I Declaración de (algunos) principios
Pluralismo o pueblo unido México logró en las últimas décadas que el pluralismo político esté representado en los cuerpos legislativos. Eso hace más complicado los acuerdos. Y no resulta difícil encontrar voces que desearían más eficacia en la toma de decisiones aunque se sacrificara el logro más importante de la política reciente: el asentamiento de la diversidad en los órganos representativos. En esas cavilaciones andaba cuando me topé con el libro de Lorenzo Córdova, Derecho y poder. Kelsen y Schmitt frente a frente (México, fce, unam-iij, 2009). Me detengo en sus respectivas ideas de sociedad porque de ellas deriva, en buena medida, lo demás. La sociedad como un espacio en el que se reproduce una pluralidad de pulsiones, ideas, intereses, ideologías, o como una entidad orgánica donde habita un pueblo sin fisuras. Mientras Kelsen desea ofrecer un cauce para la reproducción y convivencia de la pluralidad, Schmitt quiere preservar una unidad monolítica que se ve trastornada por la existencia de partidos y grupos de interés. Mientras el primero busca edificar un régimen de gobierno que permita la coexistencia y el acuerdo entre las posiciones diversas, el segundo intenta que el pueblo se exprese como una sola voz a través de la voluntad de un líder. 19
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Para Schmitt, un pueblo como entidad indiferenciable, como masa compacta, como voluntad única, reclama no el pluralismo ni conductos para la expresión de las diferencias, sino un liderazgo capaz de representarlo con una sola voz. Y no deja de ser paradójico que el mismo autor que plantea las relaciones internacionales en términos de amigos y enemigos quiera ver a cada pueblo como un bloque. Si en la esfera internacional “el acto eminentemente político para Schmitt consiste en establecer quién es el enemigo […] porque (eso) constituye la verdadera decisión política”, cuando habla de las formas de gobierno “critica al parlamentarismo liberal-democrático […] porque la dialéctica entre diferentes posiciones políticas, anula […] la posibilidad misma de una auténtica decisión política”. “La verdadera decisión es la que es tomada por un jefe, en el cual el pueblo confía y que se presenta como expresión y guía de este último”. Hay una resonancia del pensamiento de Schmitt en todo discurso autoritario, sea de derecha o izquierda. Para el autoritario, el pueblo es uno y su representante también debe ser uno. La pluralidad divide, confunde, entrampa y resulta onerosa. Lo óptimo entonces es simplificar, acabar con las diferencias y erigir un liderazgo aclamado y seguido por “el pueblo”. “La identidad de la que habla Schmitt es la de un pueblo considerado como una unidad política indivisible y homogénea” y por ello no resulta extraño que su fórmula óptima de gobierno sea la “democracia plebiscitaria”, “aquel tipo de sistema político en el cual el pueblo […] se relaciona sin mediaciones, con sus representantes (y de manera particular con el jefe de Estado), manifestando su adhesión a las decisiones de éstos a través de la aclamación”. No es casual que para la mal llamada democracia plebiscitaria el espacio fundamental de expresión sea la plaza pública no el parlamento, los grandes espacios donde se puedan concentrar miles de seguidores y no las cámaras donde se supone puede darse un intercambio racional de argumentos diversos. Los grandes líderes autoritarios han sentido siempre una 20
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fascinación por las magnas concentraciones en las cuales la potencia del número de los congregados, la masa cohesionada de sus seguidores, le permiten hablar a nombre de un pueblo unificado. Y por supuesto, esas oceánicas manifestaciones ofrecen a los oficiantes un sentimiento de pertenencia, de identidad y de representación. El líder es entonces la expresión viva de los anhelos de un pueblo homogéneo y cohesionado. Kelsen, por su parte, entiende que la democracia es tal porque asume que en una sociedad existen mayorías y minorías contingentes que pueden cambiar su estatus con el despliegue de sus potencialidades. Kelsen sabe que “cada decisión debe derivarse de la voluntad de la