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El caso de Lady Sannox Arthur Conan Doyle
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EL CASO DE LADY SANNOX Las relaciones entre Douglas Stone y la conocidísima lady Sannox eran cosa sabida tanto en los círculos elegantes a los que ella pertenecía en calidad de miembro brillante, como en los organismos científicos que lo contaban a él entre sus más ilustres cofrades. Por esta razón, al anunciarse cierta mañana que la dama había tomado de una manera resuelta y definitiva el velo de religiosa, y que el mundo no volvería a saber más de ella, se produjo, como es natural, un interés que alcanzó a muchísima gente. Pero cuando a este rumor siguió de inmediato la seguridad de que el célebre cirujano, el hombre de nervios de acero, había sido encontrado una mañana por su ayuda de cámara sentado al borde de su cama, con una placentera sonrisa en el rostro y las dos piernas metidas en una sola pernera de su pantalón, y que aquel gran cerebro valía ahora lo mismo que una gorra llena de sopa, el tema resultó suficientemente sensacional para que se estremeciesen ciertas gentes que creían tener su sistema nervioso a prueba de esa clase de sensación.
Douglas Stone fue en su juventud uno de los hombres más extraordinarios de Inglaterra. La verdad es que apenas si podía decirse, en el momento de ocurrir este pequeño incidente, que hubiese pasado esa juventud, porque sólo tenía entonces treinta y nueve años. Quienes lo conocían a fondo sabían perfectamente que, a pesar de su celebridad como cirujano, Douglas Stone habría podido triunfar con rapidez aún mayor en una docena de actividades distintas. Podía haberse abierto el camino hasta la fama como soldado o haber forcejeado hasta alcanzarla como explorador; podía haberla buscado con empaque y solemnidad en los tribunales, o bien habérsela construido de piedra y de hierro actuando de ingeniero. Había nacido para ser grande, porque era capaz de proyectar lo que otros hombres no se atrevían a llevar a cabo, y de llevar a cabo lo que otros hombres no se atrevían a proyectar. Nadie le alcanzaba en cirugía. Su frialdad de nervios, su cerebro y su intuición eran cosa fuera de lo corriente. Una y otra vez su bisturí alejó la muerte, aunque al hacerlo hubiese tenido que rozar las fuentes mismas de la vida, mientras sus ayudantes empalidecían tanto como el hombre operado. ¿No queda aún en la zona del sur de Marylebone Road y del norte de Oxford Street el recuerdo de su
energía, de su audacia y de su plena seguridad en sí mismo? Tan destacados como sus virtudes eran sus vicios, siendo, además, infinitamente más pintorescos. Aunque sus rentas eran grandes, y aunque era, en cuanto a ingresos profesionales, el tercero entre todos los de Londres, todo ello no le alcanzaba para el tren de vida en que se mantenía. En lo más hondo de su complicada naturaleza había una abundante vena de sensualidad y Douglas Stone colocaba todos los productos de su vida al servicio de la misma. Era esclavo de la vista, del oído, del tacto, del paladar. El aroma de los vinos añejos, el perfume de lo raro y exótico, las curvas y tonalidades de las más finas porcelanas de Europa se llevaban el río de oro al que daba rápido curso. Y de pronto lo acometió aquella loca pasión por lady Sannox. Una sola entrevista, con dos miradas desafiadoras y unas palabras cuchicheadas al oído, la convirtieron en hoguera. Ella era la mujer más adorable de Londres y la única que existía para él. Él era uno de los hombres más bellos de Londres, pero no era el único que existía para ella. Lady Sannox era aficionada a variar, y se mostraba amable con muchos de los hombres que la cortejaban. Quizá fuese esa la causa y quizá fuese el efecto; el hecho es que lord
