OPINION
Martes 25 de enero de 2011
PARA LA NACION
L
AS vacaciones son un tiempo propicio para viajar. Muchos lo hacen. Al exterior o dentro de nuestro país (grande y diverso). Se puede viajar bien o mal. Buscando enriquecimiento personal o arrastrando las rutinas. Resulta apropiado recordar al gran humanista francés Michel de Montaigne (1533-1592), definido por alguno como “un pensador en movimiento”. Su vida y su obra (la principal, los monumentales Ensayos) estuvieron inmersas en una época, como la nuestra, turbulenta y cambiante. De los Ensayos extraigo algunos párrafos que nos aconsejan que, si viajamos, conviene que lo hagamos con el propósito asumido de ampliar nuestras perspectivas y salir de nuestras pequeñas burbujas localistas. Esto era válido para Montaigne y lo es, más aún, para nosotros, que nos beneficiamos con una fabulosa capacidad de desplazamientos que aquél –que sólo era un hombre “de a caballo”– no tenía. Montaigne se abre a lo distinto y lo acepta, criticando la soberbia provinciana de muchos de sus paisanos. Ante todo, una actitud de respeto ante costumbres y culturas distintas. “No comparto el error común que consiste en juzgar al otro a partir de lo que yo soy –dice–. Creo, sin dificultad alguna, que hay cualidades diferentes de las mías (…) Concibo y estimo como buenas a mil maneras opuestas de vivir.” Esto empieza por las comidas. “Cada costumbre tiene su razón. Ya sean platos de estaño, de madera, de barro, cocido o asado, manteca o aceite de nuez o de oliva, caliente o frío, todo me es igual (…) Cuando he estado fuera de Francia y por cortesía hacia mí me han preguntado si quería que me sirvieran a la francesa, me he burlado, lanzándome siempre a las mesas más repletas de extranjeros.” Atracción por lo diferente. Nada, entonces, de desprecio pueblerino hacia gastronomías distintas de las nuestras y de añoranzas del bife de chorizo con papas fritas. ¿Y las costumbres? “Me avergüenzo cuando veo a nuestros hombres invadidos por esa manía de escandalizarse por las formas contrarias a las suyas: les parece estar fuera de su elemento cuando están fuera de su pueblo –dice–. Vayan donde vayan, se aferran a sus maneras y abominan de las extranjeras. Si se encuentran a un compatriota en Hungría, celebran esta casualidad: helos ahí aliados y unidos para condenar tantas costumbres bárbaras como ven. ¿Cómo no van a ser bárbaras si no son francesas?” En cuanto a la “viveza”, nos damos cuenta, leyendo a Montaigne, de que los franceses de su época se creían, como nosotros, sus exclusivos poseedores: “Y son además los más listos, pues las han descubierto [a las costumbres de los otros] sólo para poder criticarlas”. Condena a los que “viajan cubiertos y apretados con una prudencia taciturna e incomunicable, defendiéndose del contagio de un aire desconocido (…)”. En suma, una apología del viajar con el espíritu dispuesto, pues sólo así se incorporan conocimientos y experiencias. De ese modo, podremos ver aquello que es distinto de lo nuestro como una manifestación de la riqueza de lo humano, que nos apela no sólo desde lo semejante sino también desde lo diferente y hasta desde lo opuesto. No para que lo adoptemos irreflexivamente, sino, simplemente, para que se amplíe nuestra comprensión. Si viajamos así, estaremos haciéndolo como lo hacía Montaigne. © LA NACION
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LOS COSTOS DE VIVIR EN UNA SOCIEDAD DESINFORMADA Y DESCREIDA
Viajar como Montaigne ENRIQUE TOMAS BIANCHI
I
Cuando se manipula la verdad POR CLAUDIO R. NEGRETE PARA LA NACION
del público receptor por aquello de “hagámoslo, que no se dan cuenta”. Como se comprueba en la lógica de los políticos, el manipulador y sus socios se mueven detrás del éxito inmediato, pero saben que hoy ganan y que mañana esa misma cultura se los llevará puestos también a ellos. En realidad, perdemos todos. Hay ejemplos concretos acerca de cómo esta costumbre mal habida ha inducido a un creciente y peligroso desinterés social. En las elecciones legislativas de 2009 se registró el índice más alto de ausentismo desde 1983. Casi el 30% de los argentinos decidió no ir a votar, y uno de los motivos fueron las denuncias de fraude hechas por la oposición. Nunca se comprobaron. La última medición de confianza y hábitos mediáticos de los argentinos realizada en agosto por la consultora CIO aportó datos preocupantes: el 78% manifestó su desconfianza hacia la presidenta de la Nación y sus ministros; el 88%, en el Congreso; el 90%, en los sindicatos; el 84%, en la Justicia; el 87%, en las empresas, y el 77%, en las fuerzas de seguridad. La mitad dijo no creer en los periodistas. En 2005, el Foro de Periodismo Argentino (Fopea, ONG que reúne a 300 periodistas de todo el país) encargó una encuesta para relevar la opinión de los periodistas en actividad, y con cargos, sobre distintos