mayoría”, pero las minorías no sólo tienen el derecho a existir, sino eventualmente a convertirse en mayoría y a ser tomada en cuenta: “excluir a una minoría de la creación del orden jurídico sería contrario al principio democrático y al principio mayoritario, aun cuando la exclusión sea decidida por la mayoría”. Lo que busca entonces Kelsen no es la homogenización imposible de una sociedad de por sí contradictoria, sino una fórmula de gobierno que construya equilibrio, paz social y estabilidad. Y ello sólo puede lograrse mediante el compromiso: “la democracia significa discusión”, y al haber expresiones distintas debe buscarse el compromiso que “forma parte de la naturaleza misma de la democracia”. El compromiso es así no sólo consustancial a esa forma de gobierno, sino una buena herramienta para desactivar conflictos por la vía del debate, la negociación, el intercambio, el acuerdo. 18 de marzo de 2010
Temor a la política Hace más de cincuenta años John Steinbeck escribió una magnífica parodia de la política en la IV República francesa (El 21
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breve reinado de Pipino IV, Barcelona, Editorial Navona, 2008). Impactado por el fraccionamiento ideológico, la multiplicación de los partidos, la debilidad de los gobiernos, trazó una especie de fábula chusca. Recordemos que entre 1947 y 1958, durante la IV República se sucedieron veinte primeros ministros a la cabeza de otros tantos gobiernos. Steinbeck hacía alusión de manera irónica a la larga lista de partidos que habitaban la Asamblea Nacional: conservadores radicales, radicales conservadores, monárquicos, centro derecha, centro izquierda, ateos cristianos, cristianos cristianos, comunistas cristianos, protocomunistas, neocomunistas, socialistas, comunistas (a su vez divididos en: estalinistas, trotskistas, jruschevistas). Mientras los monárquicos, cuyos conflictos estaban marcados, entre otras causas, “por el mantenimiento del honor, siempre tan frágil”, se dividían en merovingios, carolingios, capetos, borgoñones, orleanistas, borbones, bonapartistas y cesarianos. Una preocupación los unía: ¿cómo salir de la inestabilidad? ¿Cómo trascender el fraccionalismo? ¿Cómo edificar continuidad? ¿Cómo recuperar la unidad? La inestabilidad francesa era una especie de estabilidad, que le permitía afirmar a Lord Cotten, súbdito de la Corona inglesa, que “en Francia la anarquía había sido perfeccionada hasta convertirse en reaccionaria”. En una de las múltiples crisis, el presidente vuelve a llamar a los representantes de todos los partidos para acordar la formación de un nuevo gobierno. Pero tras siete días de debates y negociaciones no alcanzan ningún acuerdo. La gravedad de la situación se manifiesta. Y es entonces cuando los monárquicos, un grupo pequeño pero disciplinado, tradicionalistas pero no por ello menos oportunistas, deciden proponer la vuelta a la monarquía. El orador “sugirió, incluso ordenó, que la monarquía fuera restaurada, de modo que Francia pudiera resurgir como el Ave Fénix de las cenizas de la República”. “Los líderes de los partidos quedaron mudos”. Pero cada grupo empezó a encontrar buenas razones para ese retorno. 22
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Los comunistas querían la revolución y “cualquier cambio que la hiciera más factible era de innegable conveniencia”. “Los políticos franceses estaban sumidos en la anarquía. (Y) es muy difícil rebelarse contra la anarquía, ya que en el imaginario popular, mal entrenado para la dialéctica, revolución es anarquía”. “Por lo tanto, resultaría muy conveniente […] que la monarquía fuera restaurada. Sería un buen punto de partida y… aceleraría la llegada de la revolución”. A los socialistas “les parecía obvio que un rey mantendría a raya a los comunistas. Y sin ese estorbo en el camino, ellos podrían lograr los cambios graduales por los que abogaban”. “Los cristianos cristianos llegaron a la conclusión de que la familia real había sido siempre inequívocamente católica”. Los de centro derecha y centro izquierda se pusieron de acuerdo “porque un rey podría contener a socialistas y comunistas, y con ello, poner fin a las demandas de aumentos salariales y reducción de