OPINIÓN | 23
| Viernes 26 de septiembre de 2014
riesgos. Si la Argentina no logra revertir su tendencia a los excesos
y su apego a soluciones mágicas que violentan el sistema republicano y federal, será difícil evitar volver al ciclo de caídas recurrentes
En el país de las desmesuras Juan J. Llach y Martín Lagos –PARA LA NACIoN–
A
l comparar la economía argentina de hoy con la de otros países, sobresale nítidamente una tendencia al exceso y la exageración. Tenemos una inflación que se acerca al 40%, la segunda más alta detrás de Venezuela, en un mundo en el que sólo 6 de 191 países superan el 15%. El Gobierno discute verdades elementales como el efecto inflacionario de la emisión monetaria en exceso de la demandada por el público. Aun así, el pudor llevó a ocultarla –no hay registro de otro país cuyo instituto de estadísticas haya mentido siete años seguidos con la tasa de inflación– y, cuando parecía haberse enmendado, afloran de nuevo dudas de reincidencia. En cesaciones de pagos, contadas desde la crisis de la deuda emergente en 1982, sólo Nigeria supera a la Argentina y Ecuador nos iguala. Pero nunca había ocurrido que un país entre en tal situación, ni en un cepo cambiario abusivo y recesivo, después de su mejor década en un siglo para las oportunidades de exportar. Aparece ahora la “nueva” ley de abastecimiento, otro exceso que además de chocar contra la Constitución será muy eficaz para frenar la inversión, pero inútil para desacelerar el aumento de los precios. Preocupantes de por sí, estas desmesuras lo son más aún porque coinciden con las que nos empujaron en el pasado al retraso económico y social. En el libro El país de las desmesuras (El Ateneo), comparamos 130 años del desempeño económico de la Argentina con los de Brasil, Chile, Uruguay y Nueva Zelanda. Estos países también vivieron, en diversa medida, épocas de retraso respecto de los más avanzados, asociadas a altas tasas de inflación, proteccionismo excesivo, elevados déficits fiscales y volatilidad de la economía. En los casos de Brasil, Chile y Uruguay, también hubo rupturas del orden constitucional, dictaduras e inestabilidad política. Sin embargo, el desempeño económico de todos ellos fue, a la larga, mejor que el de la Argentina. La
explicación que encontramos y que ayudaría a un mejor futuro si tuviéramos la sabiduría de aprender del pasado, es que nuestros errores han sido muchas veces desmesurados, más intensos o extensos que en los demás países. Identificamos en el libro 13 desmesuras argentinas. En el orden político, fueron más frecuentes la inestabilidad y las rupturas del orden constitucional; también el caudillismo generalmente populista y con tendencia a la hegemonía, cuyo principal protagonista –pero no el único– fue el peronismo, ganador de nueve elecciones presidenciales, y que en tres de las cuatro épocas en que accedió al poder contó con buenos precios internacionales que le permitieron impulsar el empleo y la mejora de los salarios y la distribución del ingreso. En fin, hubo movimientos guerrilleros amplios, diversos, con apoyo popular, que se sublevaron también contra gobiernos democráticos y cuya represión fue una desmesura trágica. Ninguno de los países comparados osó tampoco pelear una guerra contra una gran potencia, por más indudables que fueran sus derechos en disputa. En lo social, nuestro país tuvo la inmigración proporcionalmente más alta, con insuficiente acceso a la propiedad de la tierra y, desde antes del peronismo, tuvo también sindicatos más fuertes, salvo en épocas de alto desempleo, lo que tensionó las pujas por la distribución del ingreso y la relación entre los salarios y la productividad. En lo económico, la Argentina fue el país más proteccionista y cerrado de los comparados y castigó no sólo a las importaciones, sino también, fuertemente, a las exportaciones. La inflación fue muy alta y volátil, y la mayor del mundo en el período de más retraso del país (1950-1990); una economía crecientemente bimonetaria –con récord global de tenencias de moneda extranjera per cápita– imitó en gran medida el financiamiento de la inversión y del acceso a la
propiedad. En fin, los déficits fiscales fueron habituales y muy altos. Uno de los resultados más perdurables y negativos de las desmesuras fue la insuperada volatilidad de nuestra macroeconomía, con ciclos frecuentes y violentos. Entre 1975 y 2001-2002 nuestro país tuvo seis grandes crisis económicas que acumularon una caída del 48,3% del producto por habitante. Si nuestras crisis, en cambio, hubieran sido similares a las de los otros países estudiados, nuestro producto por habitante tendría hoy un poder adquisiti-
