OPINION
Sábado 15 de octubre de 2011
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LA VIDA DE REINHARD HEYDRICH, JEFE DE LA GESTAPO, EN UNA MAGNIFICA NOVELA PREMIADA
Finanzas que se desbocan
El Carnicero de Praga MARIO VARGAS LLOSA PARA LA NACION
RICARDO GUIBOURG
U
PARA LA NACION
N hombre no podía dormir: lo angustiaba la idea de que al día siguiente tenía un vencimiento importante y no podría pagarlo. Su mujer tomó una rápida resolución: llamó al acreedor en medio de la noche y le anunció que su marido no le pagaría. “Ahora, el que no puede dormir es él”, declaró. El chiste es conocido, pero sirve para ilustrar cómo las expectativas y los sentimientos acerca de la economía adquieren a menudo mayor relevancia que los hechos concretos. La economía está hecha de bienes y servicios que se producen, se venden, se compran, se consumen, se importan o se exportan. Pero, en gran parte, estas transacciones se hacen a crédito y dependen de él, con lo que se introduce un factor subjetivo susceptible de cambiar, como cualquier estado de ánimo, pero con consecuencias catastróficas. No importa tanto si una empresa produce una mercancía de buena calidad a un costo apropiado: importa más si ella logra créditos que le permitan mantener su ritmo, y si los posibles consumidores consiguen salario o crédito para comprar
El que tiene fama de poder pagar sus deudas no necesita pagarlas: puede renovarlas por un nuevo plazo aquella mercancía. Si algo de esto falla, la empresa despide personal, seres humanos que a su vez quedan por eso privados de salario y de crédito. El que tiene fama de poder pagar sus deudas no necesita exactamente pagarlas: puede renovarlas por un nuevo plazo. Pero aquel de quien se cree que no puede pagar, aunque pague, pierde su crédito hacia el futuro y ya no puede funcionar en el mercado. El mercado, ese monstruo de millones de cabezas, cuenta con el consejo de las calificadoras de riesgo, especie de gurúes privados que distribuyen cuotas de credibilidad de manera no siempre fundada en criterios objetivos ni uniformes. La Argentina demostró, como recientemente ha dicho Joseph Stiglitz, que hay vida después del default, mientras los Estados Unidos parecen al borde del colapso por una pequeña baja en su calificación. La crisis de nuestro país fue generada por una política económica errática y corrupta, sujeta sin embargo a las reglas de la comunidad financiera. La de Estados Unidos y Europa tuvo por causa la hipertrofia de los negocios financieros, que creaban confianza en lo inexistente. Lo que es común a ambos casos es que el sector financiero nunca fue realmente afectado: los bancos argentinos fueron autorizados a no devolver los depósitos y los bancos norteamericanos fueron auxiliados con una lluvia de millones de dólares, de la que los propios inventores del desastre sacaron buena tajada. Nada parecido a la desesperación del desempleo ni al remate de las viviendas, que aquejaron a las personas comunes de aquí y de allá. No hace falta ser economista –yo estoy lejos de serlo– para advertir que algo funciona mal en todo este asunto. El crédito es un excelente instrumento; pero, cuando se convierte en dueño y señor de comunidades enteras, se genera un peligro que puede explotar en cualquier momento. Es probable que quienes tienen tendencia a vivir de ficciones deban considerar estos peligros, que no sólo operan en el marco de la economía –ejemplo paradigmático de un fenómeno más amplio–, sino también en cualquier otro campo en el que las ficciones y las creencias tiendan a sustituir al reconocimiento de la realidad: por ejemplo, en materia de educación, seguridad o funcionamiento de las instituciones. Es bueno ejercer la imaginación, pero –en especial fuera del campo artístico– es prudente mantener un sólido vínculo entre ella y la realidad que permita ejercerla y sostenerla. © LA NACION El autor es director de la maestría en Filosofía del Derecho de la UBA
H
que ponía en duda su pureza aria y que hubiera podido arruinar su futuro político. Fue gracias a su talento organizador y su absoluta falta de escrúpulos que las SS pasaron a ser la maquinaria más efectiva para la implantación del régimen nazi en toda la sociedad alemana, la fuerza de choque que destrozaba los comercios judíos, asesinaba disidentes y críticos, sembraba el terror en sindicatos independientes o fuerzas políticas insumisas y, comenzada la guerra, la punta de lanza de la estrategia de sujeción y exterminación de las razas inferiores. En la célebre conferencia de Wannsee, del 20 de enero de 1942, fue Heydrich, secundado por Eichmann, quien presentó, con lujo de detalles, el proyecto de “Solución