OPINION
Sábado 11 de septiembre de 2010
Un nutrido coro de voces crispadas E S
PARA LA NACION
UMAN unos cuantos los funcionarios y militantes activos de este gobierno que se revelan engolosinados en el ejercicio del vituperio procaz y barato, habitualmente despachado contra personas o empresas que no comulgan con el credo kirchnerista, o que consideran esotéricos algunos de sus sacramentos. Como se sabe, el credo kirchnerista es bastante “mistongo”, dado que deriva del peronismo matriz, un sacudimiento ideológico tan turbulento que supo cobijar a Cámpora y los montoneros, a Isabelita y López Rega, a Menem y Cavallo… La ciudadanía puede testimoniar que la doctora Cristina ocupó durante hora y pico la cadena televisiva para expresar cuán entrañable amor le inspira la libertad de prensa, aun cuando –vean qué detalle– improvisó su conmovedora arenga bajo el retrato del hacedor de aquel peronismo matriz, en cuyas dos primeras presidencias impuso un monopolio mediático sumamente fascista, a la vez que desplegó censuras de toda índole, a cual más desvergonzada. “Tales circunstancias históricas, ciertamente atrabiliarias, no arredran a esos funcionarios y militantes del oficialismo que incurren en felonías dialécticas para desvirtuar cuanta opi-
La Presidenta llamó hipócrita a cuanta fuerza viva no resulte sumisa y funcional a ciertos requerimientos nión divergente tome estado público”, dijo anteayer la socióloga peripatética Filigrana Peribáñez, ante sus alumnas de la academia de corte y confección Botones y Moños. La estudiosa trajo a colación los dichos tendenciosos de una docena de grandes bonetes del oficialismo, todos ellos enrolados en un abrumador tráfico de exabruptos y otras vulgaridades. Algunos ejemplos: con su proverbial frívola ligereza, Amado Boudou llamó buitres y pulpos a empresarios de la prensa independiente; Aníbal Fernández, un virtuoso en el arte de enchastrar a quienes no son oficialistas, endilgó catadura de traidores a Julio Cobos y Felipe Solá, y catalogó de personaje despreciable a Julio César Strassera; Guillermo Moreno, epígono del malevaje rupestre y proveedor mayorista de injurias, da muestras de su aparente bravuconería cada vez que se le encomienda la tarea de sembrar confusión y prepotencias; Héctor Timerman se definió como barrabrava para justificar sus frecuentes crisis de iracundia; la Presidenta llamó hipócrita a cuanta fuerza viva no resulte sumisa y funcional a ciertos requerimientos, esos que han de aflorar muy pronto, en cuanto las papas electorales empiecen a hornearse… Filigrana Peribáñez se reconoce compungida: “El kirchnerismo malgasta muchas voces para hostigar a la oposición con epítetos revulsivos, truculentos o lapidarios. ¿No creen que sería suficiente con una sola voz? ¡Caramba! ¿Por qué no aprenden de la oposición? ¿No advierten que con Lilita basta y sobra?”. © LA NACION
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EL MOSQUITO MORTAL, PROTAGONISTA DE LA HISTORIA DE AMERICA LATINA
RIGUROSAMENTE INCIERTO
NORBERTO FIRPO
I
L abuelo Pedro viajó mucho en su juventud por la cordillera y las selvas del Perú y Bolivia, y oírlo contar las aventuras y desventuras que vivió en sus recorridos, en la casona familiar de la calle cochabambina de Ladislao Cabrera, era tan entretenido como leer las novelas de Salgari, Miguel Zévaco o Julio Verne. Mis primas y yo lo escuchábamos extasiados. En uno de sus viajes, a orillas del Urubamba, se encontró con la expedición que dirigía Hiram Bingham y que poco después redescubriría el santuariofortaleza de Machu Picchu, hasta entonces sólo conocido por los campesinos de la región. Pernoctó con los expedicionarios y recordaba muy bien la madrugada que se despidieron, “ese gringo larguirucho hacia la fama y yo hacia las tercianas”. El abuelo Pedro llamaba “tercianas” a las fiebres palúdicas o malaria, que por entonces infestaban toda América latina, pues, aunque ya se usaba la quinina para combatirla, no existía, ni existe todavía, una vacuna que sirviera para frenar eficazmente los estragos que causa la picadura del siniestro anófeles. La curación era larga y elemental: poner a sudar al enfermo envolviéndolo en mantas como una momia y haciéndole tragar infusiones ardientes para bajarle las altísimas fiebres que lo hacían delirar y temblar como atacado por el mal de San Vito. Muchos sucumbían a las fiebres o al tratamiento. Pero, peor todavía que la malaria era la fiebre amarilla, transmitida por otro mosquito, hembra en este caso, peste para la que simplemente no había curación posible: sus víctimas adquirían un color verdoso amarillento y se iban escurriendo hasta perecer sacudidas por el vómito negro. Las historias del abuelo Pedro hicieron que yo contrajera precozmente un odio visceral contra los mosquitos y zancudos, que estos me han devuelto con creces, sobre todo en mis