“Manipular: Intervenir con medios hábiles y, a veces, arteros en la política, en el mercado, en la información, con distorsión de la verdad o la justicia y al servicio de intereses particulares.” (Del Diccionario de la Real Academia Española)
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L valor más importante de una sociedad no está compuesto por su institucionalidad, la igualdad ante la ley, el pluralismo cultural, la tolerancia racial y religiosa o la libertad de expresión. Si bien todas estas definiciones y prácticas son esenciales para las relaciones humanas y sociales, hay un valor que está por encima de todo: el de la credibilidad o, en otras palabras, la confianza que la sociedad se tiene a sí misma. Se trata de un activo intangible que se construye pacientemente en el tiempo, se transmite de generación en generación, se fragua en la diversidad de opiniones. La construcción de esa credibilidad tiene un único y excluyente insumo: la información que se genera y utiliza. Cuanto más veraz sea la que circule, mayor fortaleza tendrá una comunidad. El círculo virtuoso se mantiene con aquello de que yo creo en lo que los otros dicen porque ellos creen en lo que yo digo. La información es producida mediante un complejo entramado de sistemas que interactúan permitiendo al ciudadano y a la comunidad ubicarse en los distintos planos de su realidad para saber actuar. Por eso no es mero entretenimiento. Es elaborada y legitimada por una inmensa red de fuentes anónimas y públicas, personales, sociales e institucionales, políticas, empresariales e intelectuales. Todas, desde distintos lugares, hacen sus aportes al flujo informativo que, como la sangre, alimenta a los miembros del cuerpo social. En ese proceso es tan importante lo que comunica el Servicio Meteorológico como una empresa, un club de fútbol, un sindicato, la intendencia de un remoto pueblo del interior, la etiqueta de un producto, una ONG, las declaraciones públicas de un legislador y la propaganda de los actos de gobierno. Las fuentes productoras de noticias (los medios tradicionales perdieron ese monopolio) son responsables directas de su calidad y contribuyen decididamente al mantenimiento de la credibilidad social. Hace tiempo que en la Argentina se viene comprobando un progresivo deterioro del valor de la información a raíz del crecimiento sostenido de distintas formas de manipulación, que a veces son evidentes pero en su mayoría se dan de modo subrepticio. La sociedad intuye, percibe, sabe y comprueba todos los días que le llega información sucia, deliberadamente deformada, presentada como verdad. Lo peligroso de las noticias que se ocultan, parcializan o niegan a otras es que terminan afectando relaciones personales, colectivas, sectoriales e institucionales. Hace tiempo que se nota en el país una sensación de sospecha sobre todo lo que se transmite y se recibe públicamente. La responsabilidad de las fuentes informativas es central en esto; pueden contribuir, decididamente, a la contaminación del circuito y a sembrar dudas sobre la veracidad de lo que se comunica. Muchas veces suelen convertirse, finalmente, en agentes de desinformación. La Constitución Nacional consagra el marco de referencia al derecho de información y libre expresión. Distintas normativas a niveles nacional, provincial y municipal establecen reglas sobre el derecho a la información pública. La Bolsa de Comercio impone obligaciones de transparencia informativa a las empresas cotizantes. Las universidades de comunicación y periodismo enseñan las formas responsables de procesarla. Los medios ofrecen sus propios códigos éticos y prácticos para el ejercicio de la profesión. Los gremios defienden la integridad del trabajador de prensa, y se suelen invocar cláusulas de conciencia para preservar
Como sociedad, deberíamos ponernos el objetivo de recuperar ese estado maravilloso de la confianza común
ideologías y creencias. Y las ONG se han incorporado últimamente como auditores sociales. Todos estos criterios establecidos y aceptados tienen como objetivo fundamental acotar las eventuales intenciones manipuladoras sobre este insumo esencial para la vida social. Pero también son sistemáticamente violados. Las evidencias de mensajes manipulados, cuando no contradictorios, llegan a la sociedad por variadas vías. Los gobiernos manipulan la información oficial según sus necesidades. El político la usa como un instrumento más de su
