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DE REPENTE SOLA Haciendo frente a la pérdida de un Cónyuge Por Elisabeth Elliot

Introducción. Elisabeth Elliot es reconocida por todo el mundo como una de las más reconocidas oradoras cristianas hoy en día. Es autora de más de 20 libros y anfitrión el programa “Gateway to Joy” (La Puerta al Gozo), que se oye por 500 estaciones radiales por todo el mundo. Pero Elisabeth es más reconocida por el triunfo increíble de su fe ante la tragedia. En el año 1956, Jim, el marido de Elisabeth fue uno de los cinco que fueron martirizados por su fe. Estaban tratando de acercarse a los indígenas Auca en el país de Ecuador. Tres años después, Elisabeth regresó a Ecuador junto con su hijita, para vivir con la misma tribu que había asesinado a su marido. Tuvo a su cargo la misión de alcanzar a estas personas para Cristo. Con el tiempo Elisabeth volvió a los Estados Unidos donde conoció y se casó con el Profesor Addison Leitch. Poco después de casados, le diagnosticaron a Leitch con cáncer. Después de sufrir muchísimo, murió. De nuevo Elisabeth se quedó viuda. Elisabeth y su tercer esposo, Lars Gren, han estado casados por 23 años. Elisabeth ha animado e inspirado a gente por todo el mundo con su historia de fe. En lo que sigue, Elisabeth nos comparte cosas que ha aprendido de sus propias experiencias en el camino hacia la superación al dolor.

Se fue. Yo podía ver la llanta de repuesto, posada atrás del Plymouth 1934 al desaparecer por la colina. El coche en el cual hubiera pedido un aventón de la escuela a mi casa. Estaba lloviendo y se fue sin mí. Me dejó atrás. “Ya se fue,” me dijo el conductor parado tras la puerta en la estación de tren. El tren se había ido, dejándome atrás para planear cómo iba a llegar a mi compromiso en apenas una hora y media. Todos hemos experimentado la desolación de haber sido dejado atrás de alguna manera u otra. Y tarde o temprano todos experimentamos la más grande desolación de todas: la muerte de alguien que queremos. El que nos hizo la vida feliz; el que era nuestra vida. Y no estuvimos listas. No estábamos preparadas de ninguna manera. Cuando el hecho nos veía a la cara, decíamos, “¡No! ¡Todavía no!” Porque no importa con cuánto valor hubiéramos visto las posibilidades (o tal vez no tuvimos aviso ninguno), no importa cuán calmadamente habíamos hablado con el que estaba a punto de morirse, nos sorprende la muerte. Si solo hubiéramos tenido otra semana para prepararnos. Unos pocos días más para decir o hacer o deshacer algunas cosas, ¿no hubiera sido mejor, más fácil? Pero con rapidez, en silencio el implacable guadaño nos ha barrido, nos ha dejado, y aquí estamos solas. Nos paramos desconcertadas en la acera, en la estación de tren. Pero, lo más raro es que ese arrebatamiento que nos dejó plasmadas, no ha cambiado mucho en la vida cotidiana. Hay parches de sol en el piso igual como ayer. Los mismos trastes esperan en el fregadero esperando ser guardados como siempre. Su navaja de afeitar y su peine están en el estante; sus zapatos en el closet. Llega el correo, el teléfono suena, miércoles se vuelve en jueves, y esta semana a otra. Te tienes que levantar en la mañana como siempre y peinarte (¿pero para quién, ahora?); tienes que desayunar (recuerda, solo un huevo, no tres), hay que tender la cama (¿a quién le importa?). Tienes que ver a la gente que, o te trata de evitar o hace demasiadas preguntas dolorosas. Tienes que tratar de entenderles y reconocer que te quieren ayudar. Cuando te dicen que tu querido ha “pasado al otro lado” o algo