viajes por la Amazonía, de los que he salido siempre rascándome, devorado por las picaduras. Me ha hecho recordar las historias del abuelo Pedro que encandilaron mi infancia un artículo de Gabriel Paquette, que acabo de leer en el Times Literary Supplement del 30 de julio pasado. Reseña un libro recién aparecido en Inglaterra, Mosquito Empires, cuyo autor, J. R. McNeill, es un historiador empeñado en dar a la ecología y el medio ambiente un protagonismo en la historia de la que tradicionalmente han sido excluidos y que, según él, en buena parte han modelado y orientado con tanto vigor como los seres humanos, y a veces más. El subtítulo del libro, “Ecología y guerra en el Gran Caribe”, indica que su investigación se centra en este territorio. Abarca unos trescientos años, desde la llegada de los europeos a la región hasta la Primera Guerra Mundial. El héroe de la historia es el maldito mosquito, tanto el que propaga la malaria como la hembra que inocula la fiebre amarilla, y, si el profesor McNeill ha acertado en sus investigaciones, esta pareja ha hecho más para fraguar la historia de esa encrucijada de culturas, razas, lenguas y tradiciones que es el Caribe, que todos los indígenas, conquistadores, piratas, misioneros, contrabandistas, negreros e inmigrantes instalados en esas islas, costas y selvas bañadas por ese mar esmeralda e iluminadas por esos cielos color lapislázuli. El Caribe que aparece en el libro de J. R. McNeill, según Gabriel Paquette, no es el paraíso turístico de las playas de arenas doradas y los cócteles de recio ron y palmeritas de plástico, sino un mundo al que, en los barcos de esclavos procedentes del Africa, llegan en algún momento las hembras del Aedes aegypti y se domicilian felizmente en las selvas desarboladas y convertidas por los colonos en haciendas cañeras. Al parecer, esta deforestación y
El señor del Caribe MARIO VARGAS LLOSA PARA LA NACION
la estación de las lluvias, con sus nubes de mosquitos, que en poco tiempo dieron cuenta de unos diez mil sitiadores. En los combates militares, en cambio, apenas 700 soldados ingleses murieron. Estas cifras indican de manera inequívoca que el mosquito venenoso fue el verdadero conquistador de América y también factor decisivo de que prevalecieran su emancipación e independencia, pues, según McNeill, de los 16.000 soldados que Fernando VII envió a América en afanes de reconquista, el 90 por ciento perecieron por las enfermedades tropicales ante las que sus organismos forasteros eran absolutamente indefensos. Una de las mortandades más terribles de las guerras caribeñas ocurrió entre las fuerzas francesas y británicas que trataron de reconquistar Haití, luego de que esta colonia se emancipara en medio de las guerras de la Revolución Francesa. Aunque en este caso los cálculos estadísticos parecen más inciertos que en los ejemplos anteriores, el profesor McNeill cree posible asegurar que unas tres cuartas partes de los cincuenta mil muertos que hubo entre aquellos expedicionarios antes de 1800 no murieron de bala ni espada, sino entre los delirios de las fiebres y temblores de la malaria y los vómitos incontenibles de la fiebre amarilla. Gabriel Paquette relata, como colofón de su reseña, que los estragos de aquellos bichos homicidas continuaron prácticamente hasta comienzos del siglo XX. Sólo en 1900 una comisión médica del ejército estadounidense que ocupaba Cuba estableció una relación de causa-efecto entre el mosquito y la fiebre amarilla. Los medios científicos se mostraron al principio es-
En la Guyana Francesa murieron, entre 1764 y 1765, once mil europeos, víctimas de la malaria y la fiebre amarilla
erosión del suelo creó unas condiciones muy propicias para la supervivencia y reproducción de mosquitos y virus. Su alimento estaba garantizado con la gran abundancia de material humano, en especial los braceros de las plantaciones, los soldados de las guarniciones y los marineros de los barcos militares, cargueros y piratas. Tanto Francia como Inglaterra hicieron múltiples intentos para erradicar del
Las historias del abuelo Pedro hicieron que yo contrajera precozmente un odio visceral contra los mosquitos y zancudos Caribe al imperio español, enviando expediciones militares e instalando colonias de inmigrantes en las islas y cabeceras de playa que conquistaron. Según McNeill, la razón primordial de que todos estos esfuerzos fracasaran no fue la resistencia que opusieron los soldados del rey de España, sino la labor silenciosa y corrosiva de los inesperados aliados volantes con que contaron –el anófeles y la Aedes aegypti– cuyos picotazos diezmaron y a veces desaparecieron a los invasores. Por
