Entre Godard y Heidegger: Distintos rostros de la distopía técnica Diego Parente
1. Utopía y distopía como etnografías del futuro
1.1. Rostros modernos de la utopía técnica Mencionaré ahora algunas de las maravillosas obras del arte y de la naturaleza en las que no hay ninguna magia y que la magia no podría realizar. Se pueden crear instrumentos mediante los cuales los barcos más grandes, guiados sólo por un hombre, pueden navegar a una velocidad mayor que si estuvieran llenos de marinos. Se podrán construir carros que se muevan con increíble rapidez sin la ayuda de animales. Se podrán construir aparatos de vuelo en los que un hombre sentado cómodamente y meditando sobre cualquier tema, pueda batir el aire con sus alas artificiales a la manera de las aves..., así como también máquinas que permitan a los hombres pasear por el fondo de los mares o de los ríos sin barcos. Roger Bacon, De Secretis Operibus1
Si no hubiera sido escrito hacia 1260, el epígrafe que abre este trabajo carecería completamente de atractivo. Lo cierto es que Roger Bacon, aquel curioso monje inglés que vislumbró los caminos del método experimental, ignoraba que con su declaración estaba dando inicio a una vasta tradición de utopías técnicas, un linaje dentro del cual harían juego grandes pensadores como Tomás Moro y Francis Bacon. Precisamente este último, casi cuatro siglos más tarde en Londres, terminaba de escribir su New Atlantis. El libro, publicado de manera inconclusa en 1627, intentaba retratar una sociedad perfecta producto de la intervención de la ciencia y de la técnica en todos los campos de 1
Fragmento citado en MUMFORD, Lewis, Técnica y civilización, Madrid: Alianza, 1977, p. 76.
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la vida social, incluyendo a la propia cotidianeidad. New Atlantis, a su vez, se apoyaba en los antecedentes de Ciudad del Sol de Campanella (1622) y de la Cristianópolis de Andreae (1619). Bacon postulaba un gobierno de técnicos, una estructura en la cual el científico reemplazaba al político (así como hallamos en Platón un “rey filósofo” hay en Bacon una idea de “rey científico” conectada a su vez con un privilegio del “inventor”2). Esta imagen baconiana de la técnica -que presupone cierta bondad intrínseca en su naturaleza- se contrapone, sin embargo, con el carácter paradójico que recae sobre ella desde sus primeras manifestaciones e interpretaciones. El mito prometeico, como sabemos, nos deja a mitad de camino: la técnica es un don que –como todo don- el hombre no puede rechazar. Es el resultado de un robo a los dioses y lleva en sí esa condena. El arco utilizado para producir música es el mismo que sirve luego como modelo para la confección de armas de ataque y de caza, tanto del animal como del propio hombre. Como plantea Platón con respecto a la escritura, la técnica puede ser comprendida como phármakon, remedio o veneno. En cierto sentido, las reflexiones sobre la técnica, la presencia de un problema relativo a la técnica como mecanismo a la vez humano y sobre-humano que transforma a su usuario y lo convierte en algo siempre nuevo, pueden remontarse incluso al mismo Platón. Cuando éste ataca a la escritura adjudicándole la pérdida de una cierta discursividad originaria, estamos en presencia de uno de los primeros manifiestos críticos acerca de la técnica, una puesta en discusión de un mecanismo tecnológico -aunque ahora bien podamos observar a la escritura, a la capacidad de escribir, como algo completamente natural, debemos comprenderla como una cierta técnica acaecida en un determinado contexto histórico-cultural-. Esta llamada amenazante de la escritura que aparece explícitamente en Sócrates y, de manera oscilante, en Platón, tuvo sus herederos -aunque quizá un poco más débiles y no tan reconocidos- en los críticos de la imprenta como objeto de reproducción de la escritura. El mismo problema, ahora involucrando la cuestión del original y la copia, se traslada a comienzos del siglo XX en aquello que Walter Benjamin dio en llamar la ‘reproductibilidad técnica’ de la obra de arte. Durante todo el siglo pasado y hasta hoy en día, los conflictos éticos en torno a la vinculación entre tecnología y sociedad se han
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Véase, al respecto, FERNANDEZ, Graciela, Verdad y Utopía: La condición antiutópica, Ed. Suárez, en prensa.
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hecho aún más claros con los avances en el campo militar, con la creación de armas bioquímicas, o con los adelantos en biomedicina y biotecnología. Comprendida en su sentido amplio, la técnica como saber empírico destinado a la resolución de problemas no caracteriza de manera exclusiva al hombre moderno en la medida en que resulta posible encontrar testimonios de inteligencia ‘técnica’ incluso en nuestros antepasados más remotos. Sin embargo, la modernidad fue la primera época en la que la técnica alcanzó un estatuto diferenciado y privilegiado, dejando atrás la cosmovisión grecorromana según la cual los trabajos artesanales se encontraban asociados a lo vulgar, al trabajo del esclavo. El imaginario social moderno sobre la tecnociencia y sus alcances deseó desde siempre vincular las innovaciones tecnológicas con un futuro paradisíaco, pleno de comfort. Pensó que la tecnología conduciría al hombre a pasearse grácilmente por el mundo desatendiendo el esfuerzo físico y priorizando las consecuencias placenteras de la máquina, libre para ejercer su señorío sobre la Naturaleza de la manera más implacable. De allí que la aparición de la utopía técnica como topos literario3 no pueda comprenderse adecuadamente sin tener en cuenta que la modernidad no fue solamente la “edad de la Razón”, sino también la edad de la técnica y la ciencia. Con el advenimiento de la revolución científica, la modernidad pone nuevamente en el centro de la escena al saber técnico, incluso al saber artesanal, a través de la explosión de las denominadas ‘sociedades científicas’. Uno de los motivos esenciales de esta priorización está dado por la necesidad de explotar la Naturaleza. En tal sentido, es coherente que la búsqueda de una metodología para el crecimiento del saber científico haya sido uno de los pilares fundamentales de la filosofía moderna, un deseo materializado especialmente en figuras como René Descartes y Francis Bacon. Para Bacon, ciencia y tecnología son medios para comprender y dominar al mundo natural. El eslogan que abre el Novum Organum, “El hombre, servidor e intérprete de la Naturaleza”4, nos remite a una servicialidad paradójica, instrumental: su valor parecería radicar sólo en ser un medio para la posesión, para el control, para la explotación de lo natural. Como dice Bacon, “No se vence a la Naturaleza sino obedeciéndola”.
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La literatura y la filosofía no pueden dejar de contaminarse entre sí: el carácter visionario de un Julio Verne descansa sobre los hombros de otros gigantes teóricos que anteriormente habían abierto las puertas al avance científico y tecnológico anticipando modificaciones sustanciales en el modo de vivir de los seres humanos. 4 BACON, Francis, Novum Organum, México: Porrúa, 1991, p. 37.
