De paseo por la Opera El camino de un luchador

4 dic. 2010 - A. Fernández, reconocido por su servicio de infectología hacia los años 80. Lleno de convicciones, jugado hasta la inmolación y el sacrificio, ...
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OPINION

Sábado 4 de diciembre de 2010

I

39

LOS IMPONENTES FESTIVALES DE BAYREUTH, SALZBURGO Y VERONA

El arte nuestro de cada día

De paseo por la Opera LUIS OVSEJEVICH PARA LA NACION

SANTIAGO LEGARRE PARA LA NACION

E

L arte es indispensable y, sin embargo, está ausente en la vida cotidiana. Unas gotas diarias de arte pueden salvarnos del sopor y de la superficialidad, como un antídoto contra los muchos venenos que pululan por ahí. Quien todos los días disfruta de una canción o dedica tiempo a una lectura aparentemente inútil (lo que Jane Austen llamaría “leer por curiosidad”, para distinguirlo de “leer para informarse”); quien privilegia en sus decisiones el criterio estético (“es lindo; me gusta”) sobre la consideración económica (“es útil; me sirve”); quien se toma un rato para ver una película italiana (en lugar de siempre “vivir corriendo” al ritmo de Hollywood): esa persona está inmunizada. Cuando vengan los embates, que necesariamente vendrán, sobre todo, cuando venga el tedio, compañero inexorable de toda navegación sostenida (la navegación matrimonial, la navegación laboral; cualquier navegación que sea), entonces el arte será una especie de tabla de salvación, una inyección de alegría y juventud que alentará a continuar en el camino, a perseverar y llegar algún día a la meta siempre lejana. Pero el arte es parecido, también, en cierto sentido, a la hostia cristiana consagrada: a algunos les parece insípido y poco interesante. Un pan dulce les resulta más apetecible que una hoja redonda sin levadura, y una revista, más atractiva que las dos mil páginas de Los miserables. La hostia y el arte requieren, los dos, algún tipo de fe, de apuesta, de confianza en la grandeza y el valor de aquello que los ojos no están en condiciones de ver. La inyección de alegría y juventud a la que hice alusión es metafórica, distinta de otras inyecciones (y pastillas y sustancias) que tienen como fin lo imposible: perpetuar lo que podríamos llamar la adrenalina artística. Por poner un ejemplo, algunos se drogan para lograr el efecto de la música cuando el sonido ya no está. Pero el gusto brindado por el arte consiste en la experiencia artística en sí misma, una experiencia que requiere cierto compromiso y esfuerzo. La droga se parece a la máquina de las experiencias que imaginó el filósofo Robert Nozick: sin hacer nada, supuestamente uno siente todo, gracias a la máquina. En el arte, una medida importante del gozo depende o bien de la propia ejecución de la obra o de la participación vicaria en ella. La aspiración a una Arcadia permanente –una vida bohemia sin fin– es una ilusión falsa y destructiva. Sus profetas o están muertos (es decir, murieron en el altar del arte, mientras buscaban un imposible) o son incoherentes y, en última instancia, mentirosos: predican lo que no cumplen. Sobreviven ellos, mientras facilitan la muerte de los ingenuos que les creen. La vida del verdadero artista profesional confirma esta posición. Es consciente de que buena parte de su acontecer es rutinario (tiene horarios); la dimensión pragmática está presente en su vida como en la de todas las personas (tiene que llenar la panera); él también hace algunas cosas que quisiera no hacer (tiene obligaciones), y sufre de a ratos, y a veces ratos largos, el aburrimiento (“Oh, Musa, ¿adónde te has fugado?”). El resto, los hombres comunes con un trabajo, cualquiera que fuere, somos responsables de conseguir, para alimentarnos, el arte nuestro de cada día. Cuando no es así, navegamos demasiado en el mar del tedio o salimos de él merced a una actividad incesante, tan banal como estéril. Más vale el arte. © LA NACION El autor es profesor de Derecho Constitucional en la UCA e investigador del Conicet

