Doña Inés Tudela y su nieto Diego bajaron de un taxi en la plaza San Martín. Era enero. Hacía calor en Lima. Los portales de la plaza estaban llenos de lustrabotas, mendigos y vendedores ambulantes. —Guárdate el reloj en el bolsillo —le dijo doña Inés a su nieto. —¿Por qué, mamama? —Porque el centro de Lima está lleno de rateros. Diego se sacó el reloj y lo metió en el bolsillo de su pantalón. —Caminemos rapidito —dijo ella, y lo cogió del brazo—. Los rateros le roban a la gente distraída. Caminaron por el jirón de la Unión, esquivando a los peatones apurados y a las gitanas que se ofrecían a leerles el futuro. Doña Inés se había puesto un vestido morado y zapatos de taco. Diego, lo que su abuela le había escogido: un terno crema y una corbata marrón de su abuelo. —¿Por dónde queda el periódico? —preguntó él. —Acá cerquita nomás, a dos cuadras de la plaza San Martín —dijo ella. Cruzaron el jirón Moquegua y siguieron caminando por el jirón de la Unión. El piso del jirón era de losetas blancas y negras. —Cuando yo era jovencita tu papapa me traía los domingos al jirón de la Unión y los dos nos poníamos bien
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elegantes y nos comprábamos heladitos en la botica Francesa y jironeábamos ida y vuelta de lo más romanticones —dijo doña Inés, con una sonrisa de niña. —¿Dónde queda la botica Francesa? —preguntó Diego. —No, ya cerró hace años —dijo doña Inés, acomodándose el pelo, suspirando—. En esos tiempos, el jirón de la Unión todavía no se había llenado de serranos. —¿Cómo así se llenó de serranos, mamama? —Ay, hijito, si te cuento, es una historia de nunca acabar. Antes Lima era de los blancos y la sierra era de los indios y todos vivíamos felices y contentos. Ahora se ha hecho una mezcolanza espantosa y los serranos siguen llegando en manada y yo no sé adónde vamos a ir a parar. Diego vio una tienda donde vendían salchipapas y pollos a la brasa. —Mamama, invítame unas salchipapas, me muero de hambre. —¿Estás loco, Dieguito? Si comes esas cosas, agarras una tifoidea de todas maneras. Aparte que Antonio Larrañaga nos está esperando y no quiero que te vea con la camisa manchada de salchipapas y con las manos todas grasosas. Caminaron media cuadra más y llegaron a La Prensa. —Este es el periódico de mi amigo Antonio —dijo doña Inés, señalando un viejo edificio de tres pisos, con balcones que daban al jirón—. La Prensa es el periódico más moral de Lima. Hay un montón de periodicuchos mamarrachentos, pero La Prensa es el periódico para la gente blanca, mi amor. Entraron al edificio y se anunciaron en la recepción. Un vigilante apuntó sus nombres, llamó a la dirección del periódico y les dijo que podían pasar. Doña Inés y su nieto subieron por unas crujientes escaleras de madera y toca-
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ron la puerta de la dirección. Una mujer baja, con el pelo enrulado y pintado de rubio, abrió la puerta. —Adelante, por favor, señora Tudela —dijo, y le dio la mano a doña Inés—. Yo soy Patty, la secretaria del señor Larrañaga. —Claro, Patty, contigo hablé por teléfono para hacer la cita, ¿no? —dijo doña Inés—. Mira, te presento a mi nieto Diego. Patty y Diego se dieron un beso en la mejilla. —¿Está Antonio? —preguntó doña Inés. —Ahorita está en una reunión pero en un ratito los recibe —dijo Patty—. ¿A qué hora era la cita? —preguntó, y abrió una agenda. —A las cuatro —dijo doña Inés. —Efectivamente, aquí tengo apuntado a las cuatro —dijo Patty, y miró su reloj—. Caray, qué puntuales —añadió. —Yo para la puntualidad soy británica, hija —dijo doña Inés. —Siéntense, por favor —dijo Patty. Doña Inés y su nieto se sentaron en un viejo sillón de cuero. —¿Quieren un cafecito, una cocacolita? —les preguntó Patty. —No, mil gracias, hija —dijo doña Inés. —¿Tú, David? —preguntó Patty. —Diego —corrigió doña Inés. —Ay, Diego, perdón —dijo Patty, llevándose una mano a la frente—. Es que estoy con mil cosas en la cabeza —añadió, suspirando. —Yo sí te acepto una cocacolita —dijo Diego. Patty tocó un timbre. Un hombre bajo, moreno, jorobado, entró a la dirección. Olía fuerte, como si no usara desodorante.