vo de 30.000 dólares –en vez de 18.700– y estaríamos por encima de España y no lejos de Corea e Israel. La pregunta que sigue es por qué la Argentina fue tan propensa a la desmesura. Nuestra hipótesis es que, en pos de lograr la gobernanza de un país complejo y, en buena hora, con creciente consciencia de sus derechos, la mayoría de la sociedad eligió reiteradamente a líderes a los que otorgó gran poder. Con sólo dos excepciones, desde Hipólito Yrigoyen en 1916 hasta Cristina Kirchner en 2011, los presidentes elegidos
democráticamente fueron votados por cerca o más del 50% del electorado. La mayoría de ellos adoptó con mayor o menor intensidad comportamientos tendientes a la hegemonía, tales como reformar la Constitución en busca de la reelección, avanzar sobre los otros dos poderes del Estado o tratar de doblegar libertades y voces opositoras. Cuando empezaron a aparecer dificultades y como es habitual en este tipo de gobiernos, la reacción más frecuente fue negar la realidad de los problemas, encerrarse en el círculo de amigos más cercanos y persistir en las políticas o profundizarlas en vez de cambiarlas para mejor. Esta delegación del poder en “líderes salvadores” también estuvo presente en gobiernos militares tan variados como los surgidos con el “pecado original” de 1930 y luego en 1943, 1955, 1962, 1966 o 1976, a los que partes importantes de la sociedad apoyaron por lo menos en sus inicios. En prieta síntesis, la Argentina optó con gran frecuencia por caudillos o líderes muy poderosos en vez de elegir el menos rutilante, pero más eficaz camino de las instituciones constitucionales. Hemos cumplido 31 años de democracia y hay que celebrar que el error de reclamar o apoyar gobiernos militares aparezca hoy definitivamente aprendido. Pero pese a su enorme importancia, este aprendizaje no parece suficiente para lograr un progreso social y económico sostenible. A partir de la crisis de principios de este siglo y en buena medida por un contexto externo excepcionalmente favorable, la Argentina logró evitar las caídas profundas y recurrentes. Más aún, en comparación con los países desarrollados y muchos otros, nuestro país dejó de retrasarse desde principios de los años 90. Más allá de relatos antinómicos, ello ocurrió porque al comienzo de la década pasada se mantuvo la economía razonablemente abierta y la inflación relativamente baja. Luego empezaron a proliferar las desmesuras mencionadas y así es como enfrentamos hoy serios riesgos de volver a retrasarnos y de recaer en crisis más hondas. Para evitar esos riesgos, será necesario reconstruir las dimensiones republicana y federal de nuestro sistema político y la constitución económica, a través de instituciones como la moneda, el Banco Central, el presupuesto, las estadísticas, la integración al mundo. Está visto que sin ellas volvemos a tropezar con las mismas piedras. Cabe esperar que una nueva generación de dirigentes políticos y sociales comprenda la necesidad de gobernar con mayor equilibrio y menores excesos. Demás está decir que, en lo que respecta a la situación de hoy, sin corrección al menos parcial del rumbo, como este mismo Gobierno lo intentó a fines del año pasado y principios del actual, la economía seguirá complicándose y el sufrimiento de la sociedad aumentará. © LA NACION
La política en tiempos de cólera Alberto Fernández —PARA LA NACIoN—
L
a cólera siempre supone un sentimiento de enojo muy grande y violento. Montan en cólera los que se enfadan con facilidad, los iracundos. Personas que pierden capacidad de análisis y sólo encuentran en la ira un escape a todo lo que les disgusta. Por todo lo que conlleva de irreflexivo, la cólera no es un buen mecanismo para afrontar problemas. Sirve para descalificarlos, pero no para resolverlos. Los anestesia un instante, pero no logra superarlos. En la acción política, la cólera es la peor de las plagas. Cuando asoma, la razón se pierde y recuperan valor los insensatos. Es ése el momento en que el enojo insulta al problema, pero jamás lo supera. Tal vez la cólera haya hecho presa al Gobierno. Sumido en la lógica de que los problemas ocurren por la acción deliberada de los enemigos, Cristina, sus ministros y sus seguidores sólo son capaces de encerrarse en un discurso meramente descalificador. Sienten que todo lo que ocurre en la Argentina acaece por la maldad de los
