OPINIÓN | 19
| Lunes 1º de juLio de 2013
uN hombRE fuERA DE sERIE. Honesto y valiente, estadista
admirable, gestó en la prisión un ideario capaz de reconciliar un país dividido por la violencia racial, reemplazando el fanatismo por la tolerancia y el egoísmo por el bien común
Elogio de Nelson Mandela Mario Vargas Llosa —PARA LA NACION—
N
MADRID
elson Mandela, el político más admirable de estos tiempos revueltos, agoniza en un hospital de Pretoria. Reverenciado en el mundo entero, por una vez podremos estar seguros de que todos los elogios que llueven y lloverán sobre su figura son justos, pues el estadista sudafricano transformó la historia de su país de una manera que nadie creía concebible y demostró, con su inteligencia, destreza, honestidad y valentía que en el campo de la política a veces los milagros son posibles. Todo aquello se gestó, antes que en la historia, en la soledad de una conciencia, en la desolada prisión de Robben Island, donde Mandela llegó en 1964, a cumplir una pena de trabajos forzados a perpetuidad. Las condiciones en que el régimen del apartheid tenía a sus prisioneros políticos en aquella isla rodeada de remolinos y tiburones, frente a Ciudad del Cabo, eran atroces. Una celda tan minúscula que parecía un nicho o el cubil de una fiera, una estera de paja, un potaje de maíz tres veces al día, mudez obligatoria, media hora de visitas cada seis meses y el derecho de recibir y escribir sólo dos cartas por año, en las que no debía mencionarse nunca la política ni la actualidad. En ese aislamiento, ascetismo y soledad transcurrieron los primeros nueve años de los 27 que pasó Mandela en Robben Island. En vez de suicidarse o enloquecerse, como muchos compañeros de prisión, en esos nueve años Mandela meditó, revisó sus propias ideas e ideales, hizo una autocrítica radical de sus convicciones y alcanzó aquella serenidad y sabiduría que a partir de entonces guiarían todas sus iniciativas políticas. Aunque nunca había compartido las tesis de los resistentes que proponían un “África para los africanos” y querían echar al mar a todos los blancos de la Unión Sudafricana, en su partido, el Congreso Nacional Africano, Mandela, al igual que Sisulu y Tambo, los dirigentes más moderados, estaba convencido de que el régimen racista y totalitario sólo sería derrotado mediante acciones armadas, sabotajes y otras formas de violencia, y para ello formó un grupo de comandos activistas llamado Umkhonto we Sizwe, que enviaba a adiestrarse a jóvenes militantes a Cuba, China Popular, Corea del Norte y Alemania Oriental. Debió de tomarle mucho tiempo –meses, años– convencerse de que toda esa concepción de la lucha contra la opresión y el racismo en Sudáfrica era errónea e ineficaz, y que había que renunciar a la violencia y
optar por métodos pacíficos, es decir, buscar una negociación con los dirigentes de la minoría blanca –un 12% del país que explotaba y discriminaba de manera inicua al 88% restante–, a la que había que persuadir de que permaneciera en el país porque la convivencia entre las dos comunidades era posible y necesaria, cuando Sudáfrica fuera una democracia gobernada por la mayoría negra. En aquella época, fines de los años 60 y comienzos de los 70, pensar semejante cosa era un juego mental desprovisto de toda realidad. La brutalidad irracional con que se reprimía a la mayoría negra y los esporádicos actos de terror con que los resistentes respondían a la violencia del Estado habían creado un clima de rencor y odio que presagiaba para el país, tarde o temprano, un desenlace cataclísmico. La libertad sólo podría significar la desaparición o el exilio para la minoría blanca, en especial los afrikaans, los verdaderos dueños del poder. Maravilla pensar que Mandela, perfectamente consciente de las vertiginosas dificultades que encontraría en el camino que se había trazado, lo em-
prendiera, y, más todavía, que perseverara en él sin sucumbir a la desmoralización un solo momento, y veinte años más tarde consiguiera aquel sueño imposible: una transición pacífica del apartheid a la libertad, y que el grueso de la comunidad blanca permaneciera en el país junto a los millones de negros y mulatos sudafricanos, que, persuadidos por su ejemplo y sus razones, habían olvidado los agravios y crímenes del pasado y perdonado. Habría que ir a la Biblia, a aquellas historias ejemplares del catecismo que nos