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—Huamán, tráete dos cocacolitas bien heladas —le dijo Patty. —Ahorita mismo, señorita Pattys —dijo el hombre, y salió a paso rápido. —Este cholo Huamán tiene años trabajando acá y hasta ahora no aprende que me llamo Patty y no Pattys —dijo Patty, y los tres se rieron. Sonó el teléfono. Patty contestó, prendió un cigarrillo, se miró las uñas. Luego cogió un palito de fósforos, se lo metió a la boca y comenzó a escarbar sus dientes. —Sorry, pero he almorzado pollo bróster y estoy llena de hilachitas —susurró, tapando el teléfono con una mano. —¿Está bien el nudo de mi corbata? —preguntó Diego en el oído de su abuela. Doña Inés se levantó los anteojos y echó un vistazo a la corbata de su nieto: —Estás muy bien puesto, Dieguito, no seas vanidoso. Patty colgó el teléfono. —Este aparato me tiene loca —se quejó—. Todo el día llaman y llaman. Me voy a quedar muda de tanto hablar por teléfono. Huamán entró con las cocacolas. —Una para el joven y la otra para mí —le dijo Patty. Huamán hizo una reverencia y dejó las cocacolas. Tenía unas manos gruesas, callosas. —¿Segura que no quiere una cocacolita, señora Tudela? —preguntó Patty. —Segura, hija, segurísima —dijo doña Inés—. La cocacola me mata con los gases. Después mi marido me bota del cuarto. —Permisito —dijo Huamán, y se retiró. Diego se tomó la cocacola de golpe. Se moría de sed.
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—Y cuénteme, señora Tudela, ¿cómo así lo conoce a mi cuñado Antonio? —preguntó Patty. Doña Inés puso cara de sorprendida. —¿No me digas que Antonio es tu cuñado? —dijo. —Claro, Toño está casado con Leticia, mi hermana mayor —dijo Patty, y le dio una pitada a su cigarrillo y botó el humo hacia arriba. —No tenía idea, hija, pero ahora que te miro bien, claro, te pareces horrores a Leticia —dijo doña Inés—. Yo a Antonio lo conozco porque siempre nos encontramos en misa los domingos. Los dos somos infaltables en la misa de once de San Felipe. —Sí, pues, Antonio y Leticia son cumplidísimos con la religión —dijo Patty. Detrás de ella, pegada en la pared, había una estampita del Señor de los Milagros que decía «Apiádate de Mí, Señor de los Milagros». —Y eso se nota en el periódico, hija —dijo doña Inés—. Yo por eso soy la fan número uno de La Prensa. No sabes cómo me gustan esos editoriales tan morales contra el aborto y los anticonceptivos. —Esos los escribe el mismo Toño —dijo Patty—. Una fiera es mi cuñado. Ya tiene tres bendiciones del Papa y este año se va a Roma y le saca la cuarta bendición, imagínese. —Yo recorto sus editoriales y me los leo cuchucientas veces, hija —dijo doña Inés—. Bien ganadas se tiene las cuatro bendiciones. Diego cogió un ejemplar de La Prensa de una mesa en la que había periódicos y revistas viejas. Hojeó la primera página. —¿Te gusta nuestro periódico, Dieguito? —preguntó Patty. —Sí, yo siempre leo La Prensa y El Comercio.
