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Flores amarillas
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Raúl Tola Flores amarillas
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FLORES AMARILLAS
© 2013, Raúl Tola Pedraglio © De esta edición: 2013, Santillana S. A.
Av. Primavera 2160, Santiago de Surco, Lima, Perú Teléfono 313 4000 Telefax 313 4001 Alfaguara es un sello editorial de Santillana S. A.
ISBN: 978-612-309-099-9 Hecho el depósito legal en la Biblioteca Nacional del Perú Nº 2013-08874 Registro de Proyecto Editorial Nº 31501401300492 Primera edición: julio 2013 Tiraje: 1500 ejemplares
Diseño: Proyecto Enric Satué Cubierta: Michael H. Lazo
Impreso en el Perú - Printed in Peru Metrocolor S. A. Los Gorriones 350, Lima 9 - Perú
Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.
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Advertencia Este libro es una novela, por tanto, una obra de ficción. Aunque a veces se inspiren en la realidad, ninguno de los personajes, lugares o hechos aquí descritos son verdaderos.
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Para Antonieta Pedraglio, benjamín de su familia, y también mi madre.
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«Él era como el Perú, Zavalita, se había jodido en algún momento. Piensa: ¿en cuál? Frente al Hotel Crillón un perro viene a lamerle los pies: no vayas a estar rabioso, fuera de aquí. El Perú jodido, piensa, Carlitos jodido, todos jodidos. Piensa: no hay solución». Mario Vargas Llosa
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«Mafia significa en árabe “lugar de refugio”, y la palabra adquirió carta de naturaleza en el lenguaje siciliano bajo el dominio de los musulmanes, en el siglo décimo. El pueblo de Sicilia había sido oprimido sin piedad por los romanos, el Papado, los normandos, los alemanes, los españoles y los franceses. Sus diversos amos esclavizaron a los pobres, explotaron su mano de obra, ultrajaron a sus mujeres y asesinaron a sus caudillos. No se salvaron ni siquiera los ricos. Y eso promovió la aparición de la Mafia, una sociedad secreta de vengadores de agravios. Poco a poco, los campesinos y los pobres más decididos se organizaron en una sociedad que contaba con el apoyo del pueblo y que terminó convirtiéndose en un gobierno en la sombra, mucho más poderoso que el legalmente constituido. Cuando había que enderezar algún entuerto, nadie acudía jamás a la autoridad policial, sino al jefe de la Mafia de la zona, a quien correspondía resolver el problema». Mario Puzo
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Prefacio
Un irregular trazo de lápiz sobre un manto de nata: la carretera, que se abría camino por el desierto, rumbo al sur. Sobre ella, atronadores, exigidos, aceleraban media docena de vehículos militares que querían, que debían llegar al departamento de Arequipa antes del anochecer. —Para bajarnos a Bustamante —la oficina de paredes enchapadas, en penumbras, corridas las cortinas, el escritorio en desorden, con una banderita del Perú en una esquina, una ruinosa máquina de escribir, un teléfono verde y una placa dorada con su nombre y grado: manuel a. odría, general ejército peruano—. Para tirarnos al calzonazos, al cojurídico. —¿Y yo mi general? —el saludo militar, con la mano derecha a la sien y el chocar de tacos; la respuesta del superior: «Descanse, amigo, tome asiento»; un pañuelo para secarse la frente: «Ya se siente el verano, mi general», la voz aguda, a pesar de su cuerpo abundante el general Zenón Noriega—: ¿En Lima me quedo, dice? —En el cuartel de Magdalena, a la espera de órdenes —recogió unos documentos, los leyó, las lentillas en la punta de la nariz, los dedos ocultando la boca de reptil, concentrado Odría—. Te toca controlar la ciudad, Zenón, entrar a Palacio de Gobierno, detener a http://www.bajalibros.com/Flores-amarillas-eBook-470534?bs=BookSamples-9786123091354
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Bustamante. El anuncio lo haré en Arequipa, en la noche. El sur ha confirmado su adhesión. —Pero hoy parte desde la avenida Wilson la carrera de Lima a Caracas, mi general —un ejemplar de Última Hora en la mano, señalada la noticia en la sección deportiva, en cuanto conoció las órdenes, advirtió un sargento a Noriega—. Tanta gente reunida en el Centro de Lima, tan cerca de Palacio, puede ser peligrosa. Imagínese si se enteran del golpe y deciden oponerse. Una matanza segura, mi general. —Suba la luna que empieza a hacer frío, sargento —estornudó, se ajustó la polaca, se caló el quepís, el cuerpo agarrotado, ya no estaba para esos trotes, pensó, el dolor en los huesos del general Odría—. ¿Cuánto falta para Arequipa? Hace media hora debimos haber llegado. —Hay que hacer algo, cuanto antes —humo de puros, trinar de hielos: reunidos bajo el techo de vidrio amarillo del salón principal del Club Nacional—. El país se va a la mierda en manos del cojurídico: el Congreso paralizado, el golpe de Llosa en Puno, y ahora Águila Pardo se levanta en el Callao con el apoyo de Haya de la Torre y el apra. Es lo que ganamos por jugar a la democracia, pues. —¿Todavía falta mucho? —volvió a comprobar la hora en su reloj, en el cielo una luna como un ojo vaciado, ansioso por ver el horizonte escarchado por las luces de Arequipa Odría—. Qué tarde se ha hecho, caracho. —Entonces, le encargo a usted que esa carrera no se produzca —sentenció, abrió la puerta, indicó la salida, el largo pasadizo de fluorescentes blancos y oficinas gemelas el general Zenón Noriega—. A menos que logre cambiar el lugar de la partida, sargento. —Tienes que estar atento, Zenón —miró al suelo, habló bajito, en tono confesional, se jugaba la vida, el http://www.bajalibros.com/Flores-amarillas-eBook-470534?bs=BookSamples-9786123091354