A

SISTI en agosto a los Festivales de Bayreuth (Alemania), Salzburgo (Austria) y Verona (Italia). Bayreuth está dedicado exclusivamente a las óperas de Richard Wagner y se brinda en el teatro Bayreuther Festspielhaus, que él creó justamente para representarlas. Para ese festival ya había y sigue habiendo un hermoso teatro llamado Opera del Margrave, de 1747, con capacidad para unas 500 personas. El que hizo construir Wagner es para casi 2000 personas y se inauguró en 1876: allí se decidió que la orquesta y el director estuvieran por debajo del escenario y que no los viera el público. Los asientos son de madera para que el espectador se mantenga rígido, pero se les pone un almohadoncito. De julio a agosto se hacen 30 funciones; es decir que acuden alrededor de 60.000 espectadores (se estima que 500.000 son los tickets requeridos). Los concurrentes asisten a un promedio de dos funciones, por lo tanto, serían alrededor de 30.000 personas las que participan de este festival. Cuatro de cada diez hombres visten smoking, pero parecen más porque son muy visibles. Las mujeres, en general, van con vestidos largos. Las óperas de Wagner duran aproximadamente cuatro horas y cada intervalo es de un poco más de una hora. Es decir, la función empieza a las 16 y termina a las 22.40. En cada intervalo, previa reserva y encargo, el público cena: un primer plato en el primero y un segundo plato y postre en el siguiente. Desde un balcón, trompetas y trombones van convocando a la sala mientras el público los observa. Toda la representación es una ceremonia, y el público parece ir en peregrinación. Los jardines que rodean al teatro crean una hermosa atmósfera. Hay champagne en abundancia. Predomina de manera evidente el público alemán. Conseguir entradas es muy difícil y la gente aguarda en lista de espera durante muchísimos años. En mi caso, a través de Jutta Ohlsson y Dotty von Erb pude conseguir la entrada y en una muy buena ubicación. Encontré en el teatro a otro argentino: Alfredo Corti, ex embajador en Finlandia. Asistí a la función de los Maestros Cantores de Nürenberg, en una puesta de Katharina Wagner, bisnieta del gran Richard. Una función transgresora, que incluye desnudos y escenas de tipo casi pornográfico, con caras de muñecos gigantes. La reacción del público fue muy variada. Excelentes la orquesta, el coro de 180 personas y los cantantes. En cuanto al alojamiento, no hay suficiente capacidad en Bayreuth, porque sólo tiene movimiento un mes por año y no justifica abrir nuevos hoteles. Por ello, la gente se aloja en pueblos vecinos. Luego estuve en el Festival de Salzburgo, que no es sólo de ópera, sino también de conciertos y teatro. Fue creado en 1920 y en su historia marcaron su impronta Herbert von Karajan, que en 1956 fue designado su director artístico (inauguró en 1960 la sala principal del festival) e irradió su influencia en él hasta su muerte, en 1989. Luego, Gérard Mortier lo dirigió desde 1990 a 2001 (actualmente es el director del Teatro Real de Madrid). Este año, en cinco semanas se dieron 193 funciones (de ellas, 41 de ópera) en seis salas diferentes. Tres son las más importantes: Grosses Festspielhaus (2200 personas), Felsenreitschule (1400 personas) y Haus für Mozart (1000 personas). Sin duda, el centro es la ópera. Se ofrecieron siete títulos, todos alrededor de los mitos. Asistí a cuatro de ellos: Orfeo y

Euridice, de Gluck (sin su célebre danza y muy luminosa, dirigida por Riccardo Muti), Lulu , de Alban Berg (la primera parte del tercer acto se representa con los cantantes en la platea y su atractivo era la escenografía del pintor Daniel Richter), Don Giovanni, de Mozart (que se desarrolla en un bosque, incluye auto y parada de ómnibus rural; el comendador incluso aparece como una ramita; escenas con revólver) y Elektra, de Richard Strauss (que se representa en un cubo). Las puestas tratan de ser actuales y no concebidas como el compositor se las imaginó. En todas ellas brillan la Orquesta Filarmónica de Viena, los directores y los cantantes. Se destacó,

Las trompetas convocan a la sala. Toda la representación es una ceremonia. El público va en peregrinación entre ellos, Erwin Schrott (uruguayo, esposo de la cantante Anna Netrebko) en el personaje de Leporello, en Don Giovanni: recibió un inmenso aplauso. El público es, básicamente, de lengua alemana, pero concurre gente de gran cantidad de países (en 2009 hubo espectadores de 86). Aparte de los que usan smoking (el 10% de los asistentes), todos visten de manera formal. Es muy raro ver alguien de sport. La ciudad de Salzburgo, a la cual he ido varias veces, es de las más hermosas del mundo y todo gira alrededor de la música y de su ciudadano más célebre: Mozart. Más aún en época del festival, todo está impregnado del genial músico.