Con su honestidad y valentía, Mandela demostró que en política los milagros son posibles Se negó a permanecer en el poder, como le pedían sus compatriotas, y regresó a su aldea
contaban de niños, para tratar de entender el poder de convicción, la paciencia, la voluntad de acero y el heroísmo de que debió hacer gala Nelson Mandela todos aquellos años para ir convenciendo, primero a sus propios compañeros de Robben Island, luego a sus correligionarios del Congreso Nacional Africano y, por último, a los propios gobernantes y a la minoría blanca, de que no era imposible que la razón reemplazara al miedo y al prejuicio, que una transición sin violencia era algo realizable y que ella sentaría las bases de una convivencia humana que reemplazaría al sistema cruel y discriminatorio que por siglos había padecido Sudáfrica. Yo creo que Nelson Mandela es todavía más digno de reconocimiento por este trabajo lentísimo, hercúleo, interminable, que fue contagiando poco a poco sus ideas y convicciones al conjunto de sus compatriotas, que por los extraordinarios servicios que prestaría después, desde el gobierno, a sus conciudadanos y a la cultura democrática. Hay que recordar que quien se echó sobre los hombros esta soberbia empresa era
un prisionero político que, hasta 1973, cuando se atenuaron las condiciones de carcelería en Robben Island, vivía poco menos que confinado en una minúscula celda y con apenas unos pocos minutos al día para cambiar palabras con los otros presos, casi privado de toda comunicación con el mundo exterior. Y, sin embargo, su tenacidad y su paciencia hicieron posible lo imposible. Mientras, desde la prisión ya menos inflexible de los años 70, estudiaba y se recibía de abogado, sus ideas fueron rompiendo, poco a poco, las muy legítimas prevenciones que existían entre los negros y mulatos sudafricanos y siendo aceptadas sus tesis de que la lucha pacífica en pos de una negociación sería más eficaz y más pronta para alcanzar la liberación. Pero fue todavía mucho más difícil convencer de todo aquello a la minoría que detentaba el poder y se creía con el derecho divino a ejercerlo con exclusividad y para siempre. Éstos eran los supuestos de la filosofía del apartheid, que había sido proclamada por su progenitor intelectual, el sociólogo Hendrik Verwoerd, en la Universidad de Stellenbosch, en 1948, y adoptada de modo casi unánime por los blancos en las elecciones de ese mismo año. ¿Cómo convencerlos de que estaban equivocados, que debían renunciar no sólo a semejantes ideas, sino también al poder y resignarse a vivir en una sociedad gobernada por la mayoría negra? El esfuerzo duró muchos años, pero, al final, como la gota que horada la piedra, Mandela fue abriendo puertas en esa ciudadela de desconfianza y temor, y el mundo entero descubrió un día, estupefacto, que el líder del Congreso Nacional Africano salía a ratos de su prisión para ir a tomar civilizadamente el té de las cinco con quienes serían los dos últimos mandatarios del apartheid: Botha y De Klerk. Cuando Mandela subió al poder, su popularidad en Sudáfrica era indescriptible, y tan grande en la comunidad negra como en la blanca (yo recuerdo haber visto, en enero de 1998, en la Universidad de Stellenbosch, la cuna del apartheid, una pared llena de fotos de alumnos y profesores recibiendo la visita de Mandela con un entusiasmo delirante). Ese tipo de devoción popular mitológica suele marear a sus beneficiarios y volverlos –Hitler, Stalin, Mao, Fidel Castro– demagogos y tiranos. Pero a Mandela no lo ensoberbeció; siguió siendo el hombre sencillo, austero y honesto de antaño, y ante la sorpresa de todo el mundo se negó a permanecer en el poder, como sus compatriotas le pedían. Se retiró y fue a pasar sus últimos años en la aldea indígena de donde era oriunda su familia. Mandela es el mejor ejemplo que tenemos –uno de los muy escasos en nuestros días– de que la política no es sólo ese quehacer sucio y mediocre que cree tanta gente, que sirve a los pillos para enriquecerse y a los vagos para sobrevivir sin hacer nada, sino una actividad que puede también mejorar la vida, reemplazar el fanatismo por la tolerancia, el odio por la solidaridad, la injusticia por la justicia, el egoísmo por el bien común, y que hay políticos, como el estadista sudafricano, que dejan su país, el mundo, mucho mejor de como lo encontraron. © LA NACION
LÍNEA DIRECTA
Gobernar es poblar... bien
Tecnicismos a la moda y recuerdos compartidos