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Esta comprensión de la técnica y la ciencia como herramientas para dominio del mundo se presenta también en Descartes, Leibniz y Pascal, entre otros. Descartes, en el final de su Discurso del Método, sostiene que “...en lugar de la filosofía especulativa enseñada en las escuelas, es posible encontrar una práctica por medio de la cual, conociendo la fuerza y las acciones del fuego, del agua, del aire, de los astros, de los cielos y de todos los demás cuerpos que nos rodean ... podríamos aprovecharlas del mismo modo en todos los usos a que sean propias, y de esa suerte hacernos como dueños y poseedores de la naturaleza”5. Ciertamente, la voluntad de dominio que se deja ver en estos autores forma parte de un espíritu de época, una Weltanschauung atravesada por los peculiares intereses de una forma económico-social y por los albores de un proceso de auge de la subjetividad que no podrían explicarse acabadamente en el marco de este ensayo. Sin embargo, esta imagen ingenua -en cierto sentido, metafísica- de la tecnología entra en crisis a comienzos del siglo XX con la aceleración impuesta por los medios de comunicación masivos y la salida a escena de voces profundamente críticas. Incluso a finales del siglo XIX esta obsesión moderna por controlar la Naturaleza ya encuentra sus resistencias. Quizá sea Friedrich Nietzsche uno de los principales críticos de esta posición. En Die Wille zur Macht, denuncia la radical maldad del conocimiento, afirmando que, antes que apropiación o identificación con el mundo, el conocimiento consiste en realidad en una violación de las cosas (una violación que se ahonda y se hace más patente a través de la técnica). También revela Nietzsche aquello que se oculta tras la ingenua felicidad con que se reacciona frente a los adelantos tecnológicos: “Siempre que se habla de ‘humanizar’ el mundo, equivale a adueñarse más del mundo”6. Una nueva forma de utopía técnica es hallable actualmente en autores que defienden al naciente mundo multimedia y, en términos generales, a las virtudes que se desprenden de esta nueva forma social denominada cibercultura. En este caso se postula a la comunicación en redes como modelo de una futura sociedad democrática, descentrada, abierta a la creatividad y a la novedad constante, a la resignificación permanente de los objetos que por ella circulan. Pese a su carácter “revolucionario” tan publicitado, se trata de un nuevo ideal de sociedad que no puede desprenderse de la
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DESCARTES, René, Discurso del método, Sexta parte, Madrid: El Ateneo, 2001, pp. 88-89. NIETZSCHE, Friedrich, La voluntad de poderío, Madrid: EDAF, 1991, parag, 606, p. 332.
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recurrencia a gurúes o guías (aunque Nicholas Negroponte7 no quiera considerarse de esa manera).
1.2. Los sueños de la razón técnica generan monstruos Si consideramos a la ciencia ficción como uno de los dispositivos narrativos más fértiles para la generación de distopías técnicas, no resultará extraño descubrir que Isaac Asimov definió a dicho género precisamente como la “respuesta humana a los cambios en el nivel de la ciencia y la tecnología”. La distopía técnica, al menos en sus ejemplos más representativos y explícitos, es sin duda posterior a la utopía. Aparece como negación, como rechazo de un particular mundo técnico que ya no es promesa sino factum. En la distopía no hay nada de amenazante. Más bien somos testigos de la consumación de una amenaza. Inferimos esta última a través de sus vestigios, de sus huellas, pero no reconocemos jamás su arribo -de allí que frecuentemente aparezca el adjetivo “post-apocalíptico” en la crítica cinematográfica de este género-. Mientras que la utopía se enuncia con la esperanza de que se acelere el advenimiento de una sociedad ideal, toda distopía desea diferir su propia llegada. La distopía pretende que el futuro que se profetiza no llegue nunca, que permanezca siempre “u-tópico”. Por otra parte, hay una crucial diferencia de escenarios entre utopía y distopía. En la primera, como señala G. Fernández8, el modelo imaginario funciona sólo en un ámbito limitado, insular, esto es, no hay zonas intermedias entre los modelos perfectos y la sociedad imperfecta. Al mismo tiempo, el hecho de que el estado se encuentre en un territorio lejano y difícil para acceder explica la falta de influencia con otras sociedades. La vida distópica, en cambio, está puesta en el centro de la escena. De hecho, presupone que casi no existen alternativas para escapar de ella. La peor forma de vida pensable está dada globalmente y, en el mejor de los casos, existe una mínima comunidad marginal que se mantiene evadida de los criterios tecnosociales imperantes –comunidad que funciona casi siempre como interlocutor del protagonista-.
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Para una caracterización de esta nueva forma de utopía técnica véase NEGROPONTE, Nicholas, Ser Digital-Being Digital, Buenos Aires: Atlántida, 1995. 8 FERNANDEZ, Graciela, Verdad y Utopía, ed.cit. Este carácter insular es una constante en la medida en que dicho escenario aparece no sólo en la Utopía de Moro y la New Atlantis baconiana sino también en la Ciudad del Sol de Campanella, la Cristianópolis de Andreae, la Oceana de Harrington, la isla de los sevaritas de Vairasse, la isla de los Pinos de Nevile, la Spensonia de Spence y la Icaria de Cabet.
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1.2.1. Algunas aproximaciones cinematográficas a la distopía Si bien existen distopías cuyas materializaciones no implican utilización de tecnología9, el objetivo de esta sección consiste en ceñirse a un tipo especial de utopía negativa: las distopías técnicas, es decir, aquellas en las que alguna forma de tecnología ha cumplido un papel esencial en llevar a una sociedad a la peor forma de vida pensable. Sus referencias literarias y filmográficas son vastísimas. Es evidente que –en tanto que género- ella ha generado mayor atención que su antónimo entre los cineastas y guionistas. Tal vez las necesidades intrínsecas del propio plot cinematográfico (la exigencia de un conflicto, o de un proceso de crisis o trastorno que movilice el relato) haya favorecido esta prioridad del escenario distópico por sobre el retrato utópico -como sabemos, una vida perfecta y carente de contratiempos, además de ser aburrida, no se presta fácilmente a la narración-. Así como la utopía describe fragmentos de un mundo que no está presente pero atendiendo a los particulares intereses del presente histórico del enunciador, la distopía también es generada desde dentro de una determinada matriz sociocultural, de la que se nutre y extrae su riqueza conceptual y sus propios temores. Cada época genera sus propios fantasmas. Como plantea Paul Virilio, cada nueva tecnología crea su propia negatividad, su particular accidente. Al inventarse la electricidad, se inventa también el electrocutamiento; con el tren, el descarrilamiento. Aquí, el caso del electromagnetismo puede ser un buen ejemplo de cómo una cierta tecnología deviene culturalmente relevante y, como consecuencia, objeto de reservas teóricas. Hacia 1908, el aragonés Segundo de Chomón (el Meliès español) filmaba El Hotel Eléctrico, una película en la que además de probar nuevas técnicas cinematográficas se ocupaba de alertar sobre los malos usos de una tecnología incipiente y novedosa: la electricidad10. Del mismo modo, Videodrome no habría tenido
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Más allá del cine que relata catástrofes “naturales”, podemos hallar films en los cuales el elemento distópico se sitúa fuera de la técnica. Invasion of the Body Snatchers, en cualquiera de sus versiones, muestra un mundo invadido por seres parasitarios extraterrestres que necesitan nuevos cuerpos, situación que los obliga a reemplazar secretamente, uno a uno, a los humanos. En este caso, no hay aspectos tecnológicos temerarios sino más bien una lenta e inadvertida posesión de cuerpos –cuyos signos se adivinan en cambios psíquicos de los sujetos poseídos- (existen varias versiones: Don Siegel, 1956; Philip Kaufman, 1978; Abel Ferrara, 1993; las tres basadas en la novela original de Jack Finney). 10 Es destacable que el nacimiento del cine (a finales del siglo XIX) coincide con la popularización del uso de la energía eléctrica y magnética. Éstas se convierten rápidamente en protagonistas de muchos films de la primera etapa del cine configurando “fantasías eléctricas” representadas en una importante serie de títulos como La ceinture electrique (1907), The Electric Policeman (1909), The electric Vitaliser (1910), La cuisine magnetique (1907), The magnetic squirt (1909), The wonderful electro-magnet (1909), entre
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sentido sin la potencialidad abierta por la televisión y las hipótesis acerca de su carácter adictivo, Terminator no habría generado tanto temor sin la aparición de la robótica, así como el núcleo argumental de Matrix sería absurdo sin la posibilidad de crear simulacros a través de computadoras.