Importantes figuras de la lírica participaron del encuentro; entre otros, Netrebko, posiblemente la soprano más cotizada de la actualidad, equivalente a lo que fue en su época María Callas. Sobre la base de las funciones que se dan y la capacidad de las salas, calculan que asisten unas 200.000 personas. Es factible conseguir entradas, salvo en las funciones en las que participan las grandes estrellas (entre otros, este año, Daniel Barenboim y Martha Argerich). Las óperas tienen subtitulados en inglés y alemán. Por último, estuve en Verona, donde este año asistí a tres óperas: Aida, Carmen e Il Trovatore. También se dieron Madama Butterfly y Turandot. Las cinco con régie y escenografía de Franco Zeffirelli. Predominaron en las puestas los colores rojos y azules. Caballos, burros, monumentales esculturas y pinturas formaron parte de escenografías impactantes. Este festival se creó en 1913 y se da en la Arena de Verona (equivalente al Coliseo de Roma). Es un anfiteatro al aire libre, con capacidad para casi 20.000 personas, con muy buena acústica. Entre junio a agosto se dan 48 funciones, a un promedio de 13.000 personas por función. Es decir, 600.000 personas. En general, siempre se consiguen entradas. Maria Callas comenzó el éxito de su carrera artística en Verona, donde desde 1949, año en que debutó en el Teatro Colón, cantó varias temporadas seguidas. Ello se debió a la intervención de su primer esposo, Giovanni Battista Meneghini. (Su segundo marido fue Aristóteles Onassis, que, a su vez, luego se casó con Jacqueline Kennedy.) El público aquí concurre de sport. Muy raro ver a alguien con smoking y muy pocos de traje. Vienen de todas partes,

pero hay un predominio de alemanes, holandeses y austríacos. También, muchos ingleses. En la función de Il Trovatore, el tenor argentino Marcelo Alvarez interpretó el personaje de Manrico (el principal). De las tres óperas que vi, fue el artista más aplaudido; incluso, luego de cantar el aria “Di quella pirra”, se le requirió que hiciese un bis. Al término de la función, lo fui a saludar (dado que fue Konex de Platino en 2009) y me manifestó sus deseos de cantar en Buenos Aires. Luego del recorrido por estos tres festivales, me pregunto por qué no se hace uno similar en Buenos Aires en el período enero-marzo. Durante mi gestión en la dirección general del Teatro Colón (1998-99), quise hacerlo en cuatro sedes. Pero quienes estaban sobre mí no entendieron la idea y no tuve la posibilidad de concretarla. Hoy insisto en la idea y propongo que, para 2016, año del bicentenario de la independencia, se concrete con una sede propia, en un lugar de fácil acceso para el público. Deberían trabajar en común el gobierno nacional y el de la ciudad de Buenos Aires. Se trata de políticas de Estado, que deberían exceder lo circunstancial. Incluso podría sumarse Rosario, con su futuro Puerto de la Música. La iniciativa favorecería, indudablemente, el turismo; sería una fuente de ingresos y formaría nuevos públicos. En el ínterin, se podría analizar la integración de la plaza Lavalle con el Teatro Colón, como jardín y parte del mismo, como sucede en Bayreuth. © LA NACION El autor es presidente de la Fundación Konex y ex director general del Teatro Colón

El camino de un luchador MABEL BELLUCCI PARA LA NACION

H

ACIA 1983, después de retirada la dictadura militar en la Argentina, la transición democrática necesitó probar lo nuevo bajo las secuelas dejadas por el terrorismo de Estado. Entre otras tantas cosas, significó la salida al ruedo de las primeras agrupaciones y referentes homosexuales. La voluntad política de su adalid, Carlos Jáuregui, primer presidente de la Comunidad Homosexual Argentina (CHA), en 1984, permitió que el destape de su comunidad no quedase vinculado al sida, que en esos años irrumpía en la prensa internacional y aumentaba la condena. Eran tiempos adversos y poco propicios para dar la cara. Así, las primeras intervenciones públicas de Jáuregui estuvieron marcadas por su firmeza en generar políticas de visibilidad. Sin embargo, el principio de la diferencia y la pluralidad eran elementos escamoteados por la sociedad democrática de entonces. A poco de ser fundada la organización, Jáuregui y Raúl Soria aparecieron en la tapa de la revista Siete Días, lo que constituyó la primera exposición pública de dos hombres abrazados en actitud cariñosa. De inmediato, se publicó en un diario nacional la primera solicitada de la CHA con el lema de “Con discriminación y represión, no hay democracia”. En efecto,

