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El oficio docente hoy y la obstinación por enseñar Rita de Pascuale Directora del Centro de Estudios Didácticos del Comahue (C.E.Di.Co.)
Se propone un modo de mirar la enseñanza que permita a quienes participan en ella reconocerse como parte influyente en los procesos sociales del aula y de la escuela, definir intervenciones posibles y construir comprensiones acerca del valor educativo de las experiencias que desarrollan, identificando –además– los límites institucionales y éticos de la profesión y práctica docente.
En el título de esta comunicación hay una proposición acerca de nuestra práctica. La propuesta es mirar este oficio en el contexto actual y su vinculación con la didáctica. Plantear este oficio en el contexto actual es posicionarse en un escenario complejo y desafiante. Como saben, el oficio docente es estudiado, analizado, comprendido desde diversos campos de conocimientos –psicológico, político, filosófico, antropológico, pedagógico, sociológico, entre otros–. Cada uno de ellos ha producido y produce potentes conceptualizaciones acerca de esta práctica y de sus efectos en los sujetos a los cuales se dirige. En este sentido, esta presentación hace foco en un campo de conocimiento, el campo didáctico y más específicamente en la Didáctica General; es decir, voy a mirar esta práctica profesional desde la especificidad de mi trabajo, la enseñanza. A partir de allí, formularé algunas apreciaciones en torno a cómo esta práctica se desenvuelve en el contexto actual y cómo a pesar de las condiciones históricas, culturales, sociales e institucionales, seguimos insistiendo en enseñar. Es así que comencé por la pregunta: ¿quiénes somos los que ejercemos este oficio de enseñantes? Quienes lo ejercemos somos nombrados de diferentes modos: maestros, profesores/as, enseñantes, educadores/as, profesionales o profesionales de la educación, entre otras tantas no-
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minaciones. Sabemos que cada una de ellas contiene supuestos ideológicos y éticos diferentes y, en tal sentido, analizar estos supuestos podría ser un camino para responder este interrogante. Sin embargo, resultó preferible ensayar otra vía para analizar. ¿Quiénes somos los que ejercemos el oficio de enseñar? De este modo, me acerco a la enseñanza, a esta enseñanza que Tom (1984) define como práctica social pero, fundamentalmente, como práctica humana. En primer lugar, es bueno reconocer a la enseñanza y por lo tanto a este oficio, como una práctica social, que responde a intereses y determinaciones que exceden las intencionalidades de los sujetos particulares, pero esto no significa dejar de lado, que es también una práctica humana que compromete éticamente a quien la realiza: si bien, recibimos presiones que nos constriñen, al mismo tiempo, somos los sujetos que la llevamos a cabo los que, al reconocer las condiciones de existencia, generamos modificaciones, buscamos intersticios para transitar el camino del saber, lo que nos permite preguntarnos por la significación social de los contenidos que enseñamos, por los propósitos que guían nuestras intervenciones, así como de las diferentes estrategias y materiales que utilizamos en la puesta en acto de la enseñanza. De esta manera, se puede reconocer que nuestras prácticas, son siempre prácticas contextuadas en una estructura social e institucional pero, al mismo tiempo, somos los sujetos los que, en última instancia, definimos en ella las actuaciones. Plantearla de este modo nos acerca al sujeto concreto a cada uno de nosotros que llevamos a cabo esta práctica. Esto no significa ser inocente, no se pueden dejar de reconocer las condiciones y las influencias que como proceso público nos atraviesan. En primer lugar, y como no soy inocente, para reconocer algunas condiciones culturales, sociales e institucionales que nos atraviesan, escuchemos qué dicen de nosotros: en La opción
de educar, Meirieu (2001) plantea que nuestra profesión es una profesión bajo sospecha y que el oficio de educador, si bien no es la única cuestionable, sí que es la que más cuestionamientos recibe. En este sentido, todos nos vemos interpelados y hasta despreciados. En primer lugar, son las concepciones mercantilistas y eficientistas de la educación las que amplifican sus voces descalificatorias a través de uno de sus productos más potentes, esto es, los medios de comunicación masiva. De este modo, con formato de panfleto publicista nos endilgan la responsabilidad del deterioro de la escuela; dicen que no sabemos lo suficiente; que enseñamos conocimientos perimidos; que no ejercemos autoridad frente a nuestros estudiantes; que los estudiantes se aburren, y más y más en el mismo sentido. Acaso quienes nos acusan, ¿pretenden sustituir la escuela?, ¿imponer su lógica empresarial a la educación?, ¿aulas con formato de show mediático?, ¿recreos como tandas publicitarias?, ¿conocimiento como dato ahistórico y descontextualizado?, ¿maestros como comentaristas de espectáculos? En fin, para seguir pensando y preguntando. Este discurso permea el entramado social, establece en la relación padres-maestros –cuando los padres no se ausentan– un vínculo que es cada vez más complejo. Esta
Es acá donde entran a jugar nuevos conocimientos, nuevas miradas acerca de la práctica del enseñar y del aprender que recuperen y, al mismo tiempo, cuestionen lo que fuimos, cómo lo logramos y cómo lo perdimos. Considero que no hay modos de desarrollar “nuevos coagulantes” para dar sentido social a nuestras prácticas si no descartamos o modificamos fórmulas perimidas o vencidas. Desde esta actitud crítica y cuestionadora en pos de una construcción son muchos los interrogantes que emergen. • En primer lugar, me pregunto, como integrante de una institución que es formadora de formadores, ¿reconocemos esta situación, este contexto que atraviesa el oficio? Y si lo hacemos, ¿cómo reconstruimos este oficio, qué planes de estudio promovemos, qué perfiles profesionales explicitamos, qué conocimientos de los campos disciplinares ofrecemos en nuestra formación que nos permiten pensar alternativas para construir y reconstruir una práctica que, al reconocer las condiciones por la que transcurre, no se paralice; que recupere la autoridad de la enseñanza; que promueva aprendizajes; que les permita a los estudiantes hacer una lectura del mundo y de las palabras, tal como plantea Freire.