1.2.2. Dos clases de distopía Llegado este punto, podríamos distinguir dos clases de distopía técnica en relación con el escenario en el que se desarrollan. En primer lugar, aquellas que la sitúan en un tiempo y espacio muy similares a los propios del enunciador sólo que exageran los caracteres o las prácticas que pretende denunciar (como sucede con los rasgos caricaturescos de Modern Times de Chaplin, 1935). En segundo término, aquellas que se sitúan en un tiempo distinto al nuestro y en un escenario que, si bien puede ser el mismo, ha sido sustancialmente modificado. Si bien a priori podría pensarse que una sociedad distópica debería ser necesariamente caótica, muchas de las distopías pertenecientes a la segunda clase se caracterizan por el hecho de que excluyen toda forma de conflicto social, enfatizando el carácter funcional de cada uno de sus miembros. Estos últimos juegan, en algunos casos, un papel pasivo e insignificante. Esto es: no hay lugar en ellas para la marginalidad de ningún tipo, para la desobediencia, en resumen, para la diferencia. Como temía Theodor Adorno, el riesgo propio de la sociedad de masas era la homologación completa de prácticas y de pensamientos vehiculada a través de enormes aparatos técnicos de control de individuos. De allí que buena parte de los relatos distópicos hayan sido utilizados de manera frecuente como alegatos en contra de formas de dominación situadas con precisión (por ejemplo, los totalitarismos europeos de primera parte del siglo XX). Tal vez esta última clase de distopías sea la que mayor cantidad de referencias cinematográficas ofrece11. Hay, por supuesto, un par de novelas que parecerían tener un carácter paradigmático y fundacional: 1984 de George Orwell (filmada por Michael Radford en 1984) y Brave New World de Aldous Huxley (versionada de manera mediocre por L.Libman y L.Williams, 1998), ambas transposiciones de las obras otras. Véase, al respecto, MORENO, Manuel, “Cine y ciencia”, disponible en Internet: http://www.imim.es/quark/num28-29/028102.htm 11 Las características y la extensión de este trabajo determinan que el listado de films indicados en esta sección no sea exhaustivo sino, simplemente, indicial. Es decir, se intenta que sirva como pista para dilucidar el significado de las relaciones entre tecnología y concepción de una sociedad futura.
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literarias ya célebres. En la misma galería podríamos incluir a las dictaduras tecnoburocráticas de Brazil (Terry Gilliam, 1985), THX 1138 (George Lucas, 1970) y Alphaville (J.-L.Godard, 1965) -que será tratada con más detalle en la sección 3-. Ámbitos totalitarios similares se representan, con variantes y distinto éxito, en Metropolis (Fritz Lang, 1927), Fahrenheit 451 (Francois Truffaut, 1966), Bunker Palace Hotel (Enki Bilal, 1989), Closet Land (Radha Bharadwaj, 1991), Dark City (Alex Proyas, 1998) y Minority Report (Steven Spielberg, 2002), así también como en una de las pocas distopías argentinas conocidas: La Sonámbula-Recuerdos del futuro (Fernando Spiner, 1998). El cine de animación ofrece también su perspectiva sobre la alienación dentro de un régimen despótico en Antz (Eric Darnell y Tim Johnson, 1998). La televisión, en tanto que punto extático de los medios masivos, fue homenajeada por varias distopías, entre ellas Videodrome (David Cronemberg, 1983), Truman Show12 (Peter Weir, 1998) y Max Headroom (Annabel Jankel y Rocky Morton, 1985), una olvidada serie futurista ambientada en una ciudad post-apocalíptica del siglo XXIII. Conectada con las anteriores, la posibilidad -a la vez fantástica y terrible- de observar los propios sueños en una pantalla aparece referida en Bis ans Ende der Welt (Wim Wenders, 1991). Desde la década del noventa en adelante, los temores parecen haberse desplazado desde la televisión hacia los nuevos peligros de la cibernética, la inteligencia artificial y la biotecnología. Los alcances de esta última aparecen profetizados especialmente en Twelve Monkeys (Terry Gilliam, 1995), Gattaca (Andrew Niccol, 1997) y 28 days later13 (Danny Boyle, 2002). A su vez, las alternativas reflexivas abiertas por la aparición de mecanismos para generar ‘realidad virtual’ y ‘vida’ artificial brindan motivos argumentales a films como Strange Days (Kathryn Bigelow, 1995), Existenz (David Cronemberg, 1999), la trilogía Matrix (Andy y Larry Wachowski, 1999-2003) e Inteligencia Artificial (Steven Spielberg, 2001).
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Podría argumentarse, de todos modos, que este calvario individual televisado constituye una utopía desde la perspectiva del propio Truman, al menos hasta la última escena, si bien se trata de una distopía para el espectador en tanto conoce qué tipo de simulacro se está montando alrededor del protagonista. 13 Aquí Danny Boyle retoma el legado temático de la invasión y de la paranoia a través de un futuro distópico narrado por un sobreviviente en una Londres inhóspita a raíz de una curiosa epidemia de violencia descontrolada. Los infectados, la mayoría de la población, persiguen impiadosamente a los pocos sobrevivientes que no se deciden entre refugiarse o salir a buscar al resto de los posibles humanos vivos. La tecnociencia, a través de un experimento animal saboteado, es aquí el responsable último de la expansión del virus. De todos modos, 28 days later es la contracara de cualquier distopía anclada en la noción de control: la Londres de Boyle es una ciudad desierta, anárquica, perdida. Sus comunicaciones están cortadas y sus rutas sitiadas por hordas de infectados.