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futuro Odría—: La llamada será en la noche, a cualquier hora. Los tanques deben estar a punto para salir. Las tropas, todo. —Soldado, tráigame una soda inglesa —ocupó su lugar junto al teléfono, pasó saliva, los dedos tamborileando sobre la mesita, dispuesto a esperar cuanto hiciera falta Noriega—. Rápido, tráigame. —Lo lamento, no se puede —carraspeó, negó con la cabeza, impuso su voz al gruñido de los motores, al murmullo de los aficionados, enfático el sargento—. No me importa que la carrera haya partido siempre del Touring, que sea la tradición. Tienen que escoger otro sitio. Ni hablar la avenida Wilson. Órdenes superiores. —Aló —el teléfono sonó: Por fin, pensó Zenón Noriega, y sus dedos dejaron de tamborilear: levantó el auricular y contestó, mezcla de alivio y ansiedad—: Buenas noches, mi general. Sí, mi general. Sí. A la orden, mi general. —¿Qué pasa acá? —abrió la puerta y se encontró con un escuadrón de hombres uniformados, la voz nasal, los ojos legañosos: resfriado, volando en fiebre, dormía desde temprano el Presidente Bustamante—. ¿Qué quiere, Noriega? ¿Por qué me despierta? ¿Qué es todo esto? —Acompáñeme, Bustamante —lo sujetó con fuerza del hombro, la pistola como una advertencia, con ganas de parecer imponente, pero sudoroso y tartamudo Noriega—. No se resista, no tiene sentido. —Esto no se quedará así, cachaco de mierda — lanzó un grito aflautado, se zafó del general Noriega: «Yo puedo solo, carajo»; la noche espesa como aceite, dignísimo Bustamante—. ¿Me oye? ¿Adónde me lleva? —¿Cómo nos fue? —preguntó, en cuanto el latigazo de la timbrada lo despertó de sus cavilaciones, http://www.bajalibros.com/Flores-amarillas-eBook-470534?bs=BookSamples-9786123091354
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mareado por las posibilidades, que daban vueltas como un carrusel en su cerebro—. La radio no dice nada... —Calma, hombre, acabo de hablar con Odría, ya estarán anunciándolo —era una voz asfixiada, que no pudo conocer por la estática y el sonido encapsulado del teléfono (¿Gildemeister? ¿Beltrán?), pero que hablaba con mucha calma (¿Álvarez-Calderón? ¿Raffo?), lo que de inmediato lo tranquilizó—: Un éxito absoluto, en un rato debe salir Bustamante al exilio. Quiero que sepas que todos estamos en deuda contigo. Tuviste una gran idea con el golpe. Eres un genio, Severo.
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I
Severo Versaglio no era un hombre muy alto, pero sí muy imponente. Llevaba el cabello pegado al cráneo. Tenía las manos pequeñas y delicadas, la piel rugosa como salida de una curtiembre, y los ojos negros y brillantes como balas de cañón. Vestía un traje azul apretado en la panza, una corbata plateada y camisa blanca. Pero lo que más resaltaba en su rostro era su nariz, grande y enrevesada como un panal de abejas. De rodillas, los codos apoyados sobre el respaldar de una banca, la cabeza caída, escuchaba las últimas palabras de la misa de seis. Desde la muerte de su madre, veinte años atrás, acostumbraba ir todos los días. Como un ejercicio de constancia, más que fe. —Antes de despedirnos, quería hacer un agradecimiento a nombre de la congregación. La iglesia San Felipe estaba llena, como cada mañana. La luz se escurría por los vitrales de la cúpula y pintaba de colores el interior. La voz del padre Heysen retumbaba como en una caverna. Enmarcado por el retablo de pan de oro, sobre el altar mayor, parecía aún más pequeño. —Ayer la iglesia San Felipe inauguró por fin las campanas que hoy estrenamos. Ustedes las oirán por primera vez en un instante, cuando salgamos de misa. http://www.bajalibros.com/Flores-amarillas-eBook-470534?bs=BookSamples-9786123091354
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Severo levantó la mirada y se encontró con la sonrisa del padre Heysen. Negó con la cabeza, pero el discurso no se interrumpió: —De hoy en adelante, nuestra congregación estará en deuda con el honorable señor Severo Versaglio, que generosamente donó las campanas. Por eso les pido que él y su familia estén presentes en sus oraciones, y que le agradezcamos con un caluroso aplauso. Severo volvió la vista al piso, avergonzado. En cuanto los aplausos se extinguieron, el padre Heysen caminó del púlpito al altar. Se inclinó sobre la Biblia, la besó, y a una señal suya todos se pusieron de pie. Dibujó una cruz en el aire, juntó las manos, cerró los ojos y musitó una plegaria en latín, dando la misa por terminada. Severo se apuró en salir. Era una mañana fresca en el barrio Marconi. Hojas secas salpicaban las veredas. Sucios charcos de lluvia devolvían el reflejo del cielo, de los techos, de los árboles, de los cables de luz. Vestidos de uniforme, los niños salían de sus casas, los más pequeños acompañados por sus nanas, a esperar el ómnibus escolar. Severo Versaglio revisó la hora en su reloj de bolsillo: las siete en punto. Oyó el repicar de las campanas de la iglesia y sonrió. Bajó las escaleras, peldaño tras peldaño, rodeado por mujeres en mantilla, que lo saludaban con una sonrisa o le estrechaban las manos. En la vereda lo esperaban sus guardaespaldas, que lo acompañaron al puesto de flores de la esquina. —¿Va a llevar lo de siempre, don Severo? —le preguntó la florista. —Hace cinco años que nos conocemos y todos los días preguntas lo mismo, Valentina. Ya deberías saber. La florista cortó y deshojó una docena de rosas amarillas. Adornó el ramo con unos cuantos encajes y lo http://www.bajalibros.com/Flores-amarillas-eBook-470534?bs=BookSamples-9786123091354