jornada”. La Liga de Objetores de Impuestos también dio el sí porque vio la oportunidad para que los de centro derecha y centro izquierda pagaran impuestos y no ellos. Cada quien por sus propias y muy buenas razones llegó a la conclusión de que la restauración de la monarquía era una buena opción. Y los políticos lograron que las olas de adhesión a ese regreso se multiplicaran. “Le Figaro, en un editorial de portada, argumentó que la dignidad y la integridad de Francia estarían mejor defendidas si su símbolo era un rey y no un modisto”. La Asociación de Restauradores, que reunía a la alta costura y a las asociaciones de hoteleros, “entendía que como los americanos adoran la monarquía” se incrementaría el turismo y con ello el consumo. “Los granjeros, campesinos y aldeanos”, tradicionalmente enemigos de todos los gobiernos, automáticamente estuvieron a favor del cambio. El Rey sería una entidad tutelar. Vería por el bien de todos y la armonía del reino. “Su Graciosa Majestad gobernará como un árbitro benevolente”. No resultaba fácil, sin embargo, encontrar al nuevo monarca. ¿De cuál de todas las líneas sucesorias? Al final optan 23
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por “la sagrada sangre de Carlomagno” y encuentran en un astrónomo aficionado, que vive de las rentas de algunos viñedos, al descendiente para ocupar el trono. Se trata de Pipino Arnulfo Héristal que vive con su mujer y su hija en el número 1 de la avenida de Marigny en París y que está llamado a convertirse en Pipino IV. Una comisión de todos los partidos lo visita para trasmitirle la buena nueva. Y luego de explicarle que “Francia no ha logrado formar gobierno” y que “necesita una continuidad para mantener la seguridad por encima de partidos y facciones”, Pipino tiene una primera reacción: “Quizá la propia política es lo que nos atemoriza”. 15 de abril de 2010
El pesimismo Existen por lo menos dos fórmulas tradicionales para evaluar un cambio: a) contra lo que antes existía o b) contra nuestras expectativas. Pongo un ejemplo —que no es más que eso— del paleolítico inferior. En 1975 algunos miles de profesores universitarios, agrupados en el spaunam, iniciamos una huelga en busca de la firma de un contrato colectivo de trabajo que regulara las relaciones y condiciones laborales de los académicos. Luego de una semana, logramos el acuerdo con las autoridades para la creación de un Título de las Condiciones Gremiales del Personal Académico que sería negociado bilateralmente entre representantes de la Rectoría y las asociaciones laborales de los profesores, pero sin que ninguna tuviera la titularidad. De cara a la situación anterior era un paso adelante, juzgado contra las expectativas resultaba frustrante. Y hubo por supuesto esas dos apreciaciones, filtradas por dos cristales distintos. Los que celebramos el paso adelante y los que se enojaron porque no habíamos alcanzado cabalmente nuestro objetivo. 24
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Desde entonces a esos lentes los he visto reaparecer una y otra vez, conflicto tras conflicto, reforma tras reforma, e imagino que resulta ingenuo pensar que en algún momento desaparecerán, podrán ser conjugados o uno arrasará al otro. No es que una visión “objetiva” no los pueda armonizar (por supuesto que ello es posible e incluso deseable), sino que para fines políticos —prácticos— los énfasis en uno y otro acaban por modelar el estado de ánimo de aquellos que quieren ofrecer sentido a las “cosas” sucedidas. Otro ejemplo, ahora no tan remoto. Las elecciones de 1988 significaron un enorme avance en el desarrollo e implantación de la izquierda mexicana en el mundo institucional (comparado con diez por ciento de la votación inercial que el conjunto de los partidos de izquierda había obtenido en las elecciones de 1979,1982 y 1985); pero, por supuesto, comparado contra la expectativa de ganar la Presidencia de la República (además empañada por la forma inescrupulosa y falaz en la que se procesaron los resultados electorales), la jornada electoral y su secuela tenían que verse como una fuerte decepción. No sigo con ejemplos para no aburrir al respetable. Para los que creen en los avances parciales, en los pasos