Michitaro Tada, Karada: el cuerpo en la cultura japonesa (original: 2002. Traducido al castellano por Tomiko Sasagawa y Anna-Kazumi Stahl. Publicado por Adriana Hidalgo, este año). Del capítulo 6, “Heso” (El ombligo)
El filósofo Shunsuke Tsurumi dijo alguna vez: “Si nosotros los orientales guardamos mementos, es sólo a través de la carne, el cuerpo”. […] ¿En qué parte del cuerpo se muestra más el pasado? Diría, primero y principalmente, en el ombligo por supuesto. A decir verdad, no tiene utilidad alguna, pero ¿tiene significado el ombligo, con o sin utilidad? […] Los japoneses no ven el ombligo de manera basada en las relaciones espaciales, como los [occidentales]. En contraste, los japoneses ponemos el énfasis en el tiempo. El ombligo hace referencia al pasado, a la recurrencia de las cosas. El ombligo es retroceso. Sobre todo, el ombligo es memoria, remembranza, reminiscencia. […] Una mujer, luego de dar a luz a su bebé, cortaba el cordón umbilical ella misma, y más importante, guardaba una parte. En ese entonces era sólo la cultura de las mujeres que veía con la claridad del testigo directo que el cordón umbilical constituye una conexión al pasado. La hija de aquella mujer que describí en el párrafo anterior, al casarse, llevaba ese mismo fragmento del cordón umbilical propio a su nuevo hogar. Había muchas costumbres así. Justo más allá del ombligo de la niña, se encuentra el vientre de la madre, y más allá del de la madre está el vientre de la abuela, y aun más allá, el de la bisabuela. De esta manera la continuidad de la vida se confirma, al infinito, en dirección hacia el pasado. […] El memento del cordón umbilical contiene la memoria ininterrumpida de todo el pasado humano.
Natsuo Kirino Out (1997; traducido al castellano por Albert Nolla Cabellos; publicado por Seix Barral/Planeta en 2009)
…Se oía el murmullo de varios insectos, sonidos húmedos y sosegados que le hacían pensar en la hierba mojada por el rocío. No era como en São Paulo, donde el canto de los insectos se asemejaba a una campanilla repicando en el aire seco y cálido. Kazuo Miyamori estaba acuclillado entre la espesa hierba, con los brazos alrededor de las rodillas. Llevaba varios minutos soportando la presencia de una nube de mosquitos. Estaba seguro de que le habían picado en los brazos desnudos, pero no podía moverse. Tenía que superar la prueba que él mismo se había impuesto. Él funcionaba así: si no era capaz de superar las pruebas que se imponía, estaba convencido de que se convertiría en una mala persona. En 1953, cuando los flujos de emigración se reanudaron después de la guerra, el padre de Kazuo Miyamori dejó la prefectura de Miyazaki para trasladarse a Brasil. […] En São Paulo no lo ayudó ningún inmigrante japonés, con quien pudiera haber tenido algo en común, sino un amable barbero brasileño que lo contrató como aprendiz. A los treinta años, el padre de Kazuo heredó la barbería. Ya instalado, se casó con una bella mulata y, al poco tiempo, nació Roberto Kazuo. Pero cuando Kazuo tenía diez años, su padre murió en un accidente, de modo que no tuvo oportunidad de aprender ni la lengua ni la cultura de su país de origen. Lo único que conservaba de Japón eran el nombre y
la nacionalidad. Después de terminar el bachillerato, Kazuo empezó a trabajar en una imprenta. Un día, vio un cartel que decía: Se buscan PERSONAS PARA TRABAJAR EN JAPÓN. GRAN OPORTUNIDAD. […] Al cabo de unos minutos, Kazuo se levantó y salió a la calle… Avanzó por la calle mal iluminada que llevaba de la residencia a la fábrica. Era un trecho lúgubre, flanqueado por un taller abandonado y una bolera en ruinas. Si se quedaba a esperar ahí, pensó, vería pasar a una o dos mujeres del turno de noche. La mayoría tenían la edad de su madre, pero en ese momento no le importaba. Sin embargo, quizá por lo tardío de la hora, no pasó nadie. Kazuo se quedó mirando el camino con una mezcla de sensaciones: por una parte se sentía aliviado, pero por otra experimentaba la frustración del cazador a quien se le escapa la presa. Y justo entonces apareció una mujer. Parecía preocupada por algo, e incluso cuando se le acercó para abordarla no se dio cuenta de su presencia. Por eso la agarró del brazo, casi en un acto reflejo. Mientras ella lo rechazaba, Kazuo vio el miedo reflejado en sus ojos y la arrastró hacia la hierba. Si dijera que no deseaba violarla estaría mintiendo. Al principio sólo quería que lo abrazase, sentir su suavidad entre sus brazos. Pero cuando ella lo rechazó, sintió el deseo irresistible de inmovilizarla. Y fue en ese momento cuando ella proclamó saber quién era. –Eres Miyamori, ¿verdad? –dijo fríamente. En ese instante el miedo se apoderó de él. También él se dio cuenta de que la conocía…
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Sábado 25 de septiembre de 2010 | adn | 9