lo visto, quienes ya estaban instalados allí y sobrevivieron a las plagas, habían adquirido inmunidad, a diferencia de los recién llegados, cuyos organismos eran pasto veloz de las fiebres mortíferas. Algunas de las cifras que cita Paquette producen vértigo. A fines del siglo XVII, Inglaterra logró instalar en las selvas del Darién, en una zona que es hoy la frontera entre Colombia y Panamá, una colonia de escoceses que fue íntegramente exterminada por los microbios. En lo que es ahora la Guyana Francesa, entre 1764 y 1765 desaparecieron en el curso de sólo un año once mil de los doce mil europeos que el gobierno francés había instalado en Korou, víctimas de la malaria, la fiebre amarilla y otras enfermedades tropicales. Una de las expediciones militares lanzadas por Gran Bretaña contra España en el Caribe fue la dirigida por el almirante Vernon en 1741, cuyas fuerzas militares pusieron sitio a las ciudades de Cartagena (Colombia) y Santiago (Cuba). Los mosquitos liquidaron a 22.000 de los 29.000 sitiadores en pocos meses, en tanto que sólo un millar de los soldados británicos murieron combatiendo. En 1762, el conde de Albemarle consiguió cercar con su ejército a la ciudad de La Habana. Esta parecía condenada a caer en poder de los británicos. Pero los sitiados consiguieron resistir hasta la llegada de
cépticos y The Washington Post, incluso, editorializó en contra de “esa estúpida y absurda chacota”. Sin embargo, el gobierno de Washington se dejó convencer y emprendió una campaña de erradicación de mosquitos en tierra cubana. Dos años más tarde, la fiebre amarilla había desaparecido junto con sus alados transmisores. Pero sólo treinta años más tarde se pudo elaborar la vacuna que lograría reducir drásticamente en todo el mundo aquel virus que, según J. R. McNeill, ha causado más sufrimiento y atrocidades que la codicia y los fanatismos que llevan a los hombres a entre matarse desde el principio de los tiempos. Habrá que escribir de nuevo las historias, pues. Aunque la responsabilidad moral de todos los grandes acontecimientos de la historia humana incumbe únicamente a los bípedos que ordenaron y libraron las guerras, las conquistas, los genocidios, las inquisiciones, etcétera, no hay duda de que los hombres no pudieron nunca, ni en el pasado ni el presente, tener el control absoluto de las secuelas de las aventuras a que empujaron a la humanidad ni estuvieron en condiciones de hacer frente a los imprevistos que surgían en el camino y les imprimían casi siempre una orientación distinta de la prevista y, a veces, las desnaturalizaron hasta convertirlas exactamente en las antípodas de lo que se esperaba que fueran. Nadie hubiera imaginado antes de ahora –en nuestros tiempos de preocupación por la ecología y el medio ambiente– que el invisible mosquito zumbón hubiera podido ser, entre los siglos diecisiete y veinte, el verdadero hacedor de la historia del Caribe. © LA NACION
La conspiración de la anciana dama HECTOR M. GUYOT
L
A vida es una cadena de postergaciones. Entre las cosas que suelo dejar para el verano están los libros que superan las 400 páginas. Los voy depositando en el extremo superior de la biblioteca y me olvido de ellos. A fines de diciembre, cuando los días largos, las noches templadas y el perfume de las vacaciones prometen un mundo a medida, los despliego sobre la mesa en dulce montón. Y ahí empiezan las dudas: ¿pruebo con la novela del nuevo crédito local o ataco los cuentos completos del viejo maestro? ¿Me entrego al último policial de un adictivo escritor nórdico o leo al joven irlandés que me deslumbró con su último libro? ¿Y si apuesto por lo imperecedero y tomo uno de los clásicos que me acompañan vírgenes desde hace años? Como cuando oímos el canto de los pájaros en medio de una fiesta, un sordo desasosiego empieza a minar el entusiasmo. Para completar nuestra desazón, Google se tomó el trabajo de contar los libros publicados desde la invención de la imprenta y sin anestesia nos asesta el dato: el mundo ha conocido hasta ahora 129.864.880 títulos. La cifra llegó después de que las máquinas cruzaran bases de da-
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tos de librerías, bibliotecas y editoriales, y tras el descarte de registros repetidos y diferentes ediciones de un mismo título. Sin embargo, a semejante prepotencia global le respondió enseguida una silenciosa resistencia local: Louise Brown, una escocesa de 91 años, retiró su libro número 25.000 de la biblioteca de su barrio. Se hizo socia en 1946, según informó
A los 91 años, Louise Brown retiró su libro número 25.000 de la biblioteca de su barrio, de la que se hizo socia en 1946 la BBC, y empezó sacando seis libros por semana. Pasó a llevarse doce cuando el límite se duplicó y así, en 63 años de perseverancia y de noches en vela, alcanzó su involuntario récord. Ignoramos con qué tipo de lecturas se fue quemando las pestañas esta incansable dama, pero nos deja una enseñanza inestimable: el secreto es no acumular. Una vida por vez, como quería Thoreau.