esas interpelaciones de relieve expresaban las necesidades más urgentes de los homosexuales (visibilidad, lucha contra la discriminación y la represión). Por lo tanto, el activismo de Jáuregui esclarecía en torno a la especificidad identitaria con acciones que reclamaban igualdad de derechos y de oportunidades. Jugarse a instalar la noción de la libertad sexual asociada a la de derechos humanos no fue tarea sencilla. El punto aquí era definir un espacio propio por parte de los gays dentro del amplio casillero de conflictos que se le presentaba al Estado durante la posdictadura: etapa difícil, en la cual, si un homosexual se mostraba como tal, de inmediato era identificado como un portador de VIH positivo. Al comienzo de su mandato como presidente de la CHA, los discursos y las acciones de Jáuregui daban en tierra con la figura hegemónica del gay visto como anormal o transmisor de sida. De hecho, en la búsqueda de las mayorías por una apertura democrática, las minorías percibían su exclusión. Por lo tanto, la prédica homosexual se debatía en el dilema entre demandar derechos a un Estado que se abría al conjunto de la ciudadanía y su condición potencial de ser personas sospechosas para una sociedad que, al mismo

tiempo, reclamaba libertad y tolerancia. Jáuregui creció por su comprensión de la coyuntura histórica, que lo habilitó a ampliar las fronteras de su entorno, lo que permitió reconocer a sus variados interlocutores. Sus luchas fueron precisas y amplias a la vez. El 1° de junio de 1988 fue azotado quizá por el golpe más duro que tuvo que enfrentar y que le dio un vuelco a su activismo. Su pareja más importante, Pablo Azcona, fallecía de sida. Jáuregui aprendió, poniendo el cuerpo, de la importancia de la igualdad de derechos: la familia de Pablo, con quien había compartido años de convivencia, le reclamó el departamento que ambos habían sostenido como la pareja que fueron. “Yo sentía que ese lugar me correspondía y, de hecho, si hubiésemos estado casados legalmente me hubiera correspondido”, escribió Jáuregui. Años después, él confirmó que su experiencia, que lo dejó en el desamparo y sin vivienda, se repetía de manera constante dentro de la comunidad. Por ejemplo, el equipo de profesionales de su nueva agrupación, Gays por los Derechos Civiles (Gays DC), fundada en 1992, trabajaba con una línea telefónica de consulta contra la discriminación. Las llamadas más frecuente estaban relacionadas con el sida.

En 1994, en una entrevista, Jáuregui sintetizó los cambios radicales que marcaron la lucha de las minorías sexuales frente a la pandemia: “Años atrás, la represión policial era nuestra principal preocupación. A partir del sida, nuestro mayor problema es la herencia”. Entonces, Gays DC intentó dar una solución a las desigualdades económicas provocadas por la enfermedad en un vínculo homosexual. Así, armó un proyecto de ley tendiente a crear un contrato de unión civil que

Para Jáuregui, instalar la noción de libertad sexual asociada a la de derechos humanos no fue una tarea sencilla permitiese el reconocimiento legal de una pareja del mismo sexo. La homofobia y el machismo impidieron que fuese tratado en el Congreso. En Estados Unidos, el sida obligó a la comunidad gay a replegarse. Las secuelas dejadas por la epidemia motivaron cambios tanto en las prácticas públicas como privadas. Retornaron a instituciones que

poco tiempo atrás habían sido impugnadas por su espíritu conservador y de normativa sexual, tal como son la familia y el vínculo conyugal. Pero la pandemia volvería a tocar a la puerta de los Jáuregui. Tras cinco años de dar batalla, su hermano Roberto murió el 15 de enero de 1994. Roby se convirtió en el primer ciudadano que reconocía públicamente su condición de portador de VIH positivo. Se tornó la cara visible de la Fundación Huésped, nacida para canalizar la ayuda de familiares y amigos de los enfermos que asistían al hospital Juan A. Fernández, reconocido por su servicio de infectología hacia los años 80. Lleno de convicciones, jugado hasta la inmolación y el sacrificio, el 20 de agosto 1996 Carlos Jáuregui fallecía a causa del sida. A quince años de ese desenlace, y con la ley de matrimonio igualitario ya vigente, hacer memoria de su compromiso de honestidad brutal con causas que aún despiertan vigilias es luchar contra el olvido. Escribir sobre él cuando se acaba de conmemorar, el miércoles, el Día Mundial de la Lucha contra el Sida, es otra forma de recordarlo con gratitud. © LA NACION La autora escribió el libro Orgullo. Carlos Jáuregui, una biografía política