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Por supuesto, otras películas que abordan distopías realizan cruces de géneros, en la medida en que se inclinan hacia la comedia como sucede en Mon oncle (Jacques Tati, 1958) o Sleeper (Woody Allen, 1973), o directamente hacia el cine de acción, tal como ocurre en los casos de Terminator (James Cameron, 1984), Demolition Man (Marco Brambilla, 1993), o hacia esa suerte de policial metafísico que plasmó Ridley Scott en Blade Runner (1982). Lo cierto es que, con diversos grados de responsabilidad, en la mayoría de estos films la tecnología cumple un papel esencial en los procedimientos de vigilancia y sometimiento de la sociedad. Una de las coincidencias de fondo radicaría en que el control social se vehicula a partir de una serie de tecnologías de comunicación, o bien a partir de una prohibición de una cierta clase de soporte comunicacional (la herejía de los libros y la lectura en Fahrenheit 451, Brave New World, Demolition Man o Max Headroom). Al mismo tiempo, el peligro de la máquina adquiere su forma más lograda en el robot -paradójicamente, la máquina más antropomorfa imaginable-, y en la posibilidad de una rebelión que alteraría la tradicional relación de servidumbre del instrumento con respecto a su usuario14. En varias de estas distopías aparece cierto aire romántico que (re)privilegia el cuerpo y los sentimientos, posicionándose contra la racionalidad maquinal-tecnológica, de algún modo como una respuesta ante la pérdida de la Naturaleza o de la vida (sea esta última pérdida el resultado de una apropiación desmedida, de la destrucción o de la mera virtualización). Dentro de estos films, el aire romántico se materializa en pequeños grupos marginales de resistencia o bien en el propio protagonista que asume un perfil de Restaurador15. Ahora bien, en el marco de las distopías señaladas, resulta necesario distinguir dos tipos de crítica dirigidas hacia la tecnología, dos acusaciones relativamente diferentes en su naturaleza y motivaciones. La primera de ellas realiza una crítica del instrumentum: el inconveniente está dado por el soporte mismo y las prácticas innovadoras que genera en acto o en potencia (podemos recordar, en este caso, la 14
En su novela Yo Robot (Barcelona: Bruguera, 1975), Isaac Asimov imaginó tres reglas que necesariamente se deberían imponer sobre la conducta de los robots a fin de proteger al “usuario” humano de una eventual rebelión o perjuicio: Primera ley. Un robot no debe darñar a un ser humano o, por su inacción, dejar que sufra daño; Segunda ley. Debe obedecer las órdenes dadas por un humano siempre, excepto cuando estas órdenes estén en oposición a la primera ley; Tercera ley. Un robot debe proteger su propia existencia hasta donde esta protección no entre en conflicto con la primera o la segunda leyes. 15 Contra Bacon y los modernos, es visible que en gran parte de las visiones estereotipadas del cine de science-fiction y de catástrofe, la tecnociencia asume un papel malévolo, en tanto que instrumento para someter a las masas o bien para desencadenar desastres naturales de diverso tipo.
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crítica platónica hacia la escritura en tanto que medium de comunicación, o las críticas de Adorno dirigidas hacia los medios masivos, especialmente a la radio). Podríamos llamarla crítica inmanentista, en tanto considera que una parte maldita ya pre-existe en el soporte independientemente de los distintos usos que se le puedan dar o de los contenidos con que se lo pueda dotar. Esta posición sintetiza la perspectiva tecnofóbica, aquella que teme a las imposiciones cognitivas o conductuales implícitas en ciertas tecnologías. Por detrás de todas estas críticas aparece el espectro de Mc Luhan, su célebre tesis “El medio es el mensaje”, es decir, la idea según la cual el mismo soporte instala en el destinatario una serie de condicionamientos perceptivos (la linealidad –a través de la escritura-, la visión en mosaico –a través de la televisión-). Un segundo tipo de crítica se remite exclusivamente al contenido de la información transmitida (aspecto problematizable desde un punto de vista moral, político, etc.). En esta clase de ataque teórico, no hay alusión al soporte sino al contenido que en él se coloca. Así se fundamentan frases tales como “La TV no es mala en sí misma, lo malo es aquello que se incluye en ella, pero el soporte no es maldito a priori”. Los diversos sistemas de vigilancia del discurso instrumentados a lo largo de la historia ejemplifican este tipo de crítica16. Es así que el Index medieval funcionó en base a una lógica de exclusión que no problematizaba, en ninguna instancia, el soporte empleado. La degradación sufrida por la Enciclopedie ilustrada, las persecuciones hacia Galileo o Giordano Bruno entre otros, se encontrarían en esta interminable y dolorosa historia de los discursos excluídos. Por supuesto, este es también el procedimiento puesto en juego por diversos sistemas totalitarios cuyo dominio se sostiene en una vigilancia de los contenidos sin atacar al medium empleado. En relación con la distopía, estas dos críticas a la tecnología también muestran actitudes bien distintas. En primer lugar, la crítica al instrumentum siempre se hace anticipando y, especialmente, evitando, una distopía técnica posible. Desde esta perspectiva, el futuro no es incierto. Por el contrario, se prevé con exactitud sus contornos y sus consecuencias negativas. En segundo lugar, la crítica al contenido no está relacionada de manera directa con lo utópico o lo distópico, sino con una perspectiva ideológica que apunta a cuestionar lo incluido en el mensaje. De modo que de las dos actitudes anteriormente detalladas sólo la primera parecería entrar en contacto
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Véase, al respecto, FOUCAULT, Michel, El orden del discurso, Barcelona: Tusquets, 1989, especialmente pp. 11-38.
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con lo utópico o lo distópico. La segunda, simplemente, carece de referencia exacta al futuro, si bien posee una dimensión moralizante claramente establecida. La quema de libros por parte de los bomberos en Fahrenheit 451 representa el ataque al medium, a la especificidad del soporte. Algo similar ocurre en la ciudad de Max Headroom en la que los monitores se amontonan desordenadamente sobre las veredas junto a cajas usadas de comida y latas que sirven como fogatas. Monitores que no pueden apagarse, ni romperse, en fin, no pueden evitarse. Una serie de marginales – que vive bajo tierra de manera clandestina- organizan actos terroristas al salir con controles remoto y apagar los aparatos. Al mismo tiempo, realizan actividades de lectura, un revolucionario rescate del libro que había pasado a ser ya un objeto de museo. Más allá de estas referencias cinematográficas, también en la historia de la filosofía la distopía ha tenido su lugar, si bien atenuada por las limitaciones estilísticas y/o genéricas del discurso filosófico. Los críticos de la cultura de masas, por ejemplo, advierten sobre una distopía. Es indudable que, en sus textos más apocalípticos, los autores de la escuela de Frankfurt trabajaron ese tópico antes de que deviniera plot cinematográfico. También Heidegger, desde otra perspectiva, presentó aspectos distópicos en sus propios escritos. La siguiente sección se ocupará de abordar esos rasgos delimitando, posteriormente, qué estatuto adjudica Heidegger al cine.
2. Fragmentos de cine y distopía en Heidegger ¿Hay un Heidegger espectador? ¿Acaso habla en alguna instancia sobre cine, o al menos sobre las implicancias filosóficas del cine como técnica? Ciertamente las referencias heideggerianas al cine son escasas, aisladas y llevan una impronta notablemente negativa. Como es sabido, el segundo Heidegger prioriza la poesía (o más bien, el poetizar) como forma de desvelar el mundo y capta del cine no su potencialidad creativa sino, por el contrario, solamente sus perturbadores efectos cognitivos de dislocación espacio-temporal atados a la pérdida de los sentidos circunspectivos previos. Tales referencias, por supuesto, no forman parte de los núcleos temáticos tradicionales de su obra. Más bien se manifiestan en una serie de fragmentos laterales, en cierto sentido “residuales”, en los que Heidegger se ve atravesado por una especie de “diagnóstico del presente”. En estos pensamientos marginales (doble marginalidad:
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marginales a los grandes temas heideggerianos, marginales al hilo argumentativo de cada texto particular), en estas reflexiones asoma el fantasma de aquella escritura que siempre negó: la visión moralizante que en Sein und Zeit subestimaba enfáticamente como ‘filosofía de la cultura’. De modo que intentaremos una reconstrucción de la mirada heideggeriana con respecto al cine en tanto que técnica partiendo de la idea de que dicha concepción se aloja en los márgenes de su teoría. Esta reconstrucción requerirá una cierta interpretación de los mencionados fragmentos intentando ensamblarlos en una serie de ideas conductoras.
