Derechos humanos, por encima de las ideologías

Alfredo Bravo, Augusto Comte, miembros de la Asamblea Permanente por los Dere- chos Humanos y del Movimiento Ecuméni- co por los Derechos Humanos, ...
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OPINIÓN | 21

| Lunes 29 de diciembre de 2014

ni utilización ni propaganda. La filosofía jurídica destinada a protegernos de la crueldad y la opresión sigue siendo en

la Argentina prenda política del Gobierno y no una cultura compartida que busque promover la igualdad ante la ley

Derechos humanos, por encima de las ideologías Norma Morandini —PARA LA NACION—

L

os acuerdos sin espadas son tan sólo palabras, dijo el filósofo inglés Tomas Hobbes cuando el mundo todavía no había vivido la mayor tragedia contemporánea, el nazismo, que paradójicamente le dio al mundo un número elevado de palabras que no fueron respaldadas por el fusil, sino por el horror de la guerra: la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, esa bella utopía elaborada para proteger al ser humano de la crueldad y la opresión. Una revolución jurídica que obliga a las naciones que suscriben los tratados internacionales a ser observadas por los comités de derechos humanos que actúan como custodios y árbitros de esos derechos. Es lo que sucedió cuando la Comisión de Derechos Humanos de la Organización de los Estados Americanos visitó la Argentina en plena dictadura, en septiembre de 1979, y en su informe escribió: “La Comisión ha llegado a la conclusión de que, por acción de las autoridades públicas y sus agentes, en la República Argentina se cometieron durante el período a que se contrae este informe –1975 a 1979– numerosas y graves violaciones de los derechos humanos”. Había comenzado a develarse lo que deliberadamente se intentó ocultar: el plan sistemático de terror organizado desde el mismo Estado. La visita de la OEA había sido impulsada por Emilio Mignone, Graciela Fernández Meijide, Simón Lázara, Alfredo Bravo, Augusto Comte, miembros de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos y del Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos, auténticos militantes de esa causa a quienes jamás vimos ni jactarse ni enrostrarnos todo lo que hicieron en beneficio de la verdad y la libertad de los argentinos. Fueron ellos los que con valor y paciencia supieron aprovechar la asunción de James Carter a la presidencia de los Estados Unidos en enero de 1977. La subsecretaria de Derechos Humanos del Departamento de Estado norteamericano, Patricia Derian, visitó la Argentina ese año y tomó contacto con los organismos locales. Poco después, el Parlamento norteamericano emitió la enmienda Humphrey-Kennedy, que ponía límites a la venta de armas y a la ayuda exterior a los países gobernados por dictaduras. En aquellos tiempos, sin partidos políticos, con censura en los medios y un sociedad maniatada por el miedo, miles de familiares vencieron su propio dolor y con esperanza acudieron ante los visitantes extranjeros de

la OEA para denunciar la desaparición de sus hijos, esposos o hermanos. De mi madre y las otras madres conservé el recuerdo de los insultos que recibieron por parte de adolescentes vestidos con sus uniformes escolares, pantalón gris y blazer azul, que les gritaban “antiargentinas”, adoctrinados eficazmente por la propaganda oficial y los alcahuetes de turno, los relatores de fútbol y muchos periodistas que desde sus micrófonos vociferaban y desafiaban la visita de la Comisión e instaban a ir a la Plaza de Mayo para festejar un triunfo futbolero en Japón y mostrar frente a la Comisión que los “argentinos somos derechos y humanos”, la perversa y eficaz publicidad oficial. Evito deliberadamente poner nombres porque se puede hablar de los males, la delación, la cobardía o sencillamente el miedo que distorsiona nuestras conductas, sin seguir tirándonos piedras entre nosotros cuando todavía nuestro tejado es de vidrio. En cambio, puedo reconocer esos rasgos de ocultamiento, mentira y propaganda, propios del autoritarismo, que como una lacra espiritual llegan hasta nuestros días

y distorsionan la convivencia democrática. ¿Qué diferencia hay entre aquellos insultos adolescentes contra las madres y los escupitajos o las pelotas tiradas por los niños a modo de juego contra el rostro de los periodistas críticos o molestos para el poder? O con esos fusilamientos digitales que buscan matar la reputación de los que ejercemos el derecho a la crítica y la oposición política. Cuando trato de imaginar la edad que tienen hoy aquellos adolescentes que insultaron a mi madre y a los familiares que esperaban en la Avenida de Mayo para denunciar ante la Comisión de la OEA, puedo entender que para compensar semejante culpa muchos estén hoy entre los que interpretaron el gesto teatral de descolgar el cuadro del dictador Videla como un compromiso con los derechos humanos y se enfurezcan con los que sabemos que la causa de los derechos humanos está muy lejos de ser, como debería, una cultura de vida, de respeto a los derechos de los otros. En la Argentina, los derechos humanos, esa bella filosofía jurídica que trasciende las

