pero la respuesta a la que llegué yo es diferente. No creo que necesitemos una ecología de la mente separada y distinta de la ecología de las corrientes de energía e intercambios de materia. Necesitamos sin embargo repensar nuestra comprensión de la vida. Y en el nivel más fundamental de todos, necesitamos pensar nuevamente sobre la relación entre forma y proceso. La biología es –o al menos se supone que sea- la ciencia de los organismos vivos. Sin embargo, mientras los biólogos miran el espejo de la naturaleza, lo que ven –reflejado en la morfología y la conducta de los organismos- es su propia razón. Concordantemente, están inclinados a imputar los principios de su ciencia a los propios organismos, como si cada uno incorporara una especificación, programa o plan de construcción formal, un bio-logos, dado independientemente y antes de su desarrollo en el mundo. En verdad la posibilidad de tal especificación independiente del contexto es una condición esencial para la teoría de Darwin, según la cual es esta especificación –técnicamente conocida como genotipo- la que se dice que sufre la evolución mediante cambios en la frecuencia de sus elementos portadores de información, los genes. Pero si la estructura subyacente del organismo fuera así pre-especificada, entonces su historia de vida no podría ser más que la realización o “escritura” de un programa de construcción, bajo condiciones ambientales dadas. La vida, en resumen, sería puramente consecuente, un efecto de la inyección de una forma a priori en la sustancia material. Tengo una mirada diferente (Ingold 1990: 215). La vida orgánica, tal como la veo, es activa antes que reactiva, el despliegue creativo de un entero campo de relaciones dentro del cual los seres emergen y toman sus formas particulares, cada uno en relación a los otros. La vida, en este concepto, no es la realización de formas pre-especificadas sino el propio proceso en el cual las forman son generadas y puestas en su lugar. Cada ser, en la medida en que es atrapado en el proceso y lo lleva a cabo, emerge como un singular centro de alerta y agencia: un manojo, en algún nexo particular dentro del mismo, del potencial generativo que es la vida misma (Este argumento es luego desarrollado en el cap. 22, pp. 383-5). Puedo ahora explicar más precisamente lo que quiero decir con una “ecología de la vida”. Todo depende de una respuesta particular a la pregunta de Bateson: ¿qué es este “organismo más el entorno”? Para la ecología convencional, el “más” significa una simple adición de una cosa a otra, teniendo ambos su propia integridad, independientemente de sus relaciones mutuas. Así el organismo es especificado genotípicamente, previo a su entrada en el ambiente; el ambiente es especificado como un conjunto de restricciones físicas, previas a la entrada de los organismos que vienen a llenarlo. En verdad la ecología de los manuales podría ser considerada como profundamente anti-ecológica, puesto que coloca al organismo y al ambiente como entidades (o colecciones de entidades) como mutuamente excluyentes, que sólo subsecuentemente son puestas en contacto y puestas a interactuar. Un enfoque propiamente ecológico, por el contrario, es uno que tomaría, como punto de partida, el organismo-completo-en-su-ambiente. En otras palabras, “organismo más ambiente” no debería denotar un compuesto de dos cosas, sino una
totalidad indivisible. La totalidad es, en efecto, un sistema en desarrollo (cf. Oyama 1985), y una ecología de la vida –en mis términos- es una que trataría sobre la dinámica de tales sistemas. Ahora, si se acepta este punto de vista –es decir, si estamos preparados para considerar a la forma como emergente dentro del proceso de la vida- entonces, sostengo, no tenemos necesidad de apelar a un dominio distinto de la mente, a la criatura más que al pleroma, para dar cuenta de patrón y significado en el mundo. En otras palabras, no tenemos que pensar en la mente o la consciencia como un estrato de ser por encima del de la vida de los organismos, para dar cuenta de su creativa implicancia en el mundo. Más bien, lo que podemos llamar mente es el filo cortante del propio proceso vital, el frente siempre en movimiento de lo que Alfred North Whitehead (1929: 314) llamó “un avance creativo hacia la novedad”. UNA NOTA SOBRE EL CONCEPTO DE AMBIENTE Armado con este enfoque sobre la ecología de la vida, volveré ahora a la cuestión de cómo los humanos perciben el mundo que los rodea, y a ver cómo podemos empezar a construir una alternativa al concepto antropológico estándar de la