Fabio J. Quetglas —PARA LA NACION—
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esde sus orígenes, nuestro país vive debatiendo su demografía y orden territorial. Hemos fracasado. Nadie sostiene como bueno que en un país relativamente despoblado deban convivir metrópolis ingobernables con espacios desiertos. El país actual es el resultado de dos grandes “momentos” demográficos, asociados al ciclo agroexportador y a la industrialización sustitutiva. Durante el primero, la decisión de vincular la pampa húmeda a la economía mundial impulsó la generación de un soporte infraestructural que agregó ventajas económicas a las naturales. Así, Buenos Aires se convirtió en el centro de servicios de una zona de importancia global creciente. Cerrado el ciclo agroexportador, la Argentina vivió unos 60 años de “industrialización sustitutiva”. Dos factores se conjugaron para profundizar la concentración metropolitana: a) la lógica de la “economía de aglomeración”, relevante en la economía industrial, y b) que el grueso de las políticas promocionales se llevaron adelante sin una “reflexión territorial explícita”, transformado a las zonas más pobladas en espacios complejos y atractivos a la vez. En ambos períodos, la Argentina recepta inmigración de un modo sustancial y la tempranamente débil tasa de natalidad es suplida por el aporte inmigratorio. Hoy los problemas de gobernabilidad metropolitana, el tránsito planetario a una economía de nuevo cuño y el contexto demográfico global reclaman colocar este tema en la agenda pública. Nuestro particular desafío, un país casi vacío y una metrópolis tan “condicionante”, coexiste con un mundo ávido de espacios. Existen restricciones conceptuales para llevar adelante un modelo más sensato de ocupación del territorio. La primera es identificar esta cuestión como una tensión entre “ciudad y campo”. Si logramos rever-
tir la macrocefalia, será porque ciudades distintas a Buenos Aires, Rosario o Córdoba adquieren un dinamismo marcado y logran crecer sostenidamente por encima del promedio nacional. Es decir, la alternativa es que nuestras ciudades medianas y pequeñas puedan resultar atractivas y contribuir a la competitividad de su entorno. Para eso hay que romper el mito de la “ociosidad” de las ciudades. Incluso, para el crecimiento de nuestro potencial agrario se requiere la existencia de nodos logísticos próximos, servicios profesionales, centros de provisión y reparación de máquinas, laboratorios de investigación y otras actividades urbanas. Lo dicho no significa relegar el campo, sino resignificar la totalidad del territorio. Cien o más ciudades argentinas de entre 10.000 y 300.000 habitantes podrían retener población y atraer migración si se implementa una política consistente con una decena de instrumentos (fiscales, de oferta de suelo, conectividad física). Hoy, la Argentina no combina la receptividad con una lógica de estímulos territoriales, y concentra la inmigración en las áreas metropolitanas. La segunda restricción es la ausencia (en las instituciones) de una precisa comprensión de las tendencias demográficas y sus explicaciones. Este tipo de intervenciones no pueden apoyarse en prejuicios o posiciones desinformadas. A todo esto se suma la emergencia de un nuevo modelo económico, vinculado a la economía del conocimiento, de la sostenibilidad, de la movilidad responsable y de un uso razonable de la energía. La industria requería la “escala”, lo que explica la “explosión urbana”. Las ciudades del futuro serán las ciudades de la calidad de vida, que asocien a sus capacidades productivas la investigación, los servicios avanzados, la convivencialidad, etcétera. La territorialidad de la “nueva economía”
asoma como más compleja. Hay que pensar en la relación existente entre la base tecnoproductiva y la organización territorial. La Argentina está bajo riesgos demográficos serios: envejecimiento de las zonas centrales de sus ciudades, envejecimiento de sus pequeñas localidades y la explosión de conurbaciones pobres y jóvenes. Para dar lugar a un nuevo paradigma territorial debe poner en discusión al menos seis cuestiones: a) su fiscalidad (cómo trata a las distintas actividades económicas asentadas en los territorios); b) la política de inversión pública (cuánta, en qué lugares, con qué finalidad); c) la política de subsidios, que a los efectos de cualquier consideración territorial no puede ser un término