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envolvió con papel celofán transparente. —Tenga, don Severo. —Gracias, Valentina. Acá están tus cinco soles, y cinco más de propina. —Usted es muy generoso, señor Versaglio. Muchas gracias. Severo negó con una sonrisa, se guardó el ramo bajo el brazo, miró al cielo y dijo a uno de sus guardaespaldas: —¿Cuándo dejarán de sonar esas campanas? Hace cinco minutos que no paran. Todo el vecindario se va a volver loco. Ojalá el entusiasmo se le pase rápido al padre Heysen o me voy a arrepentir de esta donación por el resto de mi vida. Cruzó la calle hasta su casa. Entró por el estacionamiento, atravesó un pasillo, la cocina y llegó al comedor de diario, donde lo esperaba Rosa, su mujer, recién despierta. Severo le entregó las flores y la saludó con un beso en la frente. Se sentó, desabotonó su chaleco, soltó el nudo de su corbata y el cuello de su camisa. —¿Cómo va todo? —preguntó. Rosa sonrió en silencio. Las huellas de su antigua belleza permanecían intactas: espigada, los ojos negros, los labios finos, el cabello abundante. Ofreció la canasta con panecillos a su esposo y le sirvió café en una taza. —En un rato deben traer las mesas, el tabladillo y el toldo —dijo—. En la tarde los instalan. —Excelente. Mañana es un día importantísimo, no te olvides. Nada puede salir mal. Rosa asintió, se puso de pie, salió un instante del comedor y volvió con un manojo de servilletas que acomodó frente a su esposo. Severo sabía que algo la incomodaba, podía verlo en sus gestos, en la forma que le había hablado, tan cortante, pero prefirió no http://www.bajalibros.com/Flores-amarillas-eBook-470534?bs=BookSamples-9786123091354
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mencionarlo. Rosa tomó un sorbito de jugo de naranja y miró a su esposo: —Hace un rato llamó Horazio Rospigliosi —dijo. —No me digas. ¿Qué quería? —Avisó que venía. Quiere hablar contigo. —¿Tan temprano? ¿Por qué no me busca en el hipódromo? —Estaba muy nervioso. Me dijo que su esposa está de nuevo embarazada. Que ya tiene tres hijos y no le alcanza para alimentar una boca más. —Pobre. Supe que su almacén no camina bien. Rosa dobló un par de servilletas, limpió incómoda la mesa. —Quiero pedirte un favor, Severo —dijo. Severo dejó de comer. —Dime. —No lo ayudes. No esta vez. —Qué dices, mujer. —Abre los ojos, Severo —dijo Rosa—. Viene por dinero para un aborto. Si lo ayudas, será también tu responsabilidad. Severo se recostó en su silla, muy serio. Paseó la mirada por el comedor: el mueble de la vajilla, los cuadros pastoriles, el reloj de pared, y se detuvo en el rostro de su mujer, que esperaba una respuesta. Sorbió el último concho de café y se tomó un instante para pensar. Por fin suspiró: —Dile a Peregrina que hoy almorzamos todos en casa. —Severo... —Que todos los chicos estén —dijo antes de salir—. También Lucas. Nos vemos. Se caló el sombrero y se abotonó el saco mientras atravesaba el recibidor y volvía a la calle. Debía http://www.bajalibros.com/Flores-amarillas-eBook-470534?bs=BookSamples-9786123091354
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partir para la oficina, pero antes tenía que detenerse en la entrada de su casa, frente al grupo de hombres que lo esperaba, como todas las mañanas, para pedirle algún favor. Horazio Rospigliosi, primero en la fila, era bajito y cuadrado como un túmulo y restregaba su sombrero entre las manos. Su piel era de una palidez enfermiza, como el agua sucia. Sus palabras apestaban a tabaco y a insomnio. —Buenos días, querido amigo —dijo Severo con afecto—. Me avisó Rosa que venías. Horazio rehuyó su mirada. En vez de responder, se encogió de pronto, como si un dolor le punzara el estómago. —Amico... Un lamento sostenido escapó de su garganta y hondos sollozos estremecieron su cuerpo. Severo lo abrazó, sorprendido, y lo sostuvo, hasta que uno de sus guardaespaldas acudió en su ayuda y lo hizo entrar en la casa. Una vez dentro se serenó: —Disculpa la escena, Severo —Horazio sacó un pañuelo y se sonó con estrépito—. Disculpa la molestia. Estoy muy desesperado, amico. Sandra está embarazada de nuevo... —Rosa me lo comentó —dijo Severo—. Felicitaciones. Un hijo siempre es una bendición. Esperemos que sea varón. —El almacén está por quebrar —dijo Horazio—. Con las justas he conseguido que no me embarguen este mes. ¿Qué hago con otro hijo? —Debes tenerlo —respondió Severo—. Yo sé que no va a ser fácil, pero debes tenerlo. http://www.bajalibros.com/Flores-amarillas-eBook-470534?bs=BookSamples-9786123091354
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—No puedo. No puedo, amico. Sandra tiene que perderlo. Severo retrocedió y se cruzó de brazos: —Entonces no hay nada que yo pueda hacer — dijo—. Si eso es lo que quieres, mi respuesta es no. Horazio bajó la cabeza, apenado. Los sollozos volvieron a sacudir su cuerpo. Severo se inclinó a su lado y tomó su rostro entre las manos: —Pero no te preocupes —dijo con un suspiro—: Tu esposa va a tener ese hijo. —Pero... —Va a tenerlo y yo me voy a ocupar de él. Te doy mi palabra. Hazme su padrino y enséñale a ser bueno y estudioso, y del resto me ocupo yo. Ese niño no va a ser una carga para ti. Te lo garantizo. —Severo, yo… —Tú no te preocupes por nada. Ven todas las semanas y veremos las facturas. Anda, sécate esas lágrimas. Salieron a la calle Marconi y se despidieron con un abrazo. Horazio se alejó con pasos lentos hasta la avenida Dos de Mayo, donde Severo lo perdió de vista, antes de ocuparse de los demás. Quienes llegaban a su casa solían pedir poco: una plata para pasar una crisis, un tiempo más para pagar un préstamo, una recomendación para un trabajo. Favores mínimos como los que alguna vez él mismo se había visto forzado a aceptar de don Máximo, el padre de Rosita, que había fallecido hacía muy pocos meses. Era la parte que menos disfrutaba de su progreso, y la cumplía con una mezcla de diligencia, resignación y desdén. Severo prestó atención a cada persona, hizo anotar los pedidos, sacó dinero de su billetera las veces que http://www.bajalibros.com/Flores-amarillas-eBook-470534?bs=BookSamples-9786123091354