percepción ambiental como una construcción cultural de la naturaleza, como una sobre imposición de estratos de significación “emic” sobre una realidad “etic” independientemente dada. Antes de que comencemos, sin embargo, quiero señalar tres puntos preliminares sobre la noción de ambiente. Primero, “ambiente” es un término relativo – relativo, esto es, al ser cuyo ambiente es. Así como no puede haber organismo sin un ambiente, tampoco puede haber ambiente sin un organismo (Gibson 1979:8, Lewontin 1982:160). Por lo tanto mi ambiente es el mundo en tanto existe y adquiere significado en relación a mí, y en este sentido viene a la existencia y se desarrolla conmigo y en torno a mí. Segundo, el ambiente nunca está completo. Si los ambientes se forman a través de las actividades de los seres vivos, entonces mientras hay vida, están siempre en construcción. Así también, por supuesto, los organismos mismos. Luego, cuando hablé arriba de “organismo más ambiente” como una totalidad indivisible, debí haber dicho que esta totalidad no es una entidad terminada sino un proceso en tiempo real: un proceso, es decir, de crecimiento o desarrollo. El tercer punto sobre la noción de ambiente parte de los dos que acabo de señalar. Es decir, que bajo ningún concepto debe ser confundido con la noción de naturaleza. Porque el mundo puede existir como naturaleza sólo para un ser que no pertenece a él, y que puede mirarlo desde arriba, a la manera de un científico desapegado, desde una distancia segura tal que sea fácil caer en la ilusión de que no es afectado por la presencia de éste. Por tanto la distinción entre ambiente y naturaleza corresponde a la diferencia de perspectiva entre vernos a nosotros mismos como seres dentro de un mundo y como seres sin él. Más aún, tendemos a pensar la naturaleza no sólo como exterior a la Humanidad, como ya observé, sino también a la Historia, como si el mundo natural proveyera un trasfondo perdurable a la conducta de los asuntos humanos. Sin embargo los ambientes, como continuamente están siendo en el proceso de nuestras vidas –puesto que los formamos así como ellos nos forman- son en sí mismos fundamentalmente históricos. Tenemos, entonces, que estar atentos a una expresión tan simple como “ambiente natural”, porque combinando así los dos términos inmediatamente nos imaginamos de alguna manera más allá del mundo, y por tanto en posición de intervenir en sus procesos (Ingold 1992a). COMUNICACIÓN Y REVELACIÓN Cuando era niño, mi padre, que es un botánico, acostumbraba llevarme de paseo al campo, señalando en el camino todas las plantas y hongos –especialmente los hongos- que crecían aquí y allá. A veces me hacía olerlas, o probar sus distintos sabores. Su manera de enseñarme era mostrarme cosas, literalmente remarcándolas. Si yo notaba las cosas hacia las que él dirigía mi atención, y reconocía las imágenes visuales, olores y sabores que él quería que experimentara porque eran tan queridas para él, entonces descubría por mí mismo mucho de lo que él ya sabía. Ahora, muchos años después, como antropólogo, leo sobre cómo las personas en las sociedades originarias australianas pasan su conocimiento de generación en generación. ¡Y descubro que el principio es el mismo! En su clásico estudio sobre los walbiri de Australia central, Mervyn Meggitt describe como un muchacho que está siendo preparado para la iniciación es llevado en un “grand tour” que dura dos o tres meses. Acompañado por un guardián (el esposo de una hermana) y un hermano
mayor, el niño fue llevado de un lugar a otro, aprendiendo en el camino sobre la flora, la fauna y la topografía de la región, mientras el hermano mayor le va contando sobre la significación totémica de las varias localidades visitadas (Meggitt 1962:285). Cada localidad tiene su historia, que cuenta cómo fue creada mediante actividades de configuración de la tierra por parte de seres ancestrales mientras vagabundeaban por el campo durante la era formativa conocida como el Ensueño. Observando el pozo mientras la historia de su formación es relatada o actuada, el novicio observa al ancestro que sale de la tierra; igualmente, dirigiendo los ojos por encima de la línea distintiva de una montaña o una formación rocosa, reconoce en ella la forma congelada del ancestro que yace para descansar. Por tanto las verdades son inmanentes en el paisaje, las verdades del Ensueño, gradualmente reveladas a él, mientras va del nivel “exterior”, más superficial, del conocimiento a una comprensión “interior” más profunda. El conocimiento de mi padre sobre