2.1. Testimonio / Profecía: El cine como técnica des-arraigante ¿Qué representación del cine nos ofrece Heidegger? En primer lugar, nos remite a una técnica, es decir, a un cierto mecanismo asociado a la percepción que tiende a producir –como la radio y otros medios de la cultura de masas- una modificación del significado del aquí y del ahora. En tal sentido, el cine debe ser integrado dentro de una serie de reflexiones en las que este autor tiende a explicitar una dimensión técnica del desalejar como característica esencial a la espacialidad del Dasein. Heidegger descubre que este rasgo relativo al desalejar se ve sustancialmente alterado por la implementación de ciertas tecnologías de comunicación y transporte. En un breve pasaje de Sein und Zeit escribe: Todos los modos de aceleración de la velocidad, en los que en mayor o menor grado estamos forzados hoy a participar, tienden a la superación de la lejanía. Con la radio, por ejemplo, el Dasein lleva a cabo hoy, por la vía de una ampliación y destrucción del mundo circundante cotidiano, una des-alejación del ‘mundo’, cuyo sentido para el Dasein no podemos apreciar aún en su integridad17.
Superación de la lejanía por medios técnicos: tomando el criterio heideggeriano deberíamos concluir que una enorme cantidad de técnicas, hasta las más antiguas (incluida la propia escritura), cumplen este carácter desalejante. Indudablemente, también el telégrafo, el teléfono, la radio y los medios de transporte participan decisivamente en la constitución de la espacialidad. Pero retornemos a la frase heideggeriana: “Ampliación y destrucción del mundo circundante cotidiano”. ¿Cómo puede algo extenderse y destruirse en el mismo movimiento? ¿No deberíamos decir: destrucción (de una cierta idea de) mundo circundante cotidiano? Con los medios de
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comunicación y su producción de instantaneidad, tendemos a convertirnos en ciudadanos del mundo. De modo que nuestros intereses, nuestro diario ocuparnos, nuestro objeto de cuidado en el sentido heideggeriano, se amplían notablemente. El conjunto de entes intramundanos relevantes para el Dasein se ha tornado mucho más grande y, en tal sentido, inasible. Como consecuencia, en la sociedad técnica el espacio se ha contraído. En la raíz de este proceso de compresión está la velocidad, esa que atestigua Heidegger en su conferencia “Das Ding” en 1949: Todas las distancias, en el tiempo y en el espacio, se encogen. A aquellos lugares para llegar a los cuales el hombre se pasaba semanas o meses viajando se llega ahora en avión en una noche. Aquello de lo que el hombre antes no se enteraba más que pasados unos años, o no se enteraba nunca, lo sabe ahora por la radio, todas las horas, en un abrir y cerrar de ojos 18 Esta apresurada supresión de las distancias no trae ninguna cercanía (...) ¿Qué es la cercanía cuando, con su ausencia, permanece también ausente la lejanía? (...) ¿Qué pasa que, suprimiendo las grandes distancias, todo está igualmente cerca e igualmente lejos? ¿En qué consiste esta uniformidad en la que nada está ni cerca ni lejos, como si no hubiera distancia? Todo es arrastrado a la uniformidad de lo que carece de distancia. ¿Cómo? ¿Este juntarse en lo indistante no es aún más terrible que una explosión que lo hiciera añicos todo? 19
Lo “indistante”: en esa imposibilidad de distinguir entre proximidad y lejanía radica el vértigo, el desvanecimiento de no saber dónde se está. Des-arraigo y distancia se conectan en esa lógica de desfondamiento, en esa “pérdida de pie” que Heidegger retrata amargamente. Cuando todos los lugares resultan asequibles, cuando todos ellos se encuentran ‘a la mano’, cuando la accesibilidad es total, crece la incertidumbre de saber dónde se está efectivamente. De modo que la imagen de la explosión (movilizante, poderosa) tiende a desmontar la delicadeza y el prestigio con que se presentan los avances en comunicaciones y transporte. Ni comfort, ni comodidad, sino dislocación, desestabilización. En ese mismo texto es posible encontrar una referencia al papel del cine dentro de la sociedad técnica:
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HEIDEGGER, Martin, Ser y Tiempo, trad. cast. J. Rivera, Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 1998, p. 131. 18 HEIDEGGER, Martin, “La cosa”, en Conferencias y artículos, Barcelona: Ediciones del Serbal, 1994. 19 HEIDEGGER, Martin, “La cosa”, Conferencias y artículos, ed. cit.
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Los lugares lejanos de las más antiguas culturas, los muestra el cine como si estuvieran presentes ahora mismo en medio del tráfico urbano de nuestros días. El cine, además, da testimonio de lo que muestra haciéndonos ver al mismo tiempo los aparatos que lo captan y el hombre que se sirve de ellos en este trabajo. La cima de esta supresión de toda posibilidad de lejanía la alcanza la televisión, que pronto recorrerá y dominará el ensamblaje entero y el trasiego de las comunicaciones20.
La maldición del instrumentum consiste, entonces, en su capacidad para dislocar, para sacar de quicio las nociones circunspectivas de tiempo y de espacio. Allí se funda su carácter desarraigante, su capacidad para quitarle al Dasein el propio suelo de referencia. Estos rasgos deben comprenderse atendiendo a la insistencia heideggeriana en la utilización de metáforas “radicales”, a sus constantes referencias al aquí y a la Tierra, en su doble sentido de planeta y suelo. La relevancia del aquí como lugar simbólico de pertenencia, de ligazón, se materializa –por ejemplo- en las figuras vinculadas al “arraigo”, al estar-atado a la Tierra y al consecuente des-arraigo provocado por las nuevas tecnologías. Dichas metáforas del crecimiento con los pies sobre la Tierra resultan significativas en tanto sean pensadas a la luz de una visión profundamente crítica de la sociedad técnica21. En este punto, más allá de las decisivas peculiaridades que distinguen a sus sistemas, Heidegger comparte un cierto “aire de familia” con el diagnóstico de otros pensadores contemporáneos tales como Theodor Adorno, Max Horkheimer y Oswald Spengler –la serie de teóricos que Umberto Eco etiquetó como “apocalípticos”-. En Serenidad, un escrito de 1955, Heidegger continúa desplegando una visión apocalíptica y reaccionaria frente al cine: Cada día, a todas horas están hechizados por la radio y la televisión. Semana tras semana las películas los arrebatan a ámbitos insólitos para el común sentir, pero que con frecuencia son bien ordinarios y simulan un mundo que no es mundo alguno (...) Todo esto con que los modernos instrumentos técnicos de información estimulan, asaltan y agitan hora tras hora al hombre –todo esto le resulta hoy más próximo que el propio campo en torno al caserío (...) más próximo que la usanza y las costumbres del pueblo; más próximo que la tradición del mundo en que ha nacido22.