sucesivos, en el gradualismo de los cambios, el referente suele ser la situación anterior; mientras que para los que desean y ensueñan un cambio a la altura de sus expectativas, toda reforma carece de sabor y todo pequeño cambio no es sino más de lo mismo. Al paso de los años creo además reconocer que entre los primeros suele estar presente una fuerte pulsión pesimista que supone que las “cosas” siempre pueden ir a peor, por lo que valorar y acompañar así sea cambios mínimos en un rumbo —que a uno le parece— virtuoso, tiene sentido. Mientras tanto, los optimistas, que creen o peor aún, que presumen saber que el futuro tiene que ser luminoso, que estamos destinados (antes se decía por el progreso) a una realidad mejor, toda pequeña modificación aún en la buena dirección, siempre será poco, insignificante, hasta despreciable. 25
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De esa manera y en forma paradójica, los pesimistas de vez en vez recibimos alguna buena noticia, porque acarreamos la intuición de que lo existente puede descomponerse, estropearse, degradarse, mucho más de lo que ya está; mientras que los optimistas —más si son radicales— nunca hallan satisfacción por nada, todo queda por debajo de sus esperanzas. No encuentran una noticia a la altura de sus ilusiones. Lucien Jerphagnon escribe que desde niño “lo vacunaron —y acunaron— contra el optimismo”, y que por ello “estaba menos expuesto que otros a las decepciones y a sus secuelas, siempre penosas y a veces incluso incapacitantes”. En la narrativa familiar las cosas siempre estaban destinadas a ir de mal en peor, por lo cual no había que hacerse falsas ilusiones. De ahí que ese pesimismo se convirtiera en la fuente de un “realismo sin ilusiones”, pero también en el manantial de algunas gratas noticias (Elogio del pesimismo, Barcelona, Barril & Barral, 2010). Es el sentimiento de que lo peor siempre puede suceder, la convicción de que la metáfora de que las cosas está tocando fondo no es más que el consuelo del optimista sempiterno (como decía el filósofo Carlos Pereyra), la intuición de que si el hoy no nos gusta, el futuro puede ser incluso más inclemente, lo que tiende a hacer del pesimista un reformista, alguien capaz de aquilatar incluso cambios mínimos siempre y cuando no causen daño; lo que le hace ver con un poco de pena y otro poco de envidia la enjundia transformadora del resplandeciente optimista. A fin de cuentas y luego de la historia transcurrida y sus promesas de redención y hermandad universales convertidas en una pesadilla en la tierra, de las desgracias recurrentes, de los infiernos empedrados de buenas intenciones, quizá lo único que queda es pensar que “el mejor de los mundos es sólo el menos malo” (V. Jankelevitch). 2 de junio de 2011
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El presente Inicio con una frase excesiva: no somos capaces, como sociedad y como sociedad política, de actuar para remodelar nuestro presente, porque estamos cruzados por dos aspiraciones impertinentes: el ansia de reconstruir un pasado que se esfumó o la apuesta por un porvenir sin las ataduras del pasado. Ambos proyectos, si es que así se les puede llamar, obstruyen, con su bruma, lo que hoy es posible y deseable. El rasgo más característico del México de hoy —en términos políticos— es que ninguna fuerza puede hacer y deshacer por sí sola. Una pluralidad equilibrada habita los órganos de representación y es la característica más relevante del largo, venturoso y anticlimático proceso democratizador. Esa realidad es del tamaño de una catedral, pero se nubla en aras de fantasías inasibles. No es difícil detectar en los humores públicos una cierta añoranza por el pasado, que como todos los ensueños tiende a pintar con tonalidades dulces lo que acontecía hace algunas décadas. Existe un resorte nostálgico casi inercial en no pocas franjas de la población. “Todo tiempo pasado fue mejor” expresa no sólo en nuestro país el desencanto con el presente imperfecto (que nunca dejará de serlo). Y siempre se podrán encontrar ejemplos para ilustrar esa melancolía: ante la ola criminal, el orden y la tranquilidad; de cara al crecimiento de la informalidad, el incremento sostenido del trabajo asalariado; frente al estancamiento de diferentes iniciativas en el Legislativo, la rapidez de su procesamiento mecánico. No se trata de mentiras sino de verdades a medias aderezadas por la nostalgia. Si añoramos el pasado, entonces el mañana deberá parecerse al ayer. Quienes en materia política creen que el pasado es recuperable, que es un modelo para el futuro, que vale la pena repetir sus partituras, evocan el orden (vertical), la presidencia poderosa (omnipotente), las mayorías legislativas preconstruidas (y alineadas), y ven en el presente caos, debilidad, 27
