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espués del fusilamiento de la madre, el cochecito con el bebe baja sin control, escalón por escalón, cada vez más rápido, por la escalinata de Odessa, en la línea de tiro de los soldados del zar que disparan desde lo alto contra la multitud. Esa escena pertenece a El acorazado Potemkim, de Eisenstein, la primera película que vi no como un espectador inocente, sino como un chico (¿tendría 14 años?) que se interesaba por la historia del cine y que trataba de averiguar lo que había sucedido antes de que él hubiera nacido. Antes había asistido a centenares de proyecciones en los cines de barrio, donde se ofrecían tres films en una sola tarde. En esas salas jamás se pasaba cine mudo: el sonoro lo había desterrado a los cineclubes. A la manera del turista novato que llega a París y avanza por las galerías del Louvre hasta enfrentarse a la Venus de Milo o a La Gioconda, comencé a explorar el pasado desde aquellas escaleras de Odessa. Chaplin me sedujo en La quimera del oro (1925), Tiempos modernos (1936) y sobre todo en Monsieur Verdoux (1947) porque los asesinos seriales me atrajeron mucho antes de Hannibal Lecter en El silencio de los inocentes. Un título clásico como El ciudadano (1941), de Orson Welles, sólo podía verse en funciones especiales. Y se proyectaba con escasa frecuencia. No voy a hablar de las innovaciones de esa película, considerada por muchos la obra máxima de la cinematografía, porque eso le correspondería a un crítico y esta nota está hecha con el criterio arbitrario de un espectador común, alguien que pertenece a la misma raza del lector común de Virginia Woolf, es decir que se deja guiar por su gusto, por afinidades electivas y simples asociaciones. En cambio, voy a mencionar la acumulación infinita de objetos del final de la película, que sintetiza la vida y el poder del Charles Foster Kane, y la palabra “Rosebud”, que designa el trineo de la niñez de Kane, perdido en esa colección de memorabilia, a pesar de ser la llave que permite comprender las ambiciones y el fracaso de un hombre monumental. Siempre me pareció injusto que muchos espectadores prefirieran Casablanca (1942), de Michael Curtiz, una buena película romántica, a El ciudadano, a pesar (debo reconocerlo) de que generaciones de hombres y mujeres hemos aprendido en Casablanca a despedirnos de nuestros amores de toda la vida, y también de los de unas vacaciones, en aeropuertos
y estaciones de ferrocarril. El cine, entre tantas otras cosas, nos enseñó a besar. Un ciclo de cine mudo expresionista en el Instituto Di Tella a mediados de la década de 1960 permitió que una generación de jóvenes de 15 a 30 años pudiera ver films inolvidables como Nosferatu (1922), de F. W. Murnau, y Metrópolis, de Fritz Lang (curiosamente, el único western que, de verdad, me gusta es El regreso de Jesse James, con Henry Fonda, dirigida en 1940 por Fritz Lang). Lo que veía en las salas de barrio, en las de estreno y en los ciclos especiales me fue moldeando –como a todos, presumo– y me enseñó a distinguir las caras de las rubias peligrosas de las que eran inocentes. Inquietud social y estética
Casi siempre, una obra cinematográfica puede resumirse, o al menos quedar preservada por la memoria, en una escena o en una cara. Cuando vi las obras de Eisenstein –El acorazado… (1925), Octubre (1928), Alejandro Nevski (1935), Iván el Terrible (1943-45), La conspiración de los boyardos (1948-1958)–, me llamó la atención no sólo el manejo de los grandes grupos y los primeros planos, sino también el hecho de que el director ruso no pudiera evitar la utilización de ciertos elementos que terminaban por exaltar la riqueza estética del mundo contra el que combatía. Por ejemplo, en Octubre, reparé de inmediato en las
En la vida real, Visconti jamás protestaba cuando un asistente le daba el trato de “señor conde”. Más bien lo aceptaba con complacencia enormes estatuas neoclásicas de San Petersburgo y la arquitectura de los palacios. A veces aparecen con fines sarcásticos; en otras ocasiones, surgen aisladas e imperturbables en su sueño de piedra. Es imposible no darse cuenta de que la cámara de Eisenstein registra con fascinación la noble grandeza de esas formas. El tamaño de las columnas, las escaleras, los muebles, resalta la pequeñez de los trabajadores que asaltan el Palacio de Invierno y confronta la eternidad con el tiempo. Unos años después de que hubiera visto las retrospectivas de Eisenstein, se empezaron a estrenar en Buenos Aires