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hizo falta. Estaba por marcharse cuando un hombre llegó apurado y lo detuvo. Nunca antes lo había visto. —Buenos días, señor Versaglio. Qué gusto conocerlo. Qué honor. —¿Qué puedo hacer por usted, caballero? —Severó miró su reloj. —No, señor, no vengo a pedirle nada —dijo el hombre. Severo lo contempló. Era delgado, con un bigotito que parecía borroneado sobre la boca y el pelo apretado y negrísimo, en forma de copete. Parecía nervioso: jugueteaba con un cigarrillo a medio fumar, le daba una pitada, lo hacía revolotear en el aire, lo cambiaba de mano, de vuelta una pitada. —No me diga. ¿Entonces? El hombre abrió la boca, dudó qué decir, cómo decirlo. Prefirió susurrarlo al oído de Severo, que abrió los ojos, enrojeció, y luego empalideció. Augusta Versaglio bajó del auto. Todavía no eran las nueve de la mañana y los primeros rayos del sol empezaban a caer sobre las mansiones blancas del Golf de San Isidro y las instalaciones del Country Club. —No llegues tarde —le advirtió Rosa—. Tu papá quiere verlos a todos, no te olvides. A la una te quiero ver en la casa. Augusta cargó su maletín, se despidió: —No te preocupes, mami —respondió—. Que te vaya lindo en la peluquería. —No dejes de usar tu sombrero —dijo Rosa cuando el auto estuvo en movimiento—. Mira que después te llenas de pecas. http://www.bajalibros.com/Flores-amarillas-eBook-470534?bs=BookSamples-9786123091354
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Augusta entró. Con el fin de las vacaciones escolares de verano la multitud de niños con sus madres o nanas desaparecía del club. Para ella y sus amigas eran los mejores días del año: podían pasar horas enteras en las tumbonas junto a la piscina, bebiendo limonada y conversando mientras se asoleaban. Pero esa mañana tenía otros planes. Caminó con prisa y llegó al baño. Se quitó las zapatillas, el pantalón y la blusa, y abrió el maletín. Debajo de la toalla y la ropa de baño encontró lo que había escondido con tanto cuidado: el vestido y los zapatos de taco alto, el perfume y los polvos. Se vistió apurada, se peinó y maquilló, hizo un nudo con su ropa y la guardó en el maletín. Salió a hurtadillas del baño y rehizo su camino hasta la puerta del Country, con cuidado de que nadie la viera, ni los trabajadores ni los demás socios. Volvió a la calle y avanzó a paso ligero, tres cuadras por Alberto del Campo, el golpeteo de los tacos sobre la pista, hasta una esquina poco transitada, donde se detuvo a esperar. A Augusta Versaglio le faltaba menos de un mes para cumplir los 18 años. Era la mayor de los hermanos y, dentro de los límites permitidos por un padre muy estricto y una madre atenta, la más atrevida, la más rebelde. Llevaba meses a la espera de su cumpleaños, pues ese día, soñaba, las puertas de la libertad se le abrirían, podría hacer lo que quisiera con su vida. Su rostro se llenó de luz en cuanto vio al viejo Ford rojo que avanzaba con estrépito, envuelto en una nube de smog. Levantó un brazo y lo agitó en el aire, hasta que el auto frenó a su lado. Abrió la puerta y entró. Marcial estaba muy guapo con su uniforme de franco, pensó. Parecía más alto y serio, con el quepís a la altura de las cejas, la polaca y el pantalón verde militar, http://www.bajalibros.com/Flores-amarillas-eBook-470534?bs=BookSamples-9786123091354
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las insignias y charreteras de teniente, los zapatos lustrados a conciencia. Augusta lo abrazó y lo besó. —¿Te vio alguien? —preguntó él. —Nadie. No te preocupes. No estuve ni cinco minutos en el Country. Y en mi casa ni sospechan. El Ford enfiló por Miró Quesada, rumbo al bosque del Olivar. A un lado se cernían los edificios y mansiones sanisidrinas, y al otro los sauces y robles del campo de golf, ocupado a esas horas sobre todo por jubilados. A Augusta, Marcial no le pareció tan conversador como otros días. No le hacía caso y respondía con monosílabos, como si no lo alegrara verla. —¿Pasa algo, mi amor? —le preguntó. —Nada, Augusta. —¿Estás seguro? —Hasta ahora no entiendo por qué tenemos que vernos a escondidas —Marcial no perdió de vista la calle—. Tenemos seis meses juntos y tus padres no saben que existo. —Ya te expliqué, mi amor —dijo Augusta—. Mi papá... —Un tenientito del ejército es muy poquita cosa para su hija, ¿no? —Ya te he dicho: no es tan sencillo... Mira... —Ya son seis meses, Augusta —dijo Marcial, cortante—. Ya me cansé. El Ford se estacionó cerca al bosque del Olivar, bajo la sombra de una antigua casona. Marcial y Augusta bajaron, y caminaron distanciados y en silencio entre los árboles de melenas desprolijas y troncos como nudos: Marcial con las manos embutidas en los bolsillos, los ojos ensombrecidos por la visera del quepís, y Augusta con la mirada perdida, contemplando las copas de los olivos sacudidas por el viento. Llegaron al pequeño lago en medio http://www.bajalibros.com/Flores-amarillas-eBook-470534?bs=BookSamples-9786123091354