ideologías, siguen connotados con la muerte y se utilizan como propaganda de un gobierno, no como una cultura compartida de derechos e igualdad ante la ley. Más aún, la ceguera ideológica y la holgazanería intelectual ignoran deliberadamente que así como el gobierno de Carter salvó muchas vidas y fue esencial para romper la mentira del poder militar, fue Franklin Delano Roosevelt quien, en la década del 40, incentivó la institucionalización de los derechos humanos y, en su mensaje al Congreso en 1941, habló de las cuatro libertades que se debían defender para contraponerlas al poder de Hitler: la libertad de expresión, la libertad de religión, la libertad de vivir a salvo de las necesidades y la libertad de vivir a salvo del miedo. O sea: el derecho a decir, rezar a quien se quiera, vivir sin necesidades y sin miedo. Todo lo que aprendimos, también, en nuestro país cuando la democratización nos fue despojando de la mordaza y del terror. Aún no hemos podido erradicar la pobreza y la inequidad social que invalidan la idea misma de democracia. Sin embargo, sin libertad para decir no podríamos exigir

que falta el pan, decir que las estadísticas oficiales son inexactas o denunciar que vemos nuestra libertad amenazada por el miedo o la extorsión del poder. El objetivo de los derechos humanos es, precisamente, proteger a la persona del abuso de poder y de la opresión. ¿Y quién viola los derechos sino aquel que debe cumplirlos y hacerlos cumplir, el Estado? Resulta paradójico que nos jactemos de haber ido más lejos que nadie en el juicio y castigo a los jefes militares que torturaron y mataron en nombre de la “seguridad nacional” y no reparemos en que somos los más atrasados en el respeto a las cuatro libertades de las que hablaba Roosevelt, ya que se naturalizó que los periodistas sean censurados, pierdan sus trabajos o se les diga lo que tienen que decir sin que produzca escándalo que desde lo alto de la investidura se confunda información con propaganda, se busque acabar con la mediación de los medios en una clara subestimación de la capacidad de discernimiento de la ciudadanía. Hemos contaminado de tal manera el debate público que sólo se opina sobre la opinión ajena; la personalización y la descalificación corren sueltas, y la dignidad que define la humanidad ha quedado reducida al número de la encuesta, pisoteada por la intolerancia y la desconfianza. Se invoca el Pacto de San José de Costa Rica, la Convención Americana de los Derechos Humanos, sin reparar en que en su artículo 13 se insta a los Estados a prohibir toda propaganda en favor de la guerra o en favor de la apología al odio nacional. De modo que los derechos humanos sólo conjugan con la paz. Si las elecciones son o debieran ser el gran momento en el que una sociedad se mira a sí misma, en el debate electoral lo peor que nos puede pasar es que el tema de los derechos humanos se vuelva a politizar, quedando reducido así a lo que los niega, “el curro” de los que lucran detrás del Pañuelo Blanco, las víctimas que se ponen por encima de la ley, al igual que quienes los siguen asociando al pasado de muerte y no a la vida, la ciudadanía y la democracia. Los derechos humanos, verdadero estandarte para las organizaciones que denunciaron a la dictadura, deben salir de las organizaciones para integrarse finalmente a las políticas del Estado de Derecho y así contribuir efectivamente a la construcción de una sociedad democrática y auténticamente progresista, ya que, como dice el secretario general de las Naciones Unidas, Kofi Annan, “los derechos humanos son el patrón con el que medimos el progreso humano”. © LA NACION