Sannox, el marido, parecía tener cincuenta años, aunque en realidad sólo había cumplido los treinta y seis. Era hombre tranquilo, callado, sin color, de labios delgados y párpados voluminosos, muy aficionado a la jardinería y dominado completamente por inclinaciones hogareñas. Antaño había mostrado aficiones a los escenarios; llegó incluso a alquilar un teatro en Londres, y en el escenario de ese teatro conoció a miss Marion Dawson, a la que ofreció su mano, su título y la tercera parte de un condado. Aquella primera afición suya se le había hecho odiosa después de su matrimonio. No se lograba convencerle de que mostrase ni siquiera en representaciones particulares el talento de actor que tantas veces había demostrado poseer. Era más feliz con una azadilla y con una regadera entre sus orquídeas y crisantemos. Resultaba problema interesantísimo el de saber si aquel hombre estaba desprovisto por completo de sensibilidad, o si carecía lamentablemente de energía. ¿Estaba, acaso, enterado de la conducta de su esposa y la perdonaba, o era sólo un hombre ciego, caduco y estúpido? Era ése un problema propio para servir de pábulo a las conversaciones
en los saloncitos coquetones en que se tomaba el té y en las ventanas saledizas de los clubes, mientras se saboreaba un cigarro. Los comentarios que hacían los hombres de su conducta eran duros y claros. Sólo un hombre habría podido hablar en favor suyo, pero ese hombre era el más callado de todos los que frecuentaban el salón de fumadores. Ese individuo le había visto domar un caballo en sus tiempos de universidad, y su manera de hacerlo le había dejado una impresión duradera. Pero cuando Douglas Stone llegó a ser el favorito, cesaron de una manera definitiva todas las dudas que se tenían sobre si lord Sannox conocía o ignoraba aquellas cosas. Tratándose de Stone no cabían subterfugios, porque, como era hombre impetuoso y violento, dejaba de lado las precauciones y toda discreción. El escándalo llegó a ser público y notorio. Un organismo docto hizo saber que había borrado el nombre de Stone de la lista de sus vicepresidentes. Hubo dos amigos que le suplicaron que tuviese en cuenta su reputación profesional. Douglas Stone abrumó con su soberbia a los tres, y gastó cuarenta guineas en una ajorca que llevó de regalo en su visita a la dama. Él la visitaba todas las noches en su propia casa, y ella se paseaba por las tardes en el coche del cirujano. Ninguno de los dos
realizó la menor tentativa para ocultar sus relaciones; pero se produjo, al fin, un pequeño incidente que las interrumpió. Era una noche de invierno, triste, muy fría y ventosa. Ululaba el viento en las chimeneas y sacudía con estrépito las ventanas. A cada nuevo suspiro del viento oíase sobre los cristales un tintineo de la fina lluvia que tamborileaba en ellos, apagando por un instante el monótono sonido del agua que caía de los aleros. Douglas Stone había terminado de cenar y estaba junto a la chimenea de su despacho, con una copa de rico oporto sobre la mesa de malaquita que tenía a su lado. Al acercarla hacia sus labios la miró a contraluz de la lámpara, contemplando con pupila de entendido las minúsculas escamitas de flor de vino, de un vivo color rubí que flotaban en el fondo. El luego llameante proyectaba reflejos súbitos sobre su cara audaz y de fuerte perfil. De grandes ojos grises, labios gruesos pero tensos, y de mandíbula fuerte y en escuadra, tenía algo de romano en su energía y animalidad. Al arrellanarse en su magnífico sillón, Douglas Stone se sonreía de cuando en cuando. A decir verdad, tenía derecho a sentirse complacido: contrariando la opinión de seis de sus colegas, había llevado a cabo ese mismo día una operación de la que sólo podían
citarse dos casos hasta entonces, y el resultado obtenido superaba todas las esperanzas. No había en Londres nadie con la audacia suficiente para proyectar, ni con la habilidad necesaria para poner en obra, aquel recurso heroico. Pero Douglas Stone había prometido a lady Sannox que pasaría con ella la velada, y eran ya las ocho y media. Había alargado la mano hacia el llamador de la campanilla para pedir el coche, cuando llegó a sus oídos el golpe sordo del aldabón de la puerta de calle. Se oyó un instante después ruido de pies en el vestíbulo, y el golpe de una puerta que se cerraba. —Señor, en la sala de consulta hay un enfermo que desea verlo —dijo el ayuda de cámara. — ¿Se trata del mismo paciente? —No, señor, creo que desea que salga usted con él. —Es demasiado tarde exclamó Douglas Stone con irritación—. No iré. —Ésta es la tarjeta del que espera, señor.