plantas y hongos, o el conocimiento de los ancianos indígenas sobre el Ensueño, ¿tomaron la forma de un conjunto interconectado de creencias y proposiciones dentro de su cabeza? ¿Es mediante la transmisión de tales creencias y proposiciones de una generación a la siguiente que aprendemos a percibir el mundo como lo hacemos? Si es así –si todo conocimiento es acunado dentro de la mente- ¿por qué se le daría tanta importancia a asegurar que los novicios vean o experimenten por sí mismos los objetos o rasgos del mundo físico? Una respuesta podría ser sugerir que es mediante su inscripción en tales objetos o rasgos – plantas y hongos, pozos y montañas- que el conocimiento cultural es transmitido. Esos objetos podrían ser soportes o vehículos para los significados que son, por así decirlo, “adheridos”, y que todos juntos constituyen una cosmovisión o cosmología específica (Wilson 1988:50). En otras palabras, las formas culturales serían codificadas en el paisaje tal como, de acuerdo al enfoque semiológico estándar de la significación lingüística, las representaciones son codificadas en el medio sonoro. El gran lingüista suizo Ferdinand de Saussure, que puso los fundamentos de este enfoque, argumentó que un signo es esencialmente la unión de dos cosas, un significante y un significado, y que la relación entre ellos se establece mediante la construcción de un sistema de diferencias en el plano de las ideas sobre otro sistema de diferencias en el plano de la sustancia física (Saussure 1959: 102-22). Así como los sonidos están en lugar de los conceptos, así –por la misma lógica- los hongos (para mi padre) o los pozos (para el ancestro indígena) serían significantes de elementos de un sistema comprehensivo de representaciones mentales. ¿Estaba mi padre entonces comunicándome su conocimiento codificándolo en los hongos? ¿Los ancestros indígenas transmiten la sabiduría ancestral codificándola en montañas y pozos? Por extraño que parezca, muchos análisis antropológicos de la construcción cultural del ambiente proceden de este supuesto. Sin embargo la idea de creencias codificadas en hongos suena bizarra, como de hecho lo es menos la idea del Ensueño como una cosmología codificada en el paisaje. El propósito de mi padre, por supuesto, fue hacerme conocer los hongos, no comunicarse por medio de ellos, y lo mismo resulta cierto sobre el propósito de los ancianos indígenas haciendo conocer a los novicios los sitios significativos. Esto no es negar que se pueda comunicar información en forma proposicional o semi proposicional, de generación en generación. Pero la información, en sí misma, no es conocimiento, ni nosotros nos volvemos más sabios por su acumulación. Nuestra capacidad de conocimiento consiste más bien en la capacidad de situar esa información, y entender su significado, dentro del contexto de un compromiso perceptual directo con nuestros ambientes. Y desarrollamos esa capacidad, sostengo, cuando las cosas se nos muestran. La idea de mostrar es importante. Mostrar algo a alguien es causar que ese algo sea visto o experimentado de alguna manera –sea mediante tacto, gusto, olfato u oído- por esa otra persona. Es como si se levantara un velo de algún aspecto o componente del ambiente de modo que pueda ser aprehendido directamente. De ese modo, las verdades que son inherentes en el mundo son, paso a paso, reveladas o descubiertas para el novicio. Cada generación contribuye con la siguiente, en este proceso, con una educación de la atención (Gibson 1979:254). Ubicados en situaciones específicas, los novicios son instruidos para sentir ésta, probar aquella o buscar la otra cosa. Mediante esta sintonización fina de las habilidades perceptuales, los significados inmanentes en el ambiente –es decir en los contextos relacionales del compromiso del perceptor en el mundo- no son tanto construidos como descubiertos. Podría decirse que los novicios, mediante su educación sensorial, están equipados con claves para acceder a los significados. Pero la metáfora de la clave debe usarse son cierto