Final”, es decir, de industrializar el genocidio judío –la liquidación de once millones de personas– utilizando técnicas modernas como las cámaras de gas, en vez de continuar con la liquidación a balazos y por pequeños grupos, lo que, según explicó, extenuaba física y psicológicamente a sus Einsatzgruppen. Cuentan que cuando Himmler asistió por primera vez a las operaciones de exterminio masivo de hombres, mujeres y niños, la impresión fue tan grande que se desmayó. Heydrich estaba vacunado contra esas debilidades: él asistía a los asesinatos colectivos con papel y lápiz a la mano, tomando nota de aquello que podía ser perfeccionado en número de víctimas, rapidez en la matanza o en la pulverización de los restos. Era frío, elegante, buen marido y buen padre, ávido de honores y de bienes materiales, y, a los pocos meses de asumir su protectorado, se jactaba de haber limpiado Checoslovaquia de saboteadores y resistentes y de haber empezado ya la germanización acelerada de checos y eslovacos. Hitler, feliz, lo llamaba a Berlín con frecuencia para coloquios privados. En esos precisos momentos, el gobierno checo en el exilio de Londres, presidido por Benes, decide montar la “Operación Antropoide”, para ajusticiar al Carnicero de Praga, a fin de levantar la moral de la diezmada resistencia interna y mostrar al mundo que Checoslovaquia no se ha rendido del todo al ocupante. Entre todos los voluntarios que se ofrecen, se elige a dos muchachos humildes, provincianos y sencillos, el eslovaco Jozef Gabcík y el checo Jan Kubiš. Ambos son adiestrados en la campiña inglesa por los jefes militares del exilio y lanzados en paracaídas. Durante varios meses, malvivirán en escondrijos transeúntes, ayudados por los pequeños grupos de resistentes, mientras hacen las averiguaciones que les permitan montar un atentado exitoso en el que, tanto Gabcík como Kubiš lo saben, tienen
MADRID
ACE por lo menos tres décadas que no leía un Premio Goncourt. En los años 60, cuando trabajaba en la Radio Televisión Francesa, lo hacía de manera obligatoria, pues debíamos dedicarle el programa La literatura en debate, en el que, con Jorge Edwards, Carlos Semprún y Jean Supervielle pasábamos revista semanal a la actualidad literaria francesa. O mi memoria es injusta, o aquellos premios eran bastante flojos, pues no recuerdo uno solo de los siete que en aquellos años comenté. Pero estoy seguro, en cambio, de que este Goncourt que acabo de leer, HHhH, de Laurent Binet –tiene 39 años, es profesor y ésta es su primera novela– lo recordaré con nitidez lo que me queda de vida. No diría que es una gran obra de ficción, pero sí que es un magnífico libro. Su misterioso título son las siglas de una frase que, al parecer, se decía en Alemania en tiempos de Hitler: “Himmlers Hirn heisst Heydrich” (El cerebro de Himmler se llama Heydrich). La recreación histórica de la vida y la época del jefe de la Gestapo, Reinhard Heydrich, de la creación y funciones de las SS, así como de la preparación y ejecución del atentado de la resistencia checoslovaca que puso fin a la vida del Carnicero de Praga (se le apodaba también “La bestia rubia”) es inmejorable. Se advierte que hay detrás de ella una investigación exhaustiva y un rigor extremo que lleva al autor a prevenir al lector cada vez que se siente tentado –y no puede resistir la tentación– de exagerar o colorear algún hecho, de rellenar algún vacío con fantasías o alterar alguna circunstancia para dar mayor eficacia al relato. Esta es la parte más novelesca del libro, los comentarios en los que el narrador se detiene para referir cómo nació su fascinación por el personaje, los estados emocionales que experimenta a lo largo de los años que le toma el trabajo, las pequeñas anécdotas que vivió mientras se documentaba y escribía. Todo esto está contado con gracia y elegancia, pero es, a fin de cuentas, adjetivo comparado con la formidable reconstrucción de las atroces hazañas perpetradas por Heydrich, que fue, en efecto, el brazo derecho de Himmler y uno de los jerarcas nazis más estimados por el propio Führer. “Carnicero”, “bestia” y otros apodos igual de feroces no bastan, sin embargo, para describir cabalmente la vertiginosa crueldad de esa encarnación del mal en que se convirtió Reinhard Heydrich a medida que escalaba posiciones en las fuerzas de choque del nazismo hasta llegar a ser nombrado por Hitler el protector de las provincias anexadas al Reich de Bohemia y Moravia. Era hijo de un pasable compositor y recibió una buena educación, en un colegio de niños bien donde sus compañeros lo atormentaban acusándolo de ser judío, acusación que estropeó luego su carrera en la Marina de Guerra. Tal vez su precoz incorporación a las SS, cuando este cuerpo de elite del nazismo estaba apenas constituyéndose, fue la manera que utilizó para poner fin a esa sospecha