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HEIDEGGER, Martin, “La cosa”, op. cit. Algunas explicaciones sobre la participación heideggeriana en la primera parte del régimen nazi tienden a enfatizar su confianza en el proyecto de “salvar la patria” frente al sentimiento de “desarraigo” que caracteriza a la sociedad de los medios de comunicación de masas. Ver, especialmente, PÖGELLER, Otto, Filosofía y política en Heidegger, Barcelona: Alfa, 1984, p. 137. 22 HEIDEGGER, Martin, Serenidad, Barcelona: Ediciones del Serbal, 1994. 21
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Mientras que los fantasmas del teatro no merecen condena alguna, una doble maldición habita en las salas de cine: la simulación y la invasión. La primera de ellas tiende a oscurecer la relación con el mundo o, lo que es lo mismo, a montar “un mundo que no es mundo”. Obviamente, este comentario heideggeriano se desentiende por completo del particular contrato de ficción sobre el cual se edifica la praxis cinematográfica. La segunda maldición es, en cierto sentido, más abarcativa. Atañe al Dasein en tanto éste se ve afectado e invadido por la insistencia de la imagen. Esta última dispondría de los dóciles cuerpos alterando sustancialmente las nociones de identidad y cercanía. Detrás de este argumento pueden verse vestigios de una iconofobia que atraviesa buena parte de la cultura occidental23. Esta perspectiva se profundiza cuando, también en Serenidad, Heidegger realiza una curiosa equiparación: coloca a la técnica “cinematográfica y televisiva” en la misma serie negativa que reúne indistintamente a la técnica del tráfico, la técnica aérea, la técnica de noticias, la técnica médica y la de medios de nutrición24. En algunas de estas últimas, sin duda, el pensar meditativo queda avasallado por el pensar calculadorobjetivante. Pero esta ausencia de pensar meditativo resulta discutible cuando es asignada al cine, teniendo en cuenta que esta “técnica” es asociable al arte antes que a la ciencia-que-no-piensa. Lo cierto es que Heidegger no está preocupado tanto por la técnica cinematográfica en sí misma como por lo que ella implica en el territorio del Dasein: asalto de la tradición, dislocación espaciotemporal, desarraigo. Desde su perspectiva, la “técnica” cinematográfica es otra de las manifestaciones de die Technik, de la sociedad técnica en general. De allí que no le conceda un lugar como praxis productiva, como instrumento de crítica del presente. Más bien, el cine es sólo un signo más de la sociedad distópica que se aproxima. Un signo de menor importancia que la propia televisión, en la medida en que es la TV la que cuenta con rasgos aún más invasivos y, en consecuencia, con un destino más próspero y determinante. Por otra parte, estos fragmentos laterales están caracterizados por una peculiar doble raíz enunciativa: Heidegger atestigua y, al mismo tiempo, profetiza una suerte de distopía técnica. Especialmente en sus trabajos de los ‘50 y ‘60, es testigo y –a la vezanuncia un mundo desquiciado, un planeta cuyos criterios han sido trastocados. La aparición de esta duplicidad enunciativa del atestiguar y del pronosticar, de la 23
Para un estudio mediológico de la iconofobia puede verse R. DEBRAY, Vida y muerte de la imagen: Historia de la mirada en Occidente, Barcelona: Paidós, 1994. 24 HEIDEGGER, Martin, Serenidad, ed. cit.
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descripción y la advertencia simultáneas, no es en modo alguno casual. El propio tema que toca la requiere. La temporalidad, o más bien, su ruptura, necesita una retórica dramática, impactante, en cierto sentido, apocalíptica. Como pensador de una cierta distopía, Heidegger debe acudir al registro lapidario del “ya no”, de la pérdida, del duelo. De allí, entonces, la nostalgia, la presencia fantasmal de lo irrecuperable. En sus textos se despliega una serie de gestos retóricos de tono impactante en los que frecuentemente puede leerse cierta nostalgia por una condición tecnocultural previa que, a fin de cuentas, jamás es descripta con precisión (como si fuera un puzzle cuya forma original sólo resultara inferible a partir de negaciones). En definitiva, es posible hallar en Heidegger un énfasis en la “desaparición” de las distancias como producto derivado de la implementación de ciertas tecnologías de transporte y de comunicación -entre las cuales se encuentra precisamente el cine-. Un desvanecimiento, una ruptura, que debe ser comprendida siempre en términos negativos. En tal sentido, se puede rastrear una lectura en clave ética de cómo las tecnologías disponibles condicionan poderosamente los regímenes de percepción de sus usuarios, una aproximación crítica que aleja las pretensiones de pensar a la técnica de manera instrumentalista y/o neutral. Desde la praxis cinematográfica, pero también desde la teoría, Jean-Luc Godard invierte esta perspectiva heideggeriana: la distopía puede retratarse (y, en tal sentido, retrasarse) por medios cinematográficos. El cine puede ser -incluso, tal vez, deba seruna máquina de pensamiento, un mecanismo cercano al ensayo. En lo que sigue se intentará precisamente dilucidar esta última metáfora.
3. Jean-Luc Godard: Distopía y otredad en Alphaville Entre los variados films de Godard, hay uno que sobresale por su ejemplaridad en relación con la distopía: Alphaville, une Etrange Aventure de Lemmy Caution. Godard filma Alphaville en 1965, el mismo año que realiza Pierrot le Fou y unos meses antes de Masculin-Femenine. Un par de años atrás había sugerido cierta reflexión sobre la misma temática en “Le Nouveau Monde”, un cortometraje que integra Ro.Go.Pa.G (1963), obra llevada adelante en conjunto con Pasolini, Gregoretti y Rossellini. Para esa época, Godard reparte sus tareas entre la práctica cinematográfica y la crítica en Cahiers du Cinema, aunque se trata de un período de poca actividad literaria, al menos si lo comparamos con su previa etapa (1950-1959). Esta doble ocupación producirá una
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particular concepción del cine y sus objetivos, una concepción para la cual la crítica no está en un más allá del cine sino, por el contrario, en su misma trama interior. ¿Qué podría hacer un detective de film noire en otro planeta? Alphaville es, en primer lugar, un policial escrito en clave de ciencia-ficción. Su relato escapa del registro de la distopía tradicional precisamente a partir de esos rasgos extraños al género. Con sombrero, impermeable y revólver, Lemmy Caution -agente secreto 003 de los Países Exteriores- llega a Alphaville, la capital de esa galaxia. Lemmy (Eddie Constantine) juega aquí el papel del ojo ajeno, el etránger en su doble significación de extraño y extranjero que se pasea como cronista. De hecho, el contacto con ese mundo extraño se da a través de su cámara fotográfica. Henry, un amigo de Lemmy que vive desde hace unos años en Alphaville, confiesa algunas cosas terribles antes de su muerte. Confesiones que convierten a Lemmy, nuevamente, en cronista. La vida en Alphaville no es fácil: “Muchos de los llegados se suicidan. Los que no se suicidan ni se adaptan son ejecutados”. Según Henry, el ideal de Alphaville es una “sociedad técnica”, como la de las hormigas. Se requiere, entonces, el funcionamiento de un Ministerio de Disuasión, cuyas tareas están relacionadas obviamente con alguna forma de propaganda, al igual que las actividades de vigilancia llevadas adelante en el lúgubre edificio de “Control de habitantes”. En este contexto, al igual que los viajeros que llegan a la New Atlantis baconiana, Caution cuenta con la inocencia necesaria para que el relato de viaje permanezca atractivo, mediante el asombro del ignorante. Frente a la mirada externa, a veces cínica, de Lemmy, Alphaville se presenta como un lugar peligroso. La hostilidad se manifiesta en la disposición de un orden absoluto, un silencio amenazante, una oscuridad que parece no terminar jamás. Aquí hay un punto en que esta ciudad contradice una hipótesis puesta previamente en este texto: la distopía no es ubicua. Caution acentúa el carácter distópico de Alphaville precisamente porque viene de otro lugar –los “Países Exteriores”- en el que esa forma de organización social, suponemos, no tiene lugar. La coerción del estado, por supuesto, adquiere varias dimensiones y terrenos de ejecución. Entre ellos el mismo lenguaje, pero no en el modo violento y explícito de la prohibición, sino bajo la delicada forma del olvido. Henry, el amigo de Caution aculturado en Alphaville, ha olvidado qué significa la pregunta “¿Por qué?”. Ese blanco semántico se conecta entonces con una coerción sobre el propio acto de pensar: olvidar el por qué significa renunciar a la necesidad de fundamentación de algo. Si no