adversarios o simplemente de los que no participan de sus ideas. Jamás se detienen a observar que muchos de esos problemas se originan en las múltiples causas que el mismo Gobierno genera. La pobreza que no se invisibiliza funda en ellos la peor cólera. Piensan que las personas en situación de pobreza aumentan porque un observatorio da a conocer estadísticas y un diario reproduce ese informe en primera plana. Les cuesta reconocer que sin inversión y con una producción que merma, el trabajo primero se precariza y después se pierde, con lo cual deja sin amparo al desempleado. La cólera atrapa al oficialismo cuando la inflación acaba por empobrecer a los asalariados. Piensan en el Gobierno que los precios suben sólo por la voracidad empresaria sin entender que en ello mucho tiene que ver un gasto público desmadrado que no encuentra un financiamiento genuino. También montan en cólera cuando asoma el malestar ciudadano. Entonces emprenden una nueva cruzada contra diarios, radios y
canales de televisión a los que les atribuyen el objetivo y el resultado de deprimir el espíritu público con “información negativa”. Finalmente, la cólera los hace presa cuando advierten que también ellos deben respetar la ley. obnubilados por la realidad, son capaces de descalificar reglas constitucionales y hasta de recomendar el cierre del Parlamento si es que los congresales no acompañan sus aventuras. La cólera no es buena consejera. Produce conceptos furiosos que sólo intranquilizan la conciencia social. Escuchar al jefe de los ministros afirmar que la pobreza ha sido erradicada debe preocuparnos porque nos indica que el Gobierno gestiona sin tener en cuenta a los sectores más vulnerables que ven peligrar sus trabajos y mermar sus ingresos con la inflación. Saber que el ministro de Economía estima intrascendente “andar midiendo cuántos pobres hay” debe preocuparnos a todos, porque supone que ya no se necesitan políticas públicas de inclusión. ¿Quién se ocupará de atender a los necesitados si los que gobiernan presumen que no existen?
Siempre he pensado que la política supone el ejercicio de administrar la realidad. Según sea el pensamiento y los valores de quien la practica, la política intentará sostener la situación imperante (conservadores), cambiarla para construir una sociedad más justa (reformistas) o eliminarla para imponer nuevos esquemas de funcionamiento social (revolucionarios). Cualquiera que sea la posición que se esgrima, la política necesita asumir la realidad. Cuando se la niega, sólo se construyen relatos que inexorablemente sirven para hacer más crítica la realidad circundante. Que Cristina vocifere, a través de las redes sociales, que existen “fuerzas ocultas” que desestabilizan su Gobierno sólo deja al descubierto su debilidad y su enojo con el presente. Su incapacidad para revertir los problemas. Ya advertimos su dificultad para entender lo que pasa. Es precisamente su ira mal disimulada la que no la deja advertir que nada debilita más a su Gobierno que la defensa de un vicepresidente que sólo puede hacer gala
de sus inconductas; que el apañamiento de una mala gestión de la economía; que la tolerancia a los energúmenos que proponen cerrar el Congreso o el aplauso con el que se corona el discurso que reclama desatender las reglas constitucionales. Cristina debería entender, en procura de un mejor futuro para todos, que por más que cueste, es imprescindible asumir la realidad tal cual es, sin aditamentos, para poder administrarla. Debería darse cuenta de que un problema no atendido se potencia tanto como la enfermedad no medicada. En ambos casos, hacer de cuenta que todo está en orden cuando no lo está intranquiliza la cotidianidad y pone en serio riesgo el mañana. Es cierto que hacer frente a los problemas sin eludirlos es una buena manera de vivir, pero es además una condición central para el desarrollo de la buena gestión. Una condición que siempre se pierde en los tiempos de cólera. © LA NACION El autor fue jefe de Gabinete de Néstor y de Cristina Kirchner
El futuro de la escuela no está en el pasado Guillermina Tiramonti —PARA LA NACIoN—
H
ace pocos días se dio a conocer una resolución de la Dirección General de Escuelas de la provincia de Buenos Aires que modifica el régimen académico de las escuelas de nivel primario. Si bien la resolución abarca diferentes aspectos, el cambio que generó una ola de reacción fue la supresión de las notas 1, 2 y 3 y su reemplazo por el 4, 5 y 6 para calificar el desaprobado; la supresión de la repitencia en el paso de primer grado a segundo, y el establecimiento de un período complementario de recuperación antes de definir la repitencia de los alumnos en el resto de los cursos. La reacción que provocó esta reforma es un material invalorable para analizar el sentido común de la población en materia educativa. Cada sociedad es un espacio cultural que establece los parámetros por los cuales discurren los diálogos, los intercambios y los hechos, marcando los límites de lo posible y lo aceptable, y señalando aquello que es impensable e imposible de admitir. En materia educativa, en la Argentina parece que el espectro de posibilidades es