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del parque, donde chapoteaban patos y gansos, pero no les lanzaron pan o galletas como otras veces. Tampoco compraron helados, ni se ocultaron tras un árbol para besarse. Se limitaron a pasear y solo se detuvieron cuando hallaron una banca a un lado del camino. Marcial se sentó, se quitó el quepís, lo dejó a un lado, se secó unas gotas de sudor de la frente. Augusta permaneció de pie un rato frente a él, hasta que decidió romper el silencio: —Te prometo algo —dijo. Marcial levantó la vista. El resplandor del sol de la mañana lo hizo entornar los ojos. Augusta tenía las manos en la cintura, estaba muy seria. —En un mes voy a ser mayor de edad —prosiguió—. Entonces nadie me va a decir lo que puedo y no puedo hacer. Solo te pido paciencia hasta ese día. Marcial chascó la lengua, se puso de vuelta el quepís, se paró. Acarició el rostro de Augusta, le sostuvo con dos dedos el mentón: —¿Por qué le tienes tanto miedo a tu padre? — le dijo. —No es eso, Marcial —Augusta negó con la cabeza—. Al contrario, es el hombre más bueno del mundo. Tendrías que conocerlo para entenderme... —¿Conocerlo? —sonrió Marcial—. ¿De verdad va a pasar eso? Augusta lo tomó de las manos. Asintió con la cabeza, lo besó. —Te lo prometo —dijo—. Solo un mes más. Severo se apoyó en la baranda del torno, las manos juntas, los dedos entrelazados, acunada la barbilla. Contempló al potrillo: cómo caminaba, en círculos, rodeando al vareador, que lo mantenía templado con una http://www.bajalibros.com/Flores-amarillas-eBook-470534?bs=BookSamples-9786123091354
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soga, cómo resollaba, sacudía la cabeza, mordía el filete. Qué tranquilo se sentía en el hipódromo, pensó. Quizá por eso había instalado allí su oficina, en el stud, lejos de la casa, de su esposa, de sus hijos. —Está lindo el potrillo, don Severo. Fino. Muy inglés. Severo se volvió. Las manos guardadas en una chamarra de cuero gastada, los prismáticos colgados del cuello, el pelo retinto y con surcos hacia atrás, quien le hablaba era Arturo Bermúdez, el relator oficial de las carreras de caballos, un zambo enorme y aparatoso. —Ya toca bajarlo de peso, ¿no cree? Ensillarlo. Sacarle punta. Severo sonrió, sin emoción: —¿Cómo has estado, Bermúdez? —Muy bien, don Severo. ¿Oyó mi programa en la radio? Severo asintió: —Estuvo bien. Eres bueno, Bermúdez. Muy bueno. Un artista. —No todos los días una caballeriza gana la cuatrifecta, pues —una tarde histórica en el hipódromo: uno tras otro, los caballos de Severo Versaglio habían ganado las primeras cuatro carreras, un mes hacía de eso—. Tenía que promocionarlo bonito. —Ya puedes sacarlo, Ocaña —dijo Severo al vareador—. Báñalo y hazlo comer. La semana entrante le damos cancha. Ya está mansito. —¿Hablo con don Lucas o con usted? —insistió Bermúdez—. Mi parte ya está hecha... —Después, zambo. Ahora estoy ocupado... Bermúdez sacó las manos de la chamarra: —Es urgente, señor Versaglio. Mis anunciantes se han retrasado esta quincena. Hágame ese favorcito, pues. http://www.bajalibros.com/Flores-amarillas-eBook-470534?bs=BookSamples-9786123091354
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—Ya te dije que ahora no —Severo zanjó la conversación. Palmeó la espalda de Bermúdez al pasar, esquivó unos caballos que caminaban hacia la pista de viruta, y cubrió los sesenta metros que lo separaban de su caballeriza. Violento, el potrillo que se acababa de entrenar, ya estaba adentro, el vareador lo regaba con una manguera. Severo saludó a Dorita, su secretaria que atendía en el recibidor, y entró en su oficina. Se quitó el sombrero, el saco, recogió las mangas de su camisa y despachó un par de horas, contestó e hizo varias llamadas a proveedores, escribió algunas cartas, firmó documentos. Muchas licitaciones estaban en curso y todo debía estar listo para cuando las ganara. Hacia el mediodía había avanzado buena parte del trabajo pendiente. Encargó a su secretaria la correspondencia, le pidió que lo mantuviera al tanto de cualquier novedad y salió de su oficina. Camino al estacionamiento pasó frente al box donde habían guardado a Violento. Se detuvo, le dio unos terrones de azúcar, lo acarició y se despidió de él con unas palabras cariñosas y en voz baja. Alberto Versaglio cerró con un golpe su libro, lo dejó sobre la mesa y se puso de pie. Caminó en círculos por la habitación, miró de reojo el pizarrón sobre un bastidor, los números y símbolos garabateados con tiza blanca, se mesó los cabellos de la frente. Algo falta, pensó. Llevaba toda la mañana intentando resolver ese problema de cálculo. Había revisado los números y diagramas una y otra vez, pero aún no encontraba una respuesta, lo que, además de frustrarlo, había retrasado mucho su cronograma de estudios del día. Aún le http://www.bajalibros.com/Flores-amarillas-eBook-470534?bs=BookSamples-9786123091354
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faltaban unos ejercicios de Física, y algo de Geografía e Historia Universal para terminar. Decidió tomarse una pausa y se sirvió una taza de café. Bebió en silencio un breve sorbo que le quemó los labios. ¿Por qué se había obsesionado tanto con la universidad?, se preguntó. ¿Eran necesarias tantas horas de estudio, tantos desvelos, tanto sacrificio? ¿De verdad quería ser ingeniero? ¿No habría sido mejor, más cómodo, evitarse el esfuerzo y entrar en el negocio familiar? Su padre se lo había ofrecido muchas veces, pensó, pero ya era muy tarde. Ya había decidido seguir una carrera y, aunque a regañadientes, contaba con su aprobación. La había recibido unos meses atrás, recordó, poco antes de graduarse en el colegio. Severo lo había hecho llamar a su oficina un viernes por la tarde, luego del último de sus exámenes finales, cuando era seguro que terminaría la secundaria con honores. Alberto había llegado temprano al hipódromo aquella vez, vestido con su uniforme escolar. En la puerta del stud había encontrado a Ocaña, el vareador. —Qué raro verte día de semana, Albertito. No me digas que te has relajado, que ya no eres el chanconcito de siempre. —Hoy tuve mi último examen del colegio, Ocaña —se rio Alberto—. Terminé primero de mi clase. —Ah, caramba. ¿Y qué haces por acá, entonces? ¿Por qué no estás celebrando? Si fuera tú, yo ya estaría bien borracho. —Mi papá me pidió que viniera. Qué raro, ¿no? ¿Sabes para qué me llamó? —Ni idea, Albertito. Querrá hablar contigo, pues... Conversaron un rato más. Alberto aprovechó y le hizo varias preguntas: cómo estaban los caballos, cuántos correrían esta semana, cómo los veía. Ocaña le respondió con paciencia, hasta que dieron las tres y Alberto tuvo http://www.bajalibros.com/Flores-amarillas-eBook-470534?bs=BookSamples-9786123091354