El ayuda de cámara se la presentó en la bandeja de oro que la esposa de un primer ministro había regalado a su amo. ¡Hamil Alí Smyrna! ¡Ejem!, supongo que se trata de un turco. —Así es, señor. Parece que hubiera llegado del extranjero, señor, y se encuentra en un estado espantoso. ¡Vaya! El caso es que tengo un compromiso y he de marchar a otra parte. Pero lo recibiré. Hágalo pasar, Pim. Unos momentos después, el ayuda de cámara abría de par en par la puerta y dejaba paso a un hombre pequeño y decrépito, que caminaba con la espalda inclinada, adelantando el rostro y parpadeando como suelen hacerlo las personas muy cortas de vista. Tenía el rostro muy moreno y el pelo y la barba de un color negro muy oscuro. Sostenía en una mano un turbante de muselina blanca con listas encarnadas, y en la otra, una pequeña bolsa de gamuza. —Buenas noches —dijo Douglas Stone, una vez que el criado cerró la puerta—. ¿Habla usted inglés, verdad?
—Sí, señor. Yo procedo del Asia Menor, pero hablo algo de inglés, lentamente. —Tengo entendido que usted quiere que yo le acompañe fuera de casa. —En efecto, señor. Tengo gran deseo de que examine usted a mi esposa. —Puedo hacerlo mañana por la mañana, porque esta noche tengo una cita que me impide visitar a su esposa. La respuesta del turco fue por demás original. Aflojó la cuerda que cerraba la boca del bolso de gamuza, y vertió un río de oro sobre la mesa, diciendo: —Ahí tiene cien libras, y le aseguro que la visita no le llevará más de una hora. Tengo a la puerta un carruaje. Douglas Stone consultó su reloj. Una hora de retraso le daría tiempo aún para visitar a lady Sannox. En otras ocasiones la había visitado a una hora más tardía. Aquellos honorarios eran muy elevados. En los últimos tiempos lo apremiaban los
acreedores y no podía desperdiciar una ocasión así. Iría. — preguntó.
¿De
qué
enfermedad
se
trata?—
¡Oh, es un caso muy triste! ¡Un caso muy triste y único! ¿Oyó usted hablar alguna vez de los puñales de los almohades? —Nunca. —Pues bien: se trata de unos puñales o dagas del Oriente que tienen gran antigüedad y que son de una forma característica, con la empuñadura parecida a lo que ustedes llaman un estribo. Yo negocio en antigüedades, y por esa razón he venido a Inglaterra desde Esmirna; pero regreso la semana que viene. Traje un gran acopio de artículos, y aún me quedan algunos. Para desconsuelo mío, entre esos artículos que me quedaban está uno de esos puñales de que le hablo. —Permítame, señor, que le recuerde que tengo una cita —dijo el cirujano, con algo de irritación—. Limítese, por favor, a los detalles indispensables.
—Ya verá usted que éste lo es. Mi esposa tuvo hoy un desmayo hallándose en la habitación en que guardo mi mercancía, y se cayó al suelo, cortándose el labio inferior con ese maldito puñal de los almohades. —Comprendo —dijo Douglas Stone poniéndose de pie—. Lo que usted quiere es que le cure la herida. —No, no; porque es algo peor que eso. — ¿De qué se trata, pues? —De que esos puñales están envenenados. ¡Envenenados! —Sí, y no existe nadie en Oriente ni en Occidente que sepa hoy de qué clase de veneno se trata y con qué se cura. Conozco esos detalles porque mi padre se dedicó a este negocio antes que yo, y porque estas armas envenenadas nos han dado mucho trabajo. — ¿Cuáles son los síntomas? —Sueño profundo, y la muerte antes de las treinta horas.