cuidado. No tengo en mente el tipo de clave –análoga a una cifra- que pudiera posibilitarme traducir de significantes físicos a ideas mentales y de allí entrar en posesión del conocimiento cultural de mis ancestros mediante una decodificación inversa de lo que ellos, a su vez, han codificado en el paisaje. Hay, en verdad, una circularidad bastante fundamental en la noción de que el conocimiento cultural es transmitido entre las generaciones por medio de su codificación en símbolos materiales. Porque sin la clave es imposible para el novicio leer el mensaje cultural de los rasgos sobresalientes del mundo físico. Sin embargo, a menos que el mensaje ya haya sido completamente comprendido, es imposible extraer la clave. ¿Cómo pueden los rasgos del paisaje figurar como elementos de un código comunicativo si, en orden a acceder al código, usted debe ya conocer lo que va a comunicarse con él? Cuando el novicio es llevado a la presencia de algún componente del ambiente y llamado a prestarle atención de cierta manera, su trabajo, entonces, no es decodificarlo. Es más bien descubrir por sí mismo el significado que está en él. Para ayudarlo en esta tarea, se le proveen un conjunto de claves en otro sentido, no como cifras sino como pistas (ver capítulo 11, p. 208). Mientras la cifra es centrífuga, permitiéndole al novicio acceder a significados que están adscriptos (“clavados”) por la mente en la superficie exterior del mundo, la pista es centrípeta, guiándolo hacia significados que están en el corazón del propio mundo, pero que normalmente están escondidos detrás de la fachada de las apariencias superficiales. El contraste entre la clave como cifra y la clave como pista corresponde a la distinción crítica, sobre la cual ya llamé la atención, entre decodificación y revelación. Una clave, en resumen, es un punto de referencia que condensa líneas de experiencia de otro modo dispares en una orientación unificadora que, a su vez, abre el mundo a una percepción de mayor profundidad y claridad. En este sentido, las pistas son claves que abren las puertas de la percepción, y cuantas más claves usted tenga, más puertas puede abrir, y más se abre el mundo para usted. Mi opinión es que a través de la progresiva adquisición de tales claves es que la gente puede aprender a percibir el mundo que la rodea. FORMA Y SENTIMIENTO Cuando Susanne Langer le puso como título Filosofía en una nueva clave a su influyente libro sobre arte y estética (Langer 1957), estaba por supuesto usando la metáfora de la clave en todavía otro sentido, refiriéndose a un tipo de registro de comprensión, similar a la clave en la notación musical. En el libro, Langer propone que el significado del arte debería encontrarse en el objeto de arte mismo, tal como es presentado a nuestros ojos, más que en lo que se suponga que represente o signifique. Si las personas en las sociedades occidentales encuentran esto difícil de entender, es porque están tan acostumbrados a tratar al arte como algo representativo de otra cosa –esperamos que cada pintura tenga un título- que los modos en que respondemos a los objetos o performances mismos siempre están confundiéndose con nuestras respuestas a aquello que se supone que representan. Un modo de salir de esta dificultad, sugiere Langer, es concentrarse en el tipo de arte que –al menos para los occidentales- es aparentemente menos representativo, por ejemplo la música. La música, seguramente, no puede estar en lugar de nada más que de sí misma, de modo que una investigación sobre el significado musical debería poder mostrar cómo el significado puede residir en el arte como tal. “Si el significado del arte pertenece al percepto sensorial mismo fuera de lo que ostensiblemente representa”, escribe Langer, “entonces tal significado puramente artístico debería ser más accesible a través de los trabajos musicales” (1957: 209). Siguiendo esta línea de argumento, Langer sugiere que “lo que la música puede realmente reflejar es…la morfología del sentimiento” (p.238). Creo que esta idea puede ser generalizada, en la medida en que reconozcamos que el sentimiento es un modo de compromiso perceptual, activo, un modo de estar literalmente “en contacto” con el mundo. El artesano siente su materia prima, como el alfarero siente la arcilla o el carpintero la madera, y de ese proceso de sensaciones emerge la forma de la vasija. Igualmente, el músico de orquesta siente –o más bien ve- los gestos del director, y de esa sensación emerge un fraseo hecho de sonidos. O más generalmente, el arte da forma a las sensaciones humanas; es la forma que es tomada por nuestra percepción del mundo, guiada por las orientaciones, disposiciones y sensibilidades específicas que hemos adquirido por habérsenos señalado o mostrado cosas en el curso de nuestra educación sensorial. Mientras estamos en el tema de la música, déjeme darle un ejemplo de lo que quiero decir, tomado de un ensayo de mi compositor favorito, Leos Janacek. Janacek escribe sobre cómo, en