La autora es senadora de la Nación

lÍnEa dirEcta

África, tierra de oportunidades

Deseo de Año Nuevo: que todo sea definible

Gustavo Grobocopatel

S

on dos imágenes que no puedo olvidar. La primera es la de miles de personas caminando por los bordes de las rutas, la mayoría niños o jóvenes –hay pocos viejos en África–, que avanzan erguidos, a veces cargando las mochilas de la escuela, leña o alimentos. Me pregunté mil veces hacia dónde van, de dónde vienen. Quizá sea esta la metáfora del África subsahariana. En las visitas que hice a varios empresarios, gente de ONG, comunidades, vi un profundo escepticismo. Son conscientes de que han perdido el tren, la información del afuera les llega más fácil ahora y con ella, la sensación de cuán lejos están. Reconocen que ha habido avances, pero sienten que son avances lentos. La burocracia, la corrupción, el pesimismo, hacen todo más pesado. Uganda, por ejemplo, tiene millones de hectáreas aptas para el cultivo y agua abundante, gran potencial, pero, ¿cómo torcer ese destino de pobreza? La otra imagen es la de decenas de ONG, fondos de empresas privadas y organismos multilaterales que trabajan para ayudar a sostener estas comunidades. Han colocado mucho dinero, construido escuelas y hospitales, son múltiples los programas, pero no han logrado transformar la realidad. Una sociedad que no sabe de dónde viene y adónde va, organizaciones que ayudan sin saber dónde y cómo, gobiernos preocupados por cómo sostenerse en el poder, son una combinación que consolida la pobreza y la falta de oportunidades. Me sumergí en las culturas locales. Pregunté a la gente sobre sus deseos posibles e imposibles. Piden un arado tracción a sangre, discuten sobre si el tractor es necesario o no. Es el debate del momento. Los más emprendedores quieren arado; los más viejos, la tracción a sangre. “Conocemos más a los animales que a las máquinas”, me dicen. Conversamos sobre el conocimiento y la tecnología, y les hablo de una tensión entre conservar la cultura, la experiencia, las tradiciones, y lo nuevo, la tecnología, la necesidad de cambiar. Estas tensiones se re-

—PARA LA NACION—

suelven manteniendo las dos fuerzas activas y potentes. Cada comunidad decide de qué manera y cómo. Hasta ahora sólo tuvieron soporte tecnológico y económico, y un mercado más fluido para sus productos, nada más y nada menos. Necesitan reflexionar más sobre cómo transformarse sin cambiar su esencia, su cultura. Ya hay experiencia sobre cómo hacer que las cosas funcionen y cómo evitar los errores del pasado. La complejidad de los temas ambientales, sociales, institucionales, deben ser resueltos con un planeamiento moderno de desarrollo. Esto es pensar, estructurar, hacer y aprender mientras hacemos. No deberíamos combatir la pobreza con prácticas y políticas que la consoliden. En este sentido, el abordaje de la Asociación Territorios Sustentables puede ser un buen punto de partida. El proceso debe incluir un ordenamiento territorial, fruto de consensos previos, que debe incluir una dimensión ambiental superpuesta a una dimensión social que permita la convivencia sinérgica entre una agricultura familiar en comunidades con otra forma de mayor escala. Si bien ambas tienen desafíos similares, la aplicación, el propósito y las formas de analizar el impacto pueden ser diferentes. En el caso de la agricultura familiar, el proceso debe estar integrado a las creencias, la cultura y el sentido que las comunidades definan para sí mismas. La agricultura familiar tiene el desafío de incrementar la productividad, incorporar nuevos cultivos y sostener los tradicionales. Los temas por resolver pasan por la mecanización, que facilitará las operaciones y tendrá impacto directo sobre la productividad, especialmente el control de malezas y la calidad de la siembra. Otros temas no menores son el acceso a los fertilizantes y a los mejores germoplasmas. La agricultura familiar debe integrarse en cadenas de valor que den información especial a los consumidores y coloquen a la cultura como un aspecto relevante de los productos. Es necesario crear

un ecosistema emprendedor, innovando en las formas de organización y de acceso al capital y a los conocimientos. La agricultura de mayor escala tiene desafíos similares pero el desarrollo y la preparación de estas tierras requieren inversiones de largo plazo, la tercerización de servicios y la creación de empresas proveedoras. El crecimiento de una agricultura a gran escala permitirá dar nuevas y mayores oportunidades a los agricultores familiares. El acceso a la tecnología será más amplio, ya que las grandes empresas podrían traccionar su acceso. Los hijos de la agricultura familiar podrían proveer servicios a los grandes agricultores creando un ecosistema de negocios virtuoso con mayor movilidad social y oportunidades. Los estados, los organismos multilaterales y los intereses privados se verán atraídos por estos sistemas integrados en lugar de tener que subsidiar permanentemente la pobreza. ¿África está lejos o cerca de alcanzar el desarrollo? Es una pregunta sin respuesta aun. Si uno lee lo textual, si uno mira la foto, si al conversar con la gente se deja llevar por su escepticismo y ve la burocracia y la falta de formación de elites, de competencias en las personas, la magra calidad del Estado y la debilidad institucional, África está lejos. Pero si uno ve el potencial de sus recursos naturales, la creciente población joven, la brecha que hay y lo mucho que se mejora con poco, África está cerca. ¿Quiénes tomarán la iniciativa? Si lo dejan en manos de las fuerzas de afuera, sin el compromiso cultural, correrán el peligro de un nuevo período de colonización, más moderno y probablemente más trágico. Si la iniciativa la toman los africanos, con ayuda exterior, pero con el liderazgo local, África está cerca. Y no es ajena al desafío estratégico que enfrenta la Argentina, en un mundo donde las oportunidades están cerca a cada instante, apenas al otro lado del mar. © LA NACION