muy pocas posibilidades de salir con vida. Las páginas que Binet dedica a narrar el atentado, lo que ocurre después, la cacería enloquecida de los autores por una jauría que asesina, tortura y deporta a miles de inocentes, son de una gran maestría literaria. El lenguaje limpio, transparente, que evita toda truculencia, que parece desaparecer detrás de lo que narra, ejerce una impresión hipnótica sobre el lector, quien se siente trasladado en el espacio y en el tiempo al lugar de los hechos narrados, deslizado literalmente en la intimidad incandescente de los dos jóvenes que esperan la llegada del coche descapotable de su víctima, los imprevistos de último minuto que alteran sus planes, el revólver que se encasquilla, la bomba que hace saltar sólo parte del coche, la persecución por el chofer. Todos los pormenores tienen tanta fuerza persuasiva que quedan grabados de manera indeleble en la memoria del lector. Parece mentira que, luego de este cráter, el libro de Laurent Binet sea capaz todavía de hacer vivir una nueva experiencia convulsiva a sus lectores, con el relato de los días que siguen al atentado que acabó con la vida de Heydrich. Hay algo de tragedia griega y de espléndido thriller en esas páginas en que un grupo de checos patriotas se multiplica para esconder a los ajusticiadores, sabiendo muy bien que
Frío, elegante, buen marido y padre, asistía a los asesinatos colectivos con papel y lápiz para perfeccionar las técnicas por esa acción deberán morir también ellos, hasta el epónimo final en que, vendidos por un Judas llamado Karel Curda, Gabcík, Kubiš y cinco compañeros de la resistencia se enfrentan a balazos a 800 SS durante cinco horas, en la cripta de una iglesia, antes de suicidarse para no caer prisioneros. La muerte de Heydrich desencadenó represalias indescriptibles, como el exterminio de toda la población de Lídice, y torturas y matanzas de centenares de familias eslovacas y checas. Pero, también, mostró al mundo lo que, todavía en 1942, muchos se negaban a admitir: la verdadera naturaleza sanguinaria y la inhumanidad esencial del nazismo. En Checoslovaquia mismo, pese al horror que se vivió en las semanas y meses siguientes a la “Operación Antropoide”, la muerte de Heydrich mantuvo viva la convicción de que, pese a todo su poderío, el Tercer Reich no era invencible. Un buen libro, como éste, perdura en la conciencia, y es un gusanito que no nos da sosiego con esas preguntas inquietantes: ¿cómo fue posible que existiera una inmundicia humana de la catadura de un Reinhard Heydrich? ¿Cómo fue posible el régimen en que individuos como él podían prosperar, alcanzar las más altas posiciones, convertirse en amos absolutos de millones de personas? ¿Qué debemos hacer para que una ignominia semejante no vuelva a repetirse? © LA NACION
La factura eterna de Irán a EE.UU. ALBINO GOMEZ
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S muy difícil, desde aquí y en estos momentos, establecer cuánto hay de verdad y cuánto de fantasía en la reciente denuncia de Estados Unidos contra Irán, que alude a un supuesto plan del régimen iraní para atentar contra las embajadas de Arabia Saudita e Israel en Washington. Al respecto, el fiasco informativo en el caso de la invasión a Irak resultó una experiencia que permite alentar un margen de duda. De todos modos, Irán siempre ha hundido a Estados Unidos en una inquietud sin fondo, pero no sin fundamentos. Porque no resultaba exagerado decir, cuatro décadas atrás, que el papel asignado a ese país por EE.UU. en su concepción estratégica de conjunto superaba con gran ventaja a la de un satélite privilegiado. En aquellos días toda la política estadounidense desde el Mediterráneo hasta el Golfo de Bengala descansaba en la capacidad del sha para seguir siendo dueño de un juego sutil hacia el exterior: actuar cautelosamente tanto con la entonces URSS como con China, proteger virtualmente a los potentados petroleros vecinos, transformándose, si era necesario, en árbitro de sus rivalidades, misión que en el plano interno suponía una indisputable autoridad. Esta posición predominante en una región del globo de equilibrios muy precarios explica por qué el régimen de Teherán tuvo entonces derecho a consideraciones especiales por parte de los norteamericanos; derechos que no se acordaban a otros regímenes cuya caída, como en el caso de Nicaragua, no era tanto de temer. En 1978 habían pasado ya 25 años desde que la administración del presidente Eisenhower salvó al sha de Irán, Mohammed Reza Pahlevi, autorizando a la CIA para que