Es posible pensar en formas de enseñar que pueden ser concebidas como procesos de búsqueda y construcción colaborativa, superando las concepciones de control social e imposición jerárquica implícitas en visiones de enseñanza de orden técnico vociferación del mercado a través de los medios de comunicación propicia el declive de la escuela como referente social. Esta erosión en la credibilidad de la institución escolar, trae aparejado, según Tenti Fanfani (2009), una crisis en la autoridad pedagógica; en las actuales condiciones, los maestros no tenemos garantizada la escucha, el respeto y el imprescindible reconocimiento social para realizar nuestro trabajo. Carencia u omisión de escucha y respeto que esmerila cualquier esbozo de autoridad docente frente a nuestros estudiantes; lo cual es preocupante si entendemos que para enseñar la autoridad –entendida como reconocimiento y legitimidad– es condición central. Entonces, ¿qué es lo que garantiza esta autoridad hoy? Antes éramos portadores de una autoridad por efecto de la institución, por tener una titulación. Sin embargo, en este contexto somos los docentes quienes tenemos que volver a construirla; pero el desafío es encontrar nuevos componentes y principios de construcción. Es decir, no se trata de recuperar nostálgicamente aquello que nos licuó el mercado, sino de encontrar otros coagulantes que solidifiquen el sentido y valor de nuestras prácticas.
• En segundo lugar, ¿qué decimos de nosotros, cómo nos vemos nosotros? Creo que reconocemos esta creciente pérdida de legitimidad, esta pérdida de autoridad deontológica –por portación de títulos–, de la que venimos hablando. A veces nos sentimos alienados, nos queremos jubilar o realizar otra tarea, sentimos que no nos reconocen, que estamos cansados, que se suman a nuestras tareas habituales demandas sociales nuevas y complejas relacionadas con la formación de subjetividades, la formación de nuevos sujetos. Que ese estudiante conocido se convierte de pronto en ese “extraño escolar” del que nos habla Alliaud (2009).
Acepto estas circunstancias, este casi “sufrimiento psíquico” lo asumo y, sin embargo, como dice Meirieu (2001), ejerzo y defiendo este oficio desde hace veinticinco años. Ahora bien, qué hace que uno, a pesar de lo narrado antes, persista; no es una cuestión monetaria, no es una cuestión de prestigio social, no es una cuestión de comodidad o porque, según los medios y buena parte del sentido común acrítico,
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somos los que tenemos tres meses de vacaciones. Entonces qué es lo que nos pasa, que seguimos insistiendo en este oficio de enseñar. Si estuviéramos realizando una investigación sobre esta cuestión y buscáramos indicadores de por qué persistimos, estos no serían fáciles de identificar; quizás, como plantea Antelo (2014), la dicha es poca pero buena, y esa dicha la obtenemos cuando la clase es exitosa, cuando nuestros estudiantes nos reconocen; es ese encuentro de mentes del que nos habla Sarason (2002), es la gratificación del oficio y el reconocimiento, que a veces lo logramos; hablo de esa expectativa de transformación aunque sea un rato, esa imagen de estar en la vida de Otro, eso es lo que proporciona la recompensa, el mostrar que algún logro se debe a mí. Antelo (2001) habla de poder construir una teoría del reconocimiento pedagógico, pero ese reconocimiento no puede ser, como viene sucediendo en los últimos tiempos, un reconocimiento personal, porque el sufrimiento también es personal. Al respecto Dubet (2006) dice que hoy dar clase es como ir a un boliche: algunas/os consiguen chicas/os y otros no, esto nos deja en la trampa de la seducción personal. Y entonces la pregunta que se nos impone es por qué esta obstinación por seguir enseñando y ejerciendo este oficio y cómo hacer para que esta obstinación no sea de índole personal sino colectivo. Es decir, no se sostenga por simples vanidades narcisistas que instituyen la competitividad entre docentes –cual comerciantes del saber regidos por leyes del mercado–, sino que sea una obstinación por instalar el valor de la construcción social del conocimiento cuyo sentido final sea el bien común. Nobleza obliga y vuelvo a recurrir a Meirieu (2006), y esa categoría de obstinación didáctica, pero ¿en qué sentido es esta obstinación? Él establece como condición del oficio la obstinación didáctica sobre el fondo