similar, resistes la tentación de decir, “¡No! Está MUERTO, ¿sabes?” Después de unos meses has aprendido las lecciones iniciales. Comienzas a decir, “Yo” en vez de “nosotros”. Los conocidos te han mandado sus tarjetas de consolación, han mandado las flores, han dicho todo lo que se puede decir (u aún más). Sus vidas siguen y, aunque parezca mentira, tu vida sigue y te has ajustado a algunos cambios — como si esa palabrita “ajustado” jugando con tus rutinas y emociones, cubre tu “ascenso del foso” de tu pérdida. Hablo del “ascenso”. Estoy convencida que cualquier muerte, de cualquier tipo, a la que se nos pide pasar, tiene que conducir a una resurrección. Esto es el corazón de la fe cristiana. La muerte es el final de cada vida y conduce a la resurrección, el comienzo de una nueva vida. Es una progresión, la manera de la cual deben ser las cosas, el medio necesario para seguir con la vida. Puedo pensar de varias cosas simples que me han ayudado pasar por el Valle de la Sombra de la Muerte y que aún me ayudan. Primero, trato de estar quieta y conocer que él es Dios. Ese consejo viene del Salmo 46, que comienza describiendo el tipo de problema a la cual Dios es nuestro refugio. La tierra está cambiando, “aunque la tierra sea removida”. Las montañas tiemblan, las aguas braman y se turban. Las naciones braman, los reinos titubean, la tierra se derrite. Ninguno de estos cataclismos parece una exageración de lo que pasa cuando un ser querido nuestro muere. El mundo entero tiene otra vista y lo encuentras difícil de orientarte de nuevo. Las sombras pueden ser muy confusas. Pero los Salmos nos recuerdan de un hecho sólido como la Roca que nada puede cambiar. “Tu estás conmigo”. “El Jehová de los ejércitos está con nosotros, nuestro refugio es el Dios de Jacob”. Sentimos como si estuviéramos solas, pero no estamos solas. Ni por un momento Dios nos ha dejado solas. En medio de todo el alboroto, nos dice Dios, “Estad quietos”. Estad quietos y conoced. La que perdió un ser querido piensa tener demasiada quietud. Pero si usa esa quietud para ver la cara de Jesucristo, para escuchar con cuidado su voz, sí se orientará de nuevo. Hay varios métodos de ver y escuchar que nos ayudan a evitar los peligros de estar a la merced de nuestros sentimientos. Los dos más obvios son la lectura de la Biblia y la oración. Es un buen ejercicio tomarte del cogote y apartar un tiempo definitivo para buscar deliberadamente lo que Dios tiene para ti, mirar en la Palabra de Dios lo que él te dice y escuchar lo que tiene para ti el día de hoy. La segunda cosa que trato de hacer es dar gracias. No puedo dar gracias a Dios por el homicida de un marido ni la desintegración física espantosa de otro, pero sí puedo dar gracias a Dios por la promesa de su presencia conmigo. Le puedo dar gracias que todavía está en control, ante los terrores peores de la vida. Le puedo dar gracias que estas aflicciones momentáneas nos están preparando para la gloria que es más allá de la imaginación, porque no vemos las cosas que se ven, sino las cosas que no se ven (2 Co. 4:17-18). Me animo leyendo de esa promesa que la tribulación momentánea produce en nosotros una cada vez más excelente y eterno peso de gloria, especialmente cuando el dolor de mi pérdida me agobia. Esta promesa me ayuda a dar gracias. Tercero, trato de rehusar la autocompasión. No hay nada más paralizante que la autocompasión, el decir, “pobre de mí”. Es la muerte que no tiene resurrección, es un hoyo de fracaso de la que nadie te puede salvar, porque has decidido estar allí. Debe ser rotundamente rehusada. Es una cosa llamar pan pan y vino vino, reconocer que estamos de veras sufriendo. No tiene sentido decirte que no es nada lo que estás sufriendo. Cuando Pablo dice que es una aflicción momentánea, está comparando el sufrimiento con las glorias del cielo. Pero es otra cosa considerar que eres la única que sufre desproporcionadamente o que no lo mereces. ¿Qué

tiene que ver esto con lo que mereces? Todas estamos bajo la misericordia de Dios. El Señor Jesucristo sabe la medida exacta de nuestros sufrimientos — él los llevó sobre su propio cuerpo. Él se llevó sobre sus hombros nuestra carga, nuestros sufrimientos. El autor George McDonald dice, “Él sufrió, no para que nosotros no suframos, sino para que nuestros sufrimientos sean como los suyos.” La cuarta cosa que hago es aceptar mi soledad. Cuando Dios se lleva un ser querido de mi vida es para llamarme de una forma nueva, a acercarme a él. Entonces es como una nueva vocación para mí. Es en esta nueva esfera, por ahora, que debo aprender él. Cada etapa en este peregrinaje de la vida es una oportunidad para conocerle mejor, para acercarme a él más. La soledad es una etapa, y gracias a Dios, sólo una etapa, cuando estamos tremendamente conscientes de nuestra impotencia. Debemos aceptar esto y estar agradecidas que nos trae a nuestro pronto auxilio — A Dios mismo. La quinta y última cosa de las ayudas que he encontrado es hacer algo para otra persona. No hay nada como un acto definido para superar la inercia del dolor. Casi todas de nosotras tenemos a alguien que nos necesita. ¡Y si no tenemos a alguien que nos necesite, podemos encontrar a alguien! En vez de solo pedirle a Dios la fortaleza que yo necesito para sobrevivir el día de hoy o en esta hora, ¿por qué no pedirle fuerzas para dar a otro? ¿Por qué no confiar en que Dios va a cumplir su promesa “Mi fuerza se perfecciona en tu debilidad”? Primero: Estar quieta y conozca; segundo: dar gracias; tercero: rehusar la autocompasión, el decir “pobre de mí”; cuarto: aceptar la soledad y ofrecerla a Dios; y quinto: poner tus energías en la satisfacción no de TUS necesidades, sino las de OTROS. Allí están — cinco pasos que, si las tomas en fe, pueden llegar a la resurrección. Tomado de Facing the Death of Someone You Love por Elisabeth Elliott, ©2006 por Good News Publishers. Usado con permiso. Para este y otros folletos evangelísticos, vaya a www.goodnewstracts.org. ObreroFiel.com – Se permite reproducir este material siempre y cuando no se venda.