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—Pero por si acaso yo no compro El Comercio, hija, sino que mi marido lo compra por los avisos clasificados —aclaró doña Inés. Patty sonrió y miró su reloj. —Voy a ver si ya está terminando la reunión —dijo, y se puso de pie. Era baja y rellenita. Tenía una falda bien apretada que le marcaba el trasero. —No te preocupes, hija, no hay apuro —dijo doña Inés. —Es que Toño a veces se olvida de la agenda —dijo Patty, y entró a la oficina del director. —Mírenla, pues, a la sabida esta, buen puesto se ha conseguido gracias a su cuñado —murmuró doña Inés. Diego estaba leyendo la página deportiva del periódico. —Cuando vengas a trabajar a La Prensa, ten mucho cuidado con esta Patty, que tiene una cara de zamarra tremenda —le susurró su abuela. Él sonrió. —¿De verdad crees que el señor Larrañaga me va a dar trabajo? —preguntó. —Segurísima, hijo. Antonio no me va a fallar. Patty salió de la oficina del director. —Dice Antonio que pasen a la sala del directorio —dijo—. Va a interrumpir un ratito su reunión para atenderlos. —Ay, hija, tú te pasas, mil gracias —dijo doña Inés, y se puso de pie. Patty abrió una puerta blanca y los condujo a un salón alfombrado en el que había una mesa grande, varias sillas de cuero y, colgado en la pared, un retrato del fundador de La Prensa, don Polo Bernal. —Espérenlo un segundito que ahorita viene —dijo
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Patty, y corrió a su escritorio porque estaba sonando el teléfono. —Mira, este el finado Bernal, el que fundó La Prensa —le dijo doña Inés a su nieto, señalando el retrato de un hombre delgado, canoso, de nariz aguileña y mirada severa. —¿De qué murió Bernal? —preguntó Diego. —De pena, hijo. De la rabia que le dio cuando el Chino Velásquez le quitó el periódico en plena dictadura militar. Y encima el cojo-malvado-serrano-resentido de Velásquez también le quitó su casa a Bernal y la mandó demoler. Dime tú si en el Perú no se cometen tremendas injusticias. —¿Y ahora de quién es el periódico? Doña Inés miró a su nieto y sonrió, orgullosa de él. —Qué preguntón me has salido, Dieguito, tú has nacido para periodista, no hay nada que hacer —dijo, y le pellizcó una mejilla—. Ahora el dueño es Antonio Larrañaga. El viejo Bernal le dejó el periódico porque estaba casado con una gringa que se volvió loca y para colmo su único hijo le salió marica. Y como Antonio fue su brazo derecho toda la vida, Bernal le dejó el periódico por gratitud. Seguían contemplando el retrato cuando Antonio Larrañaga entró. Era un hombre bajo, narigón, con cara de pájaro. Vestía una guayabera. Tenía el pelo blanco, muy blanco, como si se le hubiese llenado de canas de la noche a la mañana. —Inesita, qué gusto verte —dijo, sonriendo, y le dio un beso en la mejilla a doña Inés. —Hola, Toñito, perdona que interrumpa tu reunión. Este es mi nieto Diego. —Hola, muchacho. —Buenas, señor. —Asiento, por favor, asiento. Se sentaron en las sillas del directorio.