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del derecho ajeno a no participar del intercambio. Es decir: intentamos ejercer la enseñanza a pesar del Otro, de las condiciones de las situaciones que se plantean – sociales e institucionales. Al hablar de enseñanza, me refiero a una construcción social, un proceso de interacción e intercambio regido por determinadas intenciones e intereses, “en principio destinada a hacer posible el proceso educativo (Tom, 1984, p. 38)”. Un proceso condicionado desde fuera, en cuanto forma parte de la estructura de instituciones sociales entre las cuales desempeña funciones, pero también como la construcción que realizan sujetos concretos, de sus intenciones y de sus intereses. Entender esto críticamente significa no reducir la enseñanza a aplicaciones de decisiones ajenas, sino que requiere el juicio propio de los sujetos implicados en la práctica para poder interpretar los propósitos globales de la enseñanza y juzgar las formas en que estos pueden o no aplicarse en los contextos concretos en los que se actúa. De este modo, es posible pensar en formas de enseñar que pueden ser concebidas como procesos de búsqueda y construcción colaborativa, superando de esta manera las concepciones de control social e imposición jerárquica implícitas en visiones de enseñanza de orden técnico, hijas de una concepción mercantilista. Considero que las perspectivas comprensivas de la enseñanza son potentes planteos para favorecer visiones críticas acerca del modo en que transcurren las situaciones educativas, habilitan a reflexionar sobre las circunstancias de la vida del aula, los mecanismos personales, institucionales y sociales que entran en juego y la complejidad de relaciones y aprendizajes que pueden tener lugar en tales situaciones. Creo que este modo de mirar la enseñanza nos permite a los que participamos en ella reconocernos como
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parte influyente en los procesos sociales del aula y de la institución y, en este sentido, poder definir nuestras intervenciones y construir comprensiones acerca del valor educativo de las experiencias que desarrollamos, reconociendo además los límites institucionales y éticos de la profesión y práctica docente. Teorizar de este modo acerca de la enseñanza nos remite a cualificar esta como “buena enseñanza” (Fenstermacher, 1986), la que se diferencia del planteo de la didáctica de años anteriores que se remitía a la cualidad de enseñanza exitosa, esto es, la búsqueda de resultados acorde a los objetivos que prescribíamos. Por el contrario, en este contexto la palabra buena tiene tanta fuerza ética como epistemológica. Preguntarse en el sentido ético es preguntarse, por un lado, sobre la finalidad de nuestros actos. Meirieu (2001, p. 10) sostiene:
(…) esta interrogación nos sitúa de entrada ante la cuestión del Otro, ese Otro como mayúsculas, es preguntarnos en todo lo que digo, en las decisiones que tomo, si… ¿permito al Otro que sea frente a mí?, si… ¿acepto el riesgo a pesar de las dificultades que ello comporta, de la incertidumbre en la que me sitúa?
Por otro lado, preguntarnos qué es buena enseñanza en el sentido epistemológico, es preguntarse si lo que se enseña es digno que el estudiante lo conozca, lo crea y lo comprenda. Esto implica, según Litwin (1996, p. 95),
(…) la recuperación de la ética y los valores en las prácticas de la enseñanza. Se trata de valores inherentes a la condición humana, pero desde su condición social, en los contextos y en los marcos de las contradictorias relaciones de los sujetos en los ámbitos escolares.