El autor es empresario

Graciela Melgarejo —LA NACION—

H

ay gente que no les presta mucha atención a las palabras; quizá por eso se olvida de cómo se escriben o confunde sus significados. Para hablantes así, no suelen ser detalles “relevantes”. En cambio, están los poetas: para los poetas, no sólo las palabras son importantes (algunos hasta dan la vida por ellas), sino hasta los silencios entre las palabras cuentan de la misma forma. El poeta, periodista y escritor Fernando Sánchez Zinny escribió un mail a esta columna, a propósito de las observaciones de Fundéu sobre la palabra blooper. Reflexiona así el poeta: “En mi trajinado paso por la radio hallé que, en la jerga que le es propia, blooper equivale a error o trastrueque verbal de quien está ante el micrófono, «advertible por la audiencia», con la lógica derivación de media docena de formas figuradas, más o menos asimilables a papelón. Yo diría que es exactamente lo mismo que furcio, palabra, como sabemos, originada entre candilejas”. Y continúa Sánchez Zinny: “Ahora bien: disto de estar al tanto de las novedades académicas, pero recuerdo que, hasta hace unos años, furcio no había conseguido el aval de los competentes y que permanecía, debido a ello, en el limbo de la no corrección, no sé por qué, dado que es un vocablo asentado, perfectamente definido y vigente en todo el ámbito de nuestro idioma. Si esto sigue así y, entretanto, alguien tiene el antojo de querer aclimatar blooper, lo tomaré como una nueva ofensa. ¡Y ya van unas cuantas! Y sería una nueva ofensa sumamente grave, por mucho que a algún denodado se le dé por escribir blúper”. Tiene en parte razón Sánchez Zinny respecto de furcio; solo muy recientemente encontró “su lugar en el mundo”, es decir, en el Diccionario de americanismos, en el que se lo define así: “furcio.I.1.m. Mx, Pe, Ar, Ur; Ch, esm. Equivocación cometida al

hablar, especialmente por parte de un actor o un reportero de televisión (la especificación, en bastardilla, en el Diccionario)”. Si ya está búnker, por qué no podría estar blúper, pensará alguno. Además, el Diccionario panhispánico de dudas también registra blúmer (del inglés bloomer), ‘prenda interior femenina que cubre desde la cintura o las caderas hasta el comienzo de los muslos’, usada en Cuba, Venezuela o la República Dominicana, con el sentido de la muy española braga. Entonces, como siempre, todo dependerá del uso que se le dé a blooper; como cada día asistimos a tantos papelones en distintos ámbitos, a lo mejor también blooper termina siendo castellanizada. En estas idas y venidas de palabras nuevas y no tan nuevas, que entran, permanecen y hasta abandonan el Diccionario de la RAE, una recomendación para lectores de esta columna y de cualquier columna: el artículo de Javier Marías del 21/12, en El País Semanal, “Diccionario Penal” (http:// bit.ly/1tlQCsy). Allí, Marías pone –por lo menos, por ahora– un brillante cierre a la discusión en el mundo hispanohablante de si el DRAE “sanciona”, “censura” o deja finalmente ciertas palabras consideradas “insultantes” por algunos colectivos (como dicen los españoles). Marías es, como muchos recordarán, miembro de número de la RAE, en donde ocupa el sillón R, sabe de lo que habla y, aunque nunca se muestre demasiado entusiasmado con las sesiones académicas –al fin y al cabo es, antes que nada, un escritor y no un filólogo o un lingüista–, reconoce el duro, esforzado y fatigante trabajo de hacer un diccionario y controlar que cada entrada esté lo mejor definida posible ¡y que no falte ninguna de las palabras que se usaron para definir! © LA NACION

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