—Y usted asegura que no existe cura posible. ¿Por qué razón entonces me paga una suma tan crecida de honorarios? —Ninguna droga existe que pueda curar el envenenamiento, pero sí puede curarla el bisturí. — ¿De qué manera? —El veneno es de absorción lenta. Permanece horas enteras en la misma herida. —Según eso, podría limpiarse a fuerza de lavados. —No, porque ocurre lo mismo que con las mordeduras de reptiles venenosos. E1 veneno es demasiado sutil y demasiado mortífero. —Habrá que extirpar el órgano herido. —Eso es; si la herida es en un dedo, se arranca el dedo. Es lo que decía siempre mi padre. Pero piense usted en dónde está la herida en este caso y en que se trata de mi esposa. ¡Es horrible! Pero, en asuntos tan dolorosos, el hallarse familiarizado con ellos puede embotar la simpatía de un hombre. Para Douglas Stone aquel caso era ya interesante, e hizo a un lado como cosa sin im-
portancia las débiles objeciones del marido, diciendo con brusquedad: —Por lo que se ve, no hay otra alternativa. Es preferible perder un labio a perder una vida. —Sí, reconozco que eso que dice es cierto. Bien, bien, es el destino, y no hay más remedio que aceptarlo. Tengo abajo el coche, vendrá usted conmigo y realizará la operación. Douglas Stone sacó de un cajón su estuche de bisturíes y se lo metió al bolsillo, junto con un rollo de vendajes y un paquete de hilas. No podía perder más tiempo si había de visitar a lady Sannox. Dijo, pues, poniéndose el gabán: —Estoy dispuesto, si no quiere usted tomar un vaso de vino antes de salir a la fría temperatura de la noche. El visitante retrocedió, alzando la mano en señal de protesta: —Se olvida usted de que soy musulmán y fiel cumplidor de los preceptos del profeta. Sin embargo, quisiera que me dijese qué contiene la botella de cristal verde que se ha metido en el bolsillo. —Es cloroformo.
—También su empleo nos está prohibido. Se trata de un líquido espirituoso y no podemos emplear semejantes productos. ¡Cómo! ¿Consentirá que su esposa tenga que pasar por esta operación sin un anestésico? ¡Oh, señor! Ella no se dará cuenta de nada. La pobre está sumida ya en el sueño profundo, el primer efecto de esa clase de veneno. Además la hice tomar nuestro opio de Esmirna. Vamos, señor, porque ha transcurrido ya una hora. Cuando salieron a la oscuridad de la calle, una ráfaga de lluvia azotó sus caras, y la lámpara del vestíbulo, que se bamboleaba colgada del brazo de una cariátide de mármol, se apagó de golpe. E1 ayuda de cámara, Pim, cerró la pesada puerta empujando con todas sus fuerzas para vencer la resistencia del viento, mientras los dos hombres avanzaban con cuidado hasta la luz amarilla que indicaba el sitio donde esperaba el coche. Unos momentos después rodaban con estrépito hacia su punto de destino. — ¿Está lejos?—preguntó Douglas Stone. ¡Oh, no! Vivimos en un lugar muy tranquilo próximo a Euston Road.