demonizado (pero sí usado con conocimiento de costo y resultado); d) la oferta de bienes públicos sofisticados, en especial la oferta universitaria pública y la salud de media y alta complejidad, porque la atractividad urbana no es una cuestión abstracta, sino concreta y evaluable (a paridad de ingresos, las personas prefieren vivir donde hay mejor oferta de servicios públicos); e) las vinculaciones interurbanas (en cuánto tiempo puedo acceder de modo seguro y económico); y f) cierta reconfiguración del sistema financiero (en la Argentina el flujo financiero es “centrípeto”, se captan recursos en toda la geografía, pero el otorgamiento de préstamos se concentra en las áreas metropolitanas, y dada nuestra inestabilidad macro se ha generado una propensión a orientar la cartera al consumo). No se trata de un nudo problemático irresoluble. El país puede revivir en parte un renovado desafío fundacional. Parafraseando a Juan Bautista Alberdi, y a modo de homenaje, creo que ha llegado el momento de entender que “Gobernar es... poblar bien”. © LA NACION
El autor es magíster en Gestión de Ciudades y Políticas Públicas
Graciela Melgarejo —LA NACION—
E
n su libro Contagious: Why Things Catch On (en español, Contagio: por qué las cosas se ponen de moda) comentado en la revista Mercado de mayo, el experto en marketing Jonah Berger analiza los elementos que hacen que la gente hable y comparta un pensamiento o un bien. Llega a la conclusión de que tanto un producto como un aviso o un servicio deben dar la posibilidad de que hagan “quedar bien a la gente”. Y, entre otros factores que inciden, se refiere al valor práctico del elemento en cuestión y la influencia del público, es decir, el factor imitación, que hace que imitemos la conducta que adopta mucha gente. Algunos de estos conceptos podrían aplicarse también a aquellas expresiones que, por distintas razones, se ponen de moda entre los hablantes y parecen volverse casi irreemplazables. Una comunicación de Fundéu referida al uso del anglicismo know-how puede usarse como ejemplo de lo que estamos diciendo. Con el significado de “transferencia de tecnología”, la expresión know-how comenzó a utilizarse sobre todo a partir de la década del ochenta; con el tiempo, se extendió a otros ámbitos. Por eso, Fundéu recomienda ahora reemplazarla por saber hacer, con el significado de ‘conjunto de conocimientos y técnicas acumulados, que permite desarrollar con eficacia una actividad en el ámbito artístico, científico o empresarial’, como una alternativa adecuada al término en inglés, según lo señala el Diccionario panhispánico de dudas. También comenta que puede alternar “con experiencia o conocimientos (en plural)”, sobre todo para evitar ambigüedades en determinados contextos, pero que, de elegir la voz inglesa,
“lo apropiado es escribirla con guion y en cursiva o, si no se dispone de ese tipo de letra, entre comillas”. Dado el tiempo que know-how lleva como “visitante” en el español es probable que su estadía se prolongue, pero nunca está de más saber cómo reemplazarlo. En medio de estas precisiones sobre el uso de ciertos términos, en un mail de Jorge Tolosa del 27/6, reapareció uno muy expresivo. Escribe el lector: “A propósito de su recuerdo de las galochas en una reciente Línea directa, le cuento que quiero rescatar otra palabra del olvido. Fui a ver la obra Manzi, la vida en orsái, sobre el poeta y escritor de tangos inolvidables, en el teatro La Comedia. Hacia el final, cuando cantan “Betinotti”, rescaté un verso, «Tristeza de chamuchina», que me recordó inmediatamente una descripción maravillosa de Borges en «Hombre de la esquina rosada», en la que también aparece chamuchina: «El Corralero fue empujado hasta él, firme y ensangrentado, con ese viento de chamuchina pifiadora detrás». ¡Hermosa palabra, grandes escritores! Me parece que hoy podríamos volver a usarla con total propiedad”. El Diccionario de la RAE define así: “chamuchina. 1. f. Cosa de poco valor. 2. f. Am. populacho”, pero en el Diccionario del habla de los argentinos, (“f. p. us. desp. Gente de condición humilde”) hay además otro ejemplo de autor, y muy bueno: “E. González Tuñón, Tirano, 1932: Lo está, Buen Tirano, más toda la chamuchina de esta tierra se agolpa a la espera de la sentencia de muerte”. Quizás el lector esté en lo cierto y podamos volver a la vida a esta palabra. © LA NACION
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