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disponemos de la fórmula lingüística que nos permite el acceso a la justificación, entonces podemos decir que el mismo fenómeno de la fundamentación crítica ya no tiene lugar en esa sociedad. Y es evidente que, mientras ese procedimiento permanezca como un sinsentido, la arbitrariedad y la fuerza se impondrán por sí mismas. Tampoco Natacha von Braun (Anna Karina) puede comprender nociones relativas al amor, ignorancia que desaparece en su huida de Alphaville en la última escena del film cuando alcanza a balbucear temerosamente “Je t’aime”. En este film, Natacha representa la protagonista a mitad de camino entre la lealtad a un mundo que la obliga a ser leal y la nostalgia por otro cuyos trazos recuerda vagamente, el mundo “no-distópico” del que proviene Lemmy. Por otra parte, la planificación de Alphaville requiere que también estén elididos (olvidados) conceptos tales como arte, poesía y conciencia. Esta ausencia de libertad y de autonomía debe aquí pensarse, apelando a Marcuse, como el “sometimiento a un aparato técnico que hace más cómoda la vida (...) La racionalidad tecnológica, en lugar de eliminarlo, respalda la legalidad del dominio”25. Ahora bien, ¿cómo es posible sostener un organización como la descripta más atrás? Si las distopías técnicas intentan en sus tramas particularizar temores culturalmente relevantes para productores e intérpretes, Alphaville representa, en lo esencial, una profecía sobre la computadora y sus facultades. El ordenador, como máquina pero también como agente (productor) de orden. Alpha 60, el ordenador central de la ciudad, anticipa cierta tecnofobia de fines de siglo XX y comienzos del XXI hacia la computadora y la creciente dependencia que ella genera con respecto a muchas prácticas humanas. En este punto, Godard es claramente dualista. Mientras identifica a Caution con lo humano, la pasión y la Poesía (en un sentido muy mallarmeano), el ordenador es caricaturizado por medio de rasgos maquinales: la razón, la frialdad, la infalibilidad, la ausencia de sentimientos, la incapacidad para comprender el arte. De hecho, el título original que Godard pensaba colocar al film es más que elocuente: “Tarzán contra IBM”. Tampoco resulta casual que el cartel de bienvenida a Alphaville señale “Silencio-Lógica”, equiparación que tiende a mostrar el carácter antivital del silencio de esta ciudad distópica. En este sentido, Alphaville se nutre de un tópico tardomoderno: la barbarie de la ciencia. Como dice Gubern, “la fórmula (E=mc2) se convierte en
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MARCUSE, Herbert, El hombre unidimensional, México: Mortiz, 1968, p. 178.
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emblema terrorífico26”, esto es, sintetiza la reducción de la Vida a una ley, a una lógica gobernada por reglas ajenas a la propia vida. De modo que esta ciudad en tinieblas no podría pensarse sin la presencia demiúrgica, siempre fantasmal, de Alpha 60. Una de las metáforas más usadas para expresar control, tanto en literatura como en investigación teórica, ha sido la centralización (de circulación de individuos, de bienes o de información, en cualquiera de sus formas posibles). En tal sentido, Alphaville no es la excepción: Alpha 60 es el “centro” de la ciudad, centro que se autoproclama “neutral”, obedeciendo sólo conclusiones lógicas. Su tarea es calcular y prever mediante sus 14000 millones de centros nerviosos (uno de los cuales interroga, en la escena más lograda del film, a Lemmy). Curiosamente es la voz distorsionada de Godard la que habla asmáticamente a través de Alpha 60: En el mundo capitalista o en el mundo comunista no existe una voluntad insana de sojuzgar a los hombres por la fuerza de la doctrina o de la finanza, sino únicamente la ambición natural en toda organización de planificar su acción.
Neutralidad de la planificación, esto es, maldición intrínseca de la programación más allá de los objetivos a los que atienda: allí está el argumento crítico de fondo de esta utopía negativa. No hay en Alphaville nada insano, nada irracional. Por el contrario, la falta de planificación, la falta de control social constituiría la verdadera señal de locura. En este punto, la distopía entra en contacto con el presente del enunciador: el propio Godard declaró que Alphaville representaba al “mundo de las grandes concentraciones urbanas que intenta suprimir la aventura en provecho de la planificación”27.
3.1. Los ojos de Godard: el cine-ensayo Hay elementos en la obra de Godard que lo alejan del cine y lo acercan a la filosofía o, al menos, a una cierta concepción del cine como herramienta para llevar adelante incursiones teóricas. Este carácter se evidencia no sólo en la maquinaria de citas que Godard presenta en varias de sus películas de los años ’60 –dispositivo que bien podría disolverse en un mero ejercicio narcisista– sino especialmente en la elección de ciertos tópicos abstractos para vertebrar sus films (la legitimidad de la tortura en Le Petit Soldat, 1961; las invariantes de la guerra en Les Carabiniers, 1962). Este 26 27
GUBERN, Roman, Godard polémico, Barcelona: Tusquets, 1969, p. 81. Le Monde, 6 de mayo de 1965.
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acercamiento se ve reforzado –aunque, a veces, debilitado- por una tendencia a utilizar una mirada etnográfica, frecuentemente en clave documental –piénsese en la minuciosidad con que son detallados los procedimientos de tortura en Le Petit Soldat, o bien el backstage de la industria cinematográfica en Le Mepris (1963), o en la prostitución y el problema de la vivienda en la Paris de fines de los sesenta tal como son tratados en Deux ou trois choses que je sais d'elle (1967)-. De hecho, esta última película surge en Godard como respuesta a una encuesta publicada en 1966 por Le Nouvel Observateur acerca de la prostitución en los grandes bloques urbanos de Paris. El “ella” del título refiere, entonces, a la región parisina que toma como objeto de estudio. Desde su punto de vista, todos sus films han sido “informes sobre la situación del país, documentos de actualidad, tratados tal vez de un modo particular, pero en función de la actualidad moderna”28. Deux ou trois choses es, por otro lado, uno de sus films con mayor cantidad de referencias filosóficas. Allí Godard introduce, en el contexto de una conversación entre madre e hijo, la célebre frase heideggeriana “el lenguaje es la casa del ser”. El siguiente relato en off podría haber sido escrito, a excepción de algunas frases, por el propio Heidegger: El mundo: ahora que las revoluciones son imposibles, donde guerras mortales amenazan y los derechos del capitalismo están en duda. Donde los obreros retroceden. Donde la luz del progreso científico hace del futuro una presencia obsesiva. El futuro está más presente que el presente y las lejanas galaxias están a la puerta.