El cirujano oprimió el resorte de su reloj de repetición y escuchó los golpecitos que le anunciaron la hora. Eran las nueve y cuarto. Calculó las distancias y el poco tiempo que le llevaría una operación tan sencilla. Para las diez tenía que llegar a casa de lady Sannox. A través de las ventanas empañadas, veía la danza de los borrosos faroles de gas que iban quedando atrás, y las ruedas del coche producían un blando siseo al pasar por un terreno de charcos y de barro. Frente a Douglas Stone blanqueaba débilmente en la oscuridad el turbante de su cliente. El cirujano palpó dentro de sus bolsillos y dispuso sus agujas, ligaduras y pinzas, para no perder tiempo cuando llegasen. Rabiaba de impaciencia y tamborileaba en el suelo con el pie. El coche fue por fin perdiendo velocidad y se detuvo. Douglas Stone se apeó en el acto, y el comerciante de Esmirna lo hizo pisándole los talones, y dijo al cochero: —Espere usted. Era una casa de aspecto ruin en una calle sórdida y estrecha. El cirujano, que conocía bien su Londres, echó una rápida ojeada por la oscuridad, pero no observó nada característico: ni una tienda, ni movimiento alguno, nada, en fin, fuera de la doble
fila de casas sin relieve en sus fachadas, de una doble faja de losas húmedas que brillaban a la luz de la lámpara y de un doble y estrepitoso correr del agua por los arroyos para precipitarse entre remolinos y gorgoteos por las rejillas de los sumideros. Se encontraron delante de una puerta descascarada y descolorida, en la que la débil luz que salía por el abanico de la parte superior servía para poner de relieve el polvo y la suciedad con que estaba cubierta. En el piso superior brillaba una débil luz amarilla en una de las ventanas del dormitorio. El comerciante turco llamó con fuertes golpes; cuando se volvió de cara a la luz Douglas Stone pudo ver que su cara se hallaba contraída de ansiedad. Corrieron un cerrojo, y apareció en el umbral una mujer anciana con una velita, resguardando la débil llama con su mano asarmentada. — ¿Sigue todo bien?—jadeó el mercader. —La señora está tal como usted la dejó. — ¿No habló? —No, duerme profundamente. El comerciante cerró la puerta, y Douglas Stone avanzó por el estrecho pasillo, mirando con sorpresa en torno suyo. No había ni linóleo, ni este-
rilla, ni percha de sombreros. No vio otra cosa que gruesas capas de polvo y tupidas orlas de telarañas por todas partes. Sus firmes pisadas resonaban con fuerza por toda la casa en silencio, mientras subía detrás de la anciana por la tortuosa escalera. No había alfombra. El dormitorio estaba en el segundo descansillo. Douglas Stone entró en él detrás de la anciana, y seguido inmediatamente por el mercader. Allí por lo menos había muebles, incluso con exceso. Se veía en el suelo un revoltijo y en los rincones, verdaderas pilas de vitrinas turcas, mesas incrustadas, cotas de malla, pipas de formas extrañas y armas grotescas. Por toda luz, había en la pared una lámpara pequeña sostenida por una horquilla. Douglas Stone la descolgó, se abrió paso entre los trastos viejos y se acercó a una cama que había en un rincón, y en la que estaba acostada una mujer vestida al estilo turco, con el yashmak y el velo. Sólo la parte inferior de la cara estaba al descubierto, y el cirujano pudo ver un corte dentado que zigzagueaba por todo el borde del labio inferior. —Ya perdonará usted que esté tapada con el yashmak, sabiendo lo que los orientales pensamos acerca de las mujeres —dijo el turco.
Pero el cirujano pensaba en otra cosa distinta que el yashmak. Aquello no era una mujer para él, sino simplemente un caso. Se inclinó y examinó con cuidado la herida, y dijo: —No existen señales de inflamación. Podríamos retrasar la operación hasta que se desarrollen los síntomas locales. ¡Oh señor, señor! —dijo el mercader—. No ande con nimiedades. Usted no sabe lo que es esto. Esa herida es mortal. Yo sí que lo sé, y le doy la seguridad de que es absolutamente indispensable operar. Sólo el bisturí puede salvarle la vida. —Sin embargo, yo me siento inclinado a esperar —dijo Douglas Stone. ¡Basta ya! —exclamó irritado el turco—. Cada minuto que pasa tiene importancia, y yo no puedo permanecer aquí viendo cómo se va muriendo mi esposa. No me queda más que dar a usted las gracias por haber venido y marchar en busca de otro cirujano antes de que sea demasiado tarde. Douglas Stone vaciló. No era agradable el tener que devolver las cien libras, pero si dejaba abandonado el caso tendría que hacerlo. Y si el turco estaba en lo cierto y la mujer fallecía, la posi-