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que despedirse. Caminó la corta distancia hasta la oficina de su padre y entró sin golpear: —Hola, Dorita —saludó—. ¿Está mi papá? —Sí, Albertito —dijo la secretaria—. Pasa, pasa. Tu papi te está esperando. —Gracias. Encontró a Severo en plena faena, escondido tras un desorden de facturas, fichas y documentos. Estaba muy atareado firmando órdenes de compra y anotando cifras en sus libros contables. —Hola, papá —dijo. Su padre dejó de trabajar y se asomó por encima de sus papeles: —Albertito, hijito, qué puntual. Pasa por favor. Asiento, asiento. El tono de voz era amable, hasta afectuoso. Alberto se acercó al escritorio y jaló una silla. —Hoy tuviste tu último examen, ¿no es cierto? —Sí, papá. —¿Y cómo te fue? —Bien, creo. La geometría es una de mis materias favoritas. De diecisiete no bajo. Severo sonrió: —Una de tus materias favoritas —dijo. Se volvió y rebuscó en uno de sus aparadores. Sacó una garrafa de pisco, dos vasos. —¿Un traguito? —ofreció ¿Qué tramaba su padre?, pensó Alberto, y dijo que sí. Severo llenó un vaso y se lo entregó, y se sirvió el suyo. —A tu salud —dijo. —Salud, papá. Alberto acarició el pisco con los labios, lo tomó y sintió una llamarada recorrer su cuerpo, erizar los vellos de su espalda, activar todos sus sentidos. No pudo http://www.bajalibros.com/Flores-amarillas-eBook-470534?bs=BookSamples-9786123091354
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disimular el malestar por el ardor ni la tocecita asfixiada. Severo dejó su copa sobre el escritorio y lo contempló: —No sabes qué orgullo siento, hijito. —Gracias, papá. —Siempre he confiado en ti, ¿sabes? Más que en el resto de tus hermanos. Estás para cosas grandes, muchacho. Por eso he sido tan exigente contigo. Siempre has sido el más inteligente, el más capaz. Así me ha parecido. Y no me equivoqué, ¿eh? Graduado con honores. Qué orgullo, caracho. Alberto bajó la mirada con vergüenza. Se apoyó en el respaldar del asiento y se obligó a tomar otro sorbito de pisco. No sabía qué responder, cómo comportarse: no estaba acostumbrado a esas manifestaciones de cariño. La llamarada escaldó su estómago, su pecho, lo asfixió. —Te llamé para hablar contigo, hijo —Severo encendió un puro—. De ti, de lo que vas a hacer ahora que terminaste el colegio. Mira: la empresa está muy bien, hemos crecido mucho este año, y con mi ayuda tu tío Lucas está pensando abrir su propio negocio. Así que se me ocurrió ofrecerte su lugar. Me encantaría que trabajes conmigo, que seas mi brazo derecho. ¿Qué te parece la idea? Incluso ahora, casi dos meses más tarde, mientras sostenía la taza de café humeante en aquella habitación —donde había vivido sus últimos días su abuelo Máximo y que pronto habían transformado en almacén, hasta que él la había vuelto su lugar de estudio—, recordaba su desconcierto, y una angustia muy similar le apachurraba las tripas. Había guardado silencio por un larguísimo minuto, al cabo del cual solo había alcanzado a soltar un balbuceo: —Papá, yo… —No tienes que responderme ahora, Albertito. Tómate un tiempo para pensarlo, si quieres. Después de http://www.bajalibros.com/Flores-amarillas-eBook-470534?bs=BookSamples-9786123091354
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estudiar tanto te vendrían bien unas vacaciones… —No es eso, sino que… —¿Por qué no te vas de viaje? Siempre has querido conocer el mundo, puede ser una buena oportunidad. —Es que no creo que los negocios sean lo mío, papá. —¿Ah, no? —No. —¿Entonces? ¿Qué vas a hacer? —Quiero estudiar, papá. —¿Estudiar? —Sí. Quiero ir a la universidad. —¿Y qué quieres estudiar? —Ingeniería. Severo sonrió: —Bueno, no me parece una mala idea, siempre que estudies ingeniería química o industrial. Podrías ser de mucha ayuda en la empresa, traer ideas frescas para mejorar nuestros procesos y modernizarnos. —No, papá —dijo Alberto—. Yo quiero ser ingeniero civil. Miró a su padre: qué cara ponía, cómo reaccionaba. Con los ojos casi cerrados, rígido como un busto, Severo meditó un rato que pareció interminable. Apagó el puro sin haberlo probado, suspiró: —Bueno pues, si eso es lo que quieres, no me puedo oponer. Es tu vida, tu futuro. Solo te pido que sigas como hasta ahora: siempre el primero, el mejor. Me hacía mucha ilusión que trabajaras conmigo, que heredaras los negocios, pero yo sé que no me vas a defraudar, hagas lo que hagas. Alberto asintió. —Claro que no, papá. Gracias por confiar en mí, papá. http://www.bajalibros.com/Flores-amarillas-eBook-470534?bs=BookSamples-9786123091354
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—Y ahora, ¿por qué no vienes acá y le das un buen abrazo a tu viejo? Alberto dejó su taza de café, se puso de pie, caminó hasta la ventana. El verano parecía resistirse al paso de los días, pensó. Sintió la luz y el calor, cerró los ojos, aspiró hondo. Una ráfaga de serenidad lo invadió y de repente todo estuvo claro. Caminó hasta la pizarra, recogió una tiza, la mota, sonrió. Borró unos números, los remplazó. Dejar de pensar en el problema de cálculo le había dado perspectiva, lucidez. Anotó el resultado, lo subrayó y volvió a la mesa que usaba como escritorio. Abrió su libro de texto en las páginas finales, donde estaban las respuestas, y corroboró su acierto. Cruzó ambas manos en la nuca y se recostó en la silla, satisfecho. Entonces, oyó los frenazos en la calle. Volvió a la ventana y se asomó. Extrañado, vio a su padre llegar a casa muy aprisa, con una escolta mayor de lo habitual. Salió del cuarto, bajó al primer piso por la majestuosa escalera de caracol, y siguió los olores de comida recién horneada, que lo llevaron al comedor. Su mamá y sus hermanos ya estaban sentados, y esperaban. El Packard negro partió levantando una ligera polvareda que se extinguió al dejar atrás el hipódromo. Fermín, su chofer, tenía órdenes estrictas de manejar siempre despacio, al señor Versaglio no le gustaba la velocidad, y ese día brillante y abierto no fue la excepción. El Packard entró a la avenida Pershing sin prisa, cruzó la avenida Salaverry y abandonó San Felipe. Fermín lo condujo hacia la calle Marconi por Dos de Mayo, entre chacritas, chalés en venta y terrenos lotizados. El otro coche emergió de pronto de una de las chacras: un Chevrolet celeste, que le cortó el paso al Packard http://www.bajalibros.com/Flores-amarillas-eBook-470534?bs=BookSamples-9786123091354