El síntoma de preocupación es notorio. Gracias al desarrollo tecnocientífico, la sensación de lejanía de las galaxias se convierte en un débil recuerdo. Se trata de un discurso, entre testimonio y profecía, que anuncia esa proximidad total, esa ruptura de la distancia que Heidegger veía en los diversos instrumentos técnicos que anulaban la distancia “natural” de las cosas (los medios de comunicación o de transporte que modificaban sustancialmente nuestra idea de proximidad). Por otra parte, “El futuro está más presente que el presente” implica la ‘falta de lugar’ para el presente. En cierta medida, lo anunciado por Godard no es esencialmente nuevo: la ciencia y la técnica siempre han tenido sus ojos puestos en el porvenir, su temple siempre se ha visto atravesado por una peculiar obsesión con el futuro. Esta particular fascinación también es a veces el resultado de una cierta exigencia de justificación: para legitimarse, la
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Citado en GUBERN, Roman, Godard polémico, ed. cit., p. 93.
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tecnociencia debe profetizar las felices consecuencias de su utilización (se trata, como diría Watzlawick, de otra profecía que se ‘auto-cumple’). De todos modos, en este film Godard no deja ver tanto su temor frente a una cultura hipertecnificada sino más bien ante la sociedad de consumo que comienza a manifestarse poderosamente en la época en que Deux ou trois choses es realizada. Una evidencia de esta preocupación se presenta en la última escena de dicho film, con el zoom sobre un collage de objetos de consumo dispersos sobre el césped simulando una ciudad (paquetes de cigarrillos, detergentes, galletitas, latas de gaseosas, jabón en polvo), imagen acompañada de una irónica declaración con respecto al olvido y la alienación en la sociedad de consumo29. ¿No hablará Godard, entonces, no de una sino de dos distopías? En primer lugar, como señalamos con respecto a Alphaville, una distopía técnica que presupone un control obsesivo de la conducta de los ciudadanos por parte del estado. En segundo término, especialmente en Deux ou trois, una distopía que involucra no tanto a la técnica en sí misma sino a su partenaire ideológico preferido, el sistema capitalista que la publicita y sostiene -estructura ausente que Godard ilustra a través de la imagen desaforada de la sociedad de consumo cuyos rasgos ridiculiza insistentemente30-. En resumen, en estos films godardianos se puede rastrear cierto deseo de instituir al cine como máquina de pensamiento, como vehículo teorético (en clave sociológica o filosófica) para abordar ciertas cuestiones. Podríamos decir: el cine deviene ensayo. Esta transformación no destruye el carácter estético de sus obras, simplemente abre la puerta a nuevas lecturas. Al respecto, el propio Godard confiesa: “Me considero un ensayista, es decir, hago ensayos en forma de novelas o novelas en forma de ensayos: sólo que, en vez de escribirlos, los filmo”31. ¿Hay alguna ventaja intrínseca del soporte fílmico por sobre la bidimensionalidad de la escritura? ¿Permite el registro audiovisual el mismo grado de abstracción que un ensayo escrito? Responder a estas preguntas, sin duda, demandaría otro artículo. Lo cierto es que, a diferencia de Heidegger, Godard concibe el cine como instrumentum político-moralizante (en un sentido muy 29
El amargo relato en off de Godard cierra el film: “Oigo los anuncios en la radio. Gracias al aceite Esso voy tranquilo por el camino de ensueño y me olvido del resto. Olvido Hiroshima. Olvido Auschwitz. Olvido Budapest. Olvido Vietnam. Olvido la crisis de vivienda. Olvido el hambre en la India. Olvidé todo, sólo que me quedo en ceros. Y de ahí tengo que empezar”. 30 Sus parodias sobre la publicidad son elocuentes. En A Bout de Souffle (1958), Godard presenta a Belmondo manejando un auto y simulando una publicidad de vacaciones que concluye groseramente. En Pierrot Le Fou (1965), Anna Karina alude a la eficacia de un desodorante mirando a cámara y exagerando el estereotipo. 31 GODARD, Jean-Luc, Godard por Godard, Barcelona: Barral Editores, 1971, p. 171.
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brechtiano): puede hacernos tomar conciencia de los peligros que acechan en ciertas formas sociales o en ciertas tecnologías, puede funcionar como antídoto contra la distopía.
4. Montaje La mayoría de las veces, las críticas de la Otredad -sea ésta cultural, religiosa, estética o moral, sea este Otro otro lejano en el tiempo o en el espacio- surgen de una preocupación por lo propio, es decir, de una tematización y puesta en cuestión de los valores pertenecientes a la cultura del enunciador. De modo que en el cine -así como en el resto de los modos mediante los cuales los hombres hilvanan relatos- utopía y distopía (en tanto que relatos sobre la Otredad) funcionan también como crítica del presente, materializan el distanciamiento ficcional necesario para poder desnaturalizar los propios parámetros culturales, para mostrar sus contradicciones implícitas o sus puntos ciegos. Los relatos de viaje, así como buena parte de los trabajos etnográficos en general, cumplen este requisito. En ciertos pasajes de los Essais (1580) de Michel de Montaigne, por ejemplo, podemos notar de qué modo una serie de glosas acerca de las prácticas humanas en el Nuevo Mundo o en sociedades extrañas funciona, en última instancia, como medio o instrumento para articular una crítica del nosotros, es decir, de las costumbres europeas de su propio tiempo. Es evidente que la construcción de la Otredad requiere de una ficcionalización, es decir, de estrategias discursivas que tiendan a adjudicar diferencias, diferencias que –en el plano de los significados sociales- no preexisten al propio acto de enunciación que las alumbra. Utopía y distopía, en tanto que etnografías del futuro, deben recurrir necesariamente a ese entramado de estrategias de comparación que nos remite (podríamos decir, nos regresa) al núcleo de nuestras propias costumbres y significados. En los ejemplos tratados más atrás, la distopía se apoya en una hipérbole de los elementos negativos presentes en una sociedad. Una exageración, una desmesura, que sólo pretende advertir: la distopía tiene tanta carga moralizante como la utopía. Hay distopía porque hay hipérbole. El control sobre las actividades privadas de los sujetos no es tan cruel ni tan eficiente como el de Big Brother o Alpha 60, el libro no está –al menos por ahora- tan marginalizado como en Fahrenheit 451 o como en la ciudad de Max Headroom, la sexualidad actual no es tan terriblemente descarnada como la de Demolition Man, la brecha entre humanos y robots es mucho más grande que la que
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muestra Blade Runner, la determinación hipnótica de la TV no es la que presagia Videodrome. Lo que caracteriza a la distopía como relato es esa mirada a la vez apocalíptica y moralizante. Si toda utopía puede ser leída como un vehículo con alto grado de elocuencia para realizar una crítica del hic et nunc, entonces quizá toda distopía podría ser interpretada como una lectura en clave moral de algunos aspectos potencialmente negativos del presente. Utopía y distopía son, en este sentido, interpretaciones del futuro cuyas tramas pretenden mostrar un retrato social a partir del cual extraer reglas de acción para el presente. En otras palabras, para los narradores de distopías, la historia de la técnica no puede ser sino una teratología, un informe sobre los monstruos ocultos detrás de la inocente apariencia de los artefactos con los que interactuamos. Quienes poseen esta inquietud teratológica comparten un aire de familia con la mirada de Stanley Kubrick en la memorable escena que abre 2001 - A Space Odyssey: un hueso puede servir no sólo para sostener –mediante su uso- la supervivencia de la especie, sino también para desfavorecer, fatalmente, a otros individuos.