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estancamiento, morosidad. Proponen entonces la reintroducción de cláusulas de gobernabilidad en el Congreso (o alguna fórmula similar), para que si ningún partido obtiene la mayoría, de todas maneras la ley se la otorgue a uno. Se trata de que a quien se le otorgue el triunfo no tenga onerosos contrapesos, pueda gobernar sin obstáculos, cuente con los atributos para reconstruir la política de ayer en las condiciones del presente. No pueden pensar el futuro sino como una vuelta al pasado. Para quienes creen que el futuro puede ser producto de un quiebre radical, de una hora cero de la historia, que reclama una refundación de la República (o algo por el estilo), que sueñan que pueden desprenderse del pasado como si de un fardo se tratara, la salida no se encuentra en dar una vuelta en u, sino en un salto mágico, sin día ni ruta, a una realidad venturosa despojada de las taras del presente. La propuesta es un inédito marco sin las contrahechuras de nuestra historia ni los déficits del presente. Una fuga hacia adelante, incapaz de hacerse cargo de la novedad del pluralismo equilibrado, y por ello mismo imposibilitada para asimilar las auténticas limitaciones que impone el presente. En uno de los prólogos que Octavio Paz escribió para la recopilación de su obra, dice: el futuro no existe. Más exactamente es una invención del presente. La misión de los hombres, a un tiempo condena y salvación, consiste en inventarlo cada día. Algunas generaciones no se atrevieron y repitieron mecánicamente los gestos del pasado, hasta petrificarse; otras, más cercanas, poseídas por los demonios del cambio y del odio a su pasado, convirtieron el futuro en un ídolo monstruoso […] Pero la invención del futuro no implica la destrucción del pasado. Ahora sabemos que nunca muere del todo y que es vengativo: a veces resucita en forma de pasiones espantables y obsesiones inicuas. (Por las sendas de la memoria, México, fce, 2011, p. 28.)
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Paz reflexionaba “sobre el fin de la tradición de la ruptura y de los mitos gemelos que la alimentaron: el futuro y la revolución”, pero me recuerda las tensiones que generan dos grandes constelaciones sociales y políticas que incapaces de hacerse cargo del presente se anclan, una, en el pasado, y la otra en una nebulosa apuesta hacia el futuro. En efecto, el futuro sólo puede construirse desde el presente, dice también Perogrullo. Un presente marcado por una pluralidad política equilibrada, con pulsiones y programas no sólo distintos sino enfrentados, por lo cual se requieren operaciones de acercamiento, inclusivas, capaces de construir mayoría (no de decretarla), aptas para hacer política en medio de un escenario donde conviven y se reproducen voces, intereses, propuestas, sensibilidades diversas. Ni exorcistas ni magos reclama el presente, sino coaliciones estables, permanentes, que sólo pueden ser fruto de la negociación y el acuerdo, porque no será conjurando a la pluralidad o imaginando un futuro político con una sociedad idílica como lograremos aquí y ahora atender nuestros rezagos. 26 de mayo de 2011
¿Por qué somos como somos? —¿Por qué los que escribimos en la prensa o hablamos en la radio o la televisión nos sentimos más inteligentes, honestos y capaces que los políticos? —¿Qué pregunta es ésa? —Una que me parece pertinente. —El ocio es la madre de las interrogantes sin sentido. ¿Por qué mejor no escribes sobre la violencia que nos tiene al borde de un ataque de nervios? —Porque no soy Almodóvar. —¡!
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