En este sentido, se postula la necesidad de construir una práctica profesional que atienda a la reflexión sobre aspectos que nos permitan recuperar lo imprevisto, la incertidumbre, los dilemas y las situaciones conflictivas en las que a diario los docentes nos encontramos y para las cuales debemos recurrir a destrezas y valores humanos relacionadas con la capacidad de liberación, de reflexión y de juicio. Estamos hablando de reconocer como componente legítimo y necesario de la profesión docente aquellas capacidades que desde la racionalidad técnica quedan excluidas o bien subordinadas solo a cierto conocimiento científico. Tal como lo plantea McLaren (1989), la idea es en dónde situamos esta práctica, si en el terreno seguro de una importancia social más bien pequeña, o como problema de interés humano que debe descender a las “arenas movedizas” en donde puede ocuparse de problemas más importantes y desafiantes. Si se encuadra en esta última posibilidad, es indudable que deberá dejar de lado el rigor técnico. Lo que se plantea es la posibilidad de que el docente intelectualice su oficio. Esto es entenderlo, según mi construcción teórica y ética, como un proceso de construcción, de búsqueda permanente de significados y su traducción en valores educativos. Pensar en el oficio docente, como intelectual, es desarrollar un conocimiento sobre la naturaleza de la enseñanza que reconozca y cuestione su naturaleza socialmente construida y el modo en que se relaciona con el orden social, así como analizar las posibilidades de transformación implícitas en el contexto social de las aulas. El oficio intelectual se construye, en este sentido, con orientación de definirse ante los problemas y actuar consecuentemente, considerándolos como situaciones que van más allá de nuestras intenciones y actuaciones personales para incluir su análisis como problemas que tienen un origen social e histórico.
Se piensa, desde esta perspectiva, que tanto la comprensión de los factores sociales e institucionales que condicionan la práctica educativa, como la emancipación de las formas de dominación que afectan a nuestro pensamiento y a nuestra acción no son procesos espontáneos que se producen naturalmente por el mero hecho de participar en experiencias educativas. Por el contrario, se producen por participar activamente en el esfuerzo por develar lo oculto, por desentrañar el origen histórico y social de lo que se nos presenta como natural, por conseguir captar y mostrar los procesos por los que la práctica de la enseñanza queda atrapada en pretensiones, relaciones y experiencias de dudosos valores educativos, mientras necesariamente busca la transformación. Esto, supone un lugar de autonomía profesional en un sentido colectivo y no individual y de su defensa como proceso constructivo continuo que no se agota en logros personales. También supone la comprensión de los factores siempre cambiantes que dificultan no solo la transformación de las condiciones sociales e institucionales de la enseñanza sino también la de nuestras propias conciencias. Esta idea de autonomía debe ligarse con la idea de aceptación de las diferencias como reconocimiento de las contradicciones de los sujetos y de búsqueda de superación de aquellas. Tratando de sostener alguna coherencia con el desarrollo de esta charla y ya finalizando, vuelvo a preguntarme y a preguntarles a los formadores de formadores, a las instituciones de formación y a los estudiantes: si sentimos, pensamos, consideramos que estamos formando o nos están formando en un oficio que nos permita sostener la obstinación por la enseñanza. Si los temas, los problemas, las perspectivas teóricas, los modos que ofrecemos y nos ofrecen posibilitan reconocer la incertidumbre, la complejidad, pero también el placer y la pasión que significa el encuentro
entre quienes enseñamos y quienes aprenden con la finalidad de construir espacios sociales y culturales más democráticos, justos y equitativos más allá de los límites del aula.
Bibliografía Alliaud, A. (2009). Los gajes del oficio. Enseñanza, pedagogía y formación. Buenos Aires: Aique. Antelo, E. (2014). Padres Nuestros que están en las escuelas y otros ensayos. Buenos Aires: Homo Sapiens. Biddle, B. y otros (2000). La enseñanza y los profesores. La profesión de enseñar. Tomo I. Barcelona: Paidós. Dubet, F. (2006). El declive de la institución. Profesiones, sujetos e individuos en la modernidad. Barcelona: Gedisa. Fenstermacher, G. (1986). “Philosophy of Research on Teaching: Three Aspects”. En Wittrock, M. (ed.). Handbook of Research on Teaching. Nueva York: Macmillan. Litwin, E. (1996). “El campo de la didáctica: la búsqueda de una nueva agenda”. En Camilloni, A. y otros. Corrientes didácticas contemporáneas. Buenos Aires: Paidós. Litwin, E. (2008). El oficio de enseñar. Buenos Aires: Paidós. McLaren, P. (1989). La vida en las escuelas. Una introducción a la pedagogía crítica en los fundamentos de la educación. México: Siglo XXI. Meirieu, P. (2001). La opción de educar. Barcelona: Octaedro. Meirieu, P. (2006). Carta a un joven profesor. Por qué enseñar hoy. Barcelona: Graó. Sarason, S. (2002). La enseñanza como arte de representación. Buenos Aires: Amorrortu. Stone Wiske, M. (comp.) (1999). La enseñanza para la comprensión. Vinculación entre la investigación y la práctica. Buenos Aires: Paidós. Tenti Fanfani, E. (2009). “La enseñanza media hoy: masificación con exclusión social y cultural”. En Tiramonti, G. y otros. La escuela media en debate. Buenos Aires: Manantial/Flacso. Tom, A. R. (1984). Teaching as a moral craft. Nueva York: Longman.
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