Nos hemos acostumbrado a convivir en un estado de sospecha permanente a causa de la información manipulada construcción de poder. Encuestadores instalan en la agenda pública resultados hechos a la medida de quienes les pagan. Empresas confunden la propia promoción con el derecho de la sociedad a ser informada y están siempre bien dispuestas a utilizar dinero para condicionar a su favor las noticias que las involucran. Se puede afirmar que la cultura y práctica dominante en el poder político y económico es que la prensa y los periodistas (de toda ideología, credo, sector social y ubicación en el mercado)
pueden ser condicionados, cooptados o directamente comprados para lograr el control de la información. Y esta cultura, que en esencia es manipular al otro, se retroalimenta de periodistas dispuestos, y sin pudores, a integrar el grupo del “le pertenezco”. También es común ver a medios de comunicación y periodistas (de toda ideología, credo, sector social y ubicación en el mercado) parecerse más a sus anunciantes y financistas que a los lectores, oyentes o televidentes que de buena fe siguen creyendo en su imparcialidad. Ni qué hablar de las promesas incumplidas de funcionarios públicos; la instalación de operaciones políticas y judiciales; el doble discurso, la farándula chimentera inventando peleas con fines promocionales de negocios del espectáculo. Rumores de toda clase corren con entidad, se abusa del off the record; se difunden anticipos de noticias relatadas con verbos potenciales que nunca se concretan, y hay periodistas que se prestan a protagonizar avisos publicitarios de productos de consumo. Hasta las aparentes e inofensivas publinotas y photoshops no aclarados sirven a la construcción de la simulación informativa. Todo esto tiene como resultado final la confusión y el engaño de la gente. Paradójicamente, una de las primeras víctimas de esta manipulación informativa son los propios manipuladores. Nadie como ellos sabe del funcionamiento de este proceso tramposo que lleva implícitos una profunda subestimación y desprecio
temas de su trabajo de informar. Una de las revelaciones más impactantes fue que el 95% reconoció que son habituales las prácticas no éticas en el ejercicio de la profesión. Es decir, se subordina la información a otros intereses. Probablemente, muchos de los problemas de relacionamiento que tenemos los argentinos –que algunos califican de crispación y falta de diálogo y otros, de individualismo militante– se puedan explicar porque nos hemos acostumbrado a convivir en un estado de sospecha permanente que se mantiene viva gracias a la información manipulada. Y este estado de desconfianza construye otro sistema de vínculos basado en la inseguridad personal, la desconfianza hacia el otro, los prejuicios, los resentimientos y los celos, que minan las bases de la credibilidad colectiva. La vida institucional argentina está cruzada y determinada por estas deformaciones. Sería importante que como sociedad nos pusiéramos el objetivo de recuperar ese estado maravilloso de la confianza común. Para que eso ocurra, necesitamos ser informados sin manoseos, responsablemente. El descrédito del Indec y sus estadísticas se soluciona con una decisión política. En cambio, la reconstrucción de la credibilidad social es una tarea más ardua y compleja. Se trata de un esfuerzo colectivo que debería partir de sincerar, primero, que nos hemos acostumbrado a convivir entre sospechas y mentiras. El paso siguiente debería ser resolver una contradicción ética: decidirnos a vivir entre pequeñas y grandes mentiras o entre pequeñas y grandes verdades. Parecen similares, pero están en las antípodas. O como definiera el gran escritor checo Milan Kundera: vivir en la verdad, no mentirse a sí mismo ni a los demás. Aunque pueda incomodar y doler. De esto depende la calidad de la sociedad que podamos construir hacia el futuro. © LA NACION El autor es periodista. Escribió el libro Necromanía. Historia de una pasión argentina
La orfandad de Cenicienta RAFAEL GUMUCIO