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y lo hizo parar con un frenazo. Las puertas se abrieron y cuatro encapuchados saltaron fuera. Iban armados con pistolas y escopetas, y encañonaron a Fermín gritando insultos y amenazas. —Tranquilos, tranquilos —dijo el chofer y levantó las manos del timón. Uno de los asaltantes abrió la puerta trasera y se metió a la cabina. Sujetó al pasajero y forcejeó hasta sacarlo: —Ven acá, carajo. Lo tiró al suelo sin ningún cuidado, y rebuscó algo de valor en sus bolsillos: la billetera o el reloj, pero no halló nada. Lo volteó para encararlo y entonces descubrió que no era quien creía: en vez del corpachón y el rostro narigudo de Severo Versaglio se encontró con un hombre flacuchento, con la mirada de pánico, el bigotito como un soplo de carbón sobre los labios. La sorpresa fue mayor cuando descubrió que estaba amordazado, y llevaba las manos y los pies atados. —¿Y tú quién chucha eres? Envueltos en una nube de polvo amarillo, otros dos autos irrumpieron en la intersección, con un chirrido de neumáticos y los motores atronando. Cerraron la calle por ambos lados, y media docena de pistoleros se apearon, disparando a discreción. Los asaltantes no alcanzaron a defenderse, cayeron abatidos sin oponer resistencia, instantes después de iniciado el ataque. Luego del escándalo de la balacera, cuando las armas aún humeaban, la avenida Dos de Mayo quedó en silencio. Entonces, a bordo de un Packard idéntico al recién asaltado, Severo Versaglio apareció. Bajó del auto y recorrió con paso cansado la escena del tiroteo. Quería mostrarse en control, pero era obvia su confusión. —Este aún respira —dijo uno de sus hombres. Severo llegó junto al herido y se inclinó, hasta http://www.bajalibros.com/Flores-amarillas-eBook-470534?bs=BookSamples-9786123091354
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casi rozarle la oreja con los labios. Tomó aire: —¿Quién los mandó? —preguntó. El hombre boqueaba. Sus labios se movieron, pero ningún sonido escapó de ellos. Su respiración era débil, en cualquier momento moriría. Severo se incorporó, miró a ambos lados del camino, el rostro se le crispó por la furia y pateó al hombre tres, cuatro, cinco veces. —¡Stronzo! —gritó—: ¿Quién mierda los mandó? Volvió a inclinarse, pero fue inútil. El hombre se ahogaba con su sangre. Dos burbujas rojas reventaron en su boca y expiró. Antes de bajarse, tambaleándose por la borrachera, las muchachas le regalaron largos besos. Eran espigadas, las melenas como enjambres, y llevaban unos vestidos cortos y apretados que resaltaban sus senos, sus caderas, el músculo alargado de sus piernas. Lucas Méndez se caló los lentes ahumados, esperó a que las muchachas entraran al chalecito gris, y arrancó el Impala con un rugido. Surcó a toda velocidad las calles desarboladas de Barrios Altos. Tenía la boca pastosa, los labios y la nariz le ardían y la entrepierna le picaba. El viejo Zenón Noriega se había vuelto un depravado, pensó: cada vez pedía más fiesta, más mujeres. Quienes lo conocían decían que siempre había sido un hombre supersticioso y austero, que el poder había sido su afrodisíaco. Lucas se rio al recordarlo con las muchachas, la noche anterior: chaposo, desesperado, incapaz de conseguir una erección. La ciudad cambió de rostro en pocos minutos. Las calles se volvieron modernas y limpias, ocupadas por presuntuosos autos americanos, parques y jardines aparecieron por todos lados. Lucas llegó a San Isidro, hasta la casa de la calle Marconi, y bajó de su auto. http://www.bajalibros.com/Flores-amarillas-eBook-470534?bs=BookSamples-9786123091354
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Hubiera querido tomarse un duchazo y dormir hasta el día siguiente, pero no podía negarse a una invitación de Severo, su jefe y cuñado. Tocó la puerta y Fermín le abrió. Entró a un recibidor, muy fresco a diferencia de la calle, incendiada por el sol. Se detuvo en el baño de visitas se limpió el sudor de las axilas y la espalda, se lavó el rostro y las manos, y se alisó el cabello, que empezaba a ralear. Salió del baño. Le costó esquivar los muebles de la sala y llegar al comedor. Esa tarde toda la familia estaba reunida, comprobó: Severo y Rosa, juntos en la cabecera; Alberto, Jonás y el pequeño Samuel, y dos de las hijas mujeres: Flora y Celia. Solo faltaba Augusta, la mayor. —Buenas tardes, Lucas —le dijo Severo al verlo—. Adelante, tuvimos que empezar sin ti. —Perdón por el retraso. Estaba con Zenón Noriega en una reunión. Te manda saludos. Rosa agitó la campanilla que tenía delante y un mozo entró. —Ya puede servir la sopa a Lucas, Héctor. Los demás estamos listos para el plato de fondo. —Cómo no, señora —dijo el mozo y salió. Los Versaglio solían ser muy ruidosos cuando comían, como cualquier familia de raíces italianas, pero un silencio incómodo prevalecía en la mesa. Nadie hablaba, Lucas no entendía por qué. —¿Cuánto más la vamos a esperar, Rosita? —gruñó de repente Severo—. ¿Dónde está el respeto en esta casa? Esta chica hace lo que quiere, carajo. Te dije que quería a todos reunidos. Un almuerzo familiar, te dije. —Ya viene, Severo —intentó apaciguarlo Rosa—. Tenle un poquito de paciencia, por favor. —Ya veremos. Más le vale llegar pronto. http://www.bajalibros.com/Flores-amarillas-eBook-470534?bs=BookSamples-9786123091354