las películas de Luchino Visconti. Curiosamente en Livia (1954), El Gatopardo (1963) y, sobre todo, en La caída de los dioses (1969), observé en el italiano lo mismo que me había llamado la atención en el ruso: ese contraste entre lo que el “argumento” y las declaraciones del director desarrollaban y la mirada admirativa del mundo aristocrático que la cámara delataba. La crítica que Visconti, como marxista, hacía de su propia clase social (la aristocracia y la alta burguesía) se traducía en imágenes que tenían más bien el valor de un canto elegíaco y una glorificación decadentista. En la vida real, Visconti jamás protestaba cuando un asistente le daba el trato de “señor conde”. Más bien lo aceptaba con complacencia. Todo a su alrededor era lujo y voluptuosidad. Hasta los extras de sus películas eran seres de una hermosura que cortaba la respiración. La tensión que anima las obras de Visconti no hacía sino revelar en imágenes, de un modo lateral, involuntario como un exabrupto o un acto fallido, las mismas contradicciones ideológicas y estéticas de muchos de los artistas e intelectuales revolucionarios o comprometidos que produjeron sus obras después de la Segunda Guerra Mundial y que debieron atravesar las décadas de plomo de 1960 a 1980. El suspenso
Sentir miedo y, en el fondo, saberse a salvo; matar y tener la coartada perfecta, porque desde la butaca uno es inocente, son placeres y pecados que permite la entrada de cine. De las películas de suspenso, debería citar la filmografía completa de Hitchcock: me conformo con La dama desaparece, 39 escalones, Mi secreto me condena y, sobre todo, Intriga internacional y La ventana indiscreta. Hay un film francés que me inspiró mucha zozobra, Las diábólicas de Henri-Georges Clouzot, pero no sólo por la trama, sino porque en un momento temí que el misterio se resolviera del modo más pedestre: con una mujer fantasma o una resucitada. ¡Qué alivio cuando comprobé que no había espectros de por medio! Fue una de las pocas veces que estuve sometido, al mismo tiempo, al suspenso argumental y al estilístico. Siempre detesté las películas de fantasmas, de terror y de aparecidos, con la única excepción de La danza de los vampiros, la desopilante parodia de Polanski. El cine policial, el de suspenso y el “negro” sumaban un atractivo a la intriga: la iluminación y los ambientes, ya fueran de casas pobres, de tugurios o de mansiones.
Uno pasaba de una clase social a otra en dos o tres secuencias y descubría objetos que no abundaban en los departamentos porteños de clase media: las piezas valiosas que se robaban, por ejemplo. Del arte a la decoración
Los grandes directores nos han enseñado desde muy temprano a apreciar las artes plásticas y no sólo en películas biográficas acerca de pintores y escultores (Miguel Ángel; Van Gogh; Caravaggio; Pollock), sino sobre todo en aquellos films que recrean una época o buscan mostrar las tendencias actuales. La kermesse heroica (1935), de Jacques Feyder, es una deliciosa comedia que transcurre en Flandes en el siglo XVII. Hay que verla por lo menos dos veces. Una, para seguir la acción y los diálogos. La otra para identificar los cuadros de los maestros de los Países Bajos en los que se inspiran las escenas de esa obra admirable. Allí están representados Rembrandt, Vermeer, Jan Steen. Tres décadas después, Mauro Bolognini en La Viaccia utilizó el blanco y negro puntillista del pintor Seurat para filmar, envueltas en la niebla, las calles de la Toscana en el siglo XIX, y recurrió a Toulouse-Lautrec para las escenas de prostíbulo (mucho más logradas que las de Vincente Minnelli en Moulin Rouge). El cine ha sido un activo difusor del consumo y del triunfo de los estilos en la decoración de interiores. Millones de hogares en todo el mundo se adornaron de acuerdo con lo que los espectadores habían notado en la pantalla. Un ejemplo es Laura (1944), una excelente película de misterio de Otto Preminger con la bellísima Gene Tierney en su mejor momento. El film, que se desarrollaba en cuartos y salones elegantes, formaba parte de las producciones que los estudios hacían para atraer al público que no sólo deseaba desentrañar la intriga de un crimen, sino que además buscaba ideas para decorar sus casas. En esos años, había familias adineradas de raza negra que no tenían acceso a ciertas tiendas donde se las discriminaba, pero además estaban las familias negras y blancas que no podían comprarse nada de lo que Hollywood exhibía. Ese público iba a ver películas al estilo de Laura para estar al tanto de lo que se usaba. El lujo y el bienestar son un remanso para una buena parte de los espectadores, sobre todo cuando van acompañados por la adaptación de una novela prestigiosa. ¿Qué habría sido de las películas del estadounidense James Ivory sin tener a su disposición las auténticas mansiones Sábado 3 de julio de 2010 | adn | 5