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—¿En qué puedo servirte, Inesita? —dijo el señor Larrañaga, sonriendo—. Tú sabes que estoy siempre a tus órdenes. Al sonreír, dejó ver dos dientes de oro. —La verdad que no quería molestarte, Antonio, porque yo sé que tú tienes mil problemas con el periódico, que dicho sea de paso está cada día mejor, oye, te felicito porque lo estás llevando de mil maravillas —dijo doña Inés. —Gracias, Inesita, gracias. —Pero me he tomado la libertad de molestarte por el bien de Dieguito, que es un chico súper intelectual, súper lector. Diego se devora La Prensa de arriba abajo, Antonio. No sabes cómo lee este chico. Se lee hasta las defunciones, hasta las farmacias de turno. Se rieron. —¿Qué edad tienes, Dieguito? —preguntó el señor Larrañaga. —Quince, señor. —El chico está de vacaciones en el colegio, Antonio, y quiere trabajar por el verano, no por la plata sino para aprovechar su tiempo y para aprender lo que es la disciplina del trabajo, tú me entiendes —dijo doña Inés. —Claro, Inesita, por supuesto, no hay mejor universidad que la universidad de la vida. —Y a lo mejor tú le puedes dar un cachuelito o algo en tu periódico, Antonio, porque como te digo el chico es un intelectual nato y lector número uno de La Prensa. —Ah, pero con el mayor de los gustos. —Algo en lo que Diego pueda ser útil y aprender un poquito, Antonio, algo sencillo nomás. —Justamente estoy muy interesado en contratar gente joven para ir haciendo una nueva generación de periodistas, Inesita, o sea que Diego me viene de perillas. —Pero, por favor, no vayas a creer que te estoy pi-
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diendo un trabajo bien pagado, Antonio. Solo te pido un trabajito de practicante, algo así nomás. —Todo trabajo tiene que ser pagado, Inesita. En este periódico nadie trabaja gratis. Como dice nuestro querido amigo Friedman, no hay almuerzo gratis —dijo el señor Larrañaga, y soltó una carcajada. Sin saber quién diablos era Friedman, doña Inés y su nieto también se rieron. —Bueno, ¿cuándo quieres comenzar, muchacho? —preguntó el señor Larrañaga. —No sé, cuando usted quiera, señor. —¿Qué tal si arrancas mañana de una vez? —Perfecto. Yo feliz. —Vente mañana a mediodía, arreglamos tu sueldo y arrancas, ¿okay? —Mil gracias, señor. —Ay, Toñito, tú te pasas, eres un pan de Dios —dijo doña Inés. —Para eso estamos, Inesita, para eso estamos —dijo el señor Larrañaga, y se puso de pie—. Ahora me van a disculpar, pero tengo que volver a una reunión. Doña Inés y su nieto se apresuraron en ponerse de pie y darle la mano. —Nos vemos mañana, muchacho. —Mañana, señor. —Chau, Toñito, te veo el domingo en la comunión de San Felipe. El señor Larrañaga salió del salón y entró a su oficina. Doña Inés y su nieto salieron detrás de él. —¿Cómo les fue? —les preguntó Patty. —Regio, hija —dijo doña Inés—. Dieguito va a trabajar en el periódico por el verano. —Felicitaciones, Dieguito —dijo Patty, se puso de pie y lo abrazó.
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—Gracias, señorita. —Dime Patty, Dieguito, tutéame nomás con confianza. —Bueno, Patty, nos tenemos que ir yendo —dijo doña Inés, y le dio un beso en la mejilla. —Hasta luego, señora Tudela. Chau, Dieguito. Nos vemos mañana, ¿ya? Doña Inés y su nieto salieron de la dirección y bajaron las escaleras. —Esta Patty es una bandida —murmuró ella—. Ten mucho cuidadito, Diego, que ya te echó el ojo esa sabida. —Buena gente el director, ¿no? —Un gran tipo, un hombre muy moral. ¿Sabes cómo le dicen en la parroquia? —¿Cómo? —Raspadilla sin jarabe. —¿Por qué? —Porque tiene el pelo tan blanco que parece hielo de raspadilla, pues. Se rieron. Pasaron por la recepción, recogieron los documentos que habían dejado al entrar y salieron del periódico. Doña Inés besó a su nieto en la mejilla: —Felicitaciones por tu primer trabajo, Dieguito. —¿Ahora sí podemos ir a comer salchipapas? —Pero tú te comes las salchichas, ¿ya? —dijo doña Inés, y lo cogió del brazo—. Porque a mi edad una salchicha grasosa me puede mandar derechito a mi nicho de La Planicie que estoy pagando religiosamente todos los meses.
—¡Ya está servida la comida! —gritó doña Inés. —¡Ahorita bajo, mamama! —gritó Diego, desde su cuarto.
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