ción de Douglas delante del juez de investigación podía resultar embarazosa. —De modo que usted sabe por experiencia personal cuáles son los efectos de este veneno —le preguntó. —Lo sé. —Y me asegura que la operación es indispensable. —Lo juro por todo cuanto es sagrado para mí. —La cara quedará desfigurada espantosamente. —Comprendo que la boca no quedará como para besarla con agrado. Douglas Stone se volvió indignado hacia aquel hombre. Su manera de hablar era brutal. Pero los turcos hablan y piensan a su propia manera, y no era aquel un momento para dimes y diretes. Douglas Stone sacó un bisturí del estuche, lo abrió y tanteó con el dedo índice su filo agudo. Acto seguido, acercó más la lámpara a la cama. Por la rendija del yashmak lo miraban con fijeza dos ojos ne-
gros. Eran todo iris, distinguiéndose apenas la pupila. —Le ha dado usted una dosis de opio muy fuerte. —Sí, ha sido bastante buena. El cirujano volvió a contemplar los ojos negros que lo miraban fijamente. Estaban apagados y sin brillo, pero pudo advertir que aparecía en ellos una lucecita de vida, y que le temblaban los labios. —Esta mujer no está en estado absoluto de inconsciencia —dijo el cirujano. — ¿Y no será preferible emplear el bisturí mientras está insensible? Ese mismo pensamiento había cruzado por el cerebro del cirujano. Sujetó con su fórceps el labio herido y dando dos rápidos cortes se llevó una ancha tira de carne en forma de V. La mujer saltó en la cama con un alarido espantoso Douglas Stone conocía aquella cara. Era una cara que le era familiar, a pesar del labio superior saliente y de la sangre que le manaba. La mujer siguió gritando y se llevó la mano a la herida sangrante. Douglas Stone se sentó al pie de la cama con su bisturí y su
fórceps. La habitación giraba a su alrededor, y había sentido que detrás de sus orejas se le desgarraba algo como una cicatriz. Quien hubiese estado mirando, habría dicho que de las dos caras la suya era la más espantosa. Como si estuviere soñando una pesadilla, o como si hubiese estado mirando un detalle de una representación, tuvo conciencia de que la cabellera y la barba del turco estaban encima de la mesa, y de que lord Sannox se apoyaba en la pared apretándose el costado con la mano y riendo silenciosamente. Los alaridos habían dejado de oírse, y la cabeza horrenda había vuelto a caer encima de la almohada, pero Douglas Stone seguía sentado e inmóvil, mientras lord Sannox reía silenciosamente. —La verdad es —dijo por fin —que esta operación era verdaderamente indispensable para Mary; no física, pero sí moralmente. Entiéndame bien, moralmente. Douglas Stone se inclinó hacia adelante y empezó a juguetear con el fleco de la colcha de la cama. Su bisturí tintineó en el suelo al caer, pero el cirujano seguía sosteniendo su fórceps y algo más. Lord Sannox dijo con ironía:
—Tenía desde hace mucho tiempo el propósito de dar un pequeño ejemplo. Su carta del miércoles se extravió, y la tengo aquí en mi cartera. Me costó bastante trabajo la puesta en práctica de mi idea. La herida, dicho sea de paso, no tenía más peligrosidad que la que puede darle mi anillo de sello. Miró vivamente a su silencioso acompañante, y levantó el gatillo de un revólver pequeño que guardaba en el bolsillo de la chaqueta. Pero Douglas Stone seguía jugueteando con la colcha. Entonces le dijo: —Ya ve usted que, después de todo, ha acudido a la cita. Al oír aquello, Douglas Stone rompió a reír. Fue la suya una risa larga y ruidosa. Quien no se reía ahora era lord Sannox. Sus facciones se aguzaron y cuajaron con una expresión parecida a la del miedo. Salió de puntillas de la habitación. La anciana esperaba afuera. —Atienda a su señora cuando se despierte —le dijo lord Sannox.
Luego bajó las escaleras y salió a la calle. El coche esperaba a la puerta, y el cochero se llevó la mano al sombrero. Lord Sannox le dijo: —Juan, ante todo llevarás al doctor a su casa. Creo que hará falta asistirlo al bajar las escaleras. Dile a su ayuda de cámara que se ha puesto enfermo durante una operación. —Muy bien, señor. —Después llevarás a lady Sannox a casa. — ¿Y a usted, señor? —Verás. Durante los próximos meses me hospedaré en el Hotel di Roma, en Venecia. Cuida de que me sea enviada la correspondencia, y dile a Stevens que el lunes próximo exhiba todos los crisantemos de color púrpura y que me telegrafíe el resultado.