una ocasión, estaba parado en la playa y registró los sonidos de las olas. Las olas “chillan”, “burbujean” y “gritan” (Janacek 1989:232). La fig. 1.4 es una reproducción de lo que puso en su cuaderno 1. Ahora, esas anotaciones musicales no son un mero registro mecánico de los sonidos tal como llegaban a sus oídos. Porque Janacek no está oyendo, simplemente, está escuchando. Es decir, su percepción está basada en un acto de atención. Como ver y sentir, escuchar es algo que la gente hace (ver cap. 14, p.277). En su acto de atención, el movimiento de la conciencia del compositor resuena con los sonidos de las olas, y cada notación da forma a ese movimiento. Pero Janacek nos enseña algo más. A lo largo de su carrera, fue un coleccionista compulsivo de lo que llamó “melodías del habla”. Anotó la forma melódica de fragmentos de habla escuchados de toda clase de personas en toda clase de actividades: un ama de casa llamando a sus gallinas mientras arroja granos, un anciano refunfuñando mientras va a trabajar, niños jugando, etc. Pero esas notaciones no estaban confinadas sólo a los sonidos humanos. El habla, para Janacek, era un tipo de canción, como así también todos los otros sonidos que resuenan en nuestra conciencia, desde los sonidos de las olas, pasando por el tañido de una vieja campana herrumbrada o el ominoso sonido de una cañería rota, hasta el cacareo de las gallinas en el patio y el “nocturno sediento de sangre” de un mosquito. ¿Debemos suponer entonces, que en esas melodías la naturaleza está tratando de comunicarse con nosotros, de enviarnos mensajes codificados en patrones de sonido? El propósito de Janacek era bastante opuesto. Era que dejemos de pensar en los sonidos del habla meramente como vehículos de comunicación simbólica, como si dieran expresión exterior a estados interiores tales como creencias, proposiciones o emociones. Porque el sonido, como escribió Janacek, “sale de nuestro entero ser…No hay sonido que sea desgajado del árbol de la vida” (1989: 88, 99, énfasis original). Déjenme decirlo de otro modo. Las olas, dice Janacek, gritan y chillan. Como a veces lo hace la gente. Cuando usted grita de enojo, el grito es su enojo, no es un vehículo que transporta su enojo. El sonido no es desgajado de su estado mental y despachado como un mensaje en una botella arrojada al océano de sonido con la esperanza que alguien la encuentre. Los ecos del grito son las reverberaciones de su propio ser tal como se esparce en el ambiente. Maurice MerleauPonty, en su Fenomenología de la percepción, atrapó la idea precisamente en su observación de que el grito de usted “no me hace pensar en enojo, es el enojo mismo” (1962: 184, énfasis original). Y si la gente esparce su ser en las melodías del habla, del mismo modo las olas esparcen el suyo en su interminable cloqueo. Por tanto, para tomar una idea más de Janacek, la canción –cualquier canción, cualquier canto- “es algo de lo cual aprendemos la verdad de la vida” (1989:89). Esta es la razón por la cual los indígenas cantan sus canciones del Ensueño, canciones que dan forma a su sensación ante el campo que los rodea. CONCLUSIÓN: HACIA UNA ECOLOGÍA SENTIENTE No he olvidado el cazador Cree y el caribú, y para consolidar mi argumento, quiero ahora volver a ellos. El cazador, digamos, puede decir. Puede hacerlo de dos maneras. Primero, es un agente perceptualmente hábil, que puede detectar esas claves sutiles en el ambiente que revelan los movimientos y presencia de animales: así él puede “decir” dónde están. Segundo, es capaz de narrar historias de jornadas de caza, y de sus encuentros con animales. Pero al hacerlo, al decir en este otro sentido, ya no está tratando de producir un registro o transcripción de lo sucedido, no más que Janacek cuando anotó los sonidos de las olas. Cuando el cazador habla de cómo se le presentó el caribú, no pretende retratar al animal como un agente racional, autoconsciente cuya acción de ofrecerse sirviera para dar expresión exterior a alguna resolución interior. Como la música, la historia del cazador es una performance; y, otra vez, como la música, su propósito es dar forma al sentimiento humano –en este caso la sensación de la vívida proximidad del caribú como otro ser viviente, sintiente. En ese momento crucial del contacto cara a cara, en cazador siente la sobrecogedora presencia del animal; siente como si su propio ser estuviera de algún modo ligado o entremezclado con el del animal –un sentimiento próximo al amor, y uno que, en el dominio de las relaciones humanas, es experimentado durante la relación sexual. Al relatar la caza, da forma a ese sentimiento en los idiomas del habla.