Me gustaría hablar con la señora Brown. No para que me recomiende sus libros favoritos, sino para saber cómo ha hecho para congeniar la lectura con la simple tarea de vivir. Porque he ahí la verdadera tensión y el núcleo de la angustia: la disputa entre vivir y leer, o, en otros términos, entre la experiencia y la imaginación, una disyuntiva que también, o sobre todo, se les presenta a los autores de esos mundos ficcionales en los que luego se adentran los lectores. Para entender la vida y tramar su obra, los escritores se han inclinado hacia uno u otro extremo de la ecuación. Algunos han considerado a la experiencia como una dimensión fundamental. Un caso ejemplar es el de Hemingway, cuyo vitalismo lo llevó a alistarse en una guerra, a cazar animales salvajes en Africa y a pescar tiburones en el Caribe. Como el autor de Adiós a las armas, también Jack Kerouac y Henry Miller se entregaron a vivir la experiencia con intensidad y luego escribieron sobre ello. Entre los nuestros, una actitud parecida tuvo en su juventud Antonio Dal Masetto, que hasta dejó de escribir para seguir el llamado del camino y los viajes.
Más allá de los escritores, Renoir, que quería vivir la vida de un hombre común, desconfiaba de la imaginación. “Hace falta tener mucha vanidad para creer que lo que sale de nuestra mente es más valioso que lo que vemos alrededor. La imaginación no nos lleva muy lejos, mientras que el mundo es inmenso e inagotable”, decía el pintor, según narró Jean Renoir,
Renoir, que quería vivir la vida de un hombre común, desconfiaba de la imaginación y pintaba lo que veían sus ojos el cineasta, en el maravilloso libro que le dedicó a su padre. Del otro lado, Borges se replegó en las bibliotecas y en su mente fecunda, así como también, por ejemplo, Emily Dickinson, que escribió poemas de una hondura extraordinaria mirando el mundo desde la ventana de su casa de Amherst. Quizá la experiencia y la imaginación no sean términos antagónicos. Vargas Llosa
ha dicho que la lectura de novelas permite a los hombres vivir aquellas vidas que la realidad no les procura. Al mismo tiempo, y esto los escritores lo saben muy bien, cuanto más conoce uno el mundo, cuanta más experiencia acumula, mejor imagina. Y, recíprocamente, la experiencia, la vida de todos los días, también exige imaginación. Al fin y al cabo, es la misma realidad –ese mundo inmenso e inagotable del que hablaba Renoir– lo que la estimula. La tensión entre una dimensión y la otra tal vez deba resolverse en una suerte de síntesis. Imagino a la anciana señora Brown muy ajena a estas preocupaciones estériles. La imagino sentada en un sillón de mimbre, con un té o una copa de cognac cerca. Tiene un libro abierto entre las manos y su cabeza, apenas inclinada, se mueve imperceptiblemente de izquierda a derecha. Está libre de angustias sobre qué leer cuando termine esa buena historia que la tiene subyugada, y no me atrevería jamás a interrumpir su viaje para preguntarle si lee con tanta pasión porque tiene miedo de vivir o, por el contrario, porque con una sola vida no le alcanza y quiere vivir muchas otras. © LA NACION