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AS mentiras de la literatura se vuelven verdades a través de nosotros, los lectores transformados, contaminados de anhelos y, por culpa de la ficción, en permanente entredicho con la mediocre realidad”, dice Mario Vargas Llosa en su entusiasta discurso de aceptación del premio Nobel. Una frase que repite dos lugares comunes que no por socorridos son menos falsos: la ficción no tiene nada que ver con la mentira, y la realidad, si algo así existe, es cualquier cosa menos mediocre. Eso último lo hemos aprendido los lectores del propio Vargas Llosa, capaz como pocos de bucear detrás de la capa de grisalla de la Lima de la dictadura de Odría, para reconocer en ellas unas pasiones y unos horrores que no tienen nada de mediocres. El gris de la realidad es el resultado de la mezcla de demasiados colores intensos. La gran tradición realista –a la que pertenece Vargas Llosa– basa su poder en saber separar los colores de esa mezcla. La imaginación no enaltece la banalidad de nuestra vida, sino que intenta acotarla,
EL MERCURIO/GDA
hacerla humana. Traduce a signos lo que es accidente, responde preguntas que nadie nos hace. Soñamos muchas más veces que caemos que lo que soñamos que volamos. Los sueños, como la ficción, no son menos reales que la silla o la mesa en que me siento. No son, por de pronto, tampoco más reales que ellos. Sólo pertenecen a otro orden de la realidad, ese que las novelas justamente intentan restituir como parte del todo. Por más atractivo y provocador que pueda parecer mezclarlas, la ficción no tiene nada que ver con la mentira. Que algo no sea real no significa que sea mentira. Madame Bovary no tiene partida de nacimiento ni certificado de defunción, y Don Quijote nunca fue Alonso Quijano, pero eso no convierte a Flaubert o a Cervantes en mentirosos. Para que haya mentira debe asistirnos la voluntad evidente de engañar al interlocutor. En la ficción esa voluntad no existe. El que lee sabe tal como el que escribe a qué atenerse al comienzo del juego. Las reglas de este juego las entiende mi hija de tres años tanto o más que yo, Vargas Llosa o el luminoso crítico litera-
rio James Wood. A mi hija no le importa que Cenicienta tenga las vacunas al día y carnet de identidad. No se pregunta ni en broma si los zapatos de cristal son cómodos para bailar. Entiende, sin demorarse en explicárselo, que Cenicienta vive alrededor de un castillo inventado, ni más ni menos real que su pieza, sólo que real de otra forma. Nadie la engaña,
Si algo une todas las intolerancias es su incapacidad de creer los cuentos como los cree mi hija: parcial y totalmente para ella los Reyes Magos existen cuando le entregan regalos, pero no deja de saber que son sus padres también los que le compran esos juguetes. Los cuentos que le cuento son para mi hija la forma de absorber, molida y en papilla, la realidad que de un solo bloque sería intragable. Así también aprendió a
caminar, a comer, a hablar, zigzagueante y cuidadosa, con la humildad de quien sabe que casi todo a su alrededor es un misterio. Mi hija, como los que escribieron la Biblia, sabe que el mundo no se creó en siete días, pero sabe que esa metáfora es algo más que una mentira, que en ella reside una forma misma de la verdad. Su ingenuidad es cualquier cosa menos ingenua. Cree y no cree, no pregunta qué es verdad porque sabe que algunas cosas son verdad en la noche, cuando se va a dormir, y dejan de serlo en la mañana, cuando se despierta. Sabe que los relatos son sólo herramientas. No confunde aún el medio con el fin, el objeto y su contenido, el cuento y el que lo cuenta. Su vida llena de fetiches no está aún devorada por el fetichismo que de adultos inevitablemente nos asalta. Uno de esos fetiches es justamente la verdad de los hechos, las cifras, los datos, tan útiles cuando son tratados como útiles, tan nocivos cuando reemplazan a los dioses o las hadas en los que no sabemos ya creer. Porque si algo une todas las intolerancias contemporáneas –la islámica, la
cristiana, la comunista o la neoliberal– es su incapacidad de creer los cuentos como aún los cree mi hija: parcial y totalmente. El que cree a pie juntillas en Alá y las vírgenes en el paraíso sufre del mismo mal que Christopher Hitchens con su necia guerra personal contra Dios (uno de los narcisismos mayores). Apurados los dos, necesitan, antes del cuento, la moraleja. Asustados por la noche, necesitan la seguridad de que los buenos siempre ganan o de que las brujas malvadas no existen. Son presos de esa incapacidad tan contemporánea de leer la realidad entre líneas, en los márgenes, la contraportada y las solapas porque todo es parte del libro, incluida la distancia imposible de fijar entre nuestros ojos, nuestros cuerpos y los prados, los bosques o los incendios de los que habla el libro que leemos en el ómnibus. Necesitados de finales felices, de resultados evidentes, leemos de manera literal las leyendas y de maneras legendarias las encuestas. Creemos sólo en lo que vemos, pero ya no vemos ni siquiera lo que estamos viendo. No sabemos creer, por lo que tampoco sabemos ya dudar.