muy amplio. Por ejemplo, es posible que tengamos el nivel más alto de ausentismo docente y de alumnos de toda América latina; que sólo la mitad de los estudiantes secundarios egresen; que derrochemos nuestro presupuesto educativo en una multiplicación infinita de puestos docentes; que se creen universidades que los caudillos políticos usan para financiar la militancia; que todavía tengamos escuelas ranchos y que las universidades públicas, que todos financiamos, titulen menos del 20% de sus ingresantes, que de ellos sólo el 6% provenga de los sectores más bajos de la escala social y que, además, ese 6% engrose las filas de desocupados porque no encuentra trabajo a pesar de su condición de egresados universitarios. Hemos consentido el encierro de los pobres en una escuela pública que no los lleva a ningún puerto, mientras el resto tiene acceso a un heterogéneo mercado educativo. Estos hechos parecieran ser aceptados como posibles, y aunque muchos de ellos nos deberían avergonzar, hemos terminado por admitirlos. Pero que para aplazar a un
chico le pongamos 4 y no 1 está más allá del límite de lo soportable. Porque sólo el “1” es el que corrobora que a algunos “la cabeza no les da” o “no han repetido suficientes veces la tabla del 9” o “las fechas de las batallas”, como era en el pasado glorioso de una Argentina en la que la escuela no era para todos. La escuela del futuro, la que tenemos la obligación de construir hoy para todos, no puede referenciarse en ese pasado. Es como si pensáramos que los chicos se drogan porque los padres nos los azotan o que los divorcios aumentan porque las mujeres se han vuelto muy liberales, y las chicas pobres se embarazan porque se aflojó la moral. No hay ninguna teoría del aprendizaje que plantee que se aprende más y mejor bajo amenaza, todo lo contrario. Los chicos aprenden más y mejor cuando la escuela es capaz de asociar la gratificación al aprendizaje. Muchos estudios culturales muestran que los chicos son capaces de llevar adelante el esfuerzo si entienden para qué es y obtienen gratificación en eso. Justamente la investigación muestra que en un taller electivo los chicos pueden
ser creativos, investigar y trabajar sin que penda sobre ellos ninguna amenaza, y que a esos mismos chicos la rutina escolar les resulta cada vez más insoportable. Hay otros datos de la reacción que son para destacar. Nadie piensa que hay que tener algún conocimiento de la materia para opinar de educación; ningún pedagogo publicaría artículos sobre economía o de análisis político o de política energética, pero se exige mucho menos para hablar de educación. El otro dato es que, además, la mayoría no leyó la resolución, sino que opina a partir de lo que dicen los medios, pero lo más interesante es que se opina desde la identidad K o anti-K. Verónica Tobeña analizó en su tesis doctoral cómo discutimos los argentinos el canon literario y mostró que discutimos las personas y los alineamientos políticos, pero no las obras. Así discutimos esta resolución, desde nuestros prejuicios e identidades políticas. La escuela bonaerense está mal, muy mal, y eso no tiene que ver con los aplazos o aprobaciones de los alumnos, sino con un complejo conjunto de circunstancias que
generan una escuela incapaz de enseñarles a los chicos de esta generación, y mucho más cuando se trata de chicos pobres. Las estadísticas muestran que los pobres son los que cosechan más aplazos, porque desde hace ya muchos años sabemos que los saberes escolares son abstractos y por tanto más amigables para los chicos que provienen de familias escolarizadas y más extraños y difíciles para aquellos que vienen de familias con menos escolaridad. Por esta razón es necesario inventar alternativas. La escuela no sabe cómo enseñarles a los chicos pobres y tampoco a los que son producto de la sociedad de la información y del consumo . Reclamemos para que el Estado se ocupe de producir estas alternativas y no nos escandalicemos porque se deja de ponerles un 1, un 2 o un 3 a los chicos para que sean ellos los que paguen la cuenta de nuestra incapacidad. © LA NACION
La autora es investigadora de Flacso, docente de la UNLP y miembro del Club Político Argentino