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despidiera del poder a su principal adversario, el premier Mohammed Mossadegh. Pero se fue tornando dudoso que Estados Unidos pudiera hacer mucho en 1978 para salvarlo una vez más, cuando estaba tan seriamente amenazado. Al relatar a su manera los sucesos que se desarrollaron en Teherán en agosto de 1953, Eisenhower escribió en sus memorias: “Mossadegh, en pijama, se rindió […]. Las fuerzas del general Zahedi detuvieron y encarcelaron a los dirigentes del Partido Comunista Toudeh. Todo había terminado”. En realidad, como comentó oportunamente Le Monde, sólo terminaba el prólogo de un largo drama que costaría al pueblo iraní innumerables muertes y, en las salas de tortura de la Savak, indecibles sufrimientos. Dos años antes, juzgando insuficientes los índices del 25 al 30% que proponía la Anglo-Iranian Oil Company, el Parlamento iraní había votado la nacionalización del petróleo. Hecho este que posiblemente no justificaba que, al precio de diez millones de dólares, y con el concurso de un ex colaborador nazi como el general Zahedi, la CIA derrocara a Mossadegh. Pero, seguros de su fuerza y de estar en su derecho, los autores del golpe de Estado de 1953 no llegaron a sospechar que se habían equivocado gravemente. Por su parte, los sucesores conservaron la misma buena conciencia, apoyando imperturbablemente a un soberano a quien el presidente James Carter incluso le había otorgado, a fines del 77, un certificado de buen demócrata y de fiel servidor de los derechos del hombre. Carter dejó estupefacta a la opinión pública mundial al declarar que tenía hacia el sha “un sentimiento de gratitud y de amistad
personal”, además de afirmar que el soberano iraní “compartía sus puntos de vista sobre los derechos humanos”. Estados Unidos, que había negado a Mossadegh sumas modestas, se mostró pródigo con el sha, aunque nunca pudo saberse a dónde fueron a parar los importantes fondos enviados, destinados principalmente a la construcción de una gran represa que ni siquiera se alcanzó a diseñar. Pero todo este desorden no implicaba ningún misterio, ya que se inscribía en la naturaleza misma de un régimen autocrático y en las contradicciones de un
Irán siempre ha hundido a Estados Unidos en una inquietud sin fondo, pero no sin fundamentos poder personal absoluto, que pretendía modernizar un país con una tecnología de vanguardia importada a muy altos precios, pero servida por una arcaica estructura político-social. Así las cosas, la política del sha logró exacerbar las tensiones y los conflictos entre la nueva burguesía comerciante y la burguesía tradicional, apoyada por los jefes religiosos y por amplias capas de los sectores populares. En ese momento, Irán estaba haciéndose pedazos por una oposición demasiado extendida, que no podía ser controlada por simples medidas policiales. Además, también resistían al sha los musulmanes conservadores, resentidos por el esfuerzo
del soberano de promover reformas y políticas sociales que pudieran socavar sus esperanzas de convertir a Irán en un Estado teocrático. Al mismo tiempo, el sha era desafiado por intelectuales liberales que sostenían que sus reformas no habían ido bastante lejos, y alegaban que su régimen tenía uno de los peores récords del mundo en materia de derechos humanos. Por otra parte, las ventas de armas norteamericanas a Irán pasaron de representar 534 millones de dólares en 1973 a 3900 millones al año siguiente, para alcanzar un total de más de 8000 millones en los últimos cinco años. Esto proveyó al imperio de los Pahlevi de una potencia ofensiva y defensiva que superaba por sí sola toda eventual coalición panárabe. Durante esos días de masacres en Irán muchos se preguntaban si la política exterior norteamericana no cargaba con una pesada responsabilidad en lo que estaba ocurriendo. Sin embargo, y aunque el sha era fuertemente criticado en Estados Unidos, no se deseaba su derrocamiento, toda vez que se suponía que a tal cosa sobrevendría el caos y el sistema de gobierno podía degradarse en algo mucho peor. Pero, retóricas aparte, la administración Carter –proconsular y redentorista a la vez– poco podía hacer para ayudar a sostener el régimen. Así las cosas, el sha intentó hasta el final hacer frente a la tormenta, apelando a cualquier medio para controlar tanto a los conservadores como a los liberales disidentes porque los intereses estratégicos de Estados Unidos dependían de su buen éxito. Pero todo resultó infructuoso. Triunfante, la revolución iraní lo derrocó pasándole una factura eterna a Estados Unidos. © LA NACION