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La figura 1.4 puede verse en la página 38 del libro. N.T.
En su reciente estudio sobre pastores y cazadores de renos de la región de Taimyr en el norte de Siberia, David Anderson (2000:116-17) escribe que en las relaciones con animales y otros componentes del ambiente, esta gente opera con una ecología sentiente. Esta noción captura perfectamente el tipo de conocimiento que la gente tiene de sus ambientes que he estado tratando de explicar. Es conocimiento no de un tipo formal, autorizado, transmisible en contextos fuera de aquellos de su aplicación práctica. Por el contrario, está basado en sentimientos, consistentes en las habilidades, sensibilidades y orientaciones que se han desarrollado a lo largo de una larga experiencia conduciendo la propia vida en un ambiente particular. Es el tipo de conocimiento que Janacek pretendía obtener de escuchar las melodiosas inflexiones del habla; los cazadores lo obtienen de una atención similarmente cuidadosa a los movimientos, sonidos y gestos de los animales. Otra palabra para este tipo de sensibilidad y capacidad de respuesta es intuición. En la tradición del pensamiento y la ciencia occidentales, la intuición ha tenido bastante mala prensa: comparada con los productos del intelecto racional, ha sido ampliamente considerada como conocimiento de un tipo inferior. Sin embargo es conocimiento que todos tenemos; en verdad lo usamos todo el tiempo mientras realizamos nuestras tareas diarias (Dreyfus y Dreyfus 1986:29). Más aún, constituye un fundamento necesario para cualquier sistema de ciencia o ética. Simplemente por existir como seres sintientes, las personas ya deben ser situadas en cierto ambiente y comprometidas en las relaciones que esto implica. Estas relaciones, y las sensibilidades construidas en el curso de su desarrollo, subyacen a nuestras capacidades de juicio y habilidades de discriminación, y los científicos –que son humanos también- dependen de esas capacidades y habilidades tanto como el resto de nosotros. Esta es la razón por la que la perspectiva soberana de la razón abstracta, sobre la cual la ciencia occidental apoya su reclamo de autoridad, es prácticamente inalcanzable: una inteligencia que estuviera completamente desprendida de las condiciones de vida en el mundo no podría pensar los pensamientos que piensa. Es también la razón por la que razonar lógicamente a partir de primeros principios no bastará para diseñar un sistema ético que funcione. Porque cualquier juicio que no tuviera su base en la intuición, por justificado que estuviera en base a la “fría” lógica, no tendría ninguna fuerza motivacional o práctica. Donde la lógica del razonamiento ético, tomado de primeros principios, lleva a resultados que son contra-intuitivos, no rechazamos nuestras intuiciones sino más bien cambiamos los principios, de modo que generen resultados más conformes a lo que sentimos que es correcto. La comprensión intuitiva, en resumen, no es contraria a la ciencia o la ética, ni apela al instinto más que a la razón, o a imperativos “innatos” de la naturaleza humana. Por el contrario, se apoya en habilidades perceptuales que emergen, para cada ser, a través de un proceso de desarrollo en un entorno históricamente específico. Estas habilidades, afirmo, proveen una base necesaria para cualquier sistema de ciencia o ética que traten al ambiente como un objeto de su interés. La ecología sentiente es así tanto pre-objetiva como pre-ética. No deseo devaluar los proyectos de las ciencias naturales o de la ética ambiental, en verdad ambos sean probablemente más necesarios ahora que antes. Mi reclamo es simplemente que no deberíamos perder de vista sus fundamentos pre-objetivos y pre-éticos. Mi principal propósito ha sido traer esos fundamentos a la luz. Y lo que esas excavaciones en la formación del conocimiento han revelado no es una ciencia alternativa, “indígena” más que occidental, sino algo más afín a una poética del vivir. Es dentro del marco de una poética tal, sostengo, que los relatos Cree de animales ofreciéndose a sí mismos a los humanos, las historias indígenas de ancestros emergiendo de pozos de agua, los intentos de Janacek de anotar los sonidos de la naturaleza y los esfuerzos de mi padre para introducirme a las plantas y hongos en el campo, pueden ser mejor comprendidos. _____________________________________________________________