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Augusta apareció al rato, alborotada. Saludó a Severo y a Rosa, a su tío Lucas, a sus hermanos, y se sentó. Su padre la observó irritado. El mozo entró al comedor, sirvió a Lucas y a los demás. —¿Sopa, señorita Augusta? —preguntó. —Seguro, Héctor. Por favor. El mozo volvió pronto con un plato hondo y humeante, y lo puso frente a Augusta, que probó una cucharada: —Ay —dijo—: ¿Qué es esto? Qué feo. No me gusta... Era lo que Severo esperaba. Sin decir una palabra, se levantó y se acercó a su hija. —¿No te gusta? —bufó. Augusta no respondió. Se limitó a contemplar a su padre, que con parsimonia levantó el plato y se lo vertió sobre la cabeza. Luego recogió una servilleta, se secó las manos, dio la espalda a su hija y buscó la puerta. —Acompáñame, Lucas —dijo al salir—. Tenemos que hablar. Lucas siguió a su cuñado. Llegó hasta la biblioteca, un salón muy iluminado, de altas paredes cubiertas de libros. Allí Severo acostumbraba pasar sus ratos a solas, hojeando el periódico, fumando, escuchando tangos. —Acomódate, Lucas. ¿Whisky? A pesar de la resaca, Lucas aceptó. Severo abrió un aparador de vidrio, destapó una botella de cristal tallado, y llenó dos vasos con hielo y whisky. —¿Estuvo bien lo de anoche? —preguntó Severo—. ¿Cómo se portó Noriega? http://www.bajalibros.com/Flores-amarillas-eBook-470534?bs=BookSamples-9786123091354
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—Como un campeón —Lucas recibió el vaso, brindó con su cuñado y tomó un poco—: ¿Qué me querías contar? —Van a matarlo —había susurrado aquel hombre, que por primera vez aparecía en Marconi, al oído de Severo—. Este mediodía, cuando salga del hipódromo y vuelva a casa. Lucas cambió de expresión: —¿Y quién es este informante? —preguntó. —Unión. Me llamo Carlos Unión —el hombre había estirado la mano, se había presentado con distancia, hasta timidez—. Pero todos me dicen Tatán, señor Versaglio. —¿Tatán? No puede ser —dijo Lucas—. ¿Tiene un diamante en el diente? —¿Y qué quieres a cambio de esta información? —había dicho Severo al hombre—. No te habrás arriesgado por nada viniendo hasta acá, Tatán. —Así que buscaba trabajo. Quería dejar de robar —dijo Lucas—. ¿Y tú le creíste? ¿Lo aceptaste como guardaespaldas? —¿Pudo haber sido Álvarez-Calderón? —Severo dibujó pequeños círculos en el aire con el vaso de whisky—. ¿Raffo? No les ha gustado nadita nuestro progreso. —Muchos quisieran tener el monopolio de los textiles en las fuerzas armadas y la policía, Severo — Lucas encendió un cigarrillo—. No solo ellos. Voy a ver de qué puedo enterarme con el viejo Noriega. Quizá Esparza Zañartu sepa algo. —A Esparza no lo metas —dijo Severo—. Nunca metas a Esparza en nuestras cosas. ¿Más whisky?
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Ocaña caminó de memoria hasta su cuarto, un pequeño cubículo a un lado de la caballeriza, con un colchón en el piso. Entró, dejó la gorra a un lado, se desnudó y se acostó. Estaba muy nervioso, temblaba, le hacía falta un trago. Rodó sobre el colchón durante un par de horas, cubierto por un sudor pastoso, hasta que se durmió con las primeras luces. Entonces los recuerdos de esa noche infernal, vueltos pesadillas, lo acosaron. La parte más dura de su trabajo había empezado cuando los demás se marcharon, al caer el sol. Uno a uno sacó los quince caballos que Severo Versaglio mantenía en el hipódromo, los cepilló a conciencia, les peinó las crines y la cola, les quitó las herraduras, desbastó y pulió sus cascos, y les convidó terrones de azúcar. Antes de guardarlos, cambió la paja húmeda por paja seca y limpió las casillas. Llenó los pesebres con heno, cereal y zanahoria, y echó agua en los abrevaderos. Recogió un balde, una fregona, y empezó a trapear hasta que el timbre lo detuvo. Muy pocas personas visitaban el hipódromo a esas horas. Los aprontes, el entrenamiento en la piscina, la pista de viruta o el torno, la escuela de jockeys, toda la actividad ocurría por la mañana. Ocaña abrió la puerta de la caballeriza y se encontró con varios guardaespaldas de don Severo que venían por órdenes del jefe, según le dijeron. Traían picos y palas, arrastraban varias bolsas negras y de cemento. Buscaban tierra blanda, dijeron. Ocaña los llevó al torno, intrigado. Los hombres dejaron los sombreros, los sobretodos y las camisas, alguno decidió quedarse en calzoncillos. Armaron un montículo con el cemento y lo mezclaron con agua. Con la ayuda de Ocaña, alumbrados por candiles, emplearon varias horas retirando la arena. Debajo encontraron una capa de cascajo, que picaron y removieron hasta que alcanzaron un metro y medio de profundidad. http://www.bajalibros.com/Flores-amarillas-eBook-470534?bs=BookSamples-9786123091354
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Removieron el tronco que servía de eje a los caballos y lo dejaron a un lado. Luego tiraron las bolsas negras en la fosa que habían cavado, con tan poco cuidado que una de ellas golpeó el piso y se abrió. Para espanto de Ocaña, un rostro pasmado y ceniciento quedó al descubierto. Era el de uno de los pistoleros que habían atacado a Severo Versaglio por la tarde. Pronto unas paladas de cemento lo ocultaron junto con los demás. Los guardaespaldas devolvieron el tronco a su lugar, esperaron que el cemento estuviera más o menos seco y cubrieron todo con arena. Cuando amaneció, el torno